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China moderna de Deng Xiaoping
Por Graham Hutchings
Publicado originalmente como “Life of the Party”, Literary Review (Londres), Nov. 2011 (http://www.literaryreview.co.uk/Hutchings_nov_11.html). Traducido por Alberto Loza Nehmad.
Reseña del libro de Ezra F. Vogel, Deng Xiaoping and the Transformation of China (Harvard University Press–Belknap Press, 876 pp.)
Pregunta a cualquier persona lega, no china, acerca de algunas de las fechas claves en la historia de la China moderna, y probablemente obtendrás varias de las respuestas correctas: 1911, el año en que colapsó la última dinastía; 1949, el año en que el Presidente Mao fundó la República Popular; 1966, el año en que lanzó la Revolución Cultural; 1978, el inicio de las reformas económicas post-Mao; y 1989, cuando el Ejército de Liberación Popular suprimió sangrientamente las protestas en la Plaza Tiananmen.
Hasta ahora, bien. Pero hay muchas excepciones en esta lista, incluida una que aún a los mismos chinos no se les podría ocurrir tan rápidamente: 1992. Entonces fue cuando Deng Xiaoping, entonces en su año ochenta y ocho, logró romper el control sobre la política económica ejercido por los conservadores de Beijing. Como resultado, puso a China en el curso de un rápido crecimiento que ha transformado el país — y que está en el proceso de hacer algo similar con gran parte del resto del mundo.
Esto basta para hacer a Deng el sujeto adecuado de una importante, examinadora y juiciosa biografía, que es exactamente lo que Ezra F. Vogel ha producido. Distinguido investigador del Lejano Oriente y profesor emérito de Harvard, ha laborado largamente en esta evaluación de la vida de un hombre destacable que estuvo cerca al centro de todos salvo el primero de los acontecimientos claves de arriba.
Se puede decir de Deng, quizá con más exactitud que de cualquier otro líder del siglo XX, que su legado es su país.
Los líderes de China de hoy están aún haciendo todo lo que pueden para rendir el crecimiento económico rápido que Deng exigió en 1992, al tiempo que limitan los torvos efectos secundarios, incluidas la destrucción medioambiental, la corrupción y las crecientes desigualdades. Y no será sino hasta el siguiente otoño cuando asumirá el poder en Beijing, un nuevo liderazgo cuyas figuras claves no fueron personalmente elegidas por el hombre fuerte de la política china. Aunque de una generación muy diferente, la nueva elite no abandonará fácilmente la “línea de Deng”, mejor descrita como “Hagamos rica y fuerte a China lo más pronto posible”. Ni tampoco estarán dispuestos a desafiar otro aspecto del legado de Deng: la violenta represión de las protestas dirigidas por los estudiantes en 1989, la que Deng ordenó y la cual permanece como uno de los temas políticos más sensibles en la China actual.
Como alguien lo bastante afortunado como para haber trabajado en China durante los últimos años de la vida de Deng, fui testigo presencial del efecto del crudo poder que ejerció. Dejó sus huellas desde el centro de Beijing hasta las distantes regiones fronterizas, desde las partes más pobres de China hasta la rica periferia de Hong Kong, Taiwán y más allá. Cuando, en una ocasión, lo vi entrar caminando a una sala del Gran Salón del Pueblo para saludar a unas personas eminentes de Hong Kong, exudaba “presencia”, a pesar de su avanzada edad y su acostumbrada vestimenta llana, “revolucionaria”. Dio un discurso conciso, improvisado: el emperador se había dignado aparecer y conferir favores, antes de desaparecer rápidamente detrás de una pantalla.
Deng nació en un mundo en declinación. Los reformadores chinos habían estado largamente conscientes de que Occidente, seguido del Japón, era mucho más poderoso que la enfermiza dinastía Qing. Estaban menos seguros de qué hacer al respecto. Hombres jóvenes como Deng —nacido en Sichuan en 1904 en una familia de pequeños terratenientes— lanzaban su vida al estudio y la política (ambas eran difícilmente separables), lo mejor para rescatar a su país. En el caso de Deng, esto lo llevó a Francia donde, a la edad de dieciséis, sus estudios y trabajo —incluida una temporada en una fábrica de autos de París— pronto fueron eclipsados por las actividades políticas revolucionarias. Se unió a la rama de ultramar del infante Partido Comunista Chino y construyó relaciones con otras figuras claves, incluido Zhu Enlai. Estudios en Moscú siguieron, antes de que Deng retornara a China en 1927 para promover la revolución comunista en casa.
Vogel recorre a la ligera la primera parte de la vida de su sujeto. Un tanto extrañamente, hace lo mismo en relación con la segunda y la tercera fases, en las que Deng desempeñó un rol importante en casi todos los episodios que condujeron al triunfo del Partido en 1949 y durante los primeros veinte años de la China comunista. El libro comienza con un prefacio de catorce páginas que trata principalmente de las fuentes, antes de dedicar unas meras treinta páginas a los primeros sesenta y cinco años de la vida de Deng.
Y qué vida fue esa, sin tener en cuenta su subsiguiente influencia. Deng tomó parte en la Larga Marcha, tuvo un rol crucial en las campañas militares que produjeron la victoria comunista, tuvo puestos importantes en el Partido y con entusiasmo persiguió a los críticos en el Movimiento Antiderechista de 1957, antes de caer en desgracia en la Revolución Cultural, cuando Mao declinó criticarlo por nombre, pero lo calificó como el segundo más importante “compañero de ruta del capitalismo” en el Partido. Deng y su esposa, Zhuo Lin, fueron enviados a la provincia de Jiangxi por los siguientes cuatro años. Sus cinco hijos fueron criticados, y su hijo mayor, Deng Pufang, bajo constante ataque verbal por los Guardias Rojos, cayó de un edificio de la Universidad de Beijing, rompiéndose la espina dorsal y quedando paralizado.
Vogel avanza a medio galope a través de estos extraordinarios episodios, hasta que llega al retorno de Deng a Beijing en 1973. Entonces el libro procede a un paso más majestuoso. Con alguna habilidad, el autor disecciona las grandes batallas por el liderazgo y la “línea” en el Partido. Cuando Mao se desvanecía de la escena, a la Banda de los Cuatro se les frustró su intento de sucederlo. Deng se recuperó de una segunda caída del poder en 1976, para maniobrar su camino hacia la cima misma en todo menos en nombre, poniendo a China en el curso de la reforma y abriéndola al mundo.
Vogel es el maestro de este complejo material. Tuvo acceso a muchos que conocieron y trabajaron con Deng, incluido Jiang Zemin. Deng lo seleccionó como líder del Partido en 1989 para suceder a Zhao Ziyang, quien había sido botado del puesto y había caído en desgracia debido a su oposición al uso de la fuerza en la Plaza Tiananmen. Vogel también habló con dos de los hijos de Deng. Las fuentes documentales son copiosas y, en términos de acceso al material, no es probable que este estudio sea mejorado hasta que el Partido abra sus archivos más sensibles, lo que podría ser una larga espera.
Es difícil estar en desacuerdo con gran parte de lo que Vogel escribe y hay mucho que admirar, particularmente su juiciosa contextualización de los motivos de Deng —los que Vogel en gran parte intuye más de lo que sus fuentes estrictamente permiten— y sus jugadas. No te tiene que gustar todo lo que hizo Deng para que reconozcas que fue un titán, al darle nueva forma al estatus y el destino de su país mediante el ejercicio de una determinación sin sentimentalismos, acerada, a menudo en las circunstancias más difíciles.
Fue Deng quien obligó al Partido a reconocer que, a pesar de treinta años de gobierno comunista, China era pobre, retrasada y estaba destinada al eclipse nacional a menos que despertara y empezara a aprender del mundo capitalista. Fue Deng quien les dio a los granjeros la oportunidad de arar su propia tierra, y a los negocios privados el derecho a prosperar. Deng aseguró el retorno de Hong Kong y estableció relaciones diplomáticas con Estados Unidos a expensas de la rival Taiwán. Puso al ejército en un camino de modernización y desarrollo de capacidades que está levantando las cejas entre los vecinos de China y preocupa a Estados Unidos.
Y fue Deng quien en 1989 ordenó a las tropas abrir fuego contra unos manifestantes desarmados, lo que lo condena en ojos de algunos chinos y de muchos de quienes vieron por televisión las horríficas escenas de Beijing. La descripción de Tiananmen de Vogel le añade poco a lo que se ha convertido en una historia bien conocida. Sin embargo, él confirma lo que es ampliamente creído: que Deng no se arrepiente de nada. “La familia de Deng”, escribe, “informó que a pesar de todas las críticas que recibió, nunca dudó ni una sola vez de que había tomado la decisión correcta”.
Deng aún tenía un acto político de gran importancia que representar: su llamada “gira al sur” de 1992, cuando emboscó al liderazgo de Beijing que él había nombrado después de Tiananmen, pero que ahora se desesperaba debido a su propia timidez y reluctancia a las reformas. De pocos líderes puede decirse que su intervención más significativa fue hecha cuando tenían casi ochenta y ocho años.
Los futuros gobernantes chinos podrán un día decidir que Deng Xiaoping cometió errores. Pero aún si lo hacen, el lugar de Deng en la historia del nacionalismo chino luce seguro.