Rara vez un primer poemario ejercita la palabra con madurez inquietante como “Manuscrito del viento” de Pedro Escribano. Solo recuerdo dos poetas de las últimas generaciones que parecieron empezar, como Escribano, por una culminación: Jorge Eduardo Eielson, n la década del 50, y Enrique Verástegui, en la del 70. La diferencia, sin embargo, es esencial en la actitud verbal: Eielson extraía su voz de una palabra culterana de resabio simbolista, y Enrique Verástegui miraba nuestra realidad a través de las mejores palabras de una erudición anonadante; Escribano, por el contrario, recoge en el campo, en las populosas calles de la  de la urbe, la palabra que le permite explorar esa trágica realidad ancilar, haciendo que el rigor estructural de los versos trepide de angustia ética  por la colisión misma de la palabra ideolectal, campesina y urbana. (Alfonso La Torre) 100