Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

La escalofriante Nueva Ola en Internet

Por Sue Halpern
Originalmente publicado como “The Creepy New Wave of the Internet”, New York Review of Books, Nov. 20, 2014 (http://www.nybooks.com/articles/archives/2014/nov/20/creepy-new-wave-internet/?insrc=hpss). Traducido por Alberto Loza Nehmad.

Reseña de los libros:
Jeremy Rifkin. The Zero Marginal Cost Society: The Internet of Things, the Collaborative Commons, and the Eclipse of Capitalism. Palgrave Macmillan, 356 pp.

David Rose, Enchanted Objects: Design, Human Desire, and the Internet of Things . Scribner, 304 pp.

Robert Scoble y Shel Israel, con un prólogo de Marc Benioff. Age of Context: Mobile, Sensors, Data and the Future of Privacy . Patrick Brewster, 225 pp.

Jim Dwyer, More Awesome Than Money: Four Boys and Their Heroic Quest to Save Your Privacy from Facebook . Viking, 374 pp.

Cada día un fragmento de código de computación me es enviado por email desde un sitio web llamado IFTTT al cual estoy suscrita. Esas letras son las siglas de “if this then that”, y el código viene en forma de una “receta” que tiene el poder de activarlo. Recientemente, por ejemplo, decidí activar una receta IFTTT que decía, “si la temperatura en mi casa cae por debajo de los 45 grados Farenheit, entonces envíame un mensaje de texto”. Es una orden simple que anuncia un cambio significativo en cómo estaremos viviendo nuestras vidas cuando gran parte del mundo material esté conectada —como el termostato de mi casa— a Internet.

Ya es posible comprar focos habilitados para Internet que se encienden cuando tu auto envía señales a tu casa dejando saber que estás a cierta distancia, y cafeteras que se sincronizan con la alarma de tu teléfono, así como lavadoras-secadoras con WiFi que saben que no estás en casa y periódicamente le dan una vuelta a tus ropas hasta que regresas, y cocinas, aspiradoras y refrigeradoras conectadas a Internet. “Entérate del clima por la mañana, revisa la web buscando recetas, explora tus redes sociales o déjale notas a tu familia: todo desde la puerta del refrigerador”, dice un comercial.

Bienvenido al comienzo de lo que está siendo promocionado como le nueva ola de Internet por tecnólogos, banqueros de inversión, organizaciones de investigación y las compañías que están esperando levantarse un estimado de US$14.4 billones hacia 2022: esto es lo que llaman Internet de las cosas (IoT). Cisco Systems, que es una de esas compañías y cuyo presidente ejecutivo vino con la multibillonaria cifra, lleva las cosas un paso más y llama a esta ola “Internet de Todo”, lo cual al mismo tiempo muestra aspiraciones y es revelador. El escritor e intelectual social Jeremy Rifkin, cuya firma consultora está trabajando con empresas y gobiernos para apresurar la llegada de esta nueva ola la describe así:

Internet de las Cosas conectará todas las cosas con todas las personas en una red global integrada. Gente, máquinas, recursos naturales, líneas de producción, redes logísticas, hábitos de consumo, flujos de reciclaje y virtualmente todo aspecto de la vida económica y social estará vinculado, vía sensores y programas, con la plataforma IoT, y alimentará con Big data a cada nodo —negocios, hogares, vehículos — en cada momento, en tiempo real. Big data, a su vez, será procesada con analítica avanzada, transformada en algoritmos predictivos y programada en sistemas automatizados para mejorar la eficiencia termodinámica, aumentar drásticamente la productividad y reducir el costo marginal de producir y distribuir un rango completo de bienes y servicios a casi cero en toda la economía.

Según las estimaciones de Rifkin, toda esta conectividad traerá consigo la “Tercera Revolución Industrial”, preparada como él cree está, no solamente para redefinir nuestra relación con las máquinas y las relaciones entre ellas, sino para asumir y derribar al capitalismo una vez que las eficiencias de la Internet de las Cosas socave el sistema de mercado, haciendo caer el costo de producir los bienes a básicamente nada. Su reciente libro, La sociedad de costo marginal cero: la Internet de las Cosas, los Commons colaborativos y el eclipse del capitalismo, es un himno a esta época que se viene.

También es profundamente deseoso, como lo son muchos argumentos prospectivos, inclusive cuando comienzan desde los hechos. Y el hecho es que, Internet de las Cosas ya está sucediendo, y sucediendo con rapidez. Rifkin observa que en 2007 había diez millones de sensores de todo tipo conectados a Internet, un número que él dice se incrementará a 100 billones hacia 2030. Muchos de estos son pequeños microchips de identificación de radio-frecuencia (RFID) adosados a bienes cuando estos cruzan el globo terrestre, pero también hay sensores en máquinas expendedoras, camiones de entregas de mercancía, ganado y otros animales de granja, celulares, autos, equipo de seguimiento del clima, cascos de fútbol americano, motores de jet y zapatillas de carrera, entre otras cosas, que generan datos para racionalizar, informar e incrementar la productividad, a menudo pasando por alto la intervención humana. Adicionalmente, el número de aparatos autónomos conectados a Internet tales como teléfonos celulares —aparatos que se comunican directamente entre sí—se dobla ahora cada cinco años, habiendo crecido desde 12,400 millones en 2010 a un estimado de 25 mil millones el próximo año y 50 mil millones para 2020.

Durante años, un entorno de tecnólogos, entre ellos notablemente Ray Kurzweil, el escritor, inventor y director de ingeniería de Google, han estado prediciendo el día en que la inteligencia computacional supere a la inteligencia humana y se combine con ella en lo que llaman la Singularidad. Aún no estamos ahí, pero cierto tipo de singularidad ya está sobre nosotros cuando tragamos píldoras incrustadas de microscópicos chips de computadora, activados por los ácidos del estómago, que son capaces de informar acerca si obedecemos o no a las órdenes de nuestro doctor, directamente a nuestra historia médica electrónica. Y luego tenemos la singularidad que ocurre cuando vestimos nuestro cuerpo con “tecnología de vestir” que envía datos acerca de nuestra actividad física, frecuencia cardíaca, respiración y patrones de sueño a una base de datos en la nube así como a nuestros teléfonos y computadoras móviles (y a Facebook, a nuestra aseguradora y a nuestro empleador).

Cisco Systems, por ejemplo, que está bien metida en la tecnología de vestir, está trabajando en una plataforma llamada “El Atleta Conectado”, que “convierte el cuerpo del atleta en un sistema distribuido de sensores y de redes inteligentes… [de modo que] el atleta se convierte en más que solamente un competidor: él o ella se convierte en un Área de Red Corporal Inalámbrica o WBAN”. Tecnología que se puede “vestir”, que generó US$ 800 millones en 2013 se espera que haga el doble este año. Estas son cifras que no solo representan ventas, sino la aceptación y habituación del público a convertirse en una de las cosas conectadas a Internet y por Internet.

Una razón de que haya sido fácil perderse el surgimiento de Internet de las Cosas, y por tanto, perder de vista su significación, es que mucho de lo que se ha presentado al público como avatares de esta Internet parece superfluo e irrelevante. Un reloj despertador que emite el olor del tocino, una pelota brillante que señala cuando el tiempo está demasiado ventoso  como para ir a navegar a vela, y un “egg minder” que te dice cuántos huevos hay en tu refrigerador sin importar en qué parte del mundo (conectado a Internet) te encuentres, con todo lo revolucionarios que sean, difícilmente parecen cosa de una revolución; debido a que son novelerías, oscurecen lo que hay de nuevo en ellas.

Y luego está el factor escalofriante. En las semanas previas a la salida al público en general de los anteojos computadores Google Glass de US$ 1500, que permiten a quien los usa grabar lo que está viendo y oyendo, la prensa reportó una cantidad de incidentes en los cuales los usuarios más tempranos fueron físicamente abordados por gente ofendida por lo intrusivo del producto. Ya es suficiente, dicen los oponentes al Glass.

 La razón de por qué un pequeño grupo de gente que se encontró con Google Glass por primera vez lo encontró perturbador es la misma razón por la que David Rose, profesor del MIT y fundador de una compañía que incrusta conectividad de Internet en artefactos cotidianos como paraguas y frasquitos de medicamentos, lo celebra y se pone casi poético sobre el potencial de “monitores para seguir con la cabeza en alto”. Cuando escribe en Objetos encantados: diseño, deseo humano y la Internet de las Cosas, tales artefactos tienen el potencial de transformar radicalmente los encuentros humanos. Rose se imagina una fiesta donde

Llevando [con la cabeza en alto] tu monitor de moda, le darás instrucciones al artefacto para que muestre los nombres de las personas e información biográfica clave sobre sus cabezas. En la reunión de negocios, podrás recordar información sobre reuniones previas y puntos de agenda. El monitor anteojo HUD te mostrará sitios web útiles, se conectará con redes sociales y buscará en fuentes informativas masivas… Validarás los hechos que te presentan amigos y colegas… También podrás chatear en tiempo real e incluso tener video-conferencias con amigos y colegas que participarán, aconsejarán o simplemente se esconderán por ahí.

Sea que este escenario te entusiasma o repele, representa la visión de más de uno de los jugadores que nos están moviendo en la dirección de la conexión generalizada. La compañía de Rose, Ambient Devices, ha estado en la primera línea de lo que él llama objetos “encantadores” —esto es, conectándolos a Internet para hacerlos “extraordinarios”. Esta es la tarea que Glenn Lurie, presidente ejecutivo de ATT Mobility, cree que “da en el blanco”. Entre estos objetos encantados está Google Latitude Doorbell, que “te permite saber dónde están los miembros de tu familia y cuando se están aproximando a casa”, un paraguas que se pone azul cuando está por llover, así que podrías estar inspirado como para llevarlo contigo, y una casaca que te da un abrazo cada vez que a alguien le gusta lo que colgaste en Facebook.

Rose avizora “una pared encantada en tu cocina, que podría mostrar mediante líneas de luz coloreada las tendencias y patrones de los estados de ánimo de tus seres queridos”, porque esto ofrecerá “un mejor entendimiento de las emociones y pensamientos ocultos que nos son relevantes…”. Si esta descripción de la pared del estado de humor parece indebidamente fantasiosa (y chiflada), debería observarse que el verano pasado British Airways les dio a los pasajeros que volaban entre Nueva York y Londres frazadas incrustadas de neurosensores que monitoreaban cómo se estaban sintiendo. Aparentemente, esto era más científico que simplemente preguntarles. Según un informe:

Cuando la fibra óptica tejida en la frazada se ponía roja, las asistentes de vuelo sabían que los pasajeros estaban sintiéndose tensos y ansiosos. Las frazadas azules eran una señal de que el pasajero estaba sintiéndose calmado y relajado.

Así la aerolínea se enteró de que los pasajeros estaban de lo más felices cuando comían y bebían, y de lo más relajados cuando dormían.

Aunque, comprobadamente, este “hallazgo” es tan trivial como un paraguas que se vuelve azul cuando va a llover, no hay nada trivial en recolectar datos personales, por inocuos que puedan parecer los datos. Se necesita poca imaginación para anticipar cómo así la pared de los estados de ánimo podría llevar a comerciales para antidepresivos que te siguen en la Web, o que le envían una alerta a tu empleador, o que aparecen en tu Facebook porque, según Robert Scoble y Shel Israel en Era de contexto: móviles, sensores, datos y el futuro de la privacidad, Facebook “quiere construir un sistema que anticipe tus necesidades”.

Se requiere aún de menos imaginación para prever cómo la información acerca de tus idas y venidas obtenida de Google Latitude Doorbell podría usarse en una corte legal. Los automóviles están siendo habilitados con decenas de sensores, incluidos unos en los asientos, que determinan cuántos pasajeros hay en ellos, así como con un “registro de datos de eventos” (EDR), el cual es el equivalente en automóvil de la caja negra de un avión. Como Scoble e Israel informan en Era de Contexto, “el consenso legal general es que la policía será capaz de exigir legalmente la entrega de las bitácoras de autos de la misma manera que exigen la entrega de la lista de llamadas telefónicas”.

Mientras, los autos mismos se están convirtiendo en computadoras con ruedas, con actualizaciones en el sistema operativo que vienen sin cables, por el aire, y con una creciente capacidad para “entender” a sus dueños. Como Scoble e Israel lo dicen:

No solo ajustan automáticamente los asientos y los espejos, sino pronto conocerán tus preferencias en música, estaciones de servicio, sitios para comer y hoteles… Ellos saben cuándo estás yendo a casa, y pronto serán capaces de recordarte que te detengas en el mercado para conseguir un postre para la cena.

Recientes revelaciones del periodista Glenn Greenwald ponen el número de estadounidenses bajo vigilancia del estado en el número colosal de 1.2 millones de personas. Una vez que Internet de las cosas esté disponible, ese número podría fácilmente expandirse para incluir a todos, porque un sistema que puede recordarte el parar en el mercado para el postre es un sistema que sabe quién eres, dónde estás y qué has estado haciendo y con quién lo has estado haciendo. Y esta es información que damos libremente, o sin saberlo, y en gran medida sin preguntas ni quejas,  intercambiándola por conveniencia o lo que pasa por conveniencia.

En otras palabras, cuando el comportamiento humano es rastreado y comercializado a una escala masiva, Internet de las Cosas crea las condiciones perfectas para reforzar y expandir la supervigilancia del estado. En el mundo de lnternet de las Cosas  tu auto, tu calefacción, tu refrigerador, tus aparatos de gimnasia, tu tarjeta de crédito, tu aparato de televisión, tus cortinas, tu balanza, tus medicamentos, tu cámara, tu monitor de frecuencia cardíaca, tu cepillo de dientes eléctrico y tu secadora — para no mencionar tu teléfono— generan una corriente continua de datos que reside en gran medida fuera del alcance del individuo, pero no de aquellos dispuestos a pagar por ella o de exigirla por otros medios.

Este es el punto: Internet de las Cosas tiene que ver con la “dataización” de nuestros cuerpos, de nosotros mismos y de nuestro medio. Como dice un posteo en el sitio web tecnológico Gigaom, “Internet de las Cosas no tiene que ver con las cosas. Tiene que ver con los datos baratos”. Montones y montones de ellos. “Cuanto más le dices al mundo acerca de ti, el mundo más te podrá dar lo que quieres”, dice Sam Lessin, director del Grupo de Identidad del Producto de Google. Es un sentimiento compartido por Scoble e Israel, quienes escriben:

Cuanto más sabe la tecnología de ti, más beneficios recibirás. Esto te puede dejar con la pavorosa sensación de que Big data te está observando. En la vasta mayoría de los casos, creemos que los beneficios que se vienen valen la pena de perder algo.

Así, también, piensa Jeremy Rifkin, quien desecha nuestra afinidad legal, social y cultural por la privacidad como, esencialmente, una afectación burguesa, un remanente de las leyes de los cercamientos que dieron nacimiento al capitalismo:

Conectar a todos y a todo en una red neural saca a la raza humana de la edad de la privacidad, una característica definitoria de la modernidad, y la lleva a la era de la transparencia. Aunque la privacidad ha sido considerada como un derecho fundamental, nunca ha sido un derecho inherente. En realidad, durante toda la historia humana hasta la era moderna, la vida era vivida más o menos públicamente…

En virtualmente todas las sociedades de antes de la era moderna que conocemos, la gente se bañaba junta en público, a menudo orinaba y defecaba en público, comía en mesas comunales, frecuentemente entraba en intimidad sexual en público, y dormía acurrucándose junta en masa. No fue hasta la era capitalista temprana que la gente comenzó a retirarse tras puertas cerradas.

Como cualquiera que haya pasado algún tiempo en Facebook sabe, la transparencia es una ficción: literalmente. Los medios sociales consisten en presentar un yo cuidado y curado; es opacidad enmascarándose como transparencia. En un sentido, entonces, consiste en preservar la privacidad. Así, cuando Rifkin afirma que para los jóvenes “la privacidad ha perdido mucho de su atractivo”, él está, o confundiendo compartir (como cuando se comparte fotos de unas vacaciones en España) con apertura, o está reconociendo que los jóvenes, especialmente, se han habituado al ganar y perder en que incurren cuando hacen uso de servicios como Facebook (pero no están completamente acostumbrados a esto, como está demostrado por el meticuloso libro de Jim Dwyer, Más asombroso que el dinero, acerca de la fallida carrera para construir un sitio de medios sociales no comercial llamado Diáspora, en 2010, y por la abrumadora respuesta a él —casi 31,000 pedidos por hora por invitaciones— al reciente anuncia de que pronto habrá una alternativa a Facebook, Ello, que no recoge datos de los usuarios ni los vende).

Este ganar y perder solo se incrementará a medida que lo cotidiano se digitaliza, dejando cada vez menos oportunidades para optar por quedarse fuera. Una cosa es editar el yo personal que se transmite por Facebook y Twitter, pero otra cosa es Internet de las Cosas, que conoce nuestros hábitos de visualización, rituales de arreglo personal, historias médicas y más, y que no permite esas intervenciones: a menos que sean nuestros comportamientos, curiosidades e idiosincrasias mismas las que terminen en el cuarto de corte y edición.

Aún así, sin importar lo que hagamos, la ubicuidad de Internet de las Cosas nos está poniendo directamente en el camino de los jaqueadores, quienes tendrán casi ilimitados portales hacia nuestras vidas digitales. Cuando, el pasado invierno, unos ciberdelincuentes rompieron paso hacia más de 100,000 artefactos domésticos conectados a Internet, incluidos refrigeradores, y enviaron 750,000 emails de spam a sus usuarios, demostraron cuán vulnerables son las máquinas conectadas a Internet.

No mucho después de eso, Forbes reportó que investigadores de la seguridad habían salido con una herramienta de US$ 20 dólares que era capaz de controlar remotamente el timón, los frenos, la aceleración, los seguros y las luces de un auto. Era un experimento que, nuevamente, mostraba cuán simple es manipular y sabotear las máquinas más inteligentes, pese a que un auto es ahora —pero en realidad debido a eso mismo—, en palabras de un ejecutivo de Ford, un “artefacto cognitivo”.

Más recientemente, un estudio de diez artefactos populares de IoT hecho por la compañía de computación Hewlett-Packard develó un total de 250 errores de seguridad entre ellos. Como observó Jerry Michalsky, ex analista de la industria tecnológica y fundador del centro de investigaciones REX: “La mayoría de los artefactos expuestos a Internet será vulnerable. También tenderán a las consecuencias no deseadas: harán cosas que nadie diseñó de antemano, la mayor parte de lo cual será indeseable”.

Irrumpir en un sistema casero de tal modo que el refrigerador envíe spam que inundará tu cuenta de email y jaquear un auto para causar un choque son, por supuesto, posibilidades terribles y reales, pero, con todo lo malo que puedan ser, son limitadas en su alcance. A medida que la tecnología de IoT se adopte en la logística de la manufactura, y en la generación y distribución de la energía, las vulnerabilidades no tienen que aumentar en escala para que los riesgos se disparen. En un artículo del New York Times del año pasado, Matthew Wald escribió:
 

Si un adversario le asentara un golpe de nocaut [a la red energética]… podría producir un apagón en vastas áreas del continente durante semanas; interrumpir el suministro de agua, gasolina, diesel y alimentos frescos; interrumpir las comunicaciones; y crear disrupciones en una escala que solo fue atisbada por el Huracán Sandy y los ataques del 11 de septiembre.

En ese mismo artículo, Wald observaba que aunque funcionarios de gobierno, personal de la policía, miembros de la Guardia Nacional y trabajadores del sector energía habían sido reunidos para pasar por un simulacro previendo un escenario con el peor caso, ellos a menudo parecían hablar diferentes idiomas, lo que no auguró nada bueno para una respuesta efectiva a lo que está reconocido como una inevitabilidad cercana (el año pasado el Departamento de Seguridad Interior [de EE.UU.] respondió a 356 ciberataques, la mitad de ellos dirigidos a la red eléctrica. Este fue el doble del número de 2012.

Este problema babélico persigue todo el esfuerzo de Internet de las Cosas. Después de que las “cosas” se conectan a Internet, necesitan comunicarse entre sí: tu TV inteligente a tus focos inteligentes a tu cerradura inteligente a tus medias (sí, existen) inteligentes. Y si no existe una lingua franca —que no hay todavía— entonces cuando ese televisor se descomponga o se vuelva obsoleto (porque bastante pronto habrá uno aún más inteligente), tus opciones estarán limitadas por el lenguaje que esté conectando todas tus cosas. Aunque hay algunos grupos industriosos intentando unificar la plataforma, en septiembre Apple ofreció un atisbo hacia cómo podría realmente funcionar Internet de las Cosas cuando presentó los nuevos relojes de pulsera inteligente, sistema de pagos del celular, aplicaciones de salud y otras adiciones, aparentemente al azar, a su línea de productos. Como Mat Honan virtualmente gritó en Wired:

Apple está construyendo un mundo en el que hay un computador en cada una de tus interacciones, estés despierto o dormido. Un computador en tu bolsillo. Un computador en tu cuerpo. Un computador que paga todas tus compras. Un computador que abre la puerta de tu cuarto de hotel. Un computador que sigue tus movimientos mientras caminas en el mall. Un computador que te ve dormir. Un computador que controla los artefactos de tu casa. Un computador que te dice dónde estacionaste. Un computador que te toma el pulso, que te dice cuántos pasos has dado, cuán alto has trepado y cuántas calorías has quemado: compartiendo todo esto con tus amigos… ESTE ES EL NUEVO ECOSISTEMA DE APPLE. APPLE HA CONVERTIDO NUESTRO MUNDO EN UNA GRANDE Y UBICUA COMPUTADORA.

El ecosistema puede ser exuberante, pero será, por diseño, limitado. Llámalo Internet de las Cosas con Copyright.

Para muchos de nosotros es difícil imaginar relojes inteligentes y focos con capacidad para WiFi que estén conduciendo hacia un nuevo orden mundial, ya sea que ese nuevo orden mundial sea un estado supervigilante que sabe más acerca de nosotros que lo que sabemos nosotros mismos o la tecnoutopía avizorada por Jeremy Rifkin, donde la gente puede hacer gran parte de lo que necesita en impresoras 3-D alimentadas por paneles de energía solar y por la liberada creatividad humana. Debido a que la automatización de casa probablemente sea cara — va a tomar un montón de huevos antes de que el egg minder pague su precio— es improbable que estos relojes y focos eléctricos sean los principales impulsores de la Internet de las Cosas., aunque serán sus objetos de vitrina.

Más bien, la tercera ola de Internet será impelida por negocios que serán capaces de racionalizar sus operaciones reemplazando a la gente por máquinas, usando sensores para simplificar los patrones de distribución y reducir los inventarios, desplegando algoritmos que eliminen el error humano, no simplemente porque tengan el potencial de traer abajo el precio de los bienes de consumo, sino porque, por primera vez, un principio central del capitalismo —que la mayor productividad requiere más trabajo humano— dejará de ser cierto. Y una vez que la productividad se desenganche del trabajo, sostiene, el capitalismo no será capaz de sostenerse, sea ideológica o prácticamente.

Qué surgirá en lugar del capitalismo es lo que Rifkin llama sitios comunales (“commons” colaborativos, donde los bienes y la propiedad serán compartidos, y la distinción entre los que poseen los bienes de producción y los que están endeudados a quienes poseen los medios de producción, desaparecerá. “El viejo paradigma de propietarios  y trabajadores y de vendedores y compradores está comenzando a resquebrajarse”, escribe.

Los consumidores están convirtiéndose en sus propios productores, eliminando así la distinción. Prosumidores serán crecientemente capaces de producir, consumir y compartir sus propios bienes… La automatización del trabajo ya está empezando a liberar trabajo humano para que migre hacia la economía social en evolución… Internet de las Cosas libera a los seres humanos de la economía de mercado para que persigan sus compartidos intereses no materiales en los sitios comunales colaborativos.

La visión de Rifkin de que la gente se ocupará en actividades más gratificantes, como hacer música y publicar sus propias novelas una vez que esté liberada del trabajo, mientras las máquinas hacen el trabajo pesado, se ofrece en un momento en que un nuevo tipo de desempleo estructural nacido de la robótica, big data y la inteligencia artificial está arraigándose globalmente, y las maneras tradicionales de ganarse la vida desaparecen. Las afirmaciones de Rifkin pueden ser reconfortantes, pero son ilusorias y engañosas (también hemos escuchado esto antes, en 1845, cuando Marx escribió en La ideología alemana que bajo el comunismo la gente estaría “libre para cazar por la mañana, pescar por la tarde, arrear ganado antes del anochecer [y] criticar después de la cena”).

Como ejemplo Rifkin señala a Etsy, el mercado en línea donde miles de “prosumidores” venden sus artesanías, como un modelo para lo que él llama la nueva economía creativa. “Actualmente, 900,000 pequeños productores de bienes anuncian sin costo alguno en el sitio web Etsy”, escribe.

Casi 60 millones de consumidores al mes, de todo el mundo, revisan el sitio web, a menudo interactuando personalmente con los vendedores… Esta forma de mercadeo de escala lateral pone a la pequeña empresa en un nivel en el que juega en la misma cancha que los grandes, permitiéndoles alcanzar un mercado de usuarios mundial a una fracción del costo.

Todo esto puede ser exacto y, con todo, en gran medida irrelevante si la meta de esos 900,000 pequeños productores es ganarse la vida. Como Amanda Hess escribió el año pasado en Slate:

Etsy dice que sus artesanos están “pensando y actuando como empresarios”, pero ellos no están pensando o actuando como empresarios muy efectivos. Setenta y cuatro por ciento de los vendedores de Etsy considera su tienda como un “negocio”, incluido el 65 por ciento de vendedores que ganó menos de US$ 100 el año pasado.

Aunque es verdad que está prosperando una subcultura del hágalo-usted-mismo y que compartir autos, herramientas, casas y otras propiedades se está haciendo más común, también es verdad que gran parte de esa actividad está sucediendo bajo coerción mientras desaparece el empleo estable. Como dejó en claro un artículo del New York Times de este verano, el empleo en la economía del compartir, también conocida como la economía del cachuelo, donde la gente junta sus ingresos por manejar para Uber y entregar abarrotes por Instacart, le deja poco tiempo para cazar y pescar, a menos que sea ir a la caza de trabajo y pescar monedas caídas debajo del sofá.

Así que se viene la Tercera Ola de Internet. Con su llegada los trabajos desaparecerán, el trabajo se metamorfoseará y un montón de dinero se lo llevarán las compañías, los consultores y los bancos de inversión que la vieron venir. Desaparecerá la privacidad, también, y nuestros espacios íntimos se convertirán en plataformas de publicidad —el pasado diciembre Google envió una carta a la Comisión de Seguridades e Intercambio (SEC) explicando cómo podría poner anuncios en los artefactos domésticos— y podremos estar demasiado ocupados intentando que nuestra tostadora se comunique con nuestra balanza del baño como para darnos cuenta. La tecnología, que nos permite aumentar y extender nuestras capacidades nativas, tiende a evolucionar caprichosamente, y el futuro que se le imagina —bueno o malo— es casi siempre histórico, lo que es decir, ingenuo.

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