Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

Alejandro: ¿cuán magno?

Por Mary Beard

Originalmente publicado como “Alexander: How Great?”, New York Review of Books, Oct. 27, 2011 (http://www.nybooks.com/articles/archives/2011/oct/27/alexander-how-great/). Traducido por Alberto Loza Nehmad.

Reseña de los libros:

Alexander the Great, por Philip Freeman (Simon and Schuster, 391 pp.).

The Landmark Arrian: The Campaigns of Alexander, editado por James Romm, traducido del griego por Pamela Mensch (Pantheon, 503 pp.).

Alexander the Great and His Empire: A Short Introduction, por Pierre Briant, traducido del francés por Amélie Kuhrt (Princeton University Press, 192 pp.).

Philip II of Macedonia, por Ian Worthington (Yale University Press, 303 pp.).

Ghost on the Throne: The Death of Alexander the Great and War for Crown and Empire, por James Romm (Knopf, 341 pp.).
 

El año 51 a.C., Marco Tulio Cicerón, quien reluctantemente había dejado su escritorio en Roma para convertirse en gobernador de la provincia de Cilicia en el sur de Turquía, se apuntó una victoria menor contra algunos insurgentes locales. Como sabemos de sus cartas existentes, él era consciente de que estaba recorriendo las huellas de un famoso predecesor: “Por unos pocos días”, le escribió a su amigo Ático, “estuvimos acampados exactamente en el mismo lugar que Alejandro ocupó cuando estaba combatiendo contra Darío en Isos”, y aceptó con presteza
que Alejandro había sido en realidad, “un mejor general que tú o yo”.

 Aparte de la ironía en las afirmaciones de Cicerón, casi todos los romanos, al recibir el comando de una brigada de tropas y un atisbo de las tierras del Oriente, soñaban pronto en convertirse en Alejandro Magno. En sus fantasías al menos, se ponían los zapatos del joven rey de Macedonia, quien entre los años 334 y 323 a.C., había cruzado rumbo al Asia, conquistado el Imperio Persa de Darío, llevando a su ejército tan lejos como hasta el Punjab, cerca de tres mil millas lejos de casa, antes de morir, en el camino de retorno, en la ciudad de Babilonia, a la edad de treinta y dos, fuera (como decía la versión oficial) por una fiebre mortal (como otros insinúan), envenenamiento o alguna condición relacionada con el alcohol.

Otros romanos tenían mucho mejores razones para reclamarse “nuevos Alejandros” que las del normalmente sentado a su escritorio Cicerón; y tenían inclusive más conexión, con menos sentido de la ironía. El contemporáneo de Cicerón, Cneo Pompeyo, ha sido eclipsado en la imaginación moderna por su rival Julio César, pero de joven había logrado aún más decisivas victorias contra aún más glamorosos enemigos que los que jamás tuvo César. Después de conquistas en África en los años 80 a.C., retornó a Roma para ser saludado como “Magno” (o “Pompeyo el Grande”, como todavía se le conoce), en directa imitación de Alejandro. Y como para terminar de explicar el asunto, en su más famosa estatua (ahora en la Gliptoteca Ny Carlsberg de Copenhague), Pompeyo es mostrado imitando el distintivo peinado de Alejandro, con un distintivo “rulo” (o anastole como lo llamaban los griegos) cepillado hacia atrás desde el centro de la frente.

Julio César no podía dejarse superar. Cuando visitó Alejandría, donde finalmente había terminado el cuerpo de Alejandro (secuestrado en su carroza fúnebre en el camino de vuelta de Babilonia a Macedonia y reclamado para Egipto por uno de los “sucesores” de Alejandro), se aseguró de hacer un peregrinaje hacia la tumba: un déspota demente rindiendo homenaje a otro, como el poeta romano Lucano ridiculizó el asunto.

En Roma hubo, sin embargo, puntos de vista divergentes sobre Alejandro (como deja entrever la ácida versión de Lucano sobre la visita a la tumba). En uno de los primeros intentos de historia contrafáctica, Livio hizo la pregunta de quién habría ganado si Alejandro hubiera decidido invadir Italia. Predeciblemente, Livio concluye que el Imperio Romano habría demostrado ser tan invencible contra Alejandro como lo había sido contra sus otros enemigos. Verdad, Alejandro era un gran general, pero Roma en ese período tenía muchos grandes generales y ellos estaban hechos de una madera más dura que el rey persa, con sus “mujeres y eunucos a la cola”, quien era según cualquier balance, una “presa fácil”.

Además, desde antes Alejandro mostró signos de una fatal debilidad: testigos son la vanidad, la obediencia que exigía de sus seguidores, la crueldad viciosa (tuvo el récord de asesinar alrededor de su mesa a sus otrora amigos) y su infame beber. Una invasión a Italia habría sido una prueba más dura que una invasión a la India, por la cual “él paseó en un deleite ebrio con un ejército borracho”.

Inclusive Cicerón en sus momentos más tercos pudo ver los problemas en la carrera de Alejandro. En un ahora fragmentario pasaje de su tratado Sobre el Estado, parece haber citado una anécdota que aparecería nuevamente, casi quinientos años después, en las páginas de San Agustín. La historia decía que un pequeño pirata había sido capturado y llevado ante Alejandro. ¿Qué lo había impulsado, preguntó Alejandro, a aterrorizar los mares con su nave pirata? “La misma cosa que te impulsa a aterrorizar el mundo”, respondió agudamente el hombre. Había multitud de actos de terror que él podría haber citado: las masacres totales de la población masculina después de los sitios de Tiro y Gaza; las muertes en masa de la población local en el Punjab; el arrasamiento del palacio real en Persépolis, después de (así se decía) una de las ebrias cenas de Alejandro.

La ambivalencia de la imagen romana de Alejandro está muy simpáticamente capturada en el bien conocido “Mosaico Alejandrino”, una obra de arte maestra compuesta de literalmente millones de minúsculas téseras, que una vez decoró un piso en la “Casa del Fauno”, la más grande casa en la antigua Pompeya (y que está ahora en el Museo Arqueológico de Nápoles). Describiendo una batalla entre un instantáneamente reconocible Alejandro (su cabello está arreglado con el característico rulo) y el rey Darío en su carruaje, casi siempre ha sido tomado como un mosaico romano que copia una anterior pintura griega; sobre la base de ninguna evidencia, pero bajo el viejo supuesto de que los artistas romanos tendían a ser copistas derivativos más que creadores originales.

Es una composición más enigmática de lo que podría parecer. Alejandro está cargando de izquierda a derecha, sobre un caballo, y acaba de atravesar a un desafortunado persa con su larga pica (la famosa sarissa macedonia); mientras, Darío, enfrentándosele desde la derecha, está justo por huir de la escena y realmente su conductor ya ha hecho girar los caballos, listos para irse al galope. No podemos estar en duda acerca de quién es el victorioso. Pero nuestra atención no está enfocada tanto en Alejandro como en Darío, quien se yergue por encima de la batalla, su brazo estirado en dirección de Alejandro. Quien fuera el responsable de esta composición, ciertamente quería atraer nuestra atención hacia la víctima en esta famosa lucha entre el declinante poder de Persia y el emergente poder de Macedonia, aún para producir lástima por el lado derrotado.

Estos debates han continuado a través de los siglos. Por supuesto, nuevos temas vienen y se van. Recientemente ha habido una altamente cargada controversia política enfocada sobre la “grieguidad” de Alejandro. ¿Fue él, como el gobernador de la Antigua República Yugoslava de Macedonia (ARYM) decía, un eslavo (y así un símbolo apropiado de la eslava ARYM y un buen nombre para el aeropuerto de Skopje)? ¿O fue un griego genuino (y por tanto no tenía nada que ver con la ARYM)? Lo infructuoso de esta disputa es obvia: la antigua identidad nacional es un concepto resbaloso; y la identidad étnica de los macedonios está cubierta de mitos, como Eugene N. Borza lo muestra en un sensato apéndice al nuevo Landmark Arrian, una edición ilustrada de The Campaigns of Alexander (Anabasis, escrita alrededor del año 140 d.C.) por Lucio Flavio Arriano, senador romano e historiador de origen griego, nacido en lo que hoy es Turquía.

Pero eso no evitó a varios cientos de académicos, en su mayoría clasicistas, escribirle una carta al presidente Obama en 2009, en la que declaraban que Alejandro era “por completo e indisputablemente griego” y le pedían interviniera para “limpiar” la ARYM de errores históricos. La respuesta de Obama no ha sido registrada. Hace solo unos pocos meses, esta controversia se encendió una vez más cuando una enorme y cursi estatua de treinta toneladas, de casi dieciséis metros de alto, sobre un pedestal de diez metros, fue erigida en la plaza central de Skopje. Sensatamente llamada solamente “Guerrero a Caballo”, es sorprendentemente similar a la imagen estándar de Alejandro: nuevamente con ese rulo.

Y de tiempo en tiempo resurge alguna nueva evidencia para agitar la imaginación popular. En la década de 1880, esta vino bajo la forma del “Sarcófago de Alejandro” encontrado en Líbano, ahora en los Museos de Arqueología de Estambul. Datando de fines del siglo IV a.C., y casi ciertamente el ataúd de mármol de un monarca menor instalado por Alejandro mismo, describe escenas de batallas y cacería de la vida de Alejandro; y fue hecho en una fecha más cercana a la época de su vida que cualquier otra imagen detallada de él que ahora tengamos (todos los existente “retratos” de él en gran escala, fueron hechos después de su muerte, a menudo mucho después, aún cuando estuvieran basados en obras contemporáneas, ahora perdidas).

Aún más impresionantes han sido los descubrimientos hechos desde los años 70 en Vergina, cerca al mismo palacio real de Macedonia: en particular, la serie de tumbas del siglo IV a.C. encontradas en gran medida intactas, y cargadas de una preciosa joyería, vasos de oro y plata, elaborados muebles y pinturas murales. Socavando toda impresión de que los macedonios fueron un pueblo “bárbaro” en el sentido popular de esa palabra, esas son con mucha probabilidad las tumbas de miembros de la casa real macedonia: no Alejandro mismo, por supuesto, sino quizá su padre Filipo II (asesinado en 336 a.C.) y varios otros parientes que encontraron finales igualmente horribles en las luchas por el poder después de la muerte de Filipo. Aún si él mismo no está ahí, los objetos que estas tumbas contienen nos llevan tan cercanamente a Alejandro como jamás probablemente podremos estar.

Pero, en su mayor parte, los debates acerca de Alejandro y la evidencia sobre la que se basan, no han cambiado mucho en dos milenios: el dilema básico —para escritores, cineastas, artistas y hombres de estado— aún es si Alejandro debe ser admirado o deplorado. Para muchos, ha permanecido como el ejemplo positivo de un “gran general” que conduce heroicamente a sus ejércitos hacia la victoria en un terreno crecientemente distante. Napoleón fue un famoso admirador, y una sorprendente reliquia de su admiración sobrevive en la preciosa mesa que encargó, y que terminó en el Palacio de Buckingham. Hecha de porcelana y de bronce dorado, muestra la cabeza de Alejandro al centro de la tapa, rodeada de un reparto de otros gigantes militares del mundo antiguo. Para Alejandro, era el mensaje: léase Napoleón.

Philip Freeman, a juzgar por su nueva biografía Alexander the Great, es otro admirador aunque uno más contenido. En su conclusión acepta que podríamos no aprobar las “tácticas a menudo brutales de Alejandro”, pero, continúa, “todo estudiante razonable de historia debe estar de acuerdo en que él fue una de las más grandes mentes militares de todos los tiempos”. La oración final del libro insiste que “no podemos sino admirar a un hombre que se atrevió a hechos tan grandes”.

Otros no han encontrado difícil contener su admiración. Dante encontró un lugar para “Alejandro” (suponemos que se refería al “Magno”) en el Séptimo Círculo del Infierno, gritando de dolor, hasta los ojos metido en un río de sangre hirviendo, pasando la eternidad junto con monstruos tales como Atila el Huno y Dionisio el tirano de Sicilia. Muchos escritores modernos lo han seguido. A.B. Bosworth, por ejemplo, otro entre los historiadores decanos de Alejandro (quien ha contribuido con un apéndice —sobre la muerte de Alejandro, ¿juego sucio o no?— a Landmark Arrian), alguna vez resumió sombríamente la carrera de Alejandro: “Pasó gran parte de su tiempo matando y dirigiendo matanzas, y podría decirse que matar era lo que mejor hacía”. Y yo misma, displicentemente, una vez lo describí como un “borracho matón juvenil” que era difícil de imaginar como escogido como símbolo nacional por ninguna nación moderna.

 
Estas críticas son desechadas como juicios de valor anacrónicos por Freeman y Pierre Briant, en su libro Alexander the Great and His Empire (una versión inglesa revisada y actualizada del libro que apareció primero en francés en 1974): el de Bosworth es “un juicio indiscriminado en armonía con nuestros valores actuales, pero no con aquellos de la época de Alejandro”, observa Briant; mi propia frase es “demasiado simplista”, nota Freeman. “Él era un hombre de sus propios tiempos violentos, ni mejor ni peor en sus acciones que César o Aníbal”. Es por supuesto una regla general que los historiadores se acusen mutuamente de hacer anacrónicos juicios de valor sólo cuando no comparten el juicio en cuestión. Pero en este caso, como lo hemos visto, es difícilmente anacrónico. Ya en el tiempo de César algunos romanos podían pintar a Alejandro como no mejor que un pirata en gran escala.

Cercanamente relacionado con el tema básico de cuánto podemos admirar la carrera de Alejandro es la cuestión de qué estaba él intentando hacer. Si nos sentimos incómodos por sus métodos, ¿entonces qué hay con sus fines? Aquí nuevamente encontramos opiniones enormemente divergentes. La vieja idea, ajustándose exactamente con algunos de los eslóganes del imperialismo británico del siglo XIX, era que Alejandro había tenido una “misión civilizadora”, el noble proyecto de llevar los elevados ideales de la cultura helénica  al oscurecido Oriente. En realidad, esto no estaba demasiado lejos del tema subyacente de la desastrosa película de 2004 de Oliver Stone, Alexander (para la cual el historiador de Oxford Robin Lane Fox fue consultor histórico y, notoriamente, un “extra” en la carga de la caballería); el Alejandro de Stone era un visionario soñador, sexualmente problematizado, pero un visionario de todos modos.

Otros también han visto toda clase de fundamentos psicológicos, desde un “anhelar” compulsivo e imposible de satisfacer (lo que Arriano en sus Campañas de Alejandro llamaba en griego pathos, “compulsión” o “deseo”), hasta un bastante más literario sentido de identificación con los héroes de la Iliada de Homero. Se dice que Alejandro se veía como un nuevo Aquiles y que, junto con su amigo Hefasteión como el nuevo Patroclo, estaba volviendo a actuar la Guerra de Troya (en una escena cruelmente vuelve a actuar la escena de la Iliada en la que Aquiles arrastra de su carro el cuerpo del muerto Héctor alrededor de las murallas de Troya, aunque en el caso de Alejandro, la víctima estaba, por poco tiempo al menos, aún viva).

Un punto de vista más realista lo veía comenzando como un simple seguidor de su padre, quien al tiempo de su asesinato ya había lanzado una serie limitada de operaciones militares en el Asia Menor; a Alejandro el éxito se le subió a la cabeza y simplemente no supo cuándo parar. O, para seguir la teoría de Ian Worthington en Philip II of Macedon, después de modestos inicios, Alejandro fue impulsado a seguir en su campaña de conquista hasta el Punjab, específicamente para superar a su padre en toda forma posible (más psicología aquí: Worthington escribe que Alejandro sufría de una “paranoia que nacía de sus sentimientos de marginalización en los años finales del reinado de Filipo”).

Los historiadores modernos de Alejandro encuentran abundantes razones para estar en desacuerdo; pero sus argumentos aparecen como más intensos de lo que realmente son, porque —bajo toda la divergencia superficial y los conflictivos juicios de valor— ellos están principalmente intentando responder al mismo rango tradicional de preguntas sobre la base del mismo enfoque de la misma evidencia. Este punto fue poderosamente sustentado hace una década en la London Review of Books por James Davidson, al reseñar una colección de ensayos sobre Alejandro editados por Bosworth y E.J. Baynham. Es una reseña que se ha hecho famosa entre los historiadores de la antigüedad por llamar la atención sobre el lamentable estado de la “industria alejandrina” profesional. Mientras la mayoría de los campos de los estudios clásicos, notaba Davidson, se habían comprometido con los nuevos desarrollos teóricos de la segunda mitad del siglo XX, desde la narratología hasta los estudios del género, “en Alejandrolandia las investigaciones permanecen en gran medidas sin ser tocadas por las influencias que han transformado la historia y los clásicos desde 1945”. [*]

Los especialistas en este minúsculo período de la historia antigua (las campañas duraron poco más de diez años) estaban aún empeñados en reconstruir “lo que realmente sucedió”, sobre la base de las vívidas pero profundamente no confiables fuentes literarias que han sobrevivido (los siete libros de Arriano usualmente son considerados “la mejor” evidencia, pero hay abundantes materiales también en la Vida de Alejandro de Plutarco y la Biblioteca de la Historia de Diodoro Sículo, para nombrar solo a dos). Este proyecto, sostenía Davidson, estaba más errado aún que otros intentos de reconstruir “cómo realmente fue” el mundo antiguo, debido a la particular naturaleza de la evidencia existente. Todas las versiones narrativas de las conquistas de Alejandro que tenemos fueron escritas cientos de años después de su muerte, y el proyecto del historiador usualmente ha sido identificar los pasajes al interior de ellas que podrían derivar de alguna versión contemporánea confiable, pero perdida, trátese de los Diarios del secretario de Alejandro, que se supone daban una descripción de su “enfermedad” final, o la historia del período escrito por Ptolomeo, el hombre que fue responsable de secuestrar el cuerpo de Alejandro e instalarlo en la capital de su propio reino, Alejandría.

El problema es, Davidson insistía, que —aún si pudiéramos esperar identificar cuáles secciones existentes provenían de cuál fuente perdida— no podemos asumir (como les gusta hacer a los clasicistas) que lo que se perdió era necesariamente confiable. Algo de lo escrito era casi ciertamente una falsificación (los Diarios son un buen candidato a ser la menos un pastiche); alguna parte de ellos, tanto como lo podemos decir a partir de algunos críticos del mismo mundo antiguo, era simplemente una mala historia (“Las historias perdidas... no fueron extraviadas”, como Davidson correctamente señala, “ellas fueron consignadas al olvido”). El resultado es que el edificio histórico que conocemos como “la carrera de Alejandro”, es extremadamente débil, y los investigadores modernos han estado intentando exprimirlo buscando respuestas a preguntas que nunca podría satisfacer; no solo qué lo motivaba sino si realmente amó a su esposa Roxana o si creía que era el hijo del dios Amón. Este no es un juego de historia, sino uno de humo y espejos.

Briant, en un apéndice sobre el estado de las investigaciones sobre Alejandro, reconoce generosamente que algunos de los puntos de Davidson “han dado en el blanco”. Pero si es así, estos libros muestran solo una débil traza de ello. Alexander the Great, de Freeman, es una diestra biografía del tipo tradicional, a veces disfrutable, a veces un tanto en exceso informal (“Los acontecimientos sobre el terreno se ponían buenos para los macedonios”). Está llena de afirmaciones sobre los sentimientos, las emociones y el carácter, que en el mejor de los casos son suposiciones (“Alejandro no podía creer su suerte”; “Uno podría preguntarse por qué de repente en ese momento de su vida decidió casarse con una bactriana. La respuesta es, probablemente, una mezcla de política y pasión”). Y nos recuerda simplemente, con sus impenetrables estrategias de batalla y su complejo reparto de personajes (hay demasiada gente con el mismo nombre), cuán desordenada y difícil es la historia de Alejandro, aún en su simplificada versión semifictiva.

Las otras tres versiones intentar echar una mirada de costado a la carrera de Alejandro. Worthington se enfoca en Filipo II, intentando ver cuánto de los logros de Alejandro ya estaba presagiado por los de su padre. Es una versión erudita, aunque (quizá inevitablemente) bastante llena de opiniones de general de sillón como para ser una lectura fácil. Como la mayoría de los historiadores, Worthington se queda asombrado por la invención de Filipo II, la sarissa, su devastador nuevo elemento de equipo militar; pero ésta era tan solo una lanza extra larga, así que es difícil ver por qué los enemigos de Filipo simplemente no la copiaron. Y jamás adivinarías, a partir de su detallada descripción de las tácticas de la batalla de Filipo en 338 a.C. contra una coalición griega en Queronea, con mapa y todo,  (“Fase II: Filipo se retira, su centro e izquierda avanzando; atenienses, centro y beocios avanzan al frente izquierdo”, etc.), que esto estaba todo basado en unas pocas, poco claras y no completamente compatibles líneas en un puñado de fuentes muy posteriores.

James Romm, en Ghosto of the Throne, se mueve en la otra dirección cronológica, para examinar las consecuencias de la muerte de Alejandro, y los conflictos entre sus varios generales que llevaron a la partición del mundo griego y la creación de diferentes dinastías helenísticas (Ptolomeos, Antígonas, Seléucidas, etc.) , que a su vez cayeron ante los romanos. Romm ciertamente está en lo correcto al ver este período como más crucial, en efectos geopolíticos, que las conquistas de Alejandro. Pero a pesar de algunos simpáticos giros expresivos, se esfuerza para hacer de su historia algo particularmente atrayente, con sus complejas negociaciones por el poder de los generales rivales, la serie de asesinatos dinásticos en la familia de Alejandro y el caprichoso maniobrar de los desagradables líderes de la moribunda democracia de Atenas, quienes buscaban una oportunidad para hacerse de alguna influencia.

Potencialmente el libro más significativo es el de Briant, Alexander the Great, porque Briant es una de las principales autoridades del mundo en el Imperio Persa. La promesa de este libro es que podríamos ser capaces de ver a Alejandro de otro modo, si incluyéramos la evidencia Persa. Ideas hay, pero menos significativas de las que podrías esperar. Hay dos problemas principales. Primero, Briant escribe desde el púlpito profesional, con un ligero tono de mando acerca de qué deberían o no deberían hacer los historiadores, y de manera telegráfica (hay solo 144 páginas pequeñas con letra grande, de modo que es “una corta introducción”, como dice el subtítulo); y le hace pocas concesiones a cualquiera que, por ejemplo, pueda no conocer los deberes de un “sátrapa”. En varias ocasiones se refiere a documentos que se supone son particularmente “importantes” o “útiles”, pero raramente explica al extraño qué documentos son y qué impacto exactamente tiene su contenido sobre la historia del período.

Me quedé perplejo ante los “extremadamente importantes” documentos arameos de Bactra, por ejemplo, y cómo exactamente los “18 maderos que registran deudas, todos del año 3 de Darío”, echan luces sobre la transición del gobierno aqueménida al macedonio. Pero, en segundo lugar, y de lo más frustrante, es que cuando Briant en efecto detalla más claramente la contribución de los documentos persas a nuestro entendimiento, a menudo resulta ser sorprendentemente poco. No hay, como él acepta, ninguna “descripción continua” de los escritores persas; pero aún las tabletas cuneiformes rinden menos de lo que él promete. Él se refiere, por ejemplo, a una “bien conocida tableta babilonia” que “nos da una imagen detallada” del período en 331 a.C. entre la Batalla de Arbela (o Gaugamela) y la entrada de Alejandro en Babilonia. ¿Imagen detallada? Hasta donde puedo ver, es un diario astronómico que se refiere de pasada a un “pánico que surgió en el campo de Darío” y a la “severa derrota de las tropas persas” y la “deserción de las tropas del rey”, seguida por la entrada en Babilonia del “rey del mundo”. Una preciosa mirada a un punto de vista persa quizá, pero difícilmente suficiente como para reescribir la historia.

Así que, ¿qué deberíamos hacer con la historia de Alejandro? Davidson sostenía que el “punto ciego” entre los modernos historiadores de Alejandro era el “amor”, y urgía a que volviéramos nuestra atención al homoeroticismo de la corte macedonia y a su culto al cuerpo. Yo sugeriría un punto ciego más prosaico: a saber, Roma. Los escritores romanos no solamente debatieron el carácter de Alejandro, no solamente lo tomaron como modelo, sino que ellos más o menos inventaron el “Alejandro” que ahora conocemos — como Diana Spencer estuvo cerca de sostenerlo en su excelente libro The Roman Alexander (2002). En realidad, el primer uso comprobado del título “Alejandro Magno [el Grande]” es una comedia romana por Plauto, a inicios del segundo siglo a.C., alrededor de 150 años después de la muerte de Alejandro. Dudo mucho de que el mismo Plauto inventara el término, pero bien pudo haber sido una acuñación romana; ciertamente no hay nada que sugiera que los contemporáneos de Alejandro o sus sucesores inmediatos en Grecia lo llamaran alguna vez “Alexander ho Megas”. En cierto sentido, “Alejandro Magno [el Grande]” es una creación tan romana como lo es “Pompeyo el Grande”.

Aún más significativo es el carácter y el trasfondo cultural de las antiguas descripciones de la vida de Alejandro existentes. Repetidamente se dice que estas descripciones fueron todas escritas mucho después de los eventos que describen. Verdad; pero además está el hecho de que todas ellas fueron escritas bajo el Imperio Romano con el trasfondo del imperialismo romano. Diodoro Sículo, cuya versión es la más antigua que existe, estaba escribiendo a fines de la primera década a.C. Arriano, ahora la fuente más favorecida, nació en la década del año 80 d.C. en la ciudad de Nicomedia (en la moderna Turquía), y siguió una carrera política romana, convirtiéndose en cónsul en la década del año 120 d.C., y después sirvió como gobernador de Capadocia. Por supuesto, estos autores romanos no crearon la historia de Alejandro, y por supuesto dependieron de los escritos de los contemporáneos de Alejandro, buenos o malos como puedan haber sido. Pero ellos estuvieron obligados a haber visto esta historia a través de un filtro romano, a haber interpretado y ajustado lo que leyeron, a la luz de las versiones de conquista y expansión imperial que eran características de su propia era política.

Releyendo Campaigns of Alexander de Arriano, estuve repetidamente impresionado por sus resonancias romanas. Ocasionalmente el mismo Arriano hace una comparación explícita entre los sistemas romanos y macedonios. Pero más a menudo las comparaciones implicadas no necesitan ser mostradas. Las ansiedades acerca de las afirmaciones de Alejandro de que es un dios (o al menos el hijo de un dios) muestran obvias similitudes con las ansiedades romanas acerca del estatus divino o semidivino de sus propios emperadores. Los énfasis puestos sobre el uso de tropas extranjeras por Alejandro y la mezcla étnica de su corte, recuerdan muchos aspectos de la práctica imperial romana (tales como el uso de auxiliares provinciales en el ejército romano o la incorporación de miembros de las elites conquistadas —como el mismo Arriano— en la administración imperial).

Quizá la superposición más llamativa viene, como Caroline Vout notó en Power and Eroticism in Imperial Rome (2007), con la reacción de Alejandro ante la muerte de su amigo Hefasteión. “Algunos dicen”, escribe Arriano, “que por la mayor parte del día... Alejandro se afligió y lloró y rehusó irse hasta que sus compañeros lo llevaron a la fuerza”. Poco después estableció un culto a Hefasteión como “héroe”. Esto es casi exactamente lo que el emperador romano Adriano (bajo quien sirvió Arriano) se dice que hizo a la muerte de su propio favorito, Antinoo. Quizá Adriano estuviese imitando a Alejandro. Mucho más probablemente Arriano estaba dándole forma a su propia imagen de Alejandro, en base al comportamiento del emperador bajo el cual servía. Ni una mención a esto en The Landmark Arrian.

Sospecho que el cambio que Davidson quería para “Alejandrolandia” vendrá solamente cuando estemos preparados para darnos cuenta de que éste es tanto un país romano como griego. Quizá al mismo tiempo finalmente seremos capaces de pensar en el mosaico alejandrino de Pompeya como una orgullosa creación romana, y no como (como la leyenda en The Landmark Arrian dice), “copiada de una pintura griega hecha unas pocas décadas después de la batalla, quizá basada en versiones de testigos”.

Notas
______________________
[*] James Davidson, "Bonkers about Boys," London Review of Books , November 1, 2001.
 

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