Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

Los tres dignos Cristos del Hospital Ypsilanti

Por Jenny Diski
Originalmente publicado como “Which one of you is Jesus?”. London Review of Books, 22 de septiembre de 2011 (http://www.lrb.co.uk/). Traducido por Alberto Loza Nehmad.
 
En 1950, el Dr. Milton Rokeach, un psicólogo social, recibió una beca de investigación para reunir a tres psicóticos, pacientes internados en el Hospital Estatal Ypsilanti de Michigan, con el fin de hacer un estudio de dos años y medio sobre ellos. Rokeach se especializaba en los sistemas de creencias: cómo es que la gente desarrolla y mantiene (o cambia) sus creencias según sus necesidades y los requerimientos del mundo social que ella habita. Un asunto del interior que se reconcilia con el exterior con el fin de llevarse lo bastante bien como para abrirse paso por la vida. Por regla, las personas buscan una autoridad positiva, o referentes, para apoyar sus creencias esenciales sobre sí mismas en relación con el mundo: el sacerdote,
imán, Delia Smith, el politburó, el jefe de la pandilla, Milton Friedman, tu madre, mi novelista favorita.Funciona bastante bien, y cuando es así nos llamamos a nosotros mismos y a otros parecidos, sanos. Cuando va mal, cuando las personas pierden o rechazan todos los referentes positivos en el mundo real en favor del ser interior, las llamamos delusorias, psicóticas, locas. Con el fin de ser contado entre los sanos, no necesariamente tienes que conformarte con las normas del mundo, sino que tienes que ser inconformista de una manera aceptable generalmente. Una de las creencias básicas que tenemos todos, según Rokeach, es que somos quienes somos porque sabemos por definición que solo puede haber uno como nosotros. Yo soy Jenni Diski. Por tanto, tú no lo eres. Lo inverso es también cierto: tú eres el único ejemplo de quien digas que tú eres. Por tanto, yo no puedo ser tú. Esto guarda las cosas simples y cuerdas para los dos, tú y yo, y es fácil constatar los hechos básicos entre los dos, tanto como esas autoridades socialmente sancionadas como la oficina de pasaportes o el registro de nacimientos y muertes. Según Rokeach, ese es un requisit0 fundamental para vivir coherentemente en el mundo de la otra gente, el único mundo en el que él creía que podemos vivir cómodamente. Lo comprobó una noche con sus dos hijas menores, al llamar a cada una de ellas con el nombre de la otra durante la cena. Primero fue un buen juego, pero en unos minutos se hizo tan angustiante para las niñas (“Papi, esto es un juego, ¿no?” “No, es de verdad”) que comenzaron a llorar. Si estás pensando que Rokeach tenía su poco de papá sádico, yo tuve la misma impresión al leer Los tres Cristos de Ypsilanti cuando fue publicado por primera vez en 1964. ¿Pero qué investigador no usa los materiales a mano —usualmente la familia— para empezar a investigar una teoría? Darwin observaba a los niños y escribió acerca de ellos, como lo hizo Freud. Y así lo hizo ese particularmente desagradable padre conductista en la película Peeping Tom, hecha alrededor de la misma época del experimento durante la cena de Rokeach. Rokeach al menos se detuvo cuando las niñas echaban lágrimas. ¿Y qué pasaría, se preguntó, si él hiciera que tres hombres se conocieran y vivieran lado a lado por un período de tiempo, cada uno de los cuales se creyera el solo y único Jesucristo?

Los hombres escogidos fueron Clyde, de 70 años, Joseph, de 58 y Leon, de menos de 40 años cuando fueron reunidos. Eran pacientes internados por largo tiempo: Clyde y Joseph habían estado encarcelados por décadas, Leon por cinco años. Tenían reuniones diarias con Rokeach y un asistente de investigación, y después de los primeros meses se les dio su propia salita, donde comían y podían pasar el día en mutua compañía en vez de tener que usar el cuarto diario. También se les dio tareas simples que tenían que ser hechas por todos juntos (este puede ser el más apasionante prototipo de Big Brother, aunque en la versión moderna todos en la casa engañadamente creen ser celebridades o interesantes). En la primera reunión Rokeach les preguntó sus nombres. Joseph dijo: “Mi nombre es Joseph Cassel”. Había algo más que tuviera que decir a los presentes? “Sí, yo soy Dios”. Clyde se presentó: “Mi nombre es Clyde Benson. Ese es mi nombre real”. ¿Tenía otros nombres? “Claro, tengo otros nombres, pero ese es mi lado vital  y he hecho a Dios cinco y a Jesús seis”. Significaba eso que él era Dios? “Yo hice a Dios. Yo lo hice de setenta años de edad, hace un año. ¡Diablos! Pasé los setenta años”. Leon, quien exigía que todos lo llamaran Rex, pues Leon era su nombre de “zonzo”, replicó: “Señor, sucede que mi partida de nacimiento dice que yo soy el Dr. Domino Dominorum et Rex Rexarum, Simplis Christianus Pueris Mentalis Doktor” (esto, explica Rokeach, incluía todo el latín que Leon sabía: Señor de Señores, Rey de Reyes, Psiquiatra de Simples Niños Cristianos).

Todos concordaron con Rokeach en que solo podía haber un Jesucristo. Joseph fue el primero en notar la contradicción. “Él dice que es la reencarnación de Jesucristo. No lo entiendo. Yo sé quién soy. Soy Dios, Cristo, el Espíritu Santo, y si no lo fuera, por Dios, yo no podría reclamarme nada así… Sé que esta es una casa de insanos y que tienes que ser muy cuidadoso”. Muy rápidamente decidió que los otros dos estaban insanos, siendo la prueba que ellos estaban en un hospital mental, ¿no era sí? Por tanto, Clyde y Leon eran simplemente “para reírse”. Clyde concluyó que los otros dos eran “rerises”, seres inferiores, y muertos de todos modos. Él asumía, quizá, el tono más Dios de ellos: “Soy él. ¿Lo ves? Ahora, ¡entiende eso!”. Leon, quien se hizo hábil en esconderse y escabullirse con el fin de mantener su posición sin causar la disrupción social que todos ellos consideraban amenazadora, explicaba que los otros dos eran “dioses instrumentales vaciados”. Cuando Rokeach empujó a Leon a decir que Joseph no era Dios, él replicó:

“Él es un Dios instrumental, ahora, por favor, trate de no antagonizar con él. [a Joseph] Mi saludo a usted, señor, tantas veces como usted es un dios instrumental vaciado… Mi creencia es mi creencia y no deseo su creencia, y yo solo estoy declarando lo que creo”.

  “Yo sé quién soy”, dijo Joseph.

“No se lo quiero quitar”, dijo Leon. “Puede usted quedarse con ello. No lo quiero”.

La respuesta estándar de Leon para cualquier afirmación de los otros que fuera contra sus propias delusiones, era, “Esa es su creencia, señor”, y luego cambiaba de tema.

En cuanto a su entendimiento de por qué habían sido reunidos, Clyde, a menudo desconcertado, tomaba lo que sería su postura habitual y permanecía callado sobre el tema, mientras Joseph era claro en que ellos estaban ahí “para finiquitar el hecho de que yo soy el solo y único Dios”, y para que Rokeach lo ayudara a convencer a los otros dos de que estaban locos, de modo que Joseph pudiera hacer su trabajo “con mayor tranquilidad”. Leon, desde el inicio mismo siendo consciente de la agenda y capaz de expresar su opinión de ella, tenía otra respuesta:

Entiendo que usted querría que nosotros, los caballeros presentes, fuéramos un crisol de nuestras morales, pero hasta donde me atañe, yo soy yo, él es él, y él es él. Usar a un paciente contra otro, intentar lavarnos el cerebro y también mediante el manejo desde atrás del vuduismo. Eso implica dos contra uno o uno contra dos… Sé lo que está pasando aquí. Usted está usando a un paciente contra el otro, y eso es una psicología retorcida.

Un gran problema para los locos en el siglo 20 era que los sanos siempre estaban intentando meterse en su teatro. Personas sinceras que no estaban locas querían interferir con los locos de varias maneras, con el fin de liberarlos de su sufrimiento y aislamiento, mientras otros, igualmente sinceros, querían allegarse a ellos y reinterpretar sus locas divagaciones como una meta-sanidad. Lo que ya no era una opción para los locos era ser dejados solos en un asilo para seguir con sus delusorias vidas a su propia manera. Había habido algunos bolsones históricos de interferencia y entendimiento. En 1563, más de dos siglos y medio antes de que Philippe Pinel y Jean-Baptiste Pussin liberaran a los pacientes de Bicêtre de sus cadenas y anunciaran que necesitaban tratamiento y no castigo, Johann Weyer informó a la Inquisición que las llamadas brujas que todos estaban tan inclinados a estrangular y quemar estaban en realidad delirantes y enfermas mentalmente, como por cierto lo estaba cualquiera que se pensara víctima de sus embrujos. No obstante, en su gran parte, hasta mediados del siglo 20, hombres y mujeres desbocados, delirantes y patológicamente aislados fueron sacados de la sociedad al ser encarcelados por gran parte de sus vidas en asilos formidables, donde sus guardianes pensaban muy poco aparte de mantenerlos quietos en un lugar, permitiéndoles salir solo cuando morían.

Hacia los años sesenta y setenta, una coalición de libertarios de derecha, radicales de izquierda y los buenos de corazón, enfrentaron sus rostros contra tal destino y, sin que los de izquierda y los buenos de corazón entendieran la agenda de los libertarios, colaboraron para clausurar las fortalezas y liberar a los locos para que deambularan, no tanto cuidados por la comunidad sino más bien dosificados hasta un estupor paralizado, o sin dosificar, en terror maníaco, arriba y abajo nuestras principales calles para participar en el mundo real. R. D. Laing, junto con otros en el movimiento antipsiquiátrico, comenzaron bien al vivir con los locos y escuchar sus discursos, pero terminaron imponiendo sobre ellos la creencia de Laing de que él mismo tenía el don de lenguas, y se encargaron de decirle la verdad a la normalidad. Él comenzó como el intérprete de ellos, pero finalmente perdió interés en el intermediario (quien siguió portándose mal y tuvo que ser despachado al manicomio). Y se convirtió en la fuente de su propia sabiduría. Antes y después de la época de los anti-psiquiatras, los pro-psiquiatras hicieron todo lo que estaba en su siempre creciente poder “científico” para liberar a los locos del manicomio y devolverlos al mundo de la normalidad, con duchas frías, choques eléctricos, choques de insulina, cortes en el cerebro y medicación antipsicótica. Los libertarios, por su parte, simplemente anunciaron que no había tal cosa llamada locura, y por tanto el estado no estaba obligado a supervisar y pagar por el cuidado de quienes se estaban haciendo socialmente no bienvenidos (ver Thomas Szasz).  Los llamados locos debían ser sacados de los asilos y convertirse en parte de la población general. Si la conducta de cualquier individuo era intolerable para la sociedad, éste debía ser aprisionado, y no dársele permisos por locura.

Milton Rokeach llegó cuando estas voces empezaban a ser oídas. Su interés no estaba tanto en la psicopatología como en la “naturaleza general de los sistemas de creencias y las condiciones bajo las cuales pueden ser modificados”. En el libro Rokeach reconocía que su experimento con sus hijas tenía que detenerse donde la prueba de los tres Cristos comenzaba, con signos de angustia: “Puesto que no es factible estudiar tales fenómenos con gente normal, parecía razonable enfocarse en sistemas delusorios de creencias, con la esperanza de que al sujetarlos a tensión, hubiera poco que perder y, ojalá, mucho que ganar”. Esta es una opinión magistral “no delusoria” sobre quién en el mundo tiene o no tiene poco que perder. Evidentemente, los locos, al no tener vidas dignas de las cuales hablar, podrían beneficiarse por la interferencia, puesto que tales vidas ya eran no-vidas sin valor. También incorporaba la sin igual idea de que si quieres saber acerca de la normalidad, podrías hacerlo aún peor observando y manipulando a los locos. Los tres Cristos mismos, sin embargo, eran de la opinión cierta de que ellos tenían algo valioso que perder y hacían esfuerzos verdaderamente heroicos, cada uno a su propio modo, para resistir, así como para explicar a Rokeach y su equipo que sus vidas tenían considerable significado para ellos. Todos ellos, aunque Leon en particular, tenían un claro entendimiento de en qué consistía tener una delusión, por qué ésta podría ser una opción útil frente a escoger la normalidad, y quién tenía y quién no, derecho a interferir en las delusiones seleccionadas por ellos mismos. En el curso de la investigación cada hombre indicaba hasta dónde quería llegar con Rokeach, cuánto valoraba lo que estaba en oferta y cuándo había llegado a su límite. Y esto lo hicieron con gracia y dignidad más que ordinarias.

Ciertamente había algo más en oferta. Rokeach describe a Clyde, Joseph y Leon como internos de largo plazo en pabellones atestados o en asilos mentales con personal inadecuado, quienes podrían esperar ver a un doctor quizá una vez al año. De súbito ellos estaban recibiendo un diluvio de atención: encuentros diarios que comenzaban y terminaban con una canción de su elección, enfermeras y un asistente de investigación que los atendía, observaba y anotaba todas sus actividades a lo largo del día, y exigencias especiales y permisos concedidos que nunca habían experimentado como internos regulares. Inclusive cuando ellos expresaban enojo por ser manipulados, tendían a aparecer cada día en los encuentros voluntarios, y a tomar sus turnos dirigiéndolos, escribiendo las actas y escogiendo su canción y libro favoritos. A estos hombres de lo más aislados psicológicamente, se les dio compañía (forzosa), novedad en lugar de una rutina diaria rígida, privilegios especiales y (aparentemente) el atento oído de los más altos  y poderosos en el mundo (sin importar que cada uno de ellos fuera Dios). En retorno, se les requirió que conscientemente consideraran sus delusiones y se les desafió a que alteraran su particular asimiento de la vida. El problema que inicialmente enfrentaron fue: ¿cómo puede haber otro más de mí? Rokeach esperaba que ellos no pudieran sino concluir, cuando ellos miraran a uno y a otro Cristo, que lógicamente ellas no eran por tanto quienes pensaban que eran, aunque él no dice nada acerca de qué ayuda había disponible en el sobreexigido hospital mental estatal en el caso de que repentinamente perdieran sus delirios y tuvieran que confrontarse con sus años perdidos como Clyde, Joseph y Leon. En realidad, los tres hombres resolvieron la trampa lógica que se les puso cambiando sinuosamente la naturaleza del problema. Los otros estaban engañados, estaban muertos o eran tipos de dioses menores. Emergió una suerte de estabilidad positiva, ellos asociados entre sí, cantaban juntos, se leían el uno al otro y, aparte de las ocasionales riñas, usualmente precipitadas por los investigadores, generalmente rehusaban ser arrastrados al asunto de quién exactamente era o no era el Cristo verdadero.

Leon era el más diestro de todos, quizá porque tenía el más claro entendimiento de la ingrata situación en la que estaba siendo puesto, y encontraba más difícil suprimir la lógica. Un día anunció que ya no era Rex, pero que se había transformado en el Dr. Recto Ideado Estiércol. Un puñetazo al ojo de los atormentadores —sientes— que lo alentaban. En adelante solo respondería al nombre Estiércol o R. I., como una concesión a la enfermera principal que había asistido a una reunión para decir que no se sentía capaz de llamarlo Estiércol. Él dirigió la reunión hacia Filipenses 3:8: Es más, todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo, y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo. Rokeach sabía que, encubiertamente, Leon había renunciado a su creencia de que era Cristo, y más bien había cambiado de forma, había ido a la clandestinidad en el opuesto abyecto. Como dijo antes de su transformación, “Yo creo que Dios está en la silla. Él está en mi estiércol y en mi orina y se tira pedos y eructa y todo lo demás” (“Eso es loco”, replicó Joseph. “Tú no crees que Dios vaya a ser un paciente de este hospital... Yo soy el Dios verdadero y sé que puedo ser de varias formas”). Ahora el Dr. R. I. Estiércol iba a ser “la más humilde criatura sobre la faz de la tierra, tan baja como para no ser digna de molestarse con ella”, explica Rokeach. Su brillante plan le permitía ser un Cristo secreto que no tendría que confrontar más ni defenderse de las afirmaciones de los otros dos, y quien de este modo continuaría disfrutando de la compañía y los privilegios ofrecidos.

Dado que los investigadores habían sido incapaces de cambiar las creencias de los tres Cristos, decidieron confrontar las fantasías de los hombres de otras maneras. Se les mostraba un artículo de periódico acerca de un discurso dado por Rokeach acerca de tres hombres psicóticos que pensaban que eran Cristo. Clyde lo leyó y cayó dormido. Joseph afirmó no tener idea de quiénes pudieran ser esos hombres. “Por qué un hombre intentaría ser a-alguien [sic] más cuando ni siquiera es él mismo?... Debería ser enviado a un hospital, para que no salga, para que no le den de alta hasta que se haya puesto bien... cuando afirme que ya no es Jesucristo”. Leon, lúcido como siempre, sabía exactamente quiénes eran los tres hombres y expresó su cólera: “Cuando la psicología es usada para agitar, ya no es una psicología sensata. Tú no estás ayudando a la persona. Estás agitando. Cuando tú agitas, denigras tu inteligencia”. Joseph, también, se expresó claramente: “Miro con esperanza la tranquilidad. Podemos vencer al negativismo. Con ‘podemos’ me refiero a los cinco de nosotros que estamos teniendo esta reunión. No nos va a hacer ningún bien. Luego las reuniones podrían ser disueltas”.

A continuación a los hombres se les preguntó si estaba bien para los investigadores y el personal del hospital referirse a Rex como Estiércol, a Joseph como el Sr. Dios, y a Clyde como el Sr. Cristo. Los tres unieron fuerzas (el triunfo de un psicólogo en si mísmo) contra Rokeach. “Bien. No se haga el chistoso”, dijo Clyde. “Usted debe entender, es demasiado pesado para un individuo participar en estas reuniones, ir al asunto Dios”, dijo Joseph. “Es agitación indirecta. Hay un conflicto... Es psicología de la fricción”, dijo Joseph. De lo que Rokeach dedujo que “un psicótico es un psicótico solo en la medida que tiene que serlo”.

Como Cristo, Leon había estado casado con una mujer abstracta llamada Dra. Bendita Virgen María de Nazareth. Con su traslado a Estiércol, ella estaba casada con el tío misterioso de Leon, y Leon tomó una nueva esposa: la poderosa pero invisible Madame Mujer Yeti. La “autoridad delusoria” de Joseph, a quien él llamaba Papá, era el Dr. Yoder, el director real del hospital. Papá y Madame Mujer Yeti se convirtieron en los principales protagonistas en la fase final del plan de Rokeach para probar la naturaleza y persistencia de los sistemas de creencias de los tres Cristos. A Clyde, demasiado viejo y rígido como para que se siguiera experimentando con él, se le permitió continuar con las reuniones, pero no se hacía que confrontara sus delirios. La idea de Rokeach era ver si las figuras de autoridad de la fantasía  de Leon y Joseph eran bastante reales como para que instruyeran a su “esposo” y a su “hijo” a representar una conducta “normal”. Leon y Joseph comenzaron a recibir cartas. Las de Leon eran firmadas Tu amante esposa (y a veces Verdaderamente tuya), Madame Mujer Yeti. Algunas de las cartas de Joseph, del “Dr. Yoder”, escritas en papel con membrete del hospital, terminaban: estate seguro de que siempre te amaré exactamente como un padre que ama profundamente a su propio hijo. Sinceramente tuyo, Dr. O. R. Yoder. La negación inicial de Leon a aceptar cartas de Madame Mujer Yeti estimulaba a Rokeach a preguntarse si él no creía, después de todo, en sus delirios. Los enfermos con delusiones, ¿asumen su rol más conscientemente de lo que parece, como un escudo para cuando tienen que lidiar con el mundo regular? ¿Están los locos realmente locos? ¿Quería Leon solamente que ellos pensaran que él creía lo que decía? Leon al comienzo rechazó firmemente que le dieran cuerpo a su fantasía, se puso en extremo deprimido y dijo que no le gustaba la idea de que la gente lo importunara con sus creencias. Pero gradualmente, incapaz de resistir la tentación a pesar de sus profundas sospechas, vino a aceptarla como una presencia real. Ella enviaba dinero, le decía que se comprara cosas y que le diera el vuelto a Clyde y Joseph. Leon, el único ser humano que Rokeach había encontrado a quien genuinamente no le interesaba el dinero, hizo como le instruyeron. Madame Mujer Yeti hizo el mundo interior de Estiércol tan real como las reuniones a las que asistía. En una carta ella adjuntaba una “positiva boquilla para cigarrillos... Pienso que la disfrutarás dado que tiene una boquilla cósmica”.

Es doloroso leer sobre su capitulación, cuando acepta la existencia de alguien más en su aislado mundo, y cuando está listo a interactuar con ese alguien. En una reunión donde a Leon se le da una carta con un billete de un dólar, Rokeach nota un descubrimiento para el estudio:

Repentinamente me hice cargo de que él realmente estaba haciendo algo que yo no había esperado ver. Él estaba luchando para contener sus lágrimas. Con tanto esfuerzo podría haber tenido éxito. Pero no... ¿La carta te pone triste o feliz? “No, los ojos me duelen por algún problema”. Dices que te sientes algo feliz? “Sí, señor, es un sentimiento placentero tener a alguien que piensa en ti. Pero hay aún un jalón hacia ella y no me atañe eso. ¿Quieres desobedecerla? “¡No, no! ¡No quiero! ¡Ese es el punto! No me atañe la tentación contra ella”.

Parece que la invasión es completa, pero Rokeach va demasiado lejos con Madame Mujer Yeti y Papá. Madame Mujer Yeti arregla un encuentro al que Leon va, pero, por supuesto, no encuentra a nadie. “Cuando retorna al pabellón está visiblemente descompuesto y enojado. Le dice a un ayudante que está muy enojado con su mujer porque ella estaba detrás de la cafetería teniendo relaciones con un negro”. Después de transferir su amor a una nueva asistente de investigación y encontrar sus propias ansias intolerables, Leon finalmente anuncia que todas sus anteriores esposas estaban muertas, que él había descubierto su propia “mujeridad”, se había casado consigo mismo y había quedado preñado con gemelos que sangraron hasta morir antes de nacer.

Espero con ansias vivir solo. Mi amor es por el infinito y cuando el elemento humano viene, es desagradable.... He encontrado que cuando recibo algo, siempre hay ligaduras y, bendito Dios, yo no quiero eso.

Joseph también tenía sus puntos flacos. Cuando Papá le pidió que fuera a la iglesia, lo hizo por un tiempo, pero cuando Papá le sugirió que escribiera un artículo (Joseph de joven había soñado con ser un escritor) y firmara una declaración formal de que no era Jesucristo, respondió la carta, no al Dr. Yoder, sino al Presidente Kennedy, ofreciéndose como su redactor de discursos. Anunció que estaba “cogido en la red de los tres Jesucristos” y que rehusaba “decir una mentira” al firmar la declaración de Yoder. Joseph renunció a Papá y se encontró una más alta figura de autoridad de fantasía con el fin de vivir como tenía que vivir. Rokeach al fin descubrió que no había tenido éxito en cambiar “ni uno solo de los delirios de Joseph”, pero en el curso de intentarlo, había obtenido “ideas clínicas y teóricas acerca de los límites más allá de los cuales su sistema delusorio no podía ser empujado”.

En un epílogo escrito meses después de que terminara el experimento, Rokeach puso al día al lector:

Clyde y Joseph ofrecen todas las apariencias de permanecer básicamente sin cambiar. Pero Leon continúa mostrando evidencia de cambio o al menos de más avanzadas elaboraciones en su sistema delusorio de creencias... La prognosis de esquizofrenia, del tipo paranoide, es pobre... Pero decir que una condición psiquiátrica particular es incurable o irreversible es decir más acerca del estado de nuestra ignorancia que acerca del estado del paciente. Este estudio se cierra con la esperanza de que al menos una pequeña porción de ignorancia haya sido disipada.

Resultó que Milton Rokeach fue quien más ganó de su experimento. Unas palabras finales, añadidas cuando el libro fue reeditado en 1981, son tituladas “Algunas reconsideraciones acerca de los Tres Cristos: veinte años después”. Para entonces Clyde había sido dado de alta y entregado a la custodia de su familia, y Leon permanecía en los “pabellones traseros” de Hospital Estatal Ypsilanti; Joseph murió en 1976. Rokeach releyó el libro con arrepentimiento. Había, dice, cuatro personas con creencias delusorias, no tres. Él dejó de tomarse en cuenta, y los tres Cristos, no curados ellos mismos, lo habían curado de su “delusión de creerse Dios y que podía cambiarlos arreglando y volviendo a arreglar omnipotente y omniscientemente  sus vidas diarias”. Llegó a ser consciente de que no tenía derecho a jugar a ser Dios e interferir, y estaba cada vez más incómodo con la ética de su experimento. “Me curé cuando fui capaz de dejarlos en paz, y fue principalmente Leon quien de algún modo me persuadió de que los debería dejar en paz”. Antes, cuando a Leon se le había mostrado el artículo en el periódico, le había explicado a Rokeach:

Una persona que se supone es un doctor o un profesor, se supone que levante, construya, guía, dirija, inspire”... ¡Yo sentí todo esto en la primera reunión... deplorable!”.
¿Deplorable? ¿Sabes que he viajado 75 millas bajo nieve y tormenta para verte?    
“Es obvio que lo hizo, señor, pero el punto aún queda en pie, ¿cuál fue su intención cuando vino, señor?

Nadie podría haber hecho más que Leon para explicarle a Rokeach qué estaba mal con su experimento. “Usted cae en la categoría donde una persona que sabe más y no quiere saber también, está loca al grado de que no quiere saber. Señor, sinceramente creo que usted tiene las capacidades para echar fuera nuestra psicología negativa. Creo que usted puede ayudarse a sí mismo”. Al rechazar a su esposa falsa, dijo: “Sé que me estoy perdiendo el placer —comer, beber, ser feliz y todas esas cosas— pero esto no place a mi corazón. He encontrado al mundo. Me disgustaron los ideales negativos que encontré ahí”. Lo más que puede lograr Rokeach es el reconocimiento de que la psicosis “a veces puede representar los mejores términos a que puede llegar una persona en su trato con la vida”.

En 1964, habiendo pasado algún tiempo yo misma en un hospital psiquiátrico, leí Los tres Cristos, y poco después salieron los primeros libros de Laing, que confirmaron lo que había visto en aquel. Me ha hecho muy recelosa de leer “historias de casos” escritas acerca de los perturbados por aquellos que creen ellos mismos saber más. También me parecía, a la edad de 16 años, que Los tres Cristos de Ypsilanti contenía todo lo que había para saber acerca del mundo. Ese no es el caso, por su puesto, pero si los recursos fueran escasos, yo aún estaría inclinada a salvar este libro como una manera de explicar el terror de la condición humana, y el pasmoso hecho de que la gente batalla por sus derechos y dignidad ante el rostro de ese terror con el fin de establecer su lugar en el mundo, sea lo que sea aquello que la gente decide es el mundo.

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