Ser escritor en el Perú Ser escritor en el Perú

Por Ricardo Ayllón
Fuente: librosperuanos.com
Diciembre, 2014

Un año atrás debí asistir a una feria de escritores en el norte peruano, pero no pude llegar por una jugada traicionera del destino. Hace una semana, buscando entre mis archivos, hallé el texto que había preparado para ese evento. Acabo de quitarle el polvo digital y lo comparto ahora para que no se pierda en los recovecos de mi vieja PC. (R. A.)


Cuando terminé el colegio mamá y papá pretendían que fuera profesional, como es el deseo de todo padre en este país. Pero no querían que me fuera a estudiar lejos, me veían haciendo una carrera cerquita nomás, en el mismo Chimbote o, a lo mucho, en Trujillo, que está a una hora y media del puerto donde nací.

Pero a mí no me gustaba Trujillo, era una ciudad que me traía horribles recuerdos porque fue allí donde una vez me perdí en un viaje que hice con mamá. Resulta que el centro de Trujillo ha sido trazado alrededor de esa gran circunferencia que es la avenida España, y si no conoces ese trazo y piensas que estás en una urbe diseñada a manera de damero, entonces ya perdiste. Te la pasarás dando vueltas y vueltas por la dichosa avenida, y siempre llegarás al mismo punto. ¡Como para volverse loco!

El recuerdo de ese despiste se me hizo un tumor, un trauma espantoso, y por eso nunca más quise volver a Trujillo, ni siquiera para convertirme en médico o abogado, como soñaban mis pobres padres. Porque lo que yo quería más bien era irme a Lima o salir al extranjero, vivir solito en un cuarto con mi máquina de escribir y millares de hojas de papel bond para hacerme escritor.

Esto de hacerme escritor fue un capricho adolescente que me creció como un miasma cada vez que leía más y más novelas. Aunque la imaginación en mí no era cosa reciente, desde muy chico gozaba fantaseando, inventando sueños que nunca había tenido pero que narraba con lujo de detalles a mis amigos del barrio, quienes me los escuchaban boquiabiertos, no sé si porque les parecían maravillosos o porque bostezaban de lo aburridos e inverosímiles que eran.

Lo cierto es que la mentira, la ficción, la imaginación, siempre anduvieron en esta cabeza que, con la llegada de los libros, se potenció al cubo y me hicieron alucinar que yo de lo que quería vivir era de escribir.

Vano sueño. ¿Acaso mis padres iban a dejar que me muriera de hambre? En la cola para inscribirme al examen de admisión de la Universidad de San Marcos, cuando por fin me atreví a decirle a mamá que lo que quería era estudiar Literatura, ella hizo que diera un giro traicionero en mi vocación convenciéndome a carajazos que me inscribiera en Derecho y me dejara de sonseras. No sé si antes o después de eso, cuando papá se enteró también de lo mío, fue que me dijo: “Para hacerte escritor, hijo, tienes que ser primero marica, suicida o borracho, y tú no eres ninguna de las tres cosas”, como diciéndome: tú no te atreverías a ser nada de eso porque si no te rajo a pencazos.

Así terminé ingresando a la facultad de Derecho de la universidad decana de América, y, no obstante, aprovechando mi absoluta soledad en Lima, conseguí llenar cientos y cientos de cuartillas con poemas, cuentos e inicios de novelas que un buen día tiré a la basura porque estaban terriblemente escritos. Tenía imaginación, sí, pero no estaba preparado aún para escribir nada que valiera la pena.

Fui consciente que mi condición era la de un simple llenador de páginas, un escribidor, solo el esclavo de una imaginación desbordante que no sabía con claridad para dónde quería ir. Rumas y rumas de papeles con disparatadas historias donde mezclaba realidad y fantasía sin ninguna medida, donde componía versos que solo me gustaban a mí y a nadie más, donde intentaba ensayitos sin tentar ninguna hipótesis. Andaba más perdido que Adán en el día de la madre.

Eso por un lado, mientras que por otro, un bendito día se me abrió el cráneo y a fuerza de lecturas comencé a percibir el inmenso poder que tenía la palabra sobre el ser humano. La palabra, este bendito invento nuestro, este maldito artificio de la comunicación que nos diferencia de los animales, era un arma poderosa, más intensa que los aparatos de fuego, más dañina que la peor de las enfermedades y tan letal como la más vil de las ponzoñas; aunque tan curativa –a la vez– como el más eficaz de los medicamentos, tan redentora como una penitencia y más liberadora que una terapia psicológica..

La palabra, la lengua, la verdad o la mentira, y esta su capacidad de meterse en las conciencias para acabar de una sola injuria o un chisme con la felicidad de una persona, de vender esperanzas y quimeras con un solo discurso en la plaza de un pueblo; o de crear universos paralelos, hechos que son como la vida misma, peligros y aventuras en un puñado de páginas de un libro. La palabra era la mejor arma del ser humano ante la vida, y yo la estaba aprendiendo, intentando manejarla en forma de literatura.

¿Qué significaba eso? Que por el mismo hecho de que es la palabra el insumo básico de todo escritor, lo que debía hacer era forjarla con martillo cuidadoso, conocer los recovecos de su alma, hacerme su patrón y servidor, su aliado y su rival, su pariente pero también su querellante. Supe entonces que había entrado a la literatura por la puerta falsa, por la chimenea, por una ventana rota, pero ahora que estaba dentro solo había que aprender.

Y no solo eso, pues si la lectura concede, conforme uno la practica, poder de reflexión, libertad de pensamiento, la forja de una opinión y conciencia crítica, el ejercicio de la escritura lo que brinda es capacidad de expresión y de meterse en las mentes para descargar todos estos logros, además de avivar la imaginación, esa otra facultad que es la que ha movido al mundo en los grandes dilemas humanos.

¿Acaso no ha sido a base de imaginación como han surgido los más importantes inventos que nos han salvado de las enfermedades, han acortado las distancias o nos han hecho conocer nuevos mundos? Y claro, ustedes me dirán que han servido también para ayudar a matarnos entre nosotros, a sujetar a la naturaleza a capricho nuestro y terminar acabando con la armonía del planeta en que vivimos. Es cierto, pero eso ya no depende de los logros de la imaginación, sino de la maldad del corazón humano, lo que también es tema de reflexión en muchos libros.

Pero no nos salgamos del tema. El título de este soliloquio dice “Ser escritor en el Perú”, y para eso he decidido reflexionar primero sobre la pregunta primigenia de por qué me hice escritor, a secas, ya que cuando uno está en plan de responderla surge el cuestionamiento de por qué optar por este camino en las nulas oportunidades que brinda esta suciedad… perdón, esta sociedad nuestra llamada Perú, un medio maldito para la literatura, donde la ignorancia y la educación andan por las patas de los caballos y donde nuestros ministros, congresistas y presidentes regionales si no es que lo demuestran a diario con su horrorosa manera de hablar, admiten pública y orgullosamente que lo que a menos se dedican es a leer.

La pregunta de por qué me hice escritor en un país como este, entonces, podría ser respondida fácilmente diciendo que con sus libros, uno ayuda en el desarrollo cultural y educacional del país, en lograr más lectores y, por lo tanto, más seres pensantes y reflexivos, más gente estimulando su imaginación y su capacidad de enfrentar las dificultades. Uno podría decir todo esto de corrido, sentirse satisfecho y cruzarse de brazos. Mas no es tan fácil la cosa. Porque uno espera conseguir todo esto con sus libros, sí, pero qué pasa si es que desde arriba nadie ayuda, si es que la ignorancia y el impedimento de aprender, como ya he dicho, viene de los señores que dizque nos gobiernan y no desarrollan políticas para que la lectura sea práctica natural en los hijos de esta amplia comarca nuestra llamada Perú.

Entonces el ser escritor, el serlo en una comunidad sin lectores sería absurdo, ¿no es cierto? Y esto, obviamente, desanimaría a cualquiera, desanimaría a cualquiera porque si no lo saben, así como en tierras desarrolladas los tirajes para una novela son mínimo de diez mil ejemplares, en este país los escritores nos sentimos idiotamente felices con un tiraje de apenas mil ejemplares que agotamos en tres, cuatro y hasta en cinco años.

¿Y esto por qué? Porque aquí no funciona nada, y si funciona, funciona mal. Porque aquí las leyes para facilitar el costo para producir libros en lugar de ser cada día más y mejores, se restringen anulando las exoneraciones para la compra de insumos; porque aquí los gobernantes a quienes la plata les llega sola dan más libertades a las editoriales de afuera que abarrotan con sus libros extranjeros las grandes librerías, cerrándoles el paso en las estanterías a los libros nuestros; porque aquí se hace también industria del libro con lavado de activos, y con esa desventaja, las editoriales pequeñas y limpias, donde publican muchos buenos escritores, terminan muriendo de inanición; porque aquí la inversión estatal en educación es la más baja del continente, mientras que la inversión privada en televisión basura es cada vez mayor, y hasta ha pasado a la industria del cine donde nuestro actuales orgullos nacionales (y comerciales, claro) son un puñado de bodrios descartables y descerebrados; porque aquí nos preocupamos más por andar pidiendo a los alcaldes cemento y conciertos báquicos de música ordinaria que educación y salud para nuestras familias.

Con todo esto, ¿un escritor tendría que desanimarse o no? La mayoría lo haría… y conozco muchos que lo han hecho. Pero hay otro grupo que tiene el cuero duro y justamente es esa toma de conciencia, ese vuelo imaginativo y las facultades de expresarse más allá de cualquier dificultad, lo que los ha hecho insistir en esto de darle a las palabras. Porque ya es hora de decirlo: el escritor peruano, el verdadero escritor peruano, el que se ve solito ante los grandes molinos de viento que acabo de enumerar, se da cuenta en cierta hora desnuda de su vida, que esto de ser escritor no es un oficio, no es mero ejercicio, sino una consagración, un voto, una expiación. Es la decisión de ejercer, con sus libros y sus palabras, el dogma de esta lucha que es ganar más adeptos de la lectura, más aliados de la imaginación, más gente decidida a sospechar y cuestionarlo todo para emprender el camino del librepensamiento y de la verdad.

Uno es escritor en el Perú, entre otras cosas, para estar hoy en un recinto como este y entregarles lo poco que sé de la vida, lo poco que les he ido descubriendo a las injusticias y a los desniveles sociales, y lo mucho que hay que trabajar para nivelar y poner las cosas en su lugar. Un escritor no es nadie, es una fuerza motriz insuficiente para esta lucha, pero sí lo es la suma de conciencias, intenciones y músculos de un pueblo unido y fortalecido. Y si en esta feria ha hecho falta la presencia de un puñado de escritores para recordárselos, yo estoy orgulloso de ser uno de ellos, un escritor decidido a vagar por este país negado para la literatura aprovechando plazas y ferias con el fin de acabar de una buena vez por todas con la ignorancia generalizada, con los gobernantes que nos avergüenzan presumiendo de que no necesitan leer para estar donde están, y con el falso orgullo de ser un gran país cuando no hemos aprendido siquiera a respetar nuestra propia cultura ni elegir gobernantes que valgan la pena.

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