Desde la otra esquina:
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Por Christopher Carroll
Originalmente publicado como “The Vanished City”, The New Republic, Noviembre 2 de 2011 (http://www.tnr.com/book/review/carthage-must-be-destroyed-richard-miles). Traducido por Alberto Loza Nehmad.
Reseña del libro de Richard Miles, Carthage Must Be Destroyed: The Rise and Fall of an Ancient Civilization (Viking, 544 pp.).
Cartago había existido por más de medio milenio cuando los romanos la destruyeron en 146 a. C. Ubicada en un puerto natural sobre la costa de la actual Túnez, por siglos fue un gran poder marítimo del antiguo Mediterráneo, una ciudad cosmopolita y mercantil con colonias repartidas por toda la costa del norte de África, el sur de España, Cerdeña y Sicilia. Pero los romanos dejaron pocos restos de ella. Después de arrasar la ciudad y echar una maldición sobre sus escombros (y no, como popularmente se cree, sembrando sal sobre su suelo), el sitiador ejército romano entregó los contenidos de las bibliotecas de Cartago a los hostiles estados vecinos, en cuyas manos las obras escritas de Cartago fueron perdidas y destruidas. Las subsiguientes historias sobre la difunta talasocracia fueron escritas por sus enemigos: los romanos, pero también los griegos, quienes por siglos habían luchado con Cartago por el control de Sicilia. Escrita así por los amargados vencedores, nos dice Richard Miles en su admirable nuevo libro, la historia de Cartago estaba dirigida a contener más que unos cuantos errores.
Miles, esperando hacerle justicia a Cartago, ha intentado escribir una historia objetiva y globalizadora de esta potencia marítima, desde su fundación como un centro de comercio fenicio en el siglo VIII a. C., hasta su destrucción por los romanos en el segundo siglo antes de la Era Común. Él ofrece una mirada fresca y tentadora a un mundo que se perdió cuando Roma eliminó a Cartago al final de la Tercera Guerra Púnica, el último de tres conflictos separados entre las dos por la supremacía en el Mediterráneo. Este mundo perdido estuvo, sugiere él, marcado por un grado más alto de tolerancia e interdependencia de lo que les habría gustado admitir a los historiadores romanos. Entre sus varias riñas, nos dice Miles, los griegos, romanos y cartagineses también comerciaban libremente entre ellos, intercambiando tanto bienes como ideas religiosas, y de tiempo en tiempo se unían contra enemigos comunes. Miles inclusive especula que puede haber habido una comunidad cartaginesa viviendo en Roma antes de que las relaciones entre los dos estados se agriaran. “Uno de los principales fines de este libro”, escribe, “es recobrar algo de este largamente olvidado mundo”.
Recobrarlo completamente, como admite el mismo Miles, es imposible. Gracias en gran medida a los romanos, sabemos poco de los cartagineses. La única obra cartaginesa escrita que sobrevive con todo detalle es un tratado agrícola (apreciado por su consejo de cómo procurar abejas a partir de la carcasa de un buey) e inclusive éste existe solo en fragmentos de griego y latín. Peor aún, las limitadas descripciones griegas y romanas que en efecto describen a los cartagineses, son a menudo hostiles y, según Miles, están plagadas de “asociaciones negativas” y “antiguos prejuicios”. Para estos escritores griegos y romanos, los distintivamente orientales cartagineses representaban “lo peor de los mundos occidental y oriental: bárbaros incultos y afeminados, perezosos, deshonestos y crueles orientales”.
Esta percepción de Cartago ha demostrado ser notablemente tenaz. Los poderes coloniales occidentales del siglo XIX, por ejemplo, muchos de los cuales se denominaron sucesores del Imperio Romano, perpetuaron felices las descripciones romanas y griegas del salvajismo cartaginés. Estas naciones, particularmente Francia e Inglaterra, consideraban a Cartago como “un paradigma antiguo de la barbarie y la inferioridad de las poblaciones nativas sobre las que ahora gobernaban”.
Gran parte de esta actitud fue conocidamente destilada en la novela de Flaubert, Salammbô, publicada en 1862, no mucho después de que Francia hubiera consolidado su control sobre la Argelia colonial. La novela, una historia de amor que ocurre durante una revuelta mercenaria en la antigua Cartago, es quizá mejor conocida por su violencia y sensualidad: escenas de canibalismo, violación, sodomía, tortura, brujería y bestialismo están dispersas a lo largo del libro. Al leer actualmente Salammbô, uno no podría señalar a los cartagineses de Flaubert, cuyos intereses parecen estar en gran medida confinados a la disipación y la hechicería, como modelos de fidelidad histórica. Pero ellos están en un resaltante grado basados en descripciones existentes de los cartagineses venidas de los historiadores griegos y romanos. Flaubert afirmaba haber leído cerca de doscientos libros al prepararse para Salammbô, la que está cargada de tediosos detalles históricos. Mucho de lo que parecería a primera vista como embellecimientos de Flaubert —por ejemplo, el detalle de que durante los rituales de los sacrificios infantiles, los músicos cartagineses tocaban frenéticamente para ahogar “los gritos de las madres ... y la crepitación de la grasa cayendo sobre los tizones” — fue, en realidad, informado bastante fielmente por las fuentes antiguas. En este caso Flaubert se basó en Plutarco, quien escribió que “toda el área delante de la estatua de Baal Hamón, la deidad para quien eran sacrificados los niños, estaba llena de un fuerte ruido de flautas y tambores para que los gritos de pesar no llegaran a los oídos de la gente”.
En la época de Flaubert, las afirmaciones griegas y romanas sobre el carácter y las prácticas cartagineses, sin importar cuán exageradas, eran aceptadas casi sin cuestionamientos. Que los romanos hubieran destruido Cartago y vendido su población a la esclavitud parecía ser de poca importancia. Pero la confiabilidad de esas descripciones desde entonces ha estado sujeta a un escrutinio crítico más severo, y los investigadores —entre otras cosas— han intentado tomar en cuenta que por casi 120 años los romanos estuvieron en un estado de casi constante guerra con Cartago. Las hostilidades comenzaron con la Primera Guerra Púnica (264-241 a. C.), por el control de Sicilia, en la que Roma se anotó una impresionante victoria inesperada. Los cartagineses respondieron el golpe durante la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C.). Conducidos por el brillante general Aníbal Barca, quien hizo marchar a su ejército de mercenarios —elefantes y todo— cruzando brillantemente los Alpes, los cartagineses asolaron por años la península itálica. La situación se puso tan desesperada que en un momento los romanos, aterrorizados por las invasiones de Aníbal, fueron reducidos a invocar un rito religioso en el que cuatro personas fueron enterradas vivas en el centro del foro más antiguo de la ciudad.
Tan grandes fueron el miedo y el temor romanos residuales por Cartago, que aún después de la victoria final de Roma en la Segunda Guerra Púnica, en la que Cartago había sido lo bastante desarmada como para no significar una amenaza seria, la visión de una renovada vitalidad económica cartaginesa inspiraba tanta preocupación que los más “halcones” entre los romanos empezaron a buscar un pretexto para la guerra. El esfuerzo beligerante fue liderado por Catón el Viejo, un senador cascarrabias y veterano de la Segunda Guerra Púnica que terminaba todos sus discursos en el Senado con el famoso gerundivo, Carthago delenda est, del cual el libro de Miles toma el título. Cuando Cartago violó un tratado con Roma armando un ejército para defenderse de vecinos invasores, los romanos tuvieron su motivo para la guerra, sin considerar el hecho de que ejército cartaginés de ofensiva ya había sido destruido. Los romanos declararon la guerra en 149 a. C. Tres años después, Cartago ya no existía.
¿Quiénes eran los cartagineses, si es que no fueron simplemente enemigos bárbaros de Roma? Según una fuente, fueron refugiados de la ciudad fenicia de Tiro (en el moderno Líbano). A fines del siglo IX a. C., nos dice esta fuente, el rey de Tiro murió, y sus hijos mellizos, Pigmalión y Elisa, quedaron para dividirse el reino entre ellos. Pigmalión, no inclinado a compartir el poder, decidió más bien hacer matar al esposo de Elisa y expulsarla de la ciudad junto con sus seguidores. Al dejar Tiro, ellos tocaron finalmente tierra en la costa del Norte de África, donde el rey de Numidia les permitió tomar tanta tierra como pudiera ser cubierta por el pellejo de un buey. Elisa y sus protocartagineses cortaron el cuero en tiras, adquiriendo con ello terrenos mucho más grandes de los que les habían sido ofrecidos. Años después, el reino de Elisa llegó a un violento final cuando, repugnada por la idea de casarse con un potentado local, se inmoló.
La verdadera fundación de la ciudad puede no haber sido tan dramática, pero hay elementos de verdad en la historia. Cartago fue en realidad fundada por los fenicios —un pueblo mercantil que vivía en ciudades independientes dispersas por el Levante — como un puerto donde sus barcos podían echar anclas y reabastecerse durante viajes mercantiles a los extremos occidentales del Mediterráneo. Los ciudadanos de la elite de Cartago afirmaban descender de estos colonos fenicios, y su herencia fenicia estaba reflejada en su lenguaje —el púnico— y su culto a Baal Hamón y su consorte, Tanit, ambas deidades fenicias. Dada la falta de información acerca de los cartagineses mismos, Miles se dirige a los fenicios en búsqueda de pistas acerca de la identidad cartaginesa. Ellos eran astutos, y cuando enfrentaban la ocupación por naciones militarmente superiores, a menudo ponían en juego sus varios monopolios para preservar su independencia. También eran grandes innovadores, y desarrollaron —leemos— “préstamos con interés, seguros marítimos, inversiones conjuntas en negocios comerciales, depósitos bancarios y, posiblemente, pesos y medidas”.
Los fenicios, sin embargo, también legaron algunas prácticas menos apetitosas a sus primos cartagineses. La más notable entre ellas era el horrífico ritual del sacrificio infantil, mencionado por un número de historiadores y confirmado por los descubrimientos arqueológicos, el más grande de los cuales ha llegado a ser conocido como el Tofet (“lugar del asador”) de Salammbô —un campo cerca al corazón de la antigua Cartago, del que los arqueólogos han extraído decenas de miles de urnas llenas con los huesos quemados de recién nacidos e infantes. Una estela desenterrada lleva la inscripción, “Fue para nuestra Señora Tanit, Rostro de Baal y para Hamón, que Bomilcar hijo de Hano, nieto de Milkiatón, prometió este hijo de su propia carne. ¡Bendícelo!”. La práctica, aborrecida por griegos y romanos, era notablemente continuada en Cartago siglos después de que hubiera sido abandonada en Fenicia”.
Aunque quizá menos impresionantes que el sacrificio infantil, las influencias fenicias más importantes sobre los cartagineses fueron indudablemente náuticas y mercantiles. Los cartagineses, como sus fundadores, fueron grandes navegantes y comerciantes, y finalmente sobrepujaron a sus antepasados fenicios en la supremacía marítima en el Mediterráneo. Un historiador informa que los mercaderes cartagineses podían llegar tan lejos como la costa atlántica de África.
Hay un país en Libia... más allá de las Columnas de Hércules [estrecho de Gibraltar] donde [los cartagineses]... descargan sus bienes, y, habiéndolos dispuesto de manera ordenada a lo largo de la playa, los dejan, y, regresando a sus naves, elevan un gran humo. Los nativos, cuando ven el humo, vienen a la playa y, dejando a la vista tanto oro como piensan que valen los bienes, se retiran a una distancia. Los cartagineses, cuando pasa esto, vienen a la playa y miran. Si piensan que el oro es suficiente, lo toman y continúan su viaje; pero si no les parece suficiente, van una vez más a la nave y esperan pacientemente.
Este comercio, además de proveer la fortaleza financiera de la ciudad, también llevó a lo que Miles llama los aspectos “fusionantes” de la cultura cartaginesa. Como un nexo de intercambio la ciudad interactuaba con cierto número de diferentes sociedades —griega, romana, celta, egipcia— y lo poco que sobrevive sugiere que Cartago tenía algo de crisol. Un monumento parcialmente existente en Cartago muestra signos de estilos griego y egipcio además de los elementos fenicios más tradicionales. Similarmente, las religiones se combinaron entre sí —la deidad cartaginesa Melkart y el dios griego Heracles finalmente se hicieron tan cercanamente asociados que la deidad distinta Heracles-Melkart era adorada por derecho propio.
Los mayores éxitos de Miles en recuperar el mundo perdido del Mediterráneo cartaginés se encuentran en esta suerte de discusiones de gran escala y algo generalizadas de la vida política y militar cartaginesa: cómo Cartago primero llegó a obtener el poder por su astuto comercio, o cómo sus intereses mercantiles dictaban sus relaciones con otras civilizaciones. Miles es menos exitoso al ofrecer algún retrato reconocible de los cartagineses mismos. ¿Eran ellos, como los romanos, generalmente tolerantes de las creencias religiosas y las prácticas culturales de los pueblos conquistados o imponían sus maneras sobre los demás? ¿Qué derechos tenían los miembros femeninos de su sociedad? ¿Escribían poesía, historia, tragedias o comedias? Estas preguntas están en gran medida sin responder (Miles, al menos, sí sugiere que “deberíamos cuidarnos de asumir que los estantes de las famosas bibliotecas de Cartago gimieran bajo el peso de un vasto corpus de conocimientos, ahora desaparecidos, sobre las guerras púnicas y las anteriores en el Cercano Oriente”, aunque no dice por qué).
Dada la escasez de evidencias acerca de Cartago, la reserva de Miles es comprensible. Aún, él puede ser demasiado precavido. Uno desea más especulaciones —aunque tentativas— es esta discusión acerca de los sacrificios infantiles. Sobre su persistencia en Cartago mucho después de que habían dejado practicarse en otros lugares, Miles comenta solo que el ritual “era un símbolo de la vivacidad y coherencia de un mundo fenicio occidental que estaba empezando a emerger de la sombra de sus asediados primos levantinos”. Él no dice nada de qué podría decirnos eso acerca de los cartagineses mismos, si podría corroborar las sugerencias de su crueldad, reportadas extensamente por historiadores griegos y romanos. Del mismo modo, no hay ninguna discusión de cómo nuestro conocimiento de los sacrificios infantiles cartagineses podrían afectar nuestra percepción de las fuentes griegas y romanas que informaron sobre ellos. Estas descripciones de sacrificios infantiles son precisamente el tipo de informes que Miles se esfuerza en desacreditar como “prejuicios antiguos”. Pero uno se pregunta: si fueron demostrados como ciertos por la evidencia arqueológica, ¿no debería ser esto la causa de una reevaluación de la exactitud de otras “calumnias” similares, como Miles las llama?
Pero estas son, en vista de los logros de este libro, fallas menores. Al darle forma a esta historia sinóptica global partiendo del absolutamente calamitoso estado de la evidencia escrita y material acerca de Cartago, Miles ha tomado la oreja de un cerdo y la ha convertido en un bolso de seda, o al menos, en casi todo un bolso de seda. Su versión, maestra como lo es, es también bastante densa y probablemente no mantendrá la atención del lector general que se acerca al tema por primera vez. Es sin embargo un libro admirable y valioso, y uno cuyos menores defectos solo sirven para recordarnos que el campo de estudios sobre Cartago permanece bastante abierto.