Por Winston Orrillo
Fuente: Los Andes, Puno 11 de mayo de 2014
http://www.losandes.com.pe/Cultural/20140511/80098.html
“No es necesario tener los restos de Ezequiel, es suficiente que haya existido” José Carlos Mariátegui
Las del epígrafe son las palabras que pronunciara nuestro Amauta cuando le comunicaron que había “desaparecido” el cuerpo del vernáculo e invicto luchador y líder campesino, cultivadísimo organizador popular y héroe silenciado, Ezequiel Urviola, luego de ser torturado, escarnecido y permanentemente perseguido por la policía política del dictador Leguía, quien, ladinamente, engañara a todos con el cuento de que era defensor, impertérrito de la raza indígena.
Y éstas se hallan en “Ezequiel. El Profeta que incendió la pradera”, novela del gran escritor puñeno –poeta, narrador, ensayista– Feliciano Padilla, recientemente publicada por el Fondo Editorial Cultura Peruana, que dirige el poeta Jorge Espinoza Sánchez.
El volumen, cerca de 300 páginas, escritas con una prosa admirable, recrea, fascinantemente, las vicisitudes de la vida de un gran mestizo, Ezequiel Urviola, quien, motu propio, asume la identidad de indio, al usar un atuendo que caracterizaba, precisamente, a aquellos sectores, los más desvalidos de la sociedad, no obstante lo cual estudia en la Universidad de Arequipa, la carrera de abogado, la que no culmina, por dedicarse, plenamente, a la encendida defensa de los “humillados y ofendidos” de su región, a favor de los cuales están su vida, su salud y las numerosas prisiones que soporta -“accidentes de trabajo”, le llama nuestro Mariátegui- en medio de las cuales contrae una tisis galopante que será, la que, finalmente, acabe con su heroica existencia, luego de ser venerado por quechuas y aymaras, los que, sabían, él era uno de los suyos.
A tanto llega su inquietud cultural –era un estudioso empedernido– que no obstante su apariencia, característica de los indígenas marginados, por mediación del autor de los 7 Ensayos, enseña en la Universidad Popular González Prada, cursos para los trabajadores analfabetos.
Esta novela, al recrear la vida de Ezequiel, nos conduce al tiempo histórico –entre los años 20 y 30– de plena insurrección del movimiento popular, al que nuestro protagonista sirve de manera integérrima.
Como escribe el joven maestro sanmarquino, Mauro Mamani Macedo, en un magistral ensayo, que sirve de colofón a la novela, ”la obra de Feliciano Padilla es vasta y múltiple. Ha publicado poesía, ensayo, testimonio, artículos de periodismo cultural, tradición oral, cuentos y novelas”; y luego destaca “porque su trabajo paciente con la palabra procura textos limpios y nutridos de ideas”.
He aquí, pues, la clave: no hay un regodeo estético ni esteticista, en la obra de nuestro autor, sino que su palabra responde al reto que su tiempo le ha planteado, no obstante lo cual la belleza está siempre presente en sus libros; pues, para MMM, “la narrativa de Feliciano Padilla es producto de su talento y disciplina”.
Y, en efecto, todo concluye en que esta obra “lleva al personaje histórico Ezequiel Urviola a un nivel simbólico…” que nos conduce a “una novela circular, como el tiempo mítico, que empieza y acaba en el hospital Dos de Mayo” (donde Ezequiel es llevado, directamente, de una de las ergástulas de la dictadura leguiísta, para tratarse por el agravamiento de su TBC, la misma que lo conducirá a la muerte).
Y, así, de este modo,“A las cuatro de la mañana del día martes 27 de enero de 1925, luego de un sueño apacible, el corazón gigante de Ezequiel dejó de latir para siempre” escribe Feliciano. Es entonces que Antonio, uno de sus grandes amigos, en el cuarto del extinto, ya ocupado por su ausencia, en su mesita de noche, encontró un papel escrito por él, que decía lo que para nosotros es su verdadero testamento, el mismo que no vacilamos en reproducir, porque aquí está, en palabras del protagonista, el sentido de su gesta (inacabada, por otra parte); lo que nos exime de mayores comentarios.
En el texto se leía: “Luché durante toda mi vida: fracasé y triunfé, lloré y me alegré, caminé y descansé, pero siempre me mantuve en el fragor de la batalla. Compañeros, así fue: me persiguieron, me torturaron, me encarcelaron, pero nunca traicioné ni me doblé jamás. Pero, esta batalla contra la tuberculosis, la perdí. Luché hasta el final, hasta que las fuerzas de mi espíritu me lo permitieron. Pues, me voy contento de haber luchado por mis hermanos de raza, contento de haber luchado por la causa justa de los obreros de Lima, contento de haberlos conocido. Solo les hago un pedido: quiero que me entierren con todas mis ropas originarias que nunca he dejado de usar, sea en el cerro San Cosme o San Cristóbal, que son los Apus de Lima, o cerca del mar, para tener la sensación de estar a la vera de mi amado Lago Titikaka. Pónganme para el viaje: maíz, habas, papa, quinua, la sagrada hoja de coca y un poco de alcohol. Y ustedes, amigos míos, sigan luchando sin desmayo, que yo los estaré viendo no sé cómo, ni en qué momento: pero estaré mirándolos y ayudándolos desde donde esté. Adiós, compañeros. Firma Ezequiel”.
No obstante la conocida marginación que el abominable centralismo limeño le endilga a los autores de provincias, Feliciano ha recibido sendos reconocimientos nacionales, como figurar en antologías notables del cuento de Petroperú, 1994 y 1997, Narradores peruanos de los sesenta (1994),El cuento peruano en los años de la violencia (2000), para solo citar algunos.