Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

Los manuscritos en la Era Digital: ¿está Google destruyendo el acto de leer?

Por Ryan Szpiech

Originalmente publicado como “The Dagger of Faith in the Digital Age”. Tablet, 7 de octubre de 2014 (http://www.tabletmag.com/jewish-arts-and-culture/books/183443/dagger-digital-age?all=1). Traducido Por Alberto Loza Nehmad.

He venido a mi café favorito (con un Wi-Fi muy rápido) y pedido un café. Sentado a mi ventana soleada favorita, sosteniendo mi jarro caliente y observando cómo giran y desaparecen unas efímeras volutas de vapor sobre la superficie del café, abro mi laptop (una MacBook Pro con 750 GB en el disco duro, suficiente para almacenar más de 300 millones de páginas de texto o más 100 mil millones de palabras) y hago una búsqueda de tres palabras en Google. Al ver los resultados (entregados en menos de un segundo por uno de los cerca de medio millón de servidores de Google a nivel mundial, los cuales procesan más 4 mil millones de búsquedas individuales por día, incluida la mía), sigo el primer enlace y me voy para Coimbra, Portugal, donde hay un extraordinario manuscrito multilingüe (MS 720) que hasta ahora ha sido poco estudiado.

Con dos clics más lo estoy viendo en alta resolución: uno de los 13 ejemplares o fragmentos conocidos del polémico manuscrito cristiano del siglo 13, Pugio fidei (“Daga de la fe”), finalizado por el dominico catalán Ramón Martí en 1278. La obra es un tratado extenso en tres partes, dirigido a probar las verdades cristianas sobre la base de los textos bíblicos y post-bíblicos (talmúdicos, midráshicos, quránicos y filosóficos). Desagradable por su vitriolo, es sin embargo llamativo por su inclusión de citas en los idiomas originales (en su mayoría hebreo, pero también arameo y, en pocos casos, árabe) junto con cuidadosas traducciones en latín.

Como la mayoría de los manuscritos de la Daga, el códice Coimbra, datado aproximadamente a fines del siglo 14 o inicios del 15, está incompleto, y contiene solo las partes segunda y tercera de la obra, faltándole la primera. Es, sin embargo, uno en el puñado de ejemplares que realmente contienen texto no latino, pues muchos lo han omitido o copiado solo parcialmente. La mayoría de las investigaciones sobre la Daga han sido hechas sobre la base de dos ediciones impresas del siglo 17 (París, 1651, y Leipzig, 1687), ambas compuestas a partir de cuatro manuscritos similarmente incompletos, ahora perdidos. Recientemente, se le ha dado más atención al manuscrito más antiguo y completo (y probablemente un ejemplar autografiado), albergado actualmente en París (Bibliothèque Sainte-Geneviève MS 1405), el único que contiene todo el texto en todos los idiomas. Aunque los estudiosos de la Daga generalmente saben del manuscrito Coimbra, virtualmente no se ha hecho ningún estudio de él particular. Quizá esto se deba —conjeturo mientras sorbo algo de café— a que Coimbra se encuentra algo aparte de otras grandes colecciones de manuscritos en la Península Ibérica, en Madrid y Lisboa. En mi pantalla (15 pulgadas, con un display Retina de 5.1 millones de pixeles), abro una ventana del buscador con el manuscrito Coimbra y otra contigua con el texto, buscable, de la edición de 1687, una de las cerca de 30 millones de obras, en 480 idiomas, que han sido escaneadas por Google Books hasta ahora.

Coimbra se encuentra a distancia de Madrid y Lisboa, pero esta limitación fue parcialmente superada casi en 2009, cuando la biblioteca de Coimbra puso en línea el manuscrito completo escaneado, ofreciendo acceso gratis y abierto a un códice que antes había permanecido en relativa oscuridad. Ahora cualquiera —yo mismo— con una conexión a Internet, puede instantáneamente ver una imagen del manuscrito, así como rápidamente encontrar información acerca del texto, el autor y otros manuscritos supervivientes. El manuscrito puede estar albergado en Coimbra, pero su hogar intelectual ya no está ahí. Junto con otros millones de documentos e imágenes, ha sido desatado de su lugar, “retirado —como John Berger ha afirmado acerca de las imágenes de arte reproducidas— de toda conserva”.

Soy parte de un equipo de investigadores que preparan la primera edición moderna de la obra, y actualmente empiezo a comparar el texto de Coimbra con el del manuscrito de París y las ediciones impresas, buscando variantes. Mis ojos se lanzan de ventana en ventana, me acerco y alejo, y busco en el texto y mis datos se acumulan constantemente. Por unos pocos minutos, soy capaz de concentrarme y trabajar efectivamente. Pero pronto mi mente empieza a vagar. Me interrumpen ensoñaciones de Coimbra, de lo que sería estar sentado en la biblioteca allí. Imagino el animal de cuya piel se hizo el pergamino, a los escribas medievales que copiaron el texto: las manos adoloridas, los ojos esforzados, trabajando ante sus mesas bajo una luz tenue. Me hago consciente de mi propia comodidad —mis manos sin dolor alguno, mi trabajo sin prisa— y las herramientas de mi trabajo empiezan a molestarme. Dejo de trabajar y empiezo a considerar mi propio descontento.

El manuscrito Coimbra, visto en una laptop en mi café favorito, es el perfecto punto de partida para explorar el significado de los manuscritos en la edad de Internet. Las preguntas que esto plantea me llevaron a considerar la significación de dos grandes innovaciones que fueron introducidas solo hace unos pocos años, pero que creo han producido un cambio de dimensiones oceánicas en la naturaleza de la lectura y la escritura, un cambio similar en su carácter revolucionario a la invención de los moldes de tipos metálicos y la imprenta: el surgimiento de la digitalización de libros mediante los esfuerzos de Google Books, el Proyecto Gootenberg, el Proyecto Perseo, Hathi Trust y otros; y la drástica evolución, no solo de la portabilidad, rapidez y escala de los aparatos de computación, sino de su capacidad de buscar y recuperar datos copiosa y rápidamente.. Estudiar el manuscrito Coimbra también me ha presionado a explicar cómo y por qué, en el contexto de la digitalización, los manuscritos han adquirido para mí un valor más elevado como objetos “auténticos”, productos únicos del trabajo humano, en gran medida intraducibles a los lenguajes codificados del texto digital.

No es mi intención simplemente lamentar la pérdida de los días idos de los libros impresos o los códices manuscritos, o hacer una sentida elegía del placer que yo, como muchos, sentimos del contacto directo con manuscritos (pero no de la lectura en pantalla), aunque me regodearé un poco en mis lamentaciones y elegías. Mi argumento tiene que ver con el estatus de los manuscritos en el contexto de nuestras nuevas capacidades de búsqueda y portabilidad de los textos. Ciertamente, la digitalización y la buscabilidad de los textos han tenido un efecto similar al producido por anteriores reproducciones de la imagen: el de alentar la fetichización del original, y confieso ahora que mis sentimientos hacia los manuscritos están comenzando a acercarse a algo parecido al fetichismo. He empezado a sentir esto aún más fuertemente debido a que la gran capacidad de búsqueda de textos ha introducido una ruptura en mi relación con el libro. Esta ruptura, caracterizada por una inversión radical de la jerarquía tradicional del poder entre mí y el texto, y por una magnificación radical de la escala en la cual interactuamos, no es el tipo de ruptura producido antes entre los lectores de los primeros avances en la tecnología de la escritura y la reproducción (la invención del códice, la imprenta, la fotografía o incluso los inicios de Internet). Es una ruptura producida por mi nuevo poder de extraer palabras e información de un texto, sin estar sujeto al orden, la escala o autoridad de éste.

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El hecho de que el ejemplar Coimbra de la Daga de la fe haya recibido poca atención de los investigadores no es un serio problema crítico. El códice Coimbra es de interés para aquellos que estudian la copia y circulación de la obra, y también es uno de los manuscritos más atractivos de la Daga; está pulcramente compuesto y cuidadosamente copiado, e incluye letras capitulares con florituras. Tales hechos, sin embargo, son solo débilmente atractivos para aquellos interesados en el texto mismo, que está mucho mejor representado por el manuscrito Sainte-Geneviève de París y mucho más accesible en la edición de Leipzig (también reimpresa en un facsímil de 1967, que fotocopié de estudiante y usé hasta que Google puso la edición de Leipzig en línea para consulta y búsqueda gratis). El manuscrito Coimbra, sin embargo, contiene en efecto al menos un detalle muy significativo no encontrado en ninguna otra copia de la Daga, un detalle que ha escapado por completo a la atención de la investigación. No es sorprendente que este detalla haya sido pasado por alto, porque en realidad no se encuentra allí: es un vacío, un espacio en blanco que calladamente recorre más de 300 folios del manuscrito. Esta falta es una tercera columna faltante, que se encuentra luego de dos columnas enteras de texto dado en hebreo vocalizado y su traducción latina.

¿Qué se supone llenaría este espacio en blanco? La respuesta puede encontrarse en los primeros dos folios, donde la tercera columna contiene el inicio de un texto que iba a continuar a lo largo del resto del manuscrito pero que nunca fue terminado: una traducción castellana de los miles de pasajes bíblicos de la obra citados en hebreo y traducidos al latín. Estos pasajes en los primeros folios vienen de 1 Reyes 12.28 y 2 Reyes 17.16-20, ambos acerca de cómo los israelitas “abandonaron todos los mandamientos del Señor su Dios y se hicieron dos ídolos”. Ellos son solamente una muestra de lo que se suponía iba a ser una nueva traducción al romance de la Biblia citada a lo largo del manuscrito de Coimbra, pero que nunca se hizo realidad. En su lugar, este vacío recorre cientos de folios y señala, aunque sea por su ausencia, uno de los aspectos definitorios de la textualidad medieval: esta es, en la definición de Paul Zumthor, “fundamentalmente inestable”, y constituye “no una forma fija con fronteras fijas sino un halo constantemente cambiante”.

Sobre la pantalla, el manuscrito no luce esencialmente diferente de como luce en la biblioteca que lo alberga. Nada del texto principal (copiado en letra gótica redonda) ha sido cortado por el marco de la imagen, y solo unos cuantos de los comentarios marginales o detalles están oscurecidos. Pero aunque la imagen digital del texto no está incompleta, su presencia en la pantalla no es la misma como cuando el códice yace abierto sobre una mesa.

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“En principio”, Walter Benjamin nos lo recuerda, “la obra de arte siempre ha sido reproducible”. ¿Y qué es esta imagen electrónica sino un nuevo y más eficiente medio de reproducción? Considerada bajo esta luz, la digitalización del manuscrito Coimbra no es nada más que un facsímil ampliado. La Daga digital de Coimbra es simplemente una reproducción fotográfica, y toda reproducción fotográfica de cualquier manuscrito tendría el similar efecto de “congelar” el objeto y transformarlo en una imagen libre desvinculada de su fuente original.
Separado de su biblioteca, separado de su pasado medieval, escapa de todo contexto necesario, y se convierte en —para volver a las palabras de Berger— “efímero, ubicuo, insustancial, disponible, sin valor, gratis”. El manuscrito, preparado a mano a partir de la piel de un animal muerto a mano, y su letra, escrita a mano con un instrumento hecho a mano y con una tinta mezclada a mano, hecha de materiales recogidos a mano, es transformado en una serie de pixeles, puntos de luz correspondientes a números especificados en un código de máquina. Esta serie codificada de “dígitos” (llamados así, por supuesto, por los dígitos de la mano, nuestra primera herramienta de contar) —vastas corrientes de ceros y unos— produce la imagen de un manuscrito, y parecería que tanto la imagen como el objeto descrito constituyen más que la suma de sus partes. Pero, ¿son los dos intercambiables?

Considerando este código como simplemente otro tipo de medio, uno podría pensar que nada ha cambiado sustantivamente desde el tiempo de Benjamin hasta el presente, desde la invención de la litografía hasta la transmisión continua de video. Y con todo, parte de la revolución de Internet, como muchos han señalado, ha llegado solo en la última parte de la década de 1990 con el surgimiento de motores de búsqueda, y especialmente con la invención del muy efectivo algoritmo de búsqueda por ranking de página de Google. En un artículo de opinión de 2004, Hamish McRae declaró con confianza que “el desarrollo de motores de búsqueda es uno de esos eventos clásicos que cambian el mundo”. La capacidad de realizar recuperaciones de búsquedas dirigidas y exactas cambió muy rápidamente no solo la escala de la tecnología de reproducción y comunicación, sino también la naturaleza de la interacción de cada usuario con la información. En lugar de flotar al garete en un mar de datos, al usuario individual se le dio el poder de navegar y controlar su curso de acción. La escala del cambio fue exponencial, porque potenció una simultánea expansión en la cantidad de datos disponibles y una mejora drástica en la capacidad de cada usuario para recuperar e inclusive alterar esos datos.

Tomados separadamente, estos cambios no necesariamente significarían un giro de las cosas, pero juntos, la magnificación simultánea de la escala y el control, han alterado profundamente nuestra relación con los hechos y sus significados. Tales cambios han transformado la naturaleza de los medios y la comunicación, lo que ha influenciado la política y la economía significativamente, así como inclusive ha alterado la experiencia del espacio y el tiempo para muchas personas. Esta revolución es, en primer lugar, un descubrimiento en el manejo de los datos, y el manejo de los datos es una expresión de poder: poder sobre la privacidad, el conocimiento, la interpretación de la historia e incluso sobre la misma percepción de la verdad.

Esta revolución podría explicarse en términos que el neurocientífico Merlin Donald ha usado para describir uno de los procesos claves de la moderna cultura humana, el surgimiento de la memoria externa o “almacenamiento simbólico externo” (la escritura, los sistemas simbólicos compartidos, la creación de monumentos con inscripciones, etc.). Donald sostiene que esta transformación  fue la base del desplazamiento de una estructura “mítica” del conocimiento a una estructura “teórica”, capaz de reflexionar sobre sí misma. Donald vincula el surgimiento  de la tecnología y el almacenamiento digital con este proceso en la evolución de la conciencia: lo que primero había sido un avance —mediante la externalización compartida— en la naturaleza de la memoria, fue seguido por un avance en la manera en que los humanos pueden interactuar con esa memoria externa. Las mayores capacidades de almacenamiento de datos son semejantes a “cerebros” con una mayor capacidad de memoria, y la más rápida recuperación de datos es semejante a una más eficiente capacidad de recordar. El almacenamiento externo en la forma de memoria electrónica, que hace mucho sobrepasó la escala de la memoria humana, ahora está emparejado con una tecnología de la recuperación de datos que sobrepasa la rapidez del pensamiento humano.

Luego de la llegada del los motores descubridores, el más significativo efecto de la revolución en la accesibilidad de los datos, en el campo de las humanidades al menos, es la digitalización de textos. Podemos tener un sentido de la naturaleza del cambio al considerar una reveladora anécdota contada por Jonathan Rosen en su libro El Talmud y la Internet, publicado el año 2000. Rosen cuenta sobre su búsqueda de la fuente de una cita de John Donne que él recordaba vagamente pero que no podía rastrear. “Finalmente recurrí a la Web”, curiosamente escribe, pero “mi búsqueda en Internet no fue más exitosa que mi búsqueda en la biblioteca. Había pensado que convocar a los libros desde la vasta profundidad era un asunto de algunas pocas tecleadas, pero cuando visité el sitio Web de la biblioteca de Yale, encontré que la mayoría de sus libros aún no existían como texto de computadora. De algún modo creía que el mundo se había hecho digital, y aunque por largo tiempo había temido y aún despreciado esta noción, recién descubría cuán decepcionado y frustrado estaba de que eso no hubiera sucedido”.

Esto ha sucedido, por supuesto, en una escala siempre creciente, más vasta de lo que Rosen en el año 2000, o Neil Postman o Sven Birkerts una década antes, probablemente habrían anticipado. Aunque el significado económico y legal de este cambio no es completamente evidente, veo la digitalización del texto como el cambio más radical en las humanidades, anunciado por la reciente tecnología digital, mucho más radical que los cambios en la conveniencia, escala e inclusive la proliferación de los nuevos medios. Su carácter verdaderamente revolucionario está en la manera en que la búsqueda ha cambiado la naturaleza de la lectura y de los libros.

La digitalización de textos obviamente tiene muchos efectos positivos. Todo investigador que trabaja con fuentes digitales ha tenido la experiencia de encontrar más de lo que quiere en un texto, más rápida y eficientemente, mediante búsquedas por palabras claves. Como afirma Steven Levy: “Así como Google había cambiado el mundo haciendo que los ítems más oscuros de la Web brotaran instantáneamente para quienes los necesitaran, podría hacer lo mismo con los libros. Un usuario podría instantáneamente acceder a un hecho único, a una idea única en su clase, o a un impresionante pasaje que de otro modo habría quedado enterrado en los anaqueles de algún libro empolvado de una biblioteca distante. Las tareas del investigador, que antes habían tomado meses, podían ser completadas entre el desayuno y el almuerzo”.

Jean-Noël Jeanneney, anterior director de la Biblothéque nationale de Francia, sostenía en su libro Google y el mito del conocimiento universal que “el enemigo es claro: cantidades masivas de información desorganizada. El progreso de la civilización puede ser definido —entre varias maneras— como la reducción de las fuerzas de la casualidad,  en favor de un pensar enriquecido por el conocimiento organizado”. La buscabilidad de los textos en los libros parecería, en la superficie, ofrecer la reducción última de tales fuerzas hostiles y la consolidación última del poder contra ellas.

El control que esta consolidación del poder trae consigo ha sido bienvenido por muchos, pero no ha sido universalmente saludado por todos como positivo. En 2005, solo un año después de que McRae declarara que Google había “cambiado al mundo” y que Google develara por primera vez su proyecto de digitalización de libros, el historiador David A. Bell, en su artículo “The Bookless Future” (El futuro sin libros) comenzó a cavilar acerca de los “peligros” de la búsqueda de textos:

Al leer de esta manera estratégica, con una meta, uno siente como que tiene más poder. En lugar de rendirse a la lógica organizadora del libro que estás leyendo, puedes acercártele con tus propias preguntas y averiguar precisamente qué quieres de él. Eres el amo, y ya no lo es algún autor muerto. Y esto es precisamente donde está el mayor de los peligros, porque al leer, tú no deberías ser el amo. La información no es conocimiento, buscar no es leer; y rendirse a la lógica organizadora de un libro es, después de todo, la manera en que uno aprende.

En Google Books, el lector ya no se acerca al texto como alguien que aprende, sino como un consumidor, alguien que dicta qué es lo que uno encuentra, alguien que escogerá una alternativa si lo que uno encuentra no lo satisface inmediatamente. Christine Rosen, respondiendo a Bell, ha descrito adecuadamente tal lectura como una nueva manera de leer por encima, una lectura superficial semejante a “buscar oro filtrando arena”. Los lectores que leen textos buscables no “cavan profundamente… mayormente ciernen las superficies lodosas de encima, agarran lo que es brillante y está a la mano, y se declaran ricos”.

Esta lectura superficial (o inmersión dirigida) puede producir resultados rápidos pero estrechos al reducir el número de variables incontrolables. Tal reducción puede ser algo muy bueno —pocos se quejarían de ser capaces de trabajar más rápido y más eficientemente—, pero el efecto que esto puede tener sobre el entendimiento es a menudo inesperadamente empobrecedor. Ver el texto según los parámetros definidos por búsquedas precisas y limitadoras no es simplemente ver tan solo una fracción del todo (¿cuándo, en realidad, no hemos visto sino una fracción del todo?). Más bien, puesto que todo el texto está convertido en datos, las categorías por las cuales el significado es cernido e interpretado se hacen más estrechas y rígidas. Esto cambia la experiencia del lector limitando a priori los posibles resultados, convirtiendo todos los libros en libros de referencia. Los efectos producidos por esta división entre leer y buscar son empobrecedores. David Levy ya se lamentaba en 2001: “Ahora estamos tan orientados hacia la búsqueda y la visualización de la información que crecientemente nos hemos ciegos hacia otras, igualmente importantes, dimensiones de la lectura”.

Esto puede sonar como una queja familiar y reaccionaria: desde que (como dice Platón en Fedro) Tamus, el rey egipcio, criticó al dios Teut (Hermes) por inventar la lectura y los números, sosteniendo que arruinaría nuestras memorias y nos privaría del entendimiento, la gente ha respondido a la tecnología profetizando la declinación de la sabiduría. Nicholas Carr señala en su evaluación crítica a la llegada de Google, que “el arribo de la imprenta de Gutenberg, en el siglo 15, dio inicio a otra ronda del rechinar de dientes”, y ofrece ejemplos de quienes se lamentaban por el surgimiento de la imprenta y sus efectos deletéreos sobre la lectura en una cultura de manuscritos. Nadie es más explícito que el abad benedictino Johannes Trithemius (muerto en 1516), quien urgía a los monjes, en su De laude scriptorum, a preservar la vocación de copiar los manuscritos a mano a pesar de la aparición de la imprenta. Trithemius enfatizaba la diferencia fundamental entre los manuscritos y los libros, viendo a los primeros como más durables y más estables.

Reflexionando sobre el hecho de que Trithemius no despreció el poder de la imprenta para diseminar sus propias ideas, imprimiéndolas en 1494, el investigador de las comunicaciones Clay Shirky ve “una hipocresía instructiva”, a saber, que “un profesional a menudo se convierte en el guardián de la entrada, al ofrecer una función social necesaria o deseable, pero también al controlar esa función”. Mi meta aquí no es negar la utilidad de los medios digitales, ni buscar el control de los hábitos de los lectores, tampoco unirme al coro de voces que claman que la tecnología está dañando nuestro lapso de atención (aunque, en aras de la apertura total, puedo estar en desacuerdo con esto). Más bien, querría sugerir que así como los libros fueron definidos en comparación con los manuscritos, igual el valor de los manuscritos —como fuente, como objetos, como símbolos— puede ser reimaginado y sus usos rearticulados cuando cambian los libros.

Además, mi pelea aquí no es con la lectura en pantalla per se, sino con el espectro de la buscabilidad que se esconde detrás. Para leer estratégicamente, vía búsqueda de textos, uno no necesita vadear a través de ningún terreno no buscado de los alrededores, y en realidad uno es cada vez menos capaz de hacerlo, o está menos permitido. Tal control representa una significativa inversión del poder en nuestra experiencia de la lectura, un cambio que los bibliotecarios han llegado a referir como una pérdida de lo “fortuito”. La lectura reducidora de un mundo digital en el que el texto se ha convertido en mecánicamente buscable, es una lectura mediada principalmente a través de los datos. De una manera obvia, esto alienta un compromiso superficial con la escritura y su significación, dirigido principalmente al significado primario más que al secundario o insinuado, y guiado necesariamente por la selectividad más que por la compleción, y por categorías lógicas preconcebidas más que por intuiciones creativas desarrolladas en el momento de la lectura. La osificación de las categorías del significado textual necesariamente elimina la asociación libre y creativa, característica del pensamiento humano, y, con todo, es tal asociación la que para mí rinde los beneficios intelectuales y el placer estético de leer. La tecnología puede producir conjuntos de datos más grandes y más elaborados, pero no puede imitar los senderos enmarañados del entendimiento y la intuición.

Al eliminar lo inesperado y lo no planeado —que son aspectos de la esencia misma de los manuscritos—, la búsqueda por Internet e inclusive la reproducción digital simple, del mismo modo oscurecen la realidad del manuscrito como un objeto hecho a mano, irreducible a cualquier dimensión única. En el manuscrito de Coimbra de la Daga, cualquier lectura superficial probablemente pasará por alto la patente columna en blanco, tan llena de potencial sugerente, pero invisible para un lector que se acerca al texto con búsquedas determinadas. Confieso que, durante los dos primeros años en que el manuscrito Coimbra estuvo disponible de manera digital, lo vi en pantalla solo raramente, y me basé más en la edición impresa buscable de 1687. Cuando la consultaba, saltaba de sección a sección según los resultados de mis búsquedas obtenidos del texto en línea. No fue hasta que literalmente me tropecé, por azar, con los primeros folios en los cuales la primera columna contenía una traducción castellana, que “vi” el vacío que previamente había pasado por alto durante mi enfoque en las palabras claves. Al intentar leer el texto mediante la lente del código buscable de unos y ceros de Google, no podía percibir la singular y significativa ausencia en el manuscrito.

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Esta experiencia me ha dado que pensar, y me ha hecho reflexionar en cómo y por qué trabajo. En nuestro nuevo y valiente nuevo mundo de búsquedas poderosas, los textos como datos y de lo ultraportátil, el manuscrito ha llegado a adquirir un nuevo significado para mí, uno diferente de su significado de solo hace diez años. Los manuscritos me brindan una manera de reflexionar sobre las posibilidades de esa lectura que son fáciles de olvidar en nuestro mundo de datos. Me ayudan a recordar que la naturaleza de la cultura del manuscrito medieval no estaba basada en información ni inclusive en los textos de por sí, sino en enfrentarse  con símbolos, un enfrentamiento que siempre tuvo lugar en una escala en la cual el lector nunca fue por completo el amo del texto. Para mí, La virtud del manuscrito  es que, sin importar cuán minuciosamente reproducido en imagen o diseccionado y ordenado en código, sin importar cuán buscable sea el texto, el manuscrito existe aparte, antes y siempre más grande que tales versiones. Lo que es excepcional acerca de un manuscrito no es inmediatamente reconocible en su forma y color, como podría ser una imagen icónica que mantiene su reconocibilidad a través de una interminable corriente de reproducciones. Más bien, el manuscrito es sui generis en su impredecible mezcla de palabra, imagen y cicatriz. Debido a esta variancia viviente, los manuscritos se han convertido en bastiones de un sentido humano intuitivo del saber y el pensar, algo que veo bajo amenaza en un mundo de información fácilmente disponible.

Los manuscritos también me ayudan a comprender, más precisamente, qué está sucediendo realmente con el advenimiento de Google Books que no sucedió con Gutenberg: una inversión del poder entre lector y texto. Puesto que los libros fueron originalmente diseñados para ser reproducciones de manuscritos (véase el diseño y las letras de la mayoría de los incunables), también estuvieron investidos de las mismas cualidades que eran apreciadas en la lectura medieval: los textos eran repositorios de sabiduría, socios en el diálogo, eslabones en una cadena sagrada de una acreditada tradición. No creo que la publicación impresa destruyera la capacidad de los lectores para comprometerse profunda y personalmente — ya fuera en un nivel espiritual, ético, racional emocional o estético— con estos aspectos de los textos. En este sentido, mi queja es bastante diferente de la de Tritemio en su elogio de los escribas. El libro impreso puede haber representado, como un texto producido en masa, una gran reducción de la presencia polivalente del manuscrito, pero aún contenía un producto oscuro hecho a escala humana que tenía que ser acometido con el fin de ser usado. La imprenta incrementó la capacidad de diseminar y reproducir textos e imágenes tanto como Internet en sus inicios lo hizo, pero no ofrecía una bala mágica para extraer los secretos de los elementos contenidos. Ahora que los libros pueden ser penetrados y manipulados más meticulosamente —por cierto, con una fuerza y una velocidad sin precedentes en la historia del lenguaje humano— esas raras cualidades han sido arrancadas. En las manos de Google, el libro ha sido abierto a cuchillo, sus partes interiores han sido expuestas, y creo que está en peligro de morir ahora que sus órganos han sido cosechados para conseguir ganancias.

Al mismo tiempo, también siento que con tan rudo trato se ha colocado una mayor carga sobre el lector. Aunque los lectores se han quejado, por lo menos desde el nacimiento de la imprenta, de ahogarse entre tanto texto, ellos enfrentaron la proliferación de los libros —inclusive hasta los inicios del siglo 21— sin ninguna expectativa de poder dominar tal material. Ahora, sin embargo, los libros están repentinamente al alcance de las yemas de nuestros dedos, aunque nuestros ojos aun puedan ir más rápido que antes. Además, las montañas de palabras son ahora más amenazadoras porque ahora tenemos las herramientas para trabajar con ellas, los barrenos para extraerlas de la veta, sin tener al mismo tiempo la mente como para comprender sus profundidades. La mayor capacidad de almacenamiento puede ser como un cerebro más grande, y la recuperación más rápida, como una mejor memoria, pero ninguno de ellos puede producir una reflexión crítica, y nos hemos quedado con algo como el síndrome del sabio (o savantismo): una poderosa capacidad de recordar que supera en mucho nuestra capacidad de pensar.  Debido a nuestra capacidad de medirlos y explotarlos, los libros se convierten en grandes e impersonales, más parecidos a los silenciosos espacios infinitos del universo que aterrorizaban a Pascal que a las armoniosas esferas musicales que encantaron a Kepler.

Es por esta razón que he comenzado a amar los manuscritos aún más. Al preservar lo inconmensurable como una condición del entendimiento y del significado, ellos se están convirtiendo en menos “útiles” en un sentido pragmático. Puesto que los libros rinden su contenido más fácilmente, los manuscritos son más valiosos para mí precisamente porque son irreducibles a sus partes usables. Sus naturalezas cambiantes y caóticas, su falta de regularidad, su imperfección, estas cosas humanas ahora parecen ser aún más valiosas como testimonio de la naturaleza de la lectura medieval. Los manuscritos representan lo efímero, lo no terminado, lo dañado, aquello que es perdido por cualquier razón de destino, probabilidad o cualquier otra fuerza ajena a la codificación. Vistos desde nuestro nuevo y común punto de vista sobre la historia, que es al mismo tiempo más penetrante y más estrecho, los manuscritos han adquirido para mí una nueva presencia, una nueva aura.

Esta nueva significación consiste en el hecho de que representa un tipo de idiosincrasia irreducible que es virtualmente impenetrable con las herramientas de la lectura hecha con herramientas de búsqueda en el texto. El manuscrito no solo puede ser visto: debe ser tocado, olido, leído, recibido, interpretado con el fin de ser apreciado y entendido. Puede ser apreciado por completo solo mediante una relación de dar y recibir, y en esa relación siempre permanecerá, en parte, elusivo. Cualquier reproducción, inclusive la versión digital más detallada, es capaz de preservar solo un vestigio de la naturaleza dinámica y real del manuscrito. Como una criatura de las profundidades que perece y se descompone cuando se la obliga a subir hacia la luz y la baja presión de la superficie del mar, el manuscrito existe solo en sus propios términos, en su hábitat nativo, en un mundo en el que el lector no está en control pleno y tiene solo un entendimiento limitado.

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Hace quince años, cuando Internet era un cautivador juguete nuevo, muchos creyeron que iría a ofrecer la libertad y amplitud que la edición crítica, en su empirismo lineal y ordenada sobriedad no tenía. Desde que Charles Faulhaber predijo que “el cambio decisivo entre la actual práctica del criticismo textual y la del siglo 21 será el uso de la computadora para producir ediciones críticas capaces de ser leídas por una máquina”, la bibliografía sobre la edición de textos digitales ha crecido constantemente y es ahora muy extensa. La mejor conocido entre esas discusiones es Elogio de la variante, de Bernard Cerquiglini, de 1989, la  cual él finalizó con un peán al texto digital: “El computador, mediante su pantalla dialógica y multidimensional, simula la interminable y alegre movilidad de la escritura medieval, puesto que restaura en su lector la sorprendente facultad de la memoria. Debido a que, como Cerquiglini extrañamente creía, “la inscripción computacional es varianza”, él también afirmaba que ella era la que mejor representaba a los manuscritos medievales de una manera nunca lograda ni lograble por la edición crítica impresa. La profecía de Faulhaber ciertamente ha comenzado a hacerse verdadera, y el texto digital ha comenzado a adquirir el estatus de un enmendador de equivocaciones perpetradas contra los manuscritos medievales por el libro impreso. Como observó Francesco Stella en la colección Filología digital y textos medievales, “El manuscrito ofrecía al lector una pluralidad de niveles de significado y una capacidad de disfrute interactivo, de desarmar y volver a armar el texto, que el libro impreso nos quitó y que, sin embargo, los aparatos computarizados pueden restaurar”.

No lo creo. Como nos lo recuerda Neil Postman, el cambio tecnológico no es acumulativo, sino más bien una “transacción faustiana” en la cual algo debe sacrificarse con el fin de que se gane algo nuevo. El desequilibrio de poderes entre lector y texto que ha surgido en un mundo de libros buscables, en el cual el primero puede usar y abusar del segundo sin estar de ninguna manera sujeto a la lógica de éste o sus limitaciones, socava el “disfrute interactivo” y la “pluralidad” y los reemplaza con dominación y singularidad. Esta nueva clase de lectura no abre un diálogo (ni siquiera una competencia) con el texto; simplemente descuenta por completo la voz del autor o la interpretación del escriba, reemplazando ambos con una voluntad lectoral de comandar los datos. Por supuesto, los lectores medievales eran ellos mismos maestros en ejercer su propio poder sobre los textos, inclusive aquellos escritos por los autores más clásicos. Como observa John Dagenais, “los lectores medievales leen por trozos, por partes, como animales carroñeros que peinan el texto maestro buscando qué podrían usar. Ellos son egocéntricos, ambiciosos, irrespetuosos. Son reducidores”. Son embargo, la lectura reducidora de los lectores medievales, ya fuera de fragmentos, “florilegios” o textos “de autor”, no era esencialmente diferente de la de todos los lectores antes del advenimiento de la búsqueda de textos, porque era acometida en una escala humana en la cual la ventaja del lector no era del todo cierta, y el entendimiento estaba limitado por todo lado por el horizonte ineluctable de lo desconocido.

Alguien podría argumentar que el trabajo de codificar manuscritos para su consulta en línea (como TEI, la Iniciativa de Codificación de Textos) es ciertamente un trabajo lento y cuidadoso, y tendría razón. Pero tal codificación solo es lenta para el codificador, y el texto codificado puede subsiguientemente ser explotado con gran rapidez y eficiencia, ser leído solo según las categorías provistas por otro. Esta fue, de una manera, siempre la función de las ediciones impresas, y lo más que una edición en línea puede ofrecer a través de su estructura no lineal, interactiva, hipervinculada, es una edición crítica más elaborada, en la cual las listas de variantes y el aparato crítico no han sido reemplazados por algo mejor o más verdadero, sino solo han sido convertidos en algo más conveniente de usar y más económico de representar. Tales ediciones operan bajo la misma ilusión de todas las ediciones críticas: aquella de que se es capaz de acercarse a la presencia medieval más directamente mediante más información y más análisis. Una edición digital persigue estas ilusiones con más urgencia que una edición impresa, y oscurece sus intenciones con una mayor eficiencia.

Así como Google Libros no solamente lucha para aumentar la lectura de un libro sino para realmente reemplazar al libro del lector por el libro del buscador, igualmente la meta final de las ediciones digitales y los facsímiles digitales, pienso, no solo es reflejar el “original”, “capturarlo” o “recapturarlo”, sino efectivamente reemplazarlo con una mejor imagen de sí mismo. Mientras la filología, el estudio de la historia del lenguaje mediante los textos, crea (como el fetichismo) un “deseo por la presencia”, la filología digital crea un simulacro de la presencia o un reemplazo icónico de ella. La prohibición en el libro bíblico de Reyes contra los ídolos resuena en mis oídos, y prefiero un fetichismo del frágil objeto humano a una idolatría del poder de la máquina.

No es sorprendente que la faltante tercera columna haya sido universalmente pasada por alto en el códice Coimbra de la Daga de la fe, porque inclusive si esta ausencia habla en tantos niveles de sus circunstancias, de su significado deliberado y su irrepetible historia, esto está, en su avatar digital, oscurecido por la abrumadora presencia de su simulacro. Al verlo desde la comodidad de un café local, en mi propio horario, con la resolución preferida de mi pantalla, estoy agradecido por su accesibilidad y conveniencia, y puedo trabajar más efectivamente debido a ello. Sin embargo, también me siento receloso de los peligros que trae, sobre todo del peligro de mi propia complacencia ante él. Estoy receloso porque no vaya yo a olvidar que la iluminada imagen digital de la ausente tercera columna del manuscrito de Coimbra sea una suerte de espejo encantado que refleje irónicamente la imposibilidad de la reproducción, del reflejo, del control, del entendimiento total: irónicamente, algunas de las cosas que Ramón Martí parece haber estado deseando en sus polémicos ataques contra el judaísmo, como en la Daga. Con todo, si podemos tener los ojos para verla, la ausencia en el manuscrito da un salto fuero del libro como un fuerte recordatorio de que la lectura es una actividad imperfecta e imperfectible, cuya lección final es su propia inescrutabilidad, pues esta última señala la inescrutabilidad de todo lo que está atado al tiempo (la historia, el destino, la pérdida, la muerte). Umberto Eco ha afirmado: “Con un libro… estás obligado a aceptar las leyes de la Suerte, y de darte cuenta que no puedes cambiar el Destino… Para ser personas libres, también necesitamos aprender esta lección acerca de la Vida y la Muerte”. En la época de la búsqueda de texto en los libros, sin embargo, en la cual los libros ahora son el forraje de unos cuantos golpes de tecla y el fugaz capricho de una mente impaciente, puede ser que el manuscrito inviolado pueda, como nunca antes, mejor enseñarnos esta ley de la Necesidad.

***

Cierro mi laptop y abro un libro para leer, uno de los que Google estima parte de los 129’864,880 libros individuales que han sido publicados en el mundo, y que piensa digitalizar en diez años. Si cada libro contuviera 70,000 palabras (cerca de 150 páginas), eso significaría cerca de nueve billones de palabras buscables. Comienzo a leer algunas de esas palabras pero me distraigo cuando veo que la persona sentada en la siguiente mesa envía un tuit de 140 caracteres, uno más entre el promedio de 500 millones de tuits que ahora se envían cada día. A una tasa promedio de 12 palabras por tuit (o seis mil millones de palabras al día), cavilo, haciendo los cálculos en mi teléfono, en los siguientes cuatro años se tuitearán más palabras de las que se pueden encontrar en todos los libros que se han publicado hasta ahora, y ellas también serán buscables (Twitter afirma atender diariamente a más de mil millones de búsquedas en tuits pasados).

Vuelvo a mi libro. Cuando leo, una oración me recuerda a otra en un capítulo anterior, y mi mente se enciende con el sentido de una conexión, aunque no puedo recordar precisamente qué es lo que recuerdo. Siento un ligero mareo mientras (pensando a través de algún trecho enredado del millar de millones de millones de mis sinapsis neuronales) empiezo a comprender una estructura en el texto, pero mi claridad es como la de un sueño, cierta en un momento, pero pasajera y separada de su expresión verbal. Hojeo el libro hacia atrás en búsqueda de esa conexión, esta clave efímera del significado mayor del texto. Busco por más de un minuto, leyendo por encima, volteando hojas hacia atrás y adelante, pero no puedo encontrar lo que creo recordar. La idea se desliza del marco de los ojos de mi mente tan suavemente como entró en él. Mis canales neuronales se oscurecen. Miro a la página y hago una pausa, esforzándome para pensar en la idea perdida.

Sintiéndome vagamente insatisfecho, sorbo lo último de mi café frío cuando el sol empieza a brillar anaranjado a través de la ventana del café, una incandescencia plena, final, antes de sumergirse en la penumbra (si el Sistema Solar tiene cerca de cuatro mil millones de años, empieza a pensar mi errabunda mente, esto significa —vuelvo a hacer el cálculo— que este es el billonésimo atardecer  visible desde la tierra, aunque ojos humanos como los míos hayan sido testigos de solo una pequeña fracción de ellos). Las páginas del libro se sienten pesadamente en mi mano y mis ojos son atraídos hacia un garabato con una nube que llueve sobre un jarro de cerveza, dibujado al margen por la errabunda mente de otro lector. Sintiendo gruñir mi estómago vacío, miro hacia mi propio jarro vacío de café y me oigo suspirar mientras observo unos cuantos gránulos de café que quedan al fondo.

Y entonces, en un instante, no miro a través de esto sino que lo miro directamente: cuando veo lo vacío de mi taza, recuerdo la vacía tercera columna del manuscrito; mi menta da un salto y puedo entenderlo: podemos estudiar, diseccionar, codificar, enumerar, reproducir, simular e idolatrar los datos presentados por el texto, pero al final, podemos solo contemplar la ausencia. El pensamiento se vierte sobre mí y queda, al frente de mi mente, como una epifanía: irónicamente, es esa ausencia, ese algo desconocido e irreducible, lo que prueba ser el objeto más rico para el gradual y mesurado trabajo de leer, porque es el más insondable, pero también de algún modo, el más familiar. Sorprendentemente, hermosamente, es también el más real, el más humano, el más presente.

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