Por Gustavo Flores Quelopana
Fuente: Librosperuanos.com
Agosto, 2016
Se suele pensar que escribir es una cuestión que atañe especialmente a la tarea del intelecto. Cuando en realidad es una labor que concierne principalmente al espíritu. Bien decía Cervantes que la pluma es la lengua del alma.
El presente escrito es indagar en mí mismo y no es prestar consejos a nadie. Y es así no por egoísmo o por subestimación, sino porque está motivado por una conversación sostenida con el destacado sociólogo peruano y amigo Osmar González. El cual ha despuntado como un insigne representante de la sociología de los intelectuales.
Efectivamente, numerosas contribuciones suyas publicadas dan testimonio de ello. Estando reunido con él con motivo de una esperada entrevista que yo le iba a efectuar por su libro voluminoso Ideas, intelectuales y debates en el Perú (URP, Lima 2011), en la librería peruanista Librosperuanos.com que dirige nuestra común amiga Virginia Vílchez. En los preliminares comentó que su esposa Isabel López Eguren, que estaba presente, emprendía una inusual investigación sobre las diferentes facetas de la vida privada de su abuelo, el gran poeta simbolista José María Eguren. Y entonces Osmar mencionó lo importante que hubiera sido conocer la forma cómo escribían nuestros diversos escritores y pensadores.
Así, por ejemplo, Tomás Alva Edison necesitaba ver todos sus lápices bien tajados para poder concentrarse, a Berlioz se le agolpaban las ideas musicales tan de súbito que no se daba abasto para escribirlas, Picasso relata que la idea de la cabeza de toro le vino sola, y cosas por el estilo acontecen en los creadores más famosos. Y cómo habrán creado Manuel González Prada, José Santos Chocano, Alomías Robles y otros. Quizá nunca lo sabremos. De ahí la importancia que los creadores de cultura presten un poco de atención a su proceso creativo. Así su legado no se perderá y será instructivo tanto para la nueva educación, la psicología de la creación como para sociología de los intelectuales.
Yo soy escritor y en mi fuero interno se encendió una interrogante sobre mi propio proceso creativo. Así que su comentario echó inquietudes en mi espíritu y retrotrajo mi memoria al libro leído de Jean Guitton, El trabajo intelectual. Consejos a los que estudian y a los que escriben (Rialp, Madrid 1977) y otro, Psicología de la creación por Gabriel Veraldi y Brigitte Veraldi (Ediciones Mensajero, Bilbao 1984). E incluso a otro más, ligado a mis intereses directos, Guía para el estudio de la Filosofía de Ignacio Izuzquiza (Anthropos, España 1986).
De lo escrito en Guitton puedo dar fe de una constatación personal, a saber, cada mente y espíritu es diferente y debe encontrar su propio camino. Lo intelectual debe ser inseparable de lo espiritual. Cierto. No es el intelecto el que debe decretar al espíritu, sino que es el espíritu el que debe guiar el intelecto. El intelecto es como la buena pluma, la inspiración como el buen papel pero el espíritu es la antena diestra y lúcida encargada de captar las ideas. Cuando pienso no necesito de más estímulo que la concentración misma. No bebo café ni fumo para ello, pero puedo interrumpir todo por una buena barra de chocolate. Muchas veces he olvidado de almorzar cuando escribo. Me basta saber que mi entorno familiar está seguro y tranquilo para proseguir mi tarea intelectual.
Muchas veces me he sorprendido de lo que la concentración es capaz de hacer. Suprime el hambre, elimina el tiempo, me desconecta del espacio, se disfruta más hondamente del silencio y en soledad vibra intensamente la vida del espíritu. En mi tarea intelectual he experimentado que tras diez o quince horas seguidas de trabajo se agota el cuerpo pero no el alma. El filósofo y embajador peruano Alberto Wagner de Reyna también cuenta en sus memorias que podía teclear catorce horas sobre la máquina sin ser perturbado (Bajo el Jardín. Memorias, Lima 1997, pág. 96). Esto me recuerda una famosa fotografía que existe del genial inventor Edison tomada a las cinco y media de la madrugada del 16 de junio de 1888, donde se le muestra con los ojos totalmente hundidos y con grandes ojeras después de trabajar setenta y ocho horas seguidas en su primer fonógrafo. La obra de Edison como la de Henry Ford muestran el mismo efecto de desconexión con el espacio y el tiempo por perseguir las ideas, aunque en sus casos las ideas cobran una aplicación determinada para satisfacer las exigencias sociales.
Esta sensación fue la que motivó uno de los títulos de mis poemarios, Horas sin tiempo. Y es que cuando escribo poesía sólo lo hago por un llamado muy poderoso y extraño del alma, el cual no logro comprender pero al que obedezco. Realmente tanto en el ensayo como la poesía experimento la inspiración, pero sólo soy un poseso en estado de poesía. Por supuesto, la inspiración puede quedar en estado de esbozo si se carecen de los conocimientos técnicos indispensables. Realizar la inspiración requiere técnica. Inspiración sin técnica es como tratar de dormir en una cama pequeña. No obstante, yo sólo sé que cuando la inspiración llega se parece a una catarata de perlas que deslumbran por su brillo y la mayor parte de ellas quedan fuera del canasto. Se cuenta que Beethoven y también Brahms encontraban inspiración paseando por el bosque. Allí hallaban la visita de las musas. Se comprende así que la inspiración es personalísima, única e irrepetible.
A propósito, se cuenta que cuando el Presidente Charles de Gaulle vino de visita al Perú durante el primer gobierno de Fernando Belaunde Terry se tuvo que mandar hacer una cama especial, pues su tamaño físico excedía las medidas usuales de este tipo de mobiliario en Lima. Una correspondencia similar debe haber entre inspiración y técnica. Por lo demás, me he preguntado qué significa pensar. Y respondo, es formar parte del mundo de las ideas. Esto es, se piensa no para aprehender sino como acto primero de contemplación. Por eso pienso que ejerzo el filosofar. Porque encuentro que en la filosofía el pensar contemplativo encuentra su lugar privilegiado. Heidegger decía que pensar es ubicarnos en la vida del pensamiento. Más yo creo que pensar es situarnos en la vida de la realidad misma.
En efecto, no se trata de leer, aprender y escribir, sino de algo más básico e interno. Se trata de conectar el espíritu o la voz interior con una curiosidad que ansía extenderse y profundizar. La curiosidad es la charme o encanto que permite la bonhomie o bondad del espíritu. Es una facultad que todos los seres racionales tienen, la facultad de admiración. Claro está que la capacidad admiración está en todos pero no en los mismos grados e intensidad, e incluso hay casos en que circunstancias externas o internas la deben despertar y en otros casos terminan lamentablemente por adormecerla. Alma que no sabe admirarse de las cosas es como la bella puerta de una casa pero que no se puede abrir.
Creo que la ciencia de la caracterología ha escrito en abundancia sobre este punto y explica bastante bien las propiedades distintas en los diversos espíritus. Basta el simple ejemplo de que a un flemático intelectual le será más fácil la concentración y la vida teorética que a un apático indolente. Y a un sentimental soñador le será más accesible el mundo de los sentimientos que a un amorfo perezoso.
Entonces vuelvo al punto: cada mente debe encontrar su propio camino. De ahí que la escuela y la universidad deben ser instrumentos no rígidos sino flexibles y motivadores para diseñar un proyecto libre de aprendizaje propio. Aunque es verdad lo que, además, ha puesto en evidencia la Nueva Educación. No es posible lograr niños inteligentes sin el decisivo papel formativo de la madre, generadora de la crucial capacidad de la empatía, verdadero crisol de humanitarismo. No obstante, el rol de la madre está siendo destruido por una civilización entregada al frenesí de la producción y de lo económico. Todo lo cual indica que hay que replantear nuestro modelo de civilización. Yo recuerdo a mi dulce madre leyéndome cuentos al dormir. Pero también fui un niño en que mis padres siempre me demostraban que mis ideas valían, respetaban mis preguntas incesantes, elogiaban mis ideas originales, y me daban mucho espacio para las tareas libres.
Es decir, en el niño es fundamental cubrir no sólo sus necesidades fisiológicas, de seguridad y afectivas, sino también de estima y realización personal. Sólo así se puede suscitar y guiar la creatividad. Es inhumano e inaceptable dar al niño seguridad material y afectiva, y negarle autoestima y realización personal. Yo creo que el trauma de la Conquista y nuestra tradición autoritaria y represiva, que impide la sana formación de la autoestima y la culminación de la realización personal, es la raíz del anatopismo (pensar imitando lo extranjero) tan bien denunciado por Víctor Andrés Belaunde.
Si yo hubiera nacido en el campo seguramente mi mente se hubiera aficionado a la observación directa de la naturaleza y al disfrute de otras criaturas vivas. Pero mi destino fue ser una criatura de la urbe. Mi sed de conocimiento aprendió a satisfacerse a través de los libros. Además, tuve la fortuna de que mi padre contara con una gran biblioteca y que en mi cumpleaños número seis se me obsequiara con una biblioteca propia bien provista. Hasta hoy recuerdo el aroma de aquellos hermosos libros y la emoción e interés que sentía por repasar cada una de sus páginas. La niñez, sin duda, es la mejor edad para aprender a amar a los libros.
De modo que ya en la escuela y en la universidad ingresé amando previamente el conocimiento que me proporcionaban lo libros. Incluso me molestaban las lecturas que se me imponían y me placía con las lecturas que escogía por mí mismo. En otras palabras, creo el hogar es el principal y primer lugar donde el niño aprende a escuchar la voz interior para cosas determinadas. Y yo en ella aprendí a escuchar en mi espíritu la voz de los libros. Pero además recuerdo que mi madre y mis hermanas me hacían dormir mientras me leían libros. Lo cual redoblaba mi curiosidad por esos objetos llenos de letras y hermosas ilustraciones. Mi padre siempre llegaba a casa trayendo un libro nuevo y yo me abalanzaba a él tratando de desentrañar su importancia. Pero, escritor como él era, también lo veía escribir a la velocidad de un rayo en la máquina de escribir. Y cuando él no estaba yo me sentaba frente a ella y jugaba a ser un gran y raudo escritor.
Cierto vez, cuando tenía diez años, decidí escribir en la máquina de mi padre. El resultado es que me deleité tanto que al cabo de tres meses había terminado cerca de 60 fascículos ilustrados y escritos por mí. Por fin estaba creando mis propias historias. Podía compartir el orgullo de ser escritor como mi padre. Yo no me inicié en la literatura leyendo cómics como los demás niños, sino con libros y enciclopedias. Cuando llegaron a mis manos, mucho más tarde, los cómics éstos no me gustaban, los hallaba insulsos. Y entonces conjeturo que si los niños de hoy vieran a sus padres traer a casa un libro al mes, en vez de una cerveza o un periódico amarillista, estoy seguro que otra nación cultivaríamos entre nosotros.
En este aspecto es inevitable rememorar la Poética del espacio de Gastón Bachelard. Pues no sólo existe la voz interior del espíritu sino que también las cosas tienen su propia voz, y entre todas esas cosas la primera voz que se interioriza es la voz de la casa familiar. La dialéctica entre ambas voces es compleja, no siempre coincidente y muchas veces conflictiva. Si las dotes del niño Mozart hubieran tenido que afrontar un hogar distinto al que tuvo quizá su genio no hubiera brotado o quizá lo hubiera hecho de forma menos prodigiosa.
Me parece que es suficiente este trivial ejemplo para comprender hasta qué punto es importante la formación de la voz interior del espíritu en la casa. Y es así porque la casa es hogaño familiar o sea el micromundo de la vida cotidiana. Allí lo que está en potencia en el alma deberá ser estimulado para despertar en acto. Su formación y desarrollo será ya cuestión de los años y estudios venideros. Pero la importancia de despertar las potencialidades se da muchas veces en el hogar. ¿Puede la calle ser substituto del hogar? Siempre, aunque corrientemente no para bien. Rousseau escribió: "Lo malo no es el hombre sino la sociedad, pues está hecha para que el hombre caiga". Aunque quien mejor plasma la idea de sociedad es Aristóteles cuando escribe: "Los hombres no han establecido la sociedad sólo para vivir, sino para ser felices". Y este es el gran ideal que se persigue en todas las utopías políticas: humanizar la vida social.
Este breve preámbulo me sirve para explicar por qué nunca soporté las enseñanzas impartidas en la universidad sobre la confección de fichas. Era el curso de “Metodología del trabajo intelectual”. Acostumbrado como estaba a tener el libro en manos propias y garabatearlo de pie a cabeza, el fichar me resultaba empobrecedor, demasiado sinóptico y rompiente con la idea viva del libro. La verdad es que casi nunca recurro a fichas para escribir, acudo directamente al libro. Pero es más. Cuando vuelvo a algún libro lo hago porque me plantea alguna pregunta más que una respuesta. Por eso, cuando estoy en la biblioteca es como estar en un templo, repleto de hierático misterio.
Y aquí encuentro algo que da unidad a toda mi producción intelectual. Mis libros han nacido de preguntas antes que de respuestas. Otras veces me encuentro leyendo un libro y una línea determinada me sugiere una idea nueva, me asalta una idea inesperada. No me queda más que atraparla en el aire, apuntarla y dejarla que anide en el espíritu hasta que dé brote. Muchas ideas de ese tipo han pasado por mi mente y muy pocas se han dejado desarrollar. Como las ideas también son objetos, ellas también tienen su propia voz interior y hablan cuando quieren, a quien quieren y a quien mejor las entienda.
En las cosas del espíritu muchos son los misterios, más nada es más misteriosa que las ideas. Y aquí me pregunto hasta qué punto estoy dispuesto a seguir a las ideas hasta el final. ¿Estaría dispuesto a dar la vida por ellas? Decirlo en el papel es fácil, más demostrarlo en la vida es lo decisivo. No obstante, esto me remite a la historia del eximio poeta romántico germano Conde de Platen y Hallermünd, el cual murió joven suicidándose en las tibias aguas del Golfo de la Spezia, que los italianos llaman el Golfo del Poeta. Escuchemos sus versos: El que la belleza ha visto con sus ojos/está ya entregado a la muerte/para ningún oficio servirá en la Tierra/el que la belleza ha visto con sus ojos. Yo creo que algo parecido acontece con el filósofo que ve las Ideas con el ojo del espíritu.
Otro detalle que no me parece baladí es que en mi trabajo intelectual suelen entrar muchos bichos pero nunca pienso ni anhelo conseguir éxito, fama, premios, títulos y honores. Siento con repugnancia tal cosa por inmoral. Será por eso que soy tan reactivo a la lógica del condumio capitalista. Las ideas no deben ser prostituidas, deben circular y nacer tan libres como vienen. Jamás concursé a un premio literario o cosa por el estilo. Me atraen las ideas por sí mismas, creo en ellas y, aunque publico mucho, nunca pienso en ellas como el tesoro de Midas. La gratuidad de la vida de las ideas implica la gratuidad de nuestro comportamiento con ellas.
Muchas veces debo tantear, improvisar, andar a ciegas, casi siempre voy con el lazarillo de la inspiración pero nunca me dejo arrastrar por la tentación de la perfección. Me gustan más las cosas inacabadas. Creo que se acomodan más al ritmo enigmático de la realidad. La cual es como la Esfinge que no revela todos sus secretos. No es fácil pero me gusta escribir como hablo. Pero eso sí, tengo un gran defecto, debo esperar tener tranquilidad para emprender una obra. La alegre soledad y el melodioso silencio son el camino regio que reflejan la seráfica eternidad. Esto para mí no es, quizá, un gran sacrificio, porque no soy dado a las diversiones, la vida social, a la goma de mascar de la mente, como es la televisión, ni a las novedades, ni a la información sin formación. Rehúyo de la cháchara insubstancial y no soporto las bromas chocarreras de cantina. De ahí que casi nunca leo los periódicos -abrevadero la mente manipulada-, salvo el repaso de noticieros que yo mismo selecciono de las agencias internacionales en internet. Ni disfruto de algún programa cómico televisivo, repleto de sexismo, travestismo y vulgaridad. Nunca como antes el cuarto poder del periodismo se ha mostrado tan impotente e incapaz de controlarse a sí mismo, y más bien ha demostrado que la libertad de expresión es un mito, una treta para expandir el clima cultural de barbarie que predomina en el capitalismo decadente.
Raras veces mis libros han nacido de proyectos premeditados. Casi siempre dejo que la heteróclita y dispersa producción se vaya juntado sola. Nunca tienen fruto en mí los temas que me sugieren, sino solamente los temas que nacen en lo espíritu. Pero puedo ayudar a otros con sus temas y en el desarrollo de sus ideas. Pero cuando sucede en mí lo imprevisto de la sistematicidad, entonces me debato hasta acabarla y llegar a una solución satisfactoria. Casi siempre no es la inteligencia sino la intuición la que comienza y termina la obra. Y por ello, el camino intermedio del desarrollo de mis libros es obra de la inteligencia. Sin algún tipo de extraña iluminación no hubieran brotado mis libros. Por lo general, me considero un intermediario de escasas fuerzas para manifestar lo que intuyo. También me pregunto en qué medida las mujeres han influido en mis obras. Nunca han sido musas de la razón -su presencia en mis ensayos es casi nula- pero admito que sí han sido musas del corazón -su presencia en mi poemática, novela y cuentística es innegable-.
Mis intuiciones se dan de diversas formas. Cuando leo un buen libro éstas brotan constantemente y casi no puedo leer. Debo remitirme a la computadora para escribirlas de inmediato. Bien decía Poincaré: Probamos por medio de la lógica, pero descubrimos por medio de la intuición. También cuando leo un libro flojo mi voz interior se desespera, protesta y, sin interrumpir la lectura, termina registrando la discrepancia. En otros casos no se me presenta ninguna intuición y es cuando la inteligencia se regodea con la información que forma el espíritu. En lo referente a mis lecturas no excluyo ningún campo, todas las áreas me interesan y soy feliz cuando descubro el ritmo que tiene cada libro.
Me complace descubrir nuevas relaciones de ideas, acuñar neologismos, atisbar nuevas realidades, pero cuando no lo logro no me frustro porque siento que lo hecho, sin ser suficiente, ha allanado en algo mi camino. Además, me gusta ser hereje de mí mismo. Busco ser el primer crítico de mis ideas. Y cuando no lo logro me siento anquilosado. Soy mejor oidor que conversador. Cuando era más joven me atraía la polémica, con los años he comprendido su relativa infecundidad. Ahora más me atrae el trabajo silencioso y aislado. Bailo tan mal como podría hacerlo un camello, pero ante una dama hermosa mis pies cobran vida. No soy el misántropo de Moliere ni el lobo estepario de Kafka, pero no siento ansiedad por la relación social. Me place meditar, observar, analizar, aunque reconozco que no soy un inactivo. Por el contrario, mi carácter apasionado me lleva hacia una poderosa acción en todo lo que emprendo. Incluso disfruto a mis 56 años compartir con mi hijo, que ya es un joven, un partido de fulbito con los vecinos.
Leo bastante pero no lo suficiente por el cansancio de mi vista. No me interesa leer rápido ni calmo. Ya dije que cada libro impone su velocidad y descubrir eso me da felicidad. Me gusta escribir a vuela pluma, incluso sobre cosas complicadas y densas porque me fastidia la pose doctoral. Me fastidia cuando se me exige un lenguaje más llano y directo. Creo que el lenguaje debe ser auténtico como el espíritu del escritor. Por tanto, debe reflejar un modo de ser antes que un modo de aparecer.
La aprobación ajena rara vez me es estimulante. Al contrario, la juzgo peligrosa. Si tanto me alaban, decía Aristóteles, será por alabarse a sí mismos, pues al alabarme dan a entender que me comprenden. Juzgo que sin intuición mi voz interior sería ciega. Con el tiempo aprendí a no enfadarme con la crítica mal intencionada. Me dejo atraer por la luz como polilla. Voy directo al objetivo. Suelo ser constante en lo que emprendo. En mi camino apenas dejé dos obras sin concluir. Y cuando lo hago no es por determinación racional sino por latido espiritual. Tengo la manía de escribir en soledad y rodeado de libros. Por ello casi siempre leo y escribo en mi biblioteca. Sólo voy a la biblioteca pública para sacar copias o dejar mis propias obras. Soy ordenado y el desorden, incluso físico, bloquea mi mente para escribir. Por una idea que me arriba suelo interrumpir el sueño a cualquier hora con el fin de escribirla. Luego retorno al lecho y me reconcilio con el sueño fácilmente. Si no hago esto no puedo dormir.
Mis obras, como decía Rodin, nacen del concierto entre el alma y la mano. Tengo obras que las empecé a escribir desde el medio y no desde el principio. Suelo pasar sin mucho esfuerzo de la inspiración a la creación. Pero también mi espíritu languidece de modo insufrible cuando no me visita la inspiración. Reconozco que mis composiciones no son rigurosas aunque en todas ellas he puesto esfuerzo y canalizado energía creativa. Quizá sea cierto de que escribo para ser consciente de mi propio valer, pero sería injusto reducir las obras a este propósito porque ellas tienen vida propia. No soy perfeccionista. Por ello no corrijo lo escrito hasta límites extremos, apenas corrijo la ortografía. Pero casi siempre suelo añadir más ideas.
Sí, es cierto. Soy sumiso, humilde y paciente con mis intuiciones e inspiraciones. Entiendo su caprichosidad, imprevisibilidad y fugacidad. En este sentido, tienen un hálito femenino. Pero las suelo atrapar con la red viril de una profunda motivación. Con las ideas practico el rapto de Proserpina. Sin certeza de la propia vocación es difícil atrapar la propia inspiración. A veces simplemente el leer el título de un libro me brinda una nueva idea. Goethe recomendaba una actitud vigilante ante la inspiración para que no se escape ninguna chispa. Yo prefiero su asalto distraído para gozar más de su coqueta espontaneidad y sorpresa.
Si alguna conclusión puedo extraer de estas heteróclitas líneas es que mi trabajo intelectual me ha demostrado que la creatividad consiste esencialmente en una nueva forma de ver la realidad, antes que en una técnica o un modo de pensar. Lo que digo no es nuevo pero me complace constatarlo personalmente. Además, debo confesar que me resulta más cómodo escribir en computadora, pues el ensayo puede ser constantemente cincelado como un escultor -como hago ahora-, porque una vez publicado en libro no queda otra alternativa que esperar una segunda edición para introducir alguna modificación o añadido.
No obstante, esta nueva forma de ver la realidad está relacionada con la experiencia estética y la experiencia amatoria. Para mí tienen especial importancia aquellos autores que consideran lo bello como origen del conocimiento. En mi trabajo intelectual siempre está presente la experiencia de lo bello. Y esto acontece tanto en lo particular de la intuición como en lo universal del entendimiento. Y esto lo digo sin compartir el subjetivismo estético de Kant. Para mí, el ser que puede ser comprendido es bello. Se contempla una idea como se contempla la belleza de una mujer. El éxtasis que produce también incita a la acción. Admiración, atención y acción se fusionan en uno. Así, lo bello no solamente es producto del sentido estético sino que también está en las cosas. Y entre estas cosas objetivas están las ideas, las cuales son intrínsecamente bellas. En la formulación de un concepto y en la captación de una idea está presente la experiencia de lo sublime. La cual eleva el espíritu a lo infinito.
El infinito fue el leit motiv de la filosofía romántica. Pero también es una constante indesarraigable del alma humana. Reencontrarse con esta tendencia del alma a través del trabajo intelectual me ha proporcionado el sentido teleológico del cosmos y me ha revelado la inteligencia arquetípica de Dios, capaz de una intuición total de la realidad. Es por eso, que un verdadero trabajo intelectual es no sólo una experiencia estética sino también erótico-religiosa. Porque religa con la realidad y hace uno con ella y con la divinidad. En otras palabras, todo empieza con una intuición de lo real sin mediación conceptual, pero luego se ponen en juego todas las facultades de la conciencia para formular una comunicabilidad de lo universal que nos devuelve hacia el absoluto. Es por esto que, además, el trabajo intelectual es una experiencia profundamente moral porque nos devuelve hacia la realidad del ideal, que en el fondo es la sublime unión de la libertad, la naturaleza, lo estético y lo ético.