Osmar Gonzales Alvarado
Redentores revolucionarios y reaccionarios.<br> Lectura crítica de un libro reciente de Enrique Krauze Redentores revolucionarios y reaccionarios.
Lectura crítica de un libro reciente de Enrique Krauze


Por Osmar Gonzales Alvarado
Fuente: www.librosperuanos.com
Buenos Aires, abril 2012

Introducción

El nuevo libro del historiador mexicano Enrique Krauze, Redentores, tiene la virtud de poner nuevamente bajo discusión el papel de las ideas en la política,1 pero ideas ―como dice― encarnadas en personajes de carne y hueso, en biografías concretas, ubicadas en contextos específicos.2 Así, Krauze une el análisis ideológico con el seguimiento biográfico. Para ello toma a una variedad de figuras que vivieron apasionadamente el poder, la historia, la revolución; pero también el amor, la amistad y la familia (p. 13).

Más allá de dicho aspecto general, el libro parece ser —se puede entender así—, un homenaje a quien fuera el mentor intelectual de Krauze: el poeta Octavio Paz. Con él inician y culminan las páginas de este libro, además del hecho que el capítulo dedicado al autor de El laberinto de la soledad abarca más de 160 páginas. Como ha señalado Mario Vargas Llosa, dicho capítulo constituye prácticamente un libro dentro de otro.3 La simpatía de la redacción característica del escritor mexicano sirve para articular elegantemente los datos significativos y pequeños de los personajes abordados, facilitando una lectura rápida y entretenida; pero precisamente esa tersura del estilo echa un velo sobre el argumento de fondo del texto, que, en verdad, es sumamente estimulador para el debate, aun cuando no estemos de acuerdo con él. Eso es lo que busco lograr en las presentes páginas, someter a críticas sinceras ―y espero que con argumentos fundamentales― temas que ameritan la atención permanente de los interesados en las ideas y los sujetos sociales que las portan.

Empecemos por el título mismo del libro: redentores, salvadores. Según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, redentor es aquel que redime o pone fin a un dolor, un trabajo o una molestia, y está encarnado en la figura paradigmática de Jesucristo. Mientras que redimir significa librar a una persona de una obligación, dolor o situación penosa. Como el propio Krauze sostiene, el término evoca elementos religiosos, católicos, y terminan siendo una característica central para analizar a sus personajes. En la terminología krauzeana, el redentor de América Latina es casi un predicador de la revolución marxista, o al menos así lo sostiene en diversas partes de su libro, aunque incorpora personajes que no entran en ese “tipo ideal”. Además, el redentor latinoamericano —sostiene— es inevitablemente caudillista y autoritario, a pesar de que en un primer momento se levanta en contra de los caudillismos militares. Los marxistas latinoamericanos toman la idea insurreccional contra esos militarismos —dice Krauze—, pero “cerrado el ciclo de la Revolución contra el tirano”, en lugar de edificar “democracia liberal o aun socialista”, los redentores, es decir, los marxistas revolucionarios, insurrectos, volvieron a “concentrar el poder en un nuevo monarca, ya sea individual o colectivo” (p. 514). Estos revolucionarios marxistas serían los herederos directos de la vertiente originada desde la prédica y actividad del Padre Las Casas, caracterizada por su sentido colectivista y popular. De la mano de los frailes misioneros se propala la filosofía neo-tomista que da consistencia al Estado corporativo, el cual llega a permear a la propia realidad política. Para Krauze, la juventud revolucionaria del siglo XX sería la nueva encarnación de esa tradición. En ese sentido, no importa que estos redentores sean laicos o no, lo importante es su manera de entender la vida y su papel en la sociedad. De ahí —de la idea redentora—, a la convicción revolucionaria solo hay un paso. Esto es lo que pretende demostrar Krauze gracias a los personajes que analiza, aunque estableciendo una variedad tan amplia que dificulta la comparación y el seguimiento continuo de la idea.

La variedad de los personajes escogidos

La galería de personajes que presenta y analiza Krauze se inicia con el cubano José Martí, a quien califica como mártir de la independencia de su país; continúa con el ensayista uruguayo José Enrique Rodó, “el primer ideólogo del nacionalismo latinoamericano” y caracterizado antinorteamericano; luego con el filósofo mexicano José Vasconcelos, caudillo cultural, término caro al propio Krauze, que lo desarrolló en su espléndido libro Caudillos culturales de la Revolución mexicana; y para terminar la primera sección describe a José Carlos Mariátegui dentro de una atmósfera espiritual oscura y triste, al señalar que lo rodeaban “soledad, pobreza, melancolía, tristeza, misticismo y la constante presencia del dolor”, es decir, muy dentro del sufrimiento cristiano.

En la segunda sección continúa el autor con quien es el eje de su argumentación, su compatriota y maestro, el poeta Octavio Paz, de quien dice descubrió que la soledad es el rasgo constitutivo de su país, su historia, su cultura y de sus hombres. En la tercera sección aborda a dos argentinos. Primero, la única mujer que estudia, Eva Perón, con quien es sumamente duro, pues sostiene que encarna “al hada buena y milagrosa, la antigua pecadora a quien la Providencia ha hecho justicia”. El siguiente personaje es Ernesto Che Guevara, el “santo enfurecido”, con forma de “líder igualitario, valiente, capaz”. La elección del Che es fundamental para el argumento de Krauze, pues se percibe que encarna cabalmente a la figura de redentor que él tiene en mente. Por esta razón, el guerrillero es quien se constituye en el blanco de las críticas de Krauze: cuando dice redentor está diciendo Che Guevara. Y la estela de su presencia permanece hasta la última página de la obra.

En la cuarta sección, selecciona a dos Nobel de literatura. Del escritor colombiano, Gabriel García Márquez, resalta —más allá de sus virtudes literarias—, su vinculación con Fidel Castro: “No hay en la historia de Hispanoamérica un vínculo entre las letras y el poder remotamente comparable en duración, fidelidad, servicios mutuos y conveniencia personal al de Fidel y ‘Gabo’” (p. 363). Krauze ingresa así al infinito tema de la relación que sostienen los gobernantes (de cualquier signo) con sus asesores intelectuales, y que el peruano Mario Vargas Llosa ha abordado en varias novelas, especialmente en la dedicada al dictador dominicano, Rafael Leónidas Trujillo y su servil asesor, Joaquín Balaguer: La fiesta del chivo. Justamente, el otro escritor que aborda Krauze es Vargas Llosa. Con él el tono de la escritura en Krauze cambia radicalmente: se vuelve encomiástico, y de él sí rescata “la admirable convergencia entre su obra literaria ―vastísima, constante, variada, y de una calidad sostenida― y su compromiso público por la democracia y la libertad” (p. 393).

Luego, en la quinta sección, el autor pasa a analizar la guerrilla zapatista en su país por medio de dos personajes: Samuel Ruiz, “el apóstol de los indios” y el Subcomandante Marcos, “misterioso personaje enmascarado” que tuvo un impresionante ascenso de popularidad cuando irrumpió en la escena pública mexicana, pero que ahora, en otro contexto dominado por los gobiernos democráticos, no encuentra mayor sustento para su prédica. Termina la lista en la sexta sección, con el presidente venezolano Hugo Chávez, “caudillo posmoderno” (que no es un hombre de ideas, pero tampoco es uno sin ellas), quien al buscar intencionalmente fundir su biografía personal con la biografía de su país, “ejerció desde entonces las funciones de mago o taumaturgo, de mesías y de santo, pero su audacia mayor fue potenciar el culto bolivariano para colocarse él mismo en el lugar de Supremo Sacerdote y así apropiarse del carisma de Bolívar” (p. 486).

Esta es la galería diversa a la que echará mano Krauze para sustentar su tesis de que el fervor revolucionario juvenil cede ante la madurez del convencimiento democrático. Cada capítulo, o mejor dicho, cada interpretación sobre cada personaje, es rico en temas planteados para debatir, pero en este texto opto por la discusión de los temas generales.

Las reflexiones presentadas por Krauze se pueden objetar desde dos ángulos. Uno es el aspecto metodológico propiamente dicho, y el otro es el ideológico-político. A sostener mis observaciones sobre ambas vertientes me aboco en las siguientes páginas.

Discusión necesaria sobre la figura del redentor

A medida que el lector avanza por las páginas de Redentores, se van develando mayores profundidades polémicas, empezando desde la elección misma del título hasta llegar a discutir sus argumentaciones centrales.

Con relación a la figura misma del redentor. Krauze afirma que los años treinta —tiempos del auge del fascismo y de la Segunda Guerra mundial—, ocurrieron acontecimientos que llevaron a muchos hombres y mujeres —bien intencionados— a abrazar el marxismo, imbuidos de la ya mencionada convicción revolucionaria-redentora. Pero, justamente, el autor se vale de esa característica para sostener lo que sería su planteamiento central: cual es la inutilidad de la convicción redentorista, pues, señala, los acontecimientos históricos posteriores llevarían a esos mismos hombres y mujeres a repensar y modificar sus posturas iniciales. En otras palabras, el idealismo juvenil revolucionario da paso a la sosa madurez democrática. La propia figura de Paz y su periplo biográfico e ideológico-político es expuesto por el autor como el ejemplo individual de un proceso colectivo que va del marxismo (autoritarismo caudillista) al liberalismo (democracia).

Volvamos al abanico de personajes escogidos por Krauze. Después de revisar nombre por nombre para luego tratar de encontrar cierta relación coherente entre ellos, uno debe admitir que la definición de redentor no cuaja plenamente en todos los personajes escogidos. En primer lugar, la variedad de los personajes estudiados es muy grande. ¿Cómo se llega a Chávez partiendo de Martí y Rodó, por ejemplo? ¿Es suficiente la impronta católica para incluirlos en la figura del redentor? Me parece que los argumentos esgrimidos por Krauze son muy frágiles. Es más, es posible afirmar que la falta de claridad en la definición de los redentores explica la diversidad de los personajes tomados en consideración y no al contrario, que el término engloba a diferentes características.

La intentona explicación de Krauze sobre el término redentor es evidentemente insuficiente cuando trata de curarse en salud. Dice: “Entre los 11 hombres y una mujer que elegí hay obvias diferencias, pero esa variedad es en sí misma significativa de la diversidad de orígenes y experiencias en que han arraigado las principales ideas” (p. 13). El problema es más grave, pues no solo hay diferencias y diversidad, sino contradicciones en las figuras escogidas. Si Krauze ha dicho que el redentor es aquel marxista revolucionario imbuido de una mentalidad salvadora católica ¿cómo puede ser que considere a personajes como José Martí, José Enrique Rodó, José Vasconcelos,4 o Evita Perón. En sentido estricto, ninguno de ellos se ajusta al tipo ideal de redentor que Krauze pretende conformar. Este es un primer elemento de cuestionamiento.

Por otro lado, y siguiendo el propio razonamiento del autor, no todos los personajes redentores miran en la misma dirección. Es decir, mientras algunos elucubran una sociedad futura, otros añoran el orden pasado, y pone como ejemplo de quien mira hacia atrás a Vasconcelos. Pero ¿el marxista revolucionario, redentor, acaso mira atrás?, ¿no lo identifica acaso siempre su proyecto explícito de constituir una sociedad futura mejor? ¿No será justamente que precisamente el no ser marxista-revolucionario permite a Vasconcelos extrañar el tiempo pretérito? Aquí se detecta una segunda veta de discusión con respecto a la definición del propio Krauze del redentor.

En el amplio espectro de personajes puestos a discusión se pueden descubrir trayectorias disímiles. Hay quieres murieron por sus ideas, como el Che Guevara o Martí, sobre quienes no funciona la premisa de Krauze acerca de que el fervor revolucionario se apaga con los años. Sin embargo, es cierto que hay otros que sí modificaron sustancialmente los ideales que proclamaron cuando jóvenes, por ejemplo, Vargas Llosa, ahora reconocido como el más beligerante defensor de las ideas liberales. Dicha modificación de las convicciones de juventud puede encontrar distintas razones: desengaño, oportunismo o madurez. En este sentido, para el autor, el ejemplo que ofrece Paz sería paradigmático del proceso de madurez que lleva al ex redentor a aceptar no solo la democratización social sino, sobre todo, la democracia política.

Otro aspecto discutible de la definición es la irrefrenable vocación revolucionaria (violentista, se puede leer entre líneas) del redentor latinoamericano. ¿Rodó entra en esta clasificación?, ¿Vasconcelos? ¿La propia Eva Perón? Pero también encontramos otra ruta: se puede ser revolucionario sin ser marxista: el cubano Martí. Luego de leer todo el libro no queda aclarado el lugar que la revolución ocupa en el redentor. O del marxismo: ¿es necesario ser marxista para ser revolucionario? Por momentos, pareciera que la herencia católica es la determinante en la constitución del redentor, pero en otros pasajes queda implícita que es superior la importancia del marxismo. De ningún modo, el autor de Caudillos culturales… deja bien establecido este punto.

Krauze no aborda todas las rutas posibles que pueden tomar los redentores, solo las deja sugeridas. En lo que sí es explícito es en señalar que considera que sería un error histórico regresar a la convicción redentora. Al final de cuentas, este es el sustento de lo que el autor identifica como el dilema sustancial de América Latina: “¿Redención o democracia? Este ha sido, hasta hace poco, el dilema central de América Latina, la mayor parte de nuestras naciones ha optado por la democracia, por el retorno a los valores liberales y republicanos que les dieron origen. Pero para que la democracia se fortalezca y perdure, y para que a través de ella (con sus leyes, instrumentos e instituciones) nuestros pueblos puedan enfrentar los males del nuevo siglo, los gobiernos deben desplegar una efectiva vocación social. De no hacerlo, la región volverá a buscar la redención, con todo el sufrimiento que conlleva” (p. 16). En sentido contrario a la propia definición, que el redentor libera del sufrimiento, para él el redentor traería mayor dolor a nuestros países.

Resumo entonces las razones por las cuales no queda clara la naturaleza del redentor, ni el tipo ideal que Krauze pretende edificar sobre él: ¿su base católica, su mirada al ayer, su imagen del futuro, su marxismo, su revolucionarismo, su autoritarismo, su nacionalismo hispanoamericano, su anti-norteamericanismo, su martirio o su descubrimiento-regreso a tradiciones liberales, en tanto redentores-arrepentidos? En el argumento de Krauze cierta parte de los redentores se caracteriza por haber renunciado a su tradición socialista, marxista o revolucionaria para asumir la tradición liberal y democrática, y un buen ejemplo es el caso de Paz, como hemos visto, evidentemente. La excesiva variedad, por último, atenta contra la pretensión del propio Krauze: realizar un estudio encarnado en personajes concretos. Por el contrario, a lo que deriva su selección es a realizar un análisis cada vez más abstracto para tratar de unir lo excesivamente disperso.

Otras cuestiones metodológicas

Pero recordemos que el autor también incluye el caso de Vargas Llosa quien ofrece una extraña mezcla de defensa cuasi religiosa de los valores liberales con la asunción de decisiones que no encajan en una postura estrictamente liberal, como el de aceptar ser nombrado Marqués por los reyes de España. En otras palabras, el abandono de la tradición revolucionaria (redentora para Krauze) no asegura una posición de vanguardia ideológica en el terreno del debate. Pero al historiador mexicano ese no es un tema que le preocupa. No oculta —no pretende hacerlo además—, su predilección por el novelista peruano, y aquí se detecta otra debilidad metodológica del libro, que es expresión de sus identificaciones ideológicas y políticas.

Me refiero especialmente a cuando Krauze contrasta a Vargas Llosa con García Márquez. Mientras que con el Nobel colombiano es implacable al momento de abordar sus memorias, cuestionando cada párrafo, confortando el más mínimo dato, criticando todas sus afirmaciones; con el Nobel peruano ocurre todo lo contrario: sus memorias son tomadas al pie de la letra, no hay un ápice de duda, no existe cuestionamiento alguno. Ni siquiera se detiene a analizar la famosa descripción que Vargas Llosa hizo del sistema político mexicano y que le valió el distanciamiento temporal de Paz. “la dictadura perfecta”. Solo le dedica una línea a un tema que ofrece una amplia gama para discutir.

En resumen, mientras al colombiano Krauze lo escudriña, al peruano lo acompaña cordialmente en su ruta. No se trata de que el uno miente siempre y de que el otro dice la verdad siempre, sino del mirador que ha escogido el analista para enjuiciarlos. En ese momento precisamente emergen sus convicciones ideológico-políticas. Y si bien ello es legítimo —pues cada quien domestica como puede sus pasiones públicamente—, también lo es que el comentarista lo señale y haga hincapié en tal evidencia.

Sabemos muy bien que no hay lecturas ni escrituras inocentes: los recuerdos autobiográficos siempre vienen cargados de la lectura que hacemos del pasado desde nuestro inevitable presente; al mismo tiempo, quien lea las memorias depositará en ese ejercicio sus propias conclusiones y expectativas. Es lo que ocurre con Krauze al momento de valorar Vivir para contarla y El pez en el agua.

Igualmente discutible es la selección de Mariátegui quien, bien visto, no encaja en la figura del redentor, como sí lo hubiera hecho otro peruano: Víctor Raúl Haya de la Torre. Recordemos que Krauze habla de una religión laica como constitutiva del redentor latinoamericano, y eso fue lo que precisamente constituyó Haya de la Torre, con la organización de un partido, el APRA: un proyecto político sostenido por una religiosidad popular.5 Más aún, no olvidemos que Vasconcelos fue su maestro, que de él recibió la bandera Indoamericana y que el filósofo mexicano había escrito en la entrada a la Universidad de México: “Por mi raza hablará el espíritu”. Ambos, además, pertenecían a las redes teosóficas, eran espiritistas.

Haya de la Torre, como lo ha estudiado Frederick Pike,6 estaba convencido que había sido tocado por la mano de un ser superior y que el destino le tenía reservado un lugar de honor en la historia. Su organización política conjugaba el nacionalismo latinoamericano con la fuerte presencia caudillista como vía salvadora de un pueblo, como un redentor, precisamente. Algo muy diferente a Mariátegui que, si bien estaba imbuido de una mirada religiosa para analizar ciertos procesos sociales (el mito, la fuerza de la pasión revolucionaria, la fe popular, etcétera), no pensó jamás en constituir una organización política de naturaleza caudillista y redentora, dentro de los términos propuestos por Krauze.

A pesar que Haya de la Torre embona perfectamente con lo que pretende el autor al referirse al redentor latinoamericano, lo dejó de lado y prefirió seleccionar al Mariátegui. ¿Por qué? Sostengo que la elección del marxista peruano es funcional al argumento de Krauze, porque así puede elucubrar sobre una tradición política que continúa en Chiapas con Samuel Ruiz y Marcos. En efecto, implícitamente, y en ciertos pasajes no tanto, Krauze establece una línea de continuidad entre el peruano y los mexicanos; ello no hubiera sido posible de haber escogido a Haya de la Torre, pero ¿qué culpa tiene Mariátegui que el fundador del aprismo no sea ya identificado como una fuente para la izquierda latinoamericana? El autor fuerza la presencia de Mariátegui, pero ello le permite la polémica ideológica con sus compatriotas contemporáneos.

Del mismo modo, uno se puede preguntar por qué Krauze no incluyó a  Monseñor Óscar Romero, pues dadas sus características se le puede considerar entre los redentores. Pienso que el haber considerado a Romero hubiera significado otorgarle demasiada carga positiva a la figura que se quiere, por el contrario, denostar. Su cobarde asesinato por quienes ostentaban el poder político y económico tira por los suelos el arquetipo de Krauze, pues no se trató de un iluso joven vehemente, no tomó las armas para irse al campo, no complotó nunca contra la democracia ―por el contrario, luchó por ella, y con el crucifijo en la mano―, y, por último, no era marxista. Es decir, expresaba todo lo contrario a lo que el autor quiso construir sobre el redentor. A Samuel Ruiz sí lo incluye porque, además, lo puede involucrar con la insurgencia zapatista y le resulta funcional a su argumentación.

También es exagerado ―aunque no necesariamente falso― describir al marxismo de Mariátegui como indigenista, pues este concluyó su vida sosteniendo el carácter clasista y social del socialismo, mas no racial; además que para el autor de 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana el sujeto revolucionario debía ser el obrero, encarnado en el Perú en el proletariado minero (que funde en sí mismo lo andino y lo occidental). Obviamente que Mariátegui sostenía que la nacionalidad peruana estaba en formación, especialmente por el no reconocimiento del indio en ella (lo que se ubicaba en una larga corriente de reivindicación histórica), pero esa imprecación no le otorgaba su carácter al marxismo original que proclamaba el peruano.

Sobre la ausencia del redentor-reaccionario

Las observaciones que se le pueden hacer a Krauze desde el plano ideológico-político considero que también son importantes, pues aquí también se encuentran obstáculos para un análisis más profundo de la figura del redentor. Las planteo a manera de preguntas: ¿por qué Krauze toma exclusivamente al redentor-revolucionario?, ¿solo existe de este tipo? Pongámonos en la posibilidad teórica de encontrar evidencias de la existencia de otro tipo de redentor, al que podemos llamar —sin salirnos del campo delineado por el autor— el redentor-reaccionario. Es más, si revisamos bien la historia de nuestros países nos encontraremos que este es el que ha prevalecido y se ha multiplicado, mucho más que los redentores-revolucionarios. Si aceptamos como cierto lo que dice Krauze —que lo determinante es la mirada católica, subyacente a los comportamientos y elecciones políticas del redentor—, debemos subrayar que el catolicismo existe antes que el marxismo, y, por lo tanto, antes que el redentor-revolucionario el que se ha hecho presente es el redentor-reaccionario. Este es el personaje que ha poblado profusamente décadas y décadas de nuestra historia política.

Si bien uno quería salvar a “su pueblo” de la explotación y la miseria (el redentor-revolucionario), el otro pretendía liberar a “su patria” del peligro comunista (el redentor-reaccionario). A pesar de su longevidad y prominencia por su participación pública, Krauze no se preocupa en estudiar a este segundo tipo de redentor, es una ausencia notoria en su libro. Evidentemente, no se trata de un descuido ni de un olvido; refleja una elección.

Enlistemos algunas características del redentor-reaccionario ―él sí, amante de la espada―: violador de los derechos humanos, constante obstáculo a los intentos de consolidación democrática, enemigo del pueblo y muy amigo de los poderosos, pero, ni dudarlo, muy fiel a las formas católicas, pues seguramente asistía a misa todos los domingos con puntualidad. Bien mirado el asunto, este tipo de redentor cumple con las características propuestas por el mismo autor: ¿acaso no juraba Pinochet ante la cruz acabar con el peligro comunista mientras organizaba la caravana de la muerte?, ¿no es cierto acaso que Videla juraba, con la mano sobre la Biblia, hacer prevalecer los valores cristianos y occidentales, al mismo tiempo que dirigía una política de desapariciones, torturas y asesinatos? Y ni qué hablar de tantos dictadores como Somoza, Trujillo, Batista, y un largo etcétera, todos ellos proclamándose católicos consecuentes. Desde su punto de vista de estos salvadores, todo valía para liberar a la nación, para redimir a la patria en peligro. Lamentablemente, este tipo de redentor ―asesino y corrupto, además―,  solo es aludido y muy de pasada por Krauze en las líneas finales del libro, cuando se refiere al mal endémico del militarismo: “que nunca reclamó para sí más ‘legitimidad’ que la fuerza bruta” (p. 513). Afirmación a todas luces insuficiente.

La elección de Krauze no es desprevenida, ni solo se explica por el embeleso que le producen sus personajes, como sostiene Martín Tanaka.7 Quiere identificar al redentor con el iluso joven entusiasta revolucionario, que luego, con los años y un poco de suerte, se da cuenta de lo equivocado que siempre estuvo. Por ello, Krauze pone sobre el tapete de discusión el falso dilema entre redención y democracia. Como sostiene en el “Prefacio”: “¿Revolución o democracia? Ése es el dilema. Curada de fantasías la moderna América Latina parece inclinada definitivamente hacia la democracia. Pero la nostalgia del orden perdido y la aspiración a un utópico orden futuro siguen entre nosotros” (p. 16). Y reitera en el “Epílogo”, siempre como pregunta, pero cambiando el término revolución por redención: “¿Democracia o redención? Mientras haya pueblos sumidos en la pobreza y la desigualdad, aparecerán redentores (por lo general, universitarios) que sueñan encabezarlos. Ante ellos, sólo cabe anteponer la insípida, la fragmentaria, la gradualista pero necesaria democracia, que ha probado ser mucho más eficaz para enfrentar esos problemas” (p. 517).

A todas luces, la dicotomía es falsa. Recordemos que, en el lenguaje de Krauze, cuando dice redención quiere significar revolución. Nuevamente, ¿fue esta la enemiga de la democracia o fue el conservadurismo que auspició dictaduras? Bien mirada la historia, se puede llegar a la conclusión que más han hecho por la democracia esos redentores-revolucionarios idealistas, que los redentores-reaccionarios pragmáticos. No se trata de inventar una dicotomía, sino de reconocer el complejo y largo proceso de muchas décadas en la que la democracia se va configurando a partir de hechos no democráticos como la violencia, justamente. ¿No es eso lo que nos dice la experiencia mexicana acaso, por poner solo un ejemplo caro al autor? La dicotomía insalvable se encuentra en el otro polo: no es posible llegar a la democracia desde la acción de los redentores-reaccionarios. Si alguna contradicción queremos encontrar la debemos buscar en la antípoda democracia o dictadura.

Krauze es demasiado asertivo, equivocadamente contundente. Cuando habla del no retorno a experiencias redentoristas, uno descubre reminiscencias de Francis Fukuyama: ya llegamos a la democracia liberal, es el fin de la historia. Sin embargo, habría que repensar el tema de la democracia realmente existente: ¿existe la democracia en sus términos ideales? ¿De que tipo? ¿No necesita discusión el sistema político vigente, aun cuando observamos cotidianamente cómo es invadida y pervertida por los grandes poderes económicos globales? Son temas que ameritan mayor discusión.

¿Contra cuál izquierda polemiza Krauze?

Otra pregunta que surge de las afirmaciones de Krauze es que el lector quisiera saber a qué izquierda exactamente se refiere o toma como adversario para su polémica. En la lectura de las páginas de su libro pareciera que sigue teniendo en mente a la izquierda guerrillera de los años sesenta o setenta. Como si siguieran actuando y poniendo en peligro la institucionalidad democrática. Los mismos zapatistas no constituyen una expresión anti-sistema. El autor debate con un monigote del pasado o aislado, y no con la izquierda actual, que ha asimilado las lecciones de la historia. Incluso —y esto no lo destaca Krauze—, en muchos pasajes de nuestras historias como países, ha sido el pilar de las democracias, cuando los intereses de los poderes económicos han querido echarla abajo. Parece que Krauze sigue debatiendo con el Che.

En efecto, mucha autocrítica ha corrido bajo el puente de la izquierda latinoamericana y que Krauze no registra en su análisis, y hay demostraciones de ello. Entonces ¿por qué insiste en vincular a la izquierda con revoluciones antidemocráticas? Más aún, su conclusión es que si no se detiene a esa izquierda volverá la idea de la redención. Pero quizás la redención no se ha ido del todo, y vive en las mentes y espadas de otros personajes. No está precedida por Marx sino por la cruz y la espada, me refiero a los ya aludidos redentores-reaccionarios; delincuentes y asesinos, así de simple.

Krauze se muestra exageradamente optimista ante el repliegue de las tradiciones autoritarias de nuestros países: “… la región parece definitivamente liberada de los males endémicos de su vida política: el caudillismo y el militarismo” (p. 517). Pero conociendo nuestra historia es legítimo preguntarse si realmente ya superamos esos males. Por otra parte, vuelvo a la inquietud: ¿quién es el verdadero enemigo de la democracia en nuestros países? ¿El militar golpista para proteger los privilegios de los grupos oligárquicos o los revolucionarios que casi siempre terminaron en el cementerio o en la cárcel, pero que aun cuando derrotado abre cauces a una mayor democratización de nuestras sociedades?

Las ideas, el poder y las dos tradiciones: liberalismo y socialismo

En el “Epílogo”, Krauze, citando de Paz el artículo “Tema de nuestro tiempo”, recupera la idea de que la tarea del futuro es buscar alcanzar la conciliación del liberalismo con el socialismo (p. 517). Efectivamente, luego de la caída del Muro de Berlín en 1989, la izquierda, ha ido incorporando ciertos valores-fuerza del liberalismo que antes despreciaba, incluido el propio concepto de libertad así como el de individuo. Políticamente también ha incorporado la revaloración de la lucha electoral, la representación, la competencia política y la misma democracia, entre otros conceptos fundamentales. Ello es lo que le ha permitido constituirse en gobierno en diferentes países latinoamericanos. Sin embargo, este aprendizaje de la izquierda latinoamericana no ha encontrado correspondencia en la derecha. Por el contrario, sigue tratando a la izquierda como enemiga de la democracia, injustamente.

    Para ese diálogo entre tradiciones es básica una condición: refundarlas. A la luz de la experiencia histórica se observa que han sufrido perversiones: ni Marx pensó en un Estado burocrático y totalitario, ni Smith en el poder casi ilimitado de las empresas transnacionales.

Volvamos entonces al interés del libro, al papel de las ideas en los predios del poder. La diversidad de características de las figuras analizadas impide entender el impacto o no de las ideas en la esfera política. Unos son ideólogos (Rodó, Vasconcelos, Mariátegui), otros son nacionalistas (Martí), otros ejercen o ejercieron el poder (Chávez, Che Guevara, Eva Perón), algunos toman las ramas (el Che, el Subcomandante), unos más “acompañan” a los movimientos sociales (Ruiz) o agitan el debate de ideas desde la literatura (Paz, García Márquez, Vargas Llosa). Cada tipo de redentor influye con sus ideas de diferente forma en el poder, pero no hay algo que los haga comparables. Nuevamente, la diversidad opera como un obstáculo para el análisis. Exagerando, se podría decir que cada personaje es un tipo distinto de redentor, con lo cual la construcción de un tipo-ideal carece de fundamento.

Me parece que es un hecho irrefutable la ausencia de interpretaciones globales de nuestras sociedades en la actualidad. Para ello se requiere, justamente, del debate de ideas que actualicen las propias tradiciones e influyan en las decisiones políticas. Pero el modelo económico vigente despolitiza. El pensamiento, entonces, está cada vez más lejos de la lucha política. Las interpretaciones generales han perdido espacio porque los sujetos sociales y políticos también están en crisis. Por su parte, los intelectuales propiamente dichos han modificado su ubicación social. Ya no constituyen los oráculos que desde su torre de marfil pontifican y dividen las aguas entre lo bueno y lo malo. Ahora se establecen en un terreno más difuso e inestable, cual es el de ser intermediarios entre las exigencias sociales y la arena política.

Notas
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1 Agradezco los comentarios de Félix Grández y Alberto Adrianzén por sus comentarios que me ayudaron a precisar mejor los propósitos de este texto. Igualmente, reconozco el apoyo mecanográfico de Diana Paredes e Irina Miranda.
2 Enrique Krauze, Redentores, ideas y poder en América Latina, Debate, Buenos Aires, 2011
3 Mario Vargas Llosa, “Las ideas y el caos”, en La República, Lima, 29 de enero de 2012
4 El mismo Krauze reconoce las imperfecciones de su figura de redentor cuando se refiere a Martí: “La presencia de la tradición monárquica era completamente ajena al ideario de Martí. De hecho, Martí quiso anunciar, para su progreso material y dignidad nacional, limpia de componentes caudillistas, absolutistas, milenaristas, ‘tomistas’ y aun nacionalistas”. Y también a Rodó: “Tal vez sea excesivo también ver en la obra de Rodó elementos de una nueva catolicidad latina e iberoamericana…” (p. 514).
5 Véase Imelda Vega Centeno, Aprismo popular: religión, cultura y política, CISEPA y PUCP coeditores, Lima, 1991.
6 Frederick Pike, The politic of the miraculous. Haya de la Torre and the spiritualist tradition, University of Nebraska Press, Lincoln, 1986
7 Martín Tanaka, “Redentores, de Enrique Krauze”, en La República, Lima, 1 de abril de 2012

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