Nuestro estudio del bandidaje y su relación con la política confirma la mayoría de las observaciones provenientes de otros países de América Latina. Como ocurría durante la violencia en Colombia (Oquist, Sánchez y Meertens) y el sertão brasileiro (Chandler, Lewin, Singelmann) a principios del siglo XX, los empresarios rurales-urbanos hualgayocqueños empleaban la violencia privada para alcanzar metas económicas y sociopolíticas. Los crímenes que nunca fueron sancionados debido a un sistema judicial corrupto, instigaban nuevas riñas de venganza e intensificaban las ya existentes. Igual que en Colombia y Brasil, en Hualgayoc un Estado débil era incapaz de imponer su autoridad o de actuar como mediador entre los clanes rivales. Al contrario, los gobernadores provinciales intentaban compensar la falta de capacidad coercitiva contratando a cuatreros para erradicar a los opositores políticos empeñados en su derrocamiento. El resultado era una violencia incontenible que forzaba a los pobres del campo, por motivos de supervivencia, a aliarse con una u otra de las facciones que luchaban por el predomino provincial. Por ende, las capas bajas “no tenían más recurso que el de las armas” (Hobsbawm, 2001: 112). Otro elemento de esa realidad social era que en Hualgayoc, como en Colombia, los choques políticos que se desarrollaban a nivel nacional servían para exacerbar los conflictos locales. El resultado insólito fue que muchos campesinos ubicados en los caseríos aislados de la sierra cajamarquina terminaban arriesgando sus vidas a raíz de rivalidades de carácter personal ocurridas entre “los padres de la patria” residentes en Lima —patriarcas que nunca habían escuchado de lugares como Uticyacu, Paccha o Chugur.

Lewis Taylor