Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

El Sitio de Leningrado, 70 años después

Por Daniel Beer

Publicado originalmente como “All Hearts Were Chilled”, Literary Review, Londres, septiembre 2011 (http://www.literaryreview.co.uk/beer_09_11.html). Traducido por Alberto Loza Nehmad.

Reseña del libro de Anna Reid, Leningrad: Tragedy of a City Under Siege, 1941-44 (Leningrado: tragedia de una ciudad bajo asedio. Bloomsbury, 512 pp.).

Quien actualmente conduce desde el Aeropuerto Pulkovo hacia San Petersburgo, pasa por un enorme monumento recordatorio del sitio de Leningrado al borde de la ciudad. Un vasto obelisco tiene por delante filas de soldados y obreros, hombres y mujeres que se dirigen marchando sin temor en dirección a la primera línea de batalla a pocos kilómetros al sur. Erigido a inicios de los años setenta, el monumento simboliza una soviética y ahora en gran medida rusa versión inalterada de los generosos y unidos blokadniki [sobrevivientes] que defendieron a su sitiada ciudad. Leningrado: tragedia de una ciudad bajo asedio no busca borrar completamente esta poderosa historia de heroísmo, sino que sostiene que la realidad del sitio fue mucho más complicada y ambigua. En una magistral narración de esa historia a la vez inspiradora y sobrecogedora, Reid reconstruye las vidas de aquellos atrapados en uno de los conflictos claves de la Segunda Guerra Mundial y una de las más grandes tragedias  humanas del siglo veinte.

El sitio no necesitaba ser tan devastador. El liderazgo soviético había sido cogido por sorpresa por la velocidad del violento avance del Grupo del Ejército Norte a través del Báltico, y no pudo coordinar una evacuación adecuada de la ciudad durante la crucial ventana de oportunidad de agosto de 1941, antes de que se acercara la Wehrmacht. Reid sostiene que aunque la responsabilidad directa por la muerte en masa está en los alemanes, su poder letal fue magnificado por la “incapacidad de aceptar la realidad, la desorganización y la despreocupación por la vida humana que mostraron los soviéticos”.

Al desechar un costoso asalto frontal contra la ciudad, los alemanes fríamente se dispusieron a la tarea de cercarla por hambre, no solamente hasta la sumisión sino hasta la muerte. Reid es clara en cuanto a que la muerte masiva por hambre misma, fue un objetivo declarado, no un desafortunado resultado de una estrategia militar más amplia. Los ataques aéreos y la artillería alemanes apuntaron a los suministros de agua de la ciudad y a los almacenes de alimentos con la intención deliberada de “librarnos de la necesidad de alimentar a la población... durante el invierno”. Las cifras crudas desafían la imaginación. Cuando la última ruta hacia la ciudad fue cortada el 8 de septiembre de 1941, había aproximadamente 3.3 millones de bocas que alimentar, con suficientes alimentos como para durar un mes. La ciudad fue bloqueada por dos años y medio, y para enero de 1944 aproximadamente 750,000 habían muerto de hambre, cuatro veces más muertes que las resultantes de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki juntos.

Cuando la hambruna empezó a arraigarse, las autoridades encontraron fuentes desesperadas e ingeniosas de calorías. Por ejemplo, moldes hechos con semilla de linaza encontrados en los patios de carga, ordinariamente usados como alimento del ganado, fueron usados para hacer macarrones “grises”. El sistema de racionamiento se convirtió en “la clave del destino de una persona durante el sitio, la plantilla básica sobre la que se desenvolvía la vida”, y estaba atado a la productividad, un sistema probado (sin éxito) en el Gulag: “tendía a preservar (solo) las vidas de aquellos vitales para la defensa de la ciudad —soldados y obreros industriales— y a condenar a muerte a empleados de oficina, ancianos, desempleados y niños”. Para octubre de 1941, a un “dependiente” —un niño de entre doce y catorce años o una madre “no trabajadora” (en la práctica una mujer que cada día pasaba horas haciendo cola para el pan y acarreando combustible y agua)— se le permitía tan solo 250 gramos de pan diarios. El sobrenombre para la tarjeta de racionamiento de un dependiente era smertnik, de la palabra rusa para la muerte, smert.

Los abusos eran rampantes. Cada nación combatiente tuvo sistemas de racionamiento y todos procrearon corrupción, mercado negro y fraude, pero en el caso extremo de Leningrado eso “significó muertes extras sin ninguna responsabilidad”. Todo diarista recuerda jefes corruptos y bien alimentados trabajadores de casinos oficiales y cabareteras, y todos también recuerdan haber obtenido raciones extras ellos mismos por cualesquiera medios posibles.

La gran fuerza de la historia de Reid es que los sobrecogedores dilemas y sufrimientos impuestos sobre la gente común no son pintados con brochazos gruesos sobre enormes lienzos de incontables nombres y estadísticas. Ellos son relatados por medio de las vidas personales en desintegración de gente que emerge de sus páginas como individuos vivos, palpitantes, simpáticos en sus agonías personales, con sus cambiantes actitudes hacia la familia y amigos, sus dudas, delusiones e imperfecciones. Lo que es más, Reid escribe acerca del horror de la muerte en masa con un contención que permite que las voces de los blokadniki reverberen en sus páginas. Ellas relatan con terrible detalle los efectos físicos del hambre: la pérdida de los dientes; el sabor gris, muerto, en el paladar; la hinchazón del cuerpo. Muchos también abundan en los efectos psicológicos del hambre. Crecientemente preocupados por la comida, los individuos gradualmente pierden interés en el mundo que los rodea y, en el extremo, en cualquier cosa salvo encontrar algo que comer. Los esposos empiezan a esconderse la comida entre ellos. Una mujer joven veía que el hambre dejaba al desnudo los caracteres esenciales. Yelena Kochina escribió en su diario tan temprano como en 3 de octubre de 1941, que “antes de la guerra la gente se adornaba con valentía, fidelidad a los principios, honestidad, o con lo que quisiera. El huracán de la guerra ha desgarrado esos trapos: ahora todos se han convertido en lo que eran en realidad y no en lo que querían parecer”.

Para diciembre de 1941, la visión de cadáveres era algo común. Una profesora de danza de la escuela de ballet Mariinsky notaba el despojo gradual de un cadáver que se apoyaba contra un poste de luz:

Con la espalda contra el poste un hombre se sienta en la nieve, envuelto en trapos, llevando una mochila... Por dos semanas pasé frente a él cada día cuando iba y venía del hospital. Se sentó, 1. Sin su mochila; 2. Sin sus trapos; 3. En ropa interior; 4. Desnudo; 5. Un esqueleto con las entrañas desgarradas.

El canibalismo permanece como uno de los grandes tabúes de las narraciones rusas del bloqueo. Reid es cuidadosa al trazar la distinción, que existe en ruso, entre comerse los cadáveres, trupoyedstvo, y matar por la carne, lyudoyedstvo, y trata la primera práctica, de lejos más común, con compasión. Alguna gente, delirante por el hambre, asesinaba a sus hermanos o colegas por sus raciones de comida, pero abrumadoramente la gente comía cadáveres antes que matar por alimentos. La escala de esa práctica solo ha sido conocida en años recientes, después de la desclasificación de los archivos de la policía en 2004. Para diciembre de 1942, 2,015 “caníbales” habían sido arrestados. Reid observa que la información demográfica disponible sugiere que “el típico ‘caníbal’ de Leningrado... no era el Sweeny Todd[*] de la leyenda ni el tipo bestial de los bajos fondos de las historias soviéticas, sino un ama de casa honesta, trabajadora, de las provincias, que buscaba proteína entre los desechos para salvar a su familia”.

Solo la Ruta de Hielo —una corriente de camiones que entregaron magros suministros a la ciudad en el invierno de 1941-2 cruzando las heladas aguas del Lago Ladoga al norte de la ciudad— le arrojó a la población la más delgada de las líneas de salvamento. Las condiciones mejoraron en el verano de 1942: el siguiente invierno casi no fue tan duro de modo que no se repitió la muerte en masa del anterior, aunque la gente aún continuó muriendo a resultas de la enfermedad y malnutrición.

Hay el leve riesgo, en la visión que tiene Reid de la intelligentsia de la ciudad, de extrapolar a partir de sus experiencias para obtener la visión de que la mayoría de los leningradenses pasó el tiempo quemando libros de derecho romano del siglo diecinueve para la calefacción y enseñando a sus hijos a memorizar Eugene Onegin de Pushkin, a modo de distraerlos de su hambre. Las clases trabajadoras de la ciudad sin duda respondieron muy diferentemente a los retos de la supervivencia. En esencia, sin embargo, la vida para todos se había convertido en una demoledora lucha diaria contra el frío, el hambre y la desesperanza.

A pesar de todas las iniquidades, amarguras, traiciones y el horror del bloqueo, es difícil no salir del libro de Reid con la impresión de que hubo algo de una  abrumadora  lección de humildad en el desesperado aferrarse a al vida de lo leningradenses. Los institutos y las fábricas permanecieron abiertos, las actuaciones teatrales continuaron representándose en temperaturas bajo cero en ambientes sin calefacción en el invierno (el aplauso silente debido a que la audiencia aplaudía con mitones y guantes), y cientos de miles de miembros de familias sacrificaron sus raciones para ayudarse entre ellos. Sí, miles cayeron en el letargo, la bajeza moral e inclusive la desesperación asesina, pero la mayoría, de algún modo, no lo hizo.

Notas
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[*] Personaje de leyenda londinense victoriana, un barbero que asesinaba a sus clientes para robarles y comer su carne. Wikipedia. Nota del tr.Daniel Beer

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