Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
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Beethoven, el torbellino vienés

Por Tim Blanning
Originalmente publicado como “Viennese Whirl”, Literary Review (Londres), septiembre, 2014 (http://www.literaryreview.co.uk/blanning_09_14.php). Traducido por Alberto Loza Nehmad.

En 1814, después de un exitoso concierto, Beethoven salió para una caminata por la colina Kahlenberg, que domina Viena, cuando se encontró con dos jovencitas que le alcanzaron algunas cerezas. Su ofrecimiento de pago fue declinado con la respuesta: “No recibiremos nada de usted. Lo vimos en la Redountensaal cuando oímos su hermosa música”. Este es solo uno de los muchos episodios iluminadores en este extenso pero cautivador y estimulante libro. La anécdota tiene la ventaja de ser auténtica y una de las favoritas de Beethoven. Ahora que el abismo entre la música clásica contemporánea y la gran mayoría de la población no podría ser mayor, es saludable que a uno se le recuerde cuán popular era Beethoven. Cuando se estrenó la Séptima Sinfonía en 1813, por ejemplo, la audiencia insistió en que este lento movimiento fuera repetido en su totalidad, una exigencia repetida en muchas ejecuciones subsiguientes. Algunas de sus obras tardías, notablemente los cuartetos para cuerdas, pueden haber sido recibidas con incomprensión, pero indudablemente en vida fue un héroe.

El entusiasmo de las muchachas en el Kahlenberg era compartida por todas las clases de Viena. Desde el momento en que llegó de Bonn en 1872, Beethoven fue el afortunado aunque no siempre agradecido receptor de muchos auspicios aristocráticos. Como observa Jan Swafford, sus mecenas “difícilmente podrían haber sido más cultivados, mejor conectados, ricos y generosos”. Los tiempos habían cambiado. Tan solo once años antes, en la misma ciudad, Mozart había sido literalmente arrojado a puntapiés del servicio del arzobispo de Salzburgo. Ahora Beethoven era bienvenido con honores y como un amigo en los palacios de condes y príncipes. También tenía a su disposición sus a menudo extensos establecimientos musicales. Fue en el salón del Palacio Lobkowitz que la sinfonía Heroica recibió su primer ensayo. Al escribir acerca del cuarteto de cuerdas formado por el príncipe Razumovsky, el director Ignaz von Seyfried afirmaba, “Beethoven era, como lo fue en verdad, el gallo que cantaba en el principesco establecimiento; todo lo que componía era ensayado aún caliente del horno y ejecutado a la perfección”.

De lejos la más grande ciudad del Sacro Imperio Romano, Viena también se ufanaba de un público rápidamente creciente, ansioso por ir a conciertos y comprar pianos para tocar la música que Beethoven (y muchos otros compositores) estaba igualmente dispuesto a ofrecer. Swafford es particularmente interesante sobre Beethoven como, antes que nada, un pianista especialista, siempre buscando instrumentos más grandes, más sonoros y más versátiles con los cuales tocar sus cada vez más exigentes obras. Un improvisador maravilloso, sabía cómo “producir tal efecto sobre cada oyente que con frecuencia ningún ojo permanecía seco, al tiempo que muchos rompían en sonoros sollozos”, como el virtuoso del piano Carl Czerny envidiosamente escribe. Aunque tuvo sus altas y bajas creativas, notablemente durante un período relativamente estéril a finales de su cuarentena, y siempre se quejaba por dinero, Beethoven logró alcanzar la estima pública, una posición social y recompensas materiales, sin comprometer su acerada integridad personal.

Con todo, a menudo era desesperadamente infeliz. Esta es la “angustia” del subtítulo del libro, y recibe total atención. En parte era física. A lo largo de su vida, sufrió intermitentemente de vómitos, diarrea, fiebre, abscesos, reumatismo, colitis, tifus, erisipelas, oftalmia, ictericia y hepatitis. Después de su muerte, la autopsia también reveló cirrosis del hígado, resultado del exceso de bebida, algo que también había matado a su padre y afligido a varios otros miembros de su familia. Lo peor de todo, por supuesto, era la sordera que empezó a irrumpir en 1798. Dos años después se lamentaba ante un amigo, “Debo confesar que he tenido una vida miserable. Por casi dos años he dejado de asistir a toda función social sólo porque encuentro imposible decirle a la gente: estoy sordo”. Fue la consciencia de que era incurable lo que inspiró el Testamento Heiligenstadt, el conmovedor cri de coeur dirigido a sus dos hermanos el 6 de octubre de 1802, pero nunca enviado y no encontrado sino hasta después de su muerte. Solo “mi arte”, escribió en él, lo había  detenido de ponerle fin a su angustia con el suicidio.

Este sufrimiento físico se intensificó debido a su incapacidad de encontrar la compañera que ansiaba tan fervientemente. Beethoven continuaba enamorándose de mujeres cuyo alto estatus social las colocaba fuera de alcance. Después del colapso final de su relación con Josephine, condesa von Deym, huyó hacia las propiedades rurales de otra dama aristocrática, la condesa Erdödy, y pronto desapareció. Se asumía que había retornado a Viena, pero después de tres días un sirviente lo encontró escondiéndose en una parte remota de los jardines del palacio, aparentemente intentando matarse de hambre. Remilgado en su actitud hacia el comportamiento sexual de los demás —inclusive desaprobó el tema “lascivo” del Don Giovanni de Mozart—, recurrió crecientemente a prostitutas para su propia gratificación. “Siempre estoy listo —le dijo a su amigo el barón Zmeskall—, la hora que prefiero entre todas es cerca de las tres y media de la tarde o las cuatro en punto”. Su intento de expresar su necesidad de una relación humana duradera mediante la adopción de su sobrino Karl y el control minucioso de su vida terminó en desastre, cuando el objeto de sus afectos primero huyó y luego intentó matarse de un tiro.

Gráfica y simpáticamente narrados, los trabajos y tribulaciones de un genio constituyen una tremenda lectura. Lo que separa esta vida particular de sus competidoras, sin embargo, es el espacio dedicado al análisis de las obras de Beethoven. Como compositor, Swafford está bien calificado para explicar cómo fueron creados esos inolvidables sonidos. En esto tiene un éxito maravilloso, y usa un rango de imágenes y metáforas evocativas que puede apreciar plenamente aún un lector sin conocimiento técnico de la música. Además, también transmite tal entusiasmo que uno, repetidamente, tiene que detenerse en la lectura, para oír la obra en cuestión. Felizmente, la tecnología ha hecho posible ahora el poder descargar todas las treinta y dos sonatas para piano de Beethoven (ejecutadas por Jenö Jandó) por menos del precio de un par de botellas de cerveza.

Mientras Swafford está bien al día en la literatura musical (aunque el importante estudio de Stephen Rumph, Beethoven después de Napoleón, es un ausente conspicuo de la bibliografía), está retrasado en décadas cuando se trata del contexto histórico. Hay un bastante pintoresco sabor norteamericano en su denuncia del antiguo régimen en Europa Central. Mientras “Estados Unidos había montado la primera revolución Ilustrada y formado el primer gobierno racional y representativo”, se nos dice orgullosamente, “el Sacro Imperio Romano” era un “absurdo remiendo” y la monarquía de los Habsburgo, un estado policíaco tiránico, reaccionario y chabacano”. Cómo así logro fomentar una cultura tan extraordinariamente creativa es algo que no se explica. También tiene una rara noción de la cronología cultural, con lo que le gusta llamar “la era romántica” comenzando en algún momento después de 1800. Así, a Beethoven no se le permite desarrollarse sino está congelado como discípulo de la Ilustración que conoció de joven en Bonn. Que la Ilustración y el romanticismo, y con ellos Beethoven, se desarrollaran no consecutivamente sino dialécticamente, parece no habérsele ocurrido a Swafford. El tiempo ahorrado saltándose los pasajes contextuales puede ser dedicado más provechosamente a las verdaderamente impresionantes secciones musicales que hacen de este libro una lectura obligada para todos los amantes de la música de Beethoven.

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