Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

El verdadero poder de Putin
Por Benjamin Nathans
Originalmente publicado como “The Real Power of Putin”, New York Review of Books, 29 de septiembre de 2016 [http://www.nybooks.com/articles/2016/09/29/real-power-vladimir-putin/]. Traducido por Alberto Loza Nehmad.
 
Libros reseñados:
 

Steven Lee Myers. The New Tsar: The Rise and Reign of Vladimir Putin. Knoph, 572 pp.

Anne Garrels. Putin Country: A Journey into the Real Russia  Farrar. Straus and Giroux, 228 pp.

Vladimir Gel’man. Authoritarian Russia: Analyzing Post-Soviet Regime Changes. University of Pittsburgh Press, 208 pp.

Andrei P. Tsygankov. The Strong State in Russia: Development and Crisis. Oxford University Press, 259 pp.

Walter Laqueur. Putinism: Russia and Its Future with the West . Thomas Dunne/St. Martin’s, 271 pp.

David Satter. The Less You Know, the Better You Sleep: Russia’s Road to Terror and Dictatorship Under Yeltsin and Putin.  Yale University Press, 221 pp.

Charles Clover. Black Wind, White Snow: The Rise of Russia’s New Nationalism.  Yale University Press, 360 pp.

Bobo Lo. Russia and the New World Disorder. Chatham House/Brookings Institution Press, 341 pp.

Agnia Grigas. Beyond Crimea: The New Russian Empire.  Yale University Press, 332 pp.

 
Las biografías de los líderes políticos típicamente ofrecen un momento trascendental, preferiblemente en los inicios de las vidas de sus biografiados, que cristaliza un rasgo de su carácter o que les enseña una lección crucial para su vida en adelante. En el caso de Yuri Andropov, largamente director del KGB (1967-1982), brevemente líder de la Unión Soviética (1982-1984) y, ominosamente, patrocinador del joven Mijaíl Gorbachov, ese momento llegó en el otoño de 1956. Desde su ventana de la embajada soviética en Budapest, Andropov observó con horror cómo, en el lapso de solo una semana de Octubre, una manifestación estudiantil creció hasta convertirse en un levantamiento popular que derribó al gobierno comunista y amenazó con retirar a la República Popular de Hungría del Pacto de Varsovia y, por tanto, de la capa exterior del Imperio Soviético.
 
Por la misma ventana, él podía ver las siluetas de los funcionarios de la policía secreta de Hungría  cuando caminaban evitando los postes de luz. A pesar del exitoso aplastamiento que hicieron las tropas soviéticas del levantamiento, en el curso del cual miles de civiles húngaros y cientos de soldados soviéticos fueron muertos, los eventos de Budapest marcaron el nacimiento del “complejo húngaro” de Andropov y el KGB, el miedo mortal de que grupos pequeños, no oficiales, generaran movimientos para derribar al gobierno comunista con aliento directo (en el caso húngaro) o indirecto de Occidente.
 
Una generación después, en otro puesto de avanzada en el borde occidental del imperio de Moscú se desarrollaba otro drama. Esta vez la ciudad ere Dresde; el año, 1989; y el puesto era la mansión del KGB en la calle Angelika, justo frente al cuartel general de la Stasi, contraparte oriental alemana del KGB. Una multitud de varios miles de manifestantes que había logrado romper las entradas de la Stasi saqueaba alegremente el edificio mientras funcionarios de inteligencia apostados observaban todo con rostro sombrío. También observando, desde una ventana del frente de la calle, estaba el teniente coronel Vladimir Putin, de treinta y siete años de edad, y quien estaba temporalmente a cargo de la mansión, de sus voluminosos archivos de inteligencia y de los cuatro funcionarios de su personal. Poco después del crepúsculo, una pequeña fracción de la multitud se desprendió del edificio de la Stasi con la intención de ganar una victoria similar contra el KGB.
 
Según la fascinante versión —de esta frecuentemente contada historia— de Steven Lee Myers, reportero del New York Times, en su libro The New Tsar: The Rise and Reign of Vladimir Putin  [El nuevo zar: el surgimiento y reino de Vladimir Putin], Putin llamó urgentemente al comando militar soviético local pidiendo refuerzos para proteger la mansión, solo para que le dijesen que no se podía hacer nada sin órdenes de Moscú y que “Moscú está en silencio”. Con su carrera y un escondido tesoro de documentos altamente secretos en juego, Putin decidió tomar las cosas en sus propias manos. Acercándose a la entrada exterior de la mansión, solo y desarmado, anunció en alemán a la multitud reunida, “Esta casa está estrictamente resguardada. Mis soldados tienen armas. Y les he dado órdenes: si alguien entra a las instalaciones, abrirán fuego”. Funcionó, al menos en un sentido: la multitud regresó al edificio de la Stasi, dejando la mansión y sus contenidos intactos. Pero si Putin ganó la batalla, la Unión Soviética perdió la guerra.
 
¿Qué lecciones sacó Putin de este episodio, aparte de su subsiguiente utilidad para propósitos biográficos? Perseguido por la frase, “Moscú está en silencio”, llegó a considerar que el silencio es síntoma de una “enfermedad llamada parálisis: una parálisis del poder”. Una respuesta oportuna y asertiva a las protestas populares, parece, habría producido un mejor resultado, podría haber mantenido intactas la zona de amortiguamiento oriental europea de Moscú y quizá a la misma URSS. Los manifestantes de Dresde de ese día eran para Putin, no una multitud sino una chusma: desinformados (algunos exigían ver las inexistentes cámaras de tortura del KGB), bulliciosos (algunos gritaban) y sin ley (saquearon los archivos confidenciales de la Stasi). Ellos y su contraparte en Leipzig, Varsovia, Praga, Vilna, Tiblisi, Bakú y Ereván eran sembradores, no de transparencia sino de anarquía.  
 
No necesitamos, por tanto, buscar en las “revoluciones de colores” postsoviéticas de Georgia (2003) y Ucrania (2004), menos aún las más recientes demostraciones de Moscú contra el fraude electoral (2011-2012), la fuente de la aversión visceral de Putin contra las protestas públicas. El trabajo inicial fue hecho mucho antes, y su relevancia influye en el debate acerca de la actual dirección de la política rusa. Ahora que el gobierno de Putin se ha hecho más autoritario, y su política exterior más agresiva, los observadores se han estado preguntando si algo fundamental ha cambiado en la forma que tiene de ver las cosas, y si así es, por qué.
 
Por supuesto, como la mayoría de las personas que han construido su carrera al interior de los servicios de inteligencia, Putin nunca podría ser el posible portavoz de una política deliberativa y pluralista. Más bien, él ha presidido una “democracia dirigida” (dirigida, esto es, por el Kremlin) o una “democracia soberana” (soberana, esto es, en relación con la influencia exterior), variaciones de la “democracia popular” de la era soviética, democracias de fachada [Potemkin democracies, en el original]  que encubren estructuras autoritarias de poder, las cuales remiten a lo que Max Weber llamó el “falso constitucionalismo” del régimen zarista de inicios del siglo 20.
 
 Sin embargo, a inicios del siglo 21, lo que parecía impulsar a Putin era la sobria búsqueda del interés nacional de Rusia después de la desintegración y la caída libre de los años 90, las cuales él compensó renacionalizando los principales activos del país —petróleo, gas y metales preciosos—, restaurando por tanto la capacidad estatal. Inclusive sin tener una idea de su alma, como George W. Bush afirmó haberla tenido en 2001, uno podría reconocer a Putin como un patriota conservador, un hombre, para usar la evaluación que hizo Thatcher de Gorbachov, con el que se podía hacer negocios.
 
Y por cierto que se hizo negocios: la Moscú post soviética se hizo hogar de más billonarios que cualquier otra ciudad en el mundo, inclusive cuando una próspera clase media empezó a extender sus alas en ella, en San Petersburgo y otras ciudades rusas. También se hizo negocios cruzando las fronteras de Rusia, cuando China y la Unión Europea se convirtieron en los principales consumidores del petróleo y el gas natural rusos. Putin impuso algo parecido a la ley y mucho de orden en casa, mientras Rusia buscaba unirse a organizaciones multilaterales (G8, Organización Mundial del Comercio, OSCE, etc.) que son referentes de la integración global. Todas estas tendencias fueron ampliamente entendidas, como a la vez causa y efecto de la transición de Rusia hacia una “normal” democracia de mercado.
 
¿Qué sucedió? ¿Por qué la Rusia de Putin se descarriló? ¿Por qué en Occidente ya no se conversa (para no mencionar los títulos de los libros) de una transición sino de un retroceso, con un “nuevo zar”, un “nuevo imperio ruso” y una “nueva guerra fría”? A los estadounidenses –la nación de clase media por antonomasia— les encanta la noción de que una emergente clase media expande la libertad política y el imperio de la ley; que el comercio entre las naciones reduce la amenaza de la guerra; y que, en el largo plazo al menos, la democracia produce el mayor bien para la inmensa mayoría. El distinguido historiador Moshe Lewin sostenía que Gorbachov, el principal democratizador de Rusia hasta la fecha, era parte de una marea creciente al interior de la población soviética, una mayoría emergente de urbanitas educados, de oficina, y que la perestroika era el producto, no solo de un puñado de reformadores del Partido Comunista, sino de la acumulada modernización de la sociedad soviética misma. Corrientes profundas de historia social rusa fluían en la dirección de la liberalización, y Gorbachov corrió esa ola.
 
Esta noción, y los entrañables supuestos detrás de ella están ahora enfrentando pruebas históricas, no solo en Rusia sino en China, Polonia y otros lugares. Los miembros de la clase media de Rusia que aparecen en Putin Country: A Journey into the Real Russia  [País Putin: un viaje hacia la Rusia real], de la veterana reportera de NPR Anne Garrels, un estudio de la vida en la ciudad provincial de Chelíabinsk, difícilmente se ajustan al modelo liberalizador de Lewin. Enmarañados en redes de corrupción que van desde el fraude electoral hasta el periodismo de alquiler, de la evasión del servicio militar al remate de admisiones en la universidad, ellos culpan a la mentalidad de que “todo está a la venta”, más precisamente, al neoliberalismo importado de Occidente en los años 90. Como dijo una mujer, “Todas esas manipulaciones financieras, la carrera hacia las privatizaciones, esta ideas no salieron de aquí, ellas vinieron de ustedes, desde Occidente, pero Occidente no tenía que vivir los resultados”. Las protestas públicas en Chelíabinsk, sin embargo, son extremadamente raras, dado que poca gente puede visionar una alternativa viable al status quo.
 
En vez de ello, los sujetos de Garrel siguen las ya añejamente probadas estrategias de adaptación y sacada de vuelta. En vísperas de las últimas elecciones, por ejemplo, a los estudiantes de la Universidad Estatal de Chelíabinsk se les informó que, para expresar su gratitud por las becas otorgadas por el estado, ellos deberían apoyar a Rusia Unida, el partido de Putin. Para verificar dicho apoyo, los funcionarios exigían a los estudiantes que usaran sus celulares para fotografiar las balotas electorales al momento de votar. Algunos estudiantes cumplieron, con truco: colocaron un hilo con la forma de una marca de check junto a “Rusia Unida”, le tomaron foto a la balota, y luego retiraron el hilo para votar como querían.
 
Según Authoritarian Russia: Analyzing Post-Soviet Regime Changes  [Rusia autoritaria: analizando los cambios de régimen post soviéticos], del politólogo Vladimir Gel’man, son precisamente tales microestrategias para salir adelante lo que ayuda a que se perpetúe la política autoritaria rusa. Como la mayoría de políticos, los líderes de Rusia son simplemente “maximizadores racionales del poder”. La diferencia está en que ellos operan en un país casi enteramente desprovisto de constreñimientos institucionales y políticos sobre la conducta de las elites. Así, Gel’man muestra poco interés en la visión del mundo de Putin o en las ideas de quienes lo rodean; en realidad, escribe, “la ideología como tal, probablemente ha sido el factor menos significativo de la política rusa desde el colapso soviético”.
 
Putin fue capaz de abolir las elecciones regionales de gobernadores provinciales para, en su lugar, designarlos él mismo con impunidad. Su predecesor, Boris Yeltsin, trajo tanques para que cañonearan el parlamento ruso popularmente elegido y reescribió la constitución para fortificar el poder ejecutivo, con impunidad. Inclusive Anatoly Sobchak, el profesor de derecho y primer alcalde post soviético de San Petersburgo (entre cuyos protegidos estuvieron Putin y su futuro secuaz Dmitri Medvedev), no dudaron en disolver el concejo municipal y concentrar el poder en sus propias manos, también con impunidad.
 
Estos fueron asaltos, no contra rivales individuales, partidos de oposición o medios independientes, sino contra las estructuras fundamentales del proceso democrático mismo y, pese a todo, difícilmente generaron siquiera una pequeña ola de protesta. “Casi todas las historias exitosas de democratización”, escribe Gel’man, “resultan de constreñimientos impuestos sobre los posibles actores dominantes… por instituciones o por otros actores, e inclusive a  veces por ellos mismos”. Más que revisar los discursos de Putin buscando signos de un autoritarismo insidioso, o citar interminablemente las revoluciones de colores como disparadores de la reacción del Kremlin contra la sociedad civil, deberíamos reconocer que la Rusia que emergió después de setenta y cuatro años de socialismo soviético era ya profundamente autoritaria antes de que Putin pusiera un pie en el Kremlin.
 
En realidad, como nos lo recuerda el politólogo Andrei Tsygankov en The Strong State in Russia: Development and Crisis [El Estado fuerte en Rusia: desarrollo y crisis], después de catastróficos quiebres previos a lo largo de los últimos mil años, ya sea causados por rebelión desde adentro o por invasión desde fuera (o ambas), Rusia siempre ha reestablecido un fuerte Estado centralizado. Ese Estado ha tomado una variedad de formas, sin duda, pero un rasgo común recorre todas ellas: la tendencia a que el poder resida en personas más que en instituciones. Como la mayoría de los monarcas premodernos, los zares no reconocían ningún constreñimiento formal a su autoridad. Y a pesar de la transferencia de la soberanía, del cuerpo mortal de los zares a la inmortal clase obrera y el Partido Comunista, los bolcheviques construyeron, alrededor de Lenin y Stalin, cultos de la personalidad que dejaban pequeños a aquellos construidos por las monarquías sagradas. En Rusia hay pocas señales de que en el futuro cercano vayan a surgir constreñimientos institucionales o de cualquier tipo local. La nueva clase media urbana, a pesar de toda su visibilidad, carece de instrumentos formales a través de los cuales pueda promover sus intereses. Y mientras Rusia puede ser famosa por sus oligarcas fabulosamente ricos, estos han estado demasiado ocupados maniobrando contra ellos mismos como para formar una oligarquía real.
 
En The Less You Know, the Better You Sleep: Russia’s Road to Terror and Dictatorship Under Yeltsin and Putin [Cuanto menos sabes, mejor duermes: el camino de Rusia hacia el terror y la dictadura bajo Yeltsin y Putin] , el veterano periodista David Satter comparte la sensación de que ha habido pocos cambios en la política de Putin, y de que la consolidación del gobierno autoritario ya estaba muy encaminada en la era de Yeltsin. Pero su análisis de esa política es mucho más oscuro, al enfocarse sobre la soterrada pero acuciante acusación de que en el otoño de 1999, el servicio de seguridad de Rusia (FSB), directa o indirectamente orquestaron una series de ataques con bombas en edificios de departamentos en las ciudades de Buinasli, Moscú, Volgodonsk y Riazán (el último, desbaratado gracias a residentes alertas), para luego afirmar que eran obra de los separatistas chechenos, dando así un pretexto para que el primer ministro Putin, previamente director del FSB, lanzara una segunda guerra contra la separada república de Chechenia.
 
Esas acusaciones fueron por primera vez hechas en 2002 por Yuri Felshtinsky y Alexander Litvinenko, este último un desertor del FSB que fue fatalmente envenenado cuatro años después por un emisario del FSB en Londres usando polonio radiactivo 210. Aunque Myers y otros autores reseñados presentan perturbadoras evidencias, pero retienen un juicio definitivo sobre la responsabilidad en estos atentados, en los que cerca de trescientos civiles murieron y más de mil fueron heridos, Satter está convencido de que estos fueron actos de terrorismo auspiciado por el estado contra los ciudadanos del mismo estado.
 
Sostiene, además, que los horríficos episodios de toma de rehenes en el teatro Dibrovka en Moscú en 2002 y en la Escuela Nº 1 en el pueblo de Beslan, al norte del Cáucaso, en 2004, en el que un total sumado de más de quinientas personas fueron muertas, incluidos doscientos niños, fueron “el resultado de una provocación rusa” designada para afirmar la consolidación del poder de Putin en nombre de la guerra contra el terrorismo. Las remecedoras acusaciones de Satter no son solamente cuantitativa sino cualitativamente diferentes de las que vinculaban a las autoridades rusas con el asesinato de críticos abiertos como Paul Klebnikov (2004), Anna Politkovskaya (2006), Anastasiya Baburova y Stanislav Markelov (2009), Natalya Estemirova (2009), y Boris Nemtsov (2015), para nombrar solo los casos prominentes. Las víctima del Dubrovka y de Beslan, como aquellas de los atentados en los edificios de departamentos, no eran críticas del sistema sino personas anónimas, blancos al azar de la violencia letal, lo que equivale a decir, del terrorismo.
 
Estas acusaciones, como reconoce Satter, pasman. Entender la Rusia actual, insiste, “es realmente muy fácil, pero uno debe enseñarse a hacer algo que es muy difícil: creer en lo increíble”. La canciller alemana Angela Merkel llegó a una conclusión similar en marzo de 2014, después de una conversación telefónica con Putin durante la anexión de la península de Crimea. Merkel informaba después al presidente Obama que Putin estaba fuera de contacto con la realidad, viviendo “en otro mundo”. Uno no necesita compartir totalmente esta perspectiva maniquea para concluir que la “maximización racional del poder” de Gel’man no puede capturar adecuadamente lo que impulsa a Putin (o a cualquier otro político). Para decirlo de otro modo, esto renuncia a intentar comprender la afirmación de John Maynard Keynes de que “el poder de los intereses especiales está vastamente exagerado en comparación con la usurpación gradual de las ideas”.
 
Según Putinism: Russia and Its Future with the West [Putinismo: Rusia y su futuro con Occidente], del experimentado observador de Rusia Walter Laqueur, el pronunciamiento de Keynes debería aplicarse particularmente a Rusia, la cual inclusive actualmente es incapaz de “existir sin una doctrina y una misión”. La Unión Soviética de la cual Rusia surgió en 1991 era la sociedad más determinada y llena de propósitos que el mundo hubiera conocido. Con todo, Laqueur lucha antes de señalar lo que él llama “la emergente ‘idea rusa’”, en parte porque muchas doctrinas están compitiendo por ganar influencia (la ortodoxia rusa, el eurasianismo, antiglobalismo, nacionalismo), y en parte porque, como él acepta, la vasta mayoría de rusos comunes y corrientes “no están motivados por la ideología; su psicología y ambiciones son principalmente las de miembros de una sociedad de consumo”. La ubicuidad de teorías conspirativas fantásticas en el pensamiento político de la Rusia contemporánea periódicamente lleva a Laqueur a arrojar las manos al cielo con frustración. En un momento, concluye que, aparte de un vago “nacionalismo acompañado de antioccidentalismo”, después de todo “podría no haber ninguna ideología putinista”.
 
El reportero del Financial Times Charles Clover, tiene un enfoque diferente sobre el rol de las ideas en la Rusia de Putin. Black Wind, White Snow: The Rise of Russia’s New Nationalism  [Viento negro, nieve blanca: el surgimiento del nuevo nacionalismo] —Viento negro, nieve blanca, una frase prestada del apocalíptico poema de Alexander Blok “Los doce”, acerca de los apóstoles bolcheviques abriendo paso a una nueva era— ofrece una historia, altamente centrada en personas, del “eurasianismo”, una palabra clave entre los conservadores de la Rusia actual. Como Blok, los eurasianistas originales (muchos de ellos exiliado en la Europa de entreguerras) buscaron reconciliarse con el proyecto soviético reformulando su significado histórico. Comenzando con el aristócrata Nikolai Trubetskoy, hicieron la paz con el bolchevismo como el único medio disponible de aislar a Rusia de la violenta autoabsorción de una civilización europea en aguda declinación.
 
El eurasianismo comenzó como una teoría imaginativa —para decirlo generosamente— de la lingüística histórica que supuestamente mostraba que los patrones tonales de Rusia tenían más en común con los de los pueblos de las estepas del Asia interior (Eurasia) que con los pueblos europeos. Para Trubetskoy y su colaborador Roman Jakobson, además, las estructuras lingüísticas capturaban y preservaban afinidades profundas de cultura y consciencia, que hacían visible, al ojo entrenado, las verdaderas fronteras de una gran civilización eurasiática que había amalgamado docenas o inclusive cientos de tribus en una sola “zona de convergencia”. De aquí había un corto paso a declarar que Rusia no era un país eslavo ni un país europeo, y que, en realidad, la mayoría de los problemas de Rusia venían de intentar ser europea cuando no lo era. Mejor era reconocer y aceptar al mongol que se tenía dentro.
 
El más fértil eurasianista de todos era Lev Gumilev, cuya historia Clover relata en una serie de capítulos por demás fascinantes. Hijo de dos de los más grandes poetas de la Rusia moderna, Anna Akhmatova y Nikolai Gumilev, Lev Gumilev parece haber pasado por todas las agonías que su país vivió en el siglo XX para surgir como un pensador profundo y profundamente dañado. Durante sus décadas como zek (prisionero) en el Gulag, se hizo un profundo observador de las relaciones humanas en las originales circunstancias de los campos de prisioneros, y desarrolló categorías de análisis que ahora reconoceríamos como pertenecientes a la psicología y sociobiología evolucionistas. Más que una guerra hobbesiana de todos contra todos, Gumilev encontró que los prisioneros se organizaban naturalmente en microcomunidades:
 
Grupos de dos a cuatro personas surgían sobre este principio; ellos “comen juntos”, esto es, comparten su comida. Estos son consorcios verdaderos, los miembros de los cuales están obligados a ayudarse mutuamente. La composición de tal grupo depende de la simpatía interna entre sus miembros.
 
Simpatías internas, o lo que Gumilev llamó “complementariedad”, llevaban a los miembros de tales comunidades a defenderse y hacer sacrificios mutuos de maneras que no pueden ser explicadas vía el interés propio racional (menos aún la maximización racional del poder). Él llamó “pasionalidad” a estos impulsos prerracionales o suprarracionales, un neologismo teñido de Nuevo Testamento que significaba el instinto del sacrificio propio en nombre de un mayor bien colectivo.
 
El tiempo que pasó Gumilev en los campos fue interrumpido por su servicio en el Ejército Rojo hacia el final de su épica batalla contra la Alemania nazi. Comparada con el Gulag, escribió, “la línea del frente se sentía como un retiro vacacional”. Cuando se acercaba a Berlín en la primavera de 1945, Gumilev luchó para entender cómo un país variopinto, atrasado, como la URSS, podría haber derrotado a las superiores organización y tecnología alemanas. En medio de “libros decorados”, “caminos asfaltados” y de “departamentos y automóviles lujosos”, Gumilev y sus camaradas del ejército, “sucios y sin afeitar, se detenían y pensaban, ¿por qué somos más fuertes? ¿Cómo somos mejores que este país inmaculadamente arreglado y brillante?” Su respuesta final: el más alto coeficiente de complementariedad y pasionalidad eurasiática.
 
Gumilev después escribió un montón de obras, intrincadas, inspiradas, y mal equipadas como para aguantar el escrutinio académico, y culminó con la largamente retrasada publicación de su Etnogénesis y la biosfera (1989), que estaba de toda moda cuando yo era un estudiante de posgrado en Leningrado. Con el estado soviético eurasiático desintegrándose alrededor de él, el síndrome de Estocolmo de Gumilev, como lo llama Clover, llegó a su completo florecimiento: se elevó hasta la preminencia pública como un ardiente defensor del mismo Estado que había ejecutado a su padre, silenciado a su madre, casi matado a él de hambre y exceso de trabajo por doce años, y asesinado a millones de compatriotas eurasiáticos. ¿Era  esta la versión de Gumilev de la pasionalidad?
 
Después de su muerte, en 1992, su fama no hizo sino incrementarse. El eurasianismo ofrecía un propósito moral renovado para la multinacional URSS (y para un posible estado sucesor) que no era marxista ni nacionalista, una “tercera vía”, como dice Clover, que enfatizaba “la inconsciente simpatía del pueblo de la Unión Soviética, la unidad milenaria de la Eurasia interior, y una acechante desconfianza en Occidente”. Es fácil, y no enteramente equivocado, desechar tal sentimiento como una hoja de higuera de las ambicione imperiales rusas. Aunque es digno de recordarse que los rusos nunca han habitado la forma de la nación-estado; por siglos, han estado acostumbrados a vivir en entidades políticas multinacionales, siempre como el grupo étnico dominante, pero raramente con la ambición de convertirse en el único grupo étnico. 
 
En los capítulos postsoviéticos de Viento negro, nieve blanca, el linaje del eurasianismo empieza a destejerse. Clover mira hacia Alexander Dugin, un prodigioso empresario intelectual de derecha, para que lleve la bandera izada por Trubetsky y Gumilev, pero la diversidad de fuerzas en las que se basa Dugin —nacionalistas, fascistas, posmodernas— lo hace una opción incómoda. El método de Clover para establecer la influencia de Dugin y el eurasianismo sobre el Kremlin es similarmente no convincente, por enfocarse enteramente en la aparición ocasional de palabras claves como “pasionalidad” o “Eurasia” en los discursos de Putin. Uno podría fácilmente, del mismo modo citar otras palabras claves emitidas por Putin con el fin de llamar la atención de otras bases electorales, una técnica que Clover correctamente identifica como el “silbato para perros”. Aunque el eurasianismo claramente haya encontrado su camino en el estofado retórico del cual se alimentan las elites políticas rusas, y periódicamente provea brillo ideológico para una u otra iniciativa, hay poca evidencia de que realmente haya dado forma a las políticas del Kremlin, ya sea domésticas o externas.
 
Si existe un área de conflictos en la cual los “maximizadores del poder” de Rusia —racionales o de otro tipo— chocan con constreñimientos inevitables, es en la gestión de la política externa. Simplemente en virtud de su tamaño y del número de sus vecinos (ambos más grandes que los de cualquier otro país), Rusia permanece siendo un jugador global. Pero, como el diplomático-investigador australiano Bobo Lo persuasivamente argumenta en Russia and the New World Disorder [Rusia y el Nuevo Desorden Mundial], Moscú aún tiene que adaptarse al desorden del mundo postguerra fría o a la limitada eficacia del “poder duro” y los paradigmas adversarios.
 
Por supuesto, Putin ha demostrado considerable habilidad en las artes del poder suave. Se ha dicho mucho de sus comentarios sobre el año electoral [en EE.UU.], concernientes a Donald Trump, especialmente los comentarios del mismo Trump, quien se ufana de que Putin lo llame “brillante” y “un genio”. Realmente, la palabra que Putin usó fue yarkii, “colorido”, “extravagante”, una descripción con la cual sería difícil de estar en desacuerdo.
 
Más significativos —y más alarmantes— que cualquier halago mutuo entre dos figuras autocráticas, sin embargo, han sido los lazos financieros entre el campo de Trump y un rango de aliados de Putin. Paul Manafort, quien renunció como director de la campaña de Trump el 19 de agosto, previamente vendió sus servicios a Viktor Yanukovych, el líder ucraniano cuya salida en febrero de 2014 llevó a la anexión de Crimea por Putin, y a la invasión de Ucrania oriental, así como los vendió a Oleg Deripaska, un billonario magnate del aluminio y confidente de Putin, quien fue prohibido de entrar a los Estados Unidos. Carter Page, uno de los consejeros de Trump para política externa, trabajó anteriormente para la compañía estatal de Rusia Gazprom. El mismo Trump, después de que su hotel y casino fueran a la bancarrota en 2004, se benefició significativamente de las infusiones de capital que se originaron con los oligarcas rusos.
 
Para Putin, Trump representa no solo un hombre con quien el Kremlin puede hacer negocios, sino potencialmente el más útil entre la cohorte de ultranacionalistas, incluido Nigel Farage en Inglaterra, Marine Le Pen en Francia, y Geert Wilders en los Países Bajos, quienes están dirigiendo el último asalto contra la globalización, el neoliberalismo y el sistema de alianzas occidental: esta vez, desde dentro. Sin embargo, lo que haya llevado al Kremlin a hackear el email de la Convención Demócrata Nacional, y lo que haya inspirado a Putin a expresar un elogio oblicuo por Trump, nada parece estar ayudando a la campaña de Trump; al contrario. Este bien puede ser otro ejemplo, como en Dresde en 1989, de Putin ganando una batalla pero perdiendo la guerra. También puede ser una señal de que, en Rusia como en los EE.UU., toda política es local, y de que las acciones de Putin en las elecciones de EE.UU, están diseñadas principalmente para fortalecer su imagen como maestro de intriga política. En esto, él parece estar teniendo éxito.
 
Putin también ha hecho una campaña  irredentista de poder suave para movilizar a millones de rusos étnicos y rusohablantes en el “extranjero cercano”, las anteriores repúblicas soviéticas que ahora rodean los flancos occidental y sur de Rusia. Y donde no se puede encontrar una diáspora política rusa, el analista político Agnia Grigas muestra en Beyond Crimea: The New Russian Empire [Más allá de Crimea: el nuevo Imperio Ruso], Moscú crea una: vía la asistencia humanitaria, la saturación mediática y el amplio otorgamiento de pasaportes rusos. Pero estos esfuerzos para recuperar al menos algo de lo que se perdió en 1991 han sido selectivos y oportunistas.
 
Inclusive en los ejemplos más dramáticos, en Georgia y Ucrania, Putin parece, una vez más, estar ganando batallas pero perdiendo guerras. Habiendo anexado la península de Crimea y encerrado a Ucrania oriental, Abjasia y Osetia del Sur en un conflicto prolongado, Moscú efectivamente ha empujado al resto de Ucrania y Georgia, más firmemente que nunca, hacia la Unión Europea, al tiempo que desataba un régimen de sanciones contra Rusia de parte de Occidente. Otras anteriores repúblicas soviéticas ahora miran con grandes sospechas la propuesta “Unión Eurasiática” de Putin, y la OTAN está fortaleciendo su misión en Estonia, Latvia y Lituania.
 
¿Es la reciente posición asertiva de Putin un síntoma de “reimperialización”, como insiste Grigas, o más bien lo que Lo llama la “prolongada agonía del ajuste postimperial”, no diferente al intento anglofrancés de ocupar el Canal de Suez en 1965 o la brutal guerra francesa en Argelia en los años de 1950? “Es irrealista —nos recuerda Lo— esperar que Rusia sea la excepción a la regla que los imperios, modernos y antiguos, no se van en silencio. Ellos colapsan como resultado de una derrota aplastante (Alemania, Japón) una implosión local (China) o luchan por décadas para aferrarse a los restos de su pasado imperial (Gran Bretaña, Francia). Hace menos de veinticinco años, Rusia era el más grande imperio terrestre en la historia. La generación política actual nació y creció en épocas imperiales.
 
Uno no necesita suscribir las teorías de la “complementariedad” eurasiática para entender que, con décadas e inclusive siglos de cohabitación de Rusia y sus anteriores posesiones imperiales, y sin océanos y otras fronteras naturales que los separe (aparte del Cáucaso), no es probable que Rusia se vaya en silencio en ningún momento cercano.
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