José Carlos Mariátegui
José Carlos Mariátegui y los judios - Anexos

Por Osmar Gonzales Alvarado
Fuente: Librosperuanos.com
Lima, diciembre 2012

ANEXOS

1/ CARTA ABIERTA AL DIRECTOR DE REPERTORIO HEBREO


Señor
Miguel Adler
    Distinguido señor:
    Dados los ideales que persigo, la noticia que Ud. me da de la fundación en Lima de un vocero de la colectividad hebrea, tiene que ser para mi un motivo de viva congratulación.

    Como directora de la revista Concordia me hallo en plena campaña en contra del prejuicio de razas, en la que Ud. ha de estar, forzosamente, empeñado también: así es que ambos somos de la causa honrada por los nombres de Bertrand Russell, Giuseppe Sergi, P.S. Reinsch, Félix Adler, Israel Zangwill, León Bourgeois, Gustav Spiller, AD. Ferriére, Ed. Claparede y tantos otros, que han coronado el nivel de elevada cultura donde cesan de imperar los conceptos errados que originan los grandes males del mundo.

    El prejuicio en general y el prejuicio de razas muy en especial, es un monstruo lleno de argumentos falsos, que impide los buenos aciertos y destruye la armonía que haría feliz a la humanidad.

    Este monstruo lo tenemos hoy entre nosotros como un rezago de las épocas en que los fanatismos eran sinceros; como un dragón de la leyenda, que el San Jorge de los cristianos no logró matar con su heroica espada.

    El dragón del prejuicio de razas sigue devorando gente e inquietando vecindarios, año tras años y siglo tras siglo. Si nosotros lo pudiéramos matar, asegurando a cada hombre el reconocimiento público de su positivo valor individual, habríamos realizado la obra más excelsa que requiere en el momento el bien de la población terrestre. No alcanzaremos la gloria de tan enorme hazaña, pero estaremos siquiera entre los combatientes de aquel enemigo que algún día tendrá que caer.

    ¿Y qué armas emplear, sino la palabra ilustrativa que corra de boca en boca, diciendo como son en verdad los difamados, al contar la historia de su actividad con pruebas al canto?

    Nuestra tarea será enseñar a apreciar la obra de cada uno, sin fijarse en la nariz de un judío o en los ojos de un chino.

    Tomando en primer término el prejuicio de la raza blanca contra las razas asiáticas, tendríamos que advertirles, a los caucásicos, que aquella raza blanca o europea, no tendría, sin el Asia, ni al Jesús, el Mesías de su devoción, ni los diez mandamientos mosaicos que forman la base del catequismo de la Iglesia de Roma y también de la Iglesia Protestante; ni dispondría de las fuentes inagotables de la filosofía y metafísica Budista, ni del arte de la China y el Japón, ni de la poesía de Persia.

    Por el otro lado, mirando las furias del pan-islanismo de Arabia o el orgullo de los chinos, fundado en la antigüedad de la civilización de su Imperio, o el rencor profundo del Indostaní gandhista, agraviado por los británicos, debemos prevenir a la vez la réplica que hace el complejo de color a la presunción y el odio que gasta el complejo blanco. ¡Que gigante sería la labor de progreso que al género humano le sería posible acometer, si las energías físicas y espirituales no se desperdiciaran en los desvaríos de los prejuicios absurdos! Y cuanto hay que hacer en el mundo, desde el Asia y Europa hasta la América, para vencer enfermedades, mejorar costumbres, remover pobrezas y crear goces superiores!

    Los supuestos idealismos de los pueblos de hoy, ¿a qué se reducen?

    Vayamos al fondo de las teorías sobre las razas, por ejemplo. La época está obsesionada, sencillamente, por la cuestión económica. No hay otro ideal obrero, socialista, o principista de cualquier especie, que el punto de cual gana más y cual gana menos dinero. ¿Odio a la raza china o japonesa, con tres mil argumentos sobre sus defectos físicos o morales El odio en realidad no es sino por la competencia comercial; por la capacidad de esos hombres para vivir en condición pobre hasta hacerse ricos.

    ¿Odio a la raza judía?

    Ya no es por vengar la muerte de Jesucristo, cuyos preceptos ningún cristiano observa, y de cuya fe abjuran multitudes de ateos, que sin embargo conservan su animosidad anti-hebrea; ya no es por superstición medioeval, sino por la razón simple y llana de que el judío, comerciante grande o pequeño, sabe recoger y acumular el dinero que la pródiga raza blanca o mestiza tira a la calle por su propia voluntad. Porque nadie ha obligado a los blancos o mestizos damnificados a empeñar sus prendas, o a traspasar su tienda por dinero al contado, aunque a bajo precio, a los negociantes de su antipatía. Los judíos de Wall Street.

    A trueque de sufrimientos, de persecuciones y de trabajo, poseen los judíos dinero, y los europeos y los americanos quisieran tener el dinero sin los judíos y sin el trabajo y las mortificaciones que los judíos han soportado.

    ¡Así no entiende Dios la justicia!

    Algo se ganaría con que los hombres fueran más francos y no llamaran cuestión de razas lo que es cuestión de envidia y exclusivismo pecuniario.

    ¡Cuestión de razas!

    La verdadera cuestión de razas se ocuparía de la paciencia y laboriosidad de la masa del pueblo chino; de la pujanza y terca resolución del pueblo japonés; de la risueña independencia del pueblo africano; del místico naturalismo del pueblo hindú; de la inventiva y muchas hermosas inspiraciones del pueblo judío, que cuenta en sus falanges centenares de los más notables artistas y científicos que han engrandecido a la cultura humana, y que su interesante revista, señor Adler, no dejará de recordar oportunamente.

    Un voto porque Dios nos de vida para ver sellar aunque sea algunos pactos de confraternidad debidos al movimiento que iniciamos contra el prejuicio de razas y por la armonía universal, hollada, de un modo bárbaro, por las discordias consiguientes a deplorables ignorancias y punibles pasiones.

    ¡Que los nuevos luchadores obtengan el triunfo, que de la revelación del alma de cada raza brote en los demás el respeto por esa alma!

    Su atta. Amiga.

                                                                                                                                     Dora Mayer de Zulen
 


2/ CRÍTICA MARXISTA

“La Ciencia de la Revolución” de Max Eastman se contrae casi a la aserción de que Marx, en su pensamiento, no consiguió nunca emanciparse de Hegel. Si este hegelianismo incurable hubiese persistido sólo en Marx y Engels, preocuparía sin duda muy poco al autor de la “Ciencia de la Revolución”. Pero como lo encuentra subsistente en la teorización marxista de sus continuadores y, sobre todo, dogmáticamente profesado por los ideólogos de la Revolución Rusa, Max Eastman considera urgente y esencial denunciarlo y combatirlo. Hay que entender sus reparos a Marx como reparos al marxismo.

    Pero lo que “La Ciencia de la Revolución” demuestra más bien, que la imposibilidad de Marx de emanciparse de Hegel es la incapacidad de Max Eastman para emanciparse de William James. Eastman se muestra particularmente fiel a William James en su antihegelianismo. William James, después de reconocer a Hegel como uno de los pocos pensadores que propongan una solución de conjunto de los problemas dialécticos, se apresura a agregar: “escribía de una manera tan abominable que no lo he comprendido jamás”. (“Introducción a la Filosofía”). Max Eastman no se ha esforzado más por comprender a Hegel. En su ofensiva contra el método dialéctico, actúan todas sus resistencias de norteamericano —proclive a un practicismo flexible e individualista, permeado de ideas pragmatistas,— contra el panlogismo germano, contra el sistema de una concepción unitaria y dialéctica. En apariencia, el “americanismo” de la tesis de Max Eastman, está en su creencia de que la revolución no necesita una filosofía sino solamente una ciencia, una técnica; pero, en el fondo, está verdaderamente en su tendencia anglosajona a rechazar, en el nombre del puro “buen sentido”, toda difícil construcción ideológica chocante a su educación pragmática.

    Max Eastman, al reprochar a Marx el no haberse liberado de Hegel, le reprocha en general el no haberse liberado de toda metafísica, de toda filosofía. No cae en cuenta de que si Marx se hubiera propuesto y realizado únicamente, con la prolijidad de un técnico alemán, el esclarecimiento científico de los problemas de la revolución tales como se presentaban empíricamente en su tiempo, no habría alcanzado sus más eficaces y valiosas conclusiones científicas, no habría mucho menos elevado al socialismo, al grado de disciplina ideológica y de organización práctica que lo han convertido en la fuerza constructora de un nuevo orden social. Marx pudo ser un técnico de la revolución, lo mismo que Lenin, precisamente porque no se detuvo en la elaboración de unas cuantas recetas de efecto estrictamente verificables. Si hubiese rehusado o temido confrontar las dificultades de la creación de un “sistema”, para no disgustar más tarde al pluralismo irreductible de Max Eastman, su obra teórica no superaría en trascendencia histórica a la de Proudhon o Kropotkin.

    No advierte tampoco Max Eastman, que, sin la teoría del materialismo histórico, el socialismo no habría abandonado el punto muerto del materialismo filosófico y, en el envejecimiento inevitable de éste por su incomprensión de la necesidad de fijar las leyes de la evolución y el movimiento, se habría contagiado más fácilmente de todo linaje de “idealismos” reaccionarios. Para Max Eastman, el hegelianismo es un demonio que hay que hacer salir del cuerpo del marxismo, exorcizándolo en nombre de la ciencia. ¿En qué razones se apoya su tesis para afirmar que en la obra de Marx alienta, hasta el fin, el hegelianismo más metafísico y tudesco En verdad, Max Eastman no tiene más pruebas de esta convicción, que las que tenía antiguamente un creyente de la presencia del demonio en el cuerpo del individuo que debía ser exorcizado. He aquí su diagnosis del caso Marx: “Al declarar alegremente que no hay tal idea, que no hay Empíreo alguno que anda en el centro del universo, que la realidad última es, no el espíritu sino la materia, puso de lado toda emoción sentimental y, en una disposición que parecía ser completamente realista, se puso a escribir la ciencia de la revolución del proletariado. Pero, a pesar de esta profunda transformación emocional por él experimentada, sus escritos siguen teniendo un carácter metafísico y esencialmente animista. Marx no había examinado este mundo material, del mismo modo que un artesano examina sus materiales, a fin de ver la manera de sacar el mejor partido de ellos. Marx examinó el mundo material del mismo modo que un sacerdote examina el mundo ideal, con la esperanza de encontrar en él sus propias aspiraciones creadoras y, en caso contrario, para ver de que modo podría transplantarlas en él. Bajo su forma intelectual, el marxismo no representaba el pasaje del socialismo utópico al socialismo científico; no representaba la sustitución del evangelio nada práctico de un mundo mejor por un plan práctico, apoyado en un estudio de la sociedad actual e indicando los medios de reemplazarlo por una sociedad mejor. El marxismo constituía el pasaje del socialismo utópico a una religión socialista, un esquema destinado a convencer al creyente de que el universo mismo engendra automáticamente una sociedad mejor y que él, el creyente no tiene más que seguir el movimiento general de este universo”.

    No le bastan a Max Eastman, como garantía del sentido totalmente nuevo y revolucionario que tiene en Marx el empleo de la dialéctica, las proposiciones que él mismo copia en “La Ciencia de la Revolución” de la “Tesis sobre Feuerbach”. No recuerda, en ningún momento, esta terminante afirmación de Marx: “El método dialéctico, no solamente difiere en cuanto al fondo del método, sino que le es, aún más, del todo contrario. Para Hegel el proceso del pensamiento, que él transforma, bajo el nombre de idea, en un sujeto independiente, es el demiurgo (creador) de la realidad, no siendo esta última sino su manifestación exterior. Para mí, al contrario, la idea no es otra cosa que el mundo material traducido y transformado por el cerebro humano”: Sin duda, Max Eastman pretenderá que su crítica no concierne a la exposición teórica del materialismo histórico, sino a un hegelianismo espiritual e intelectual —a cierta conformación mental de profesor de metafísica— de que a su juicio Marx no supo nunca desprenderse, a pesar del materialismo histórico, y cuyos signos hay que buscar en el tono dominante de su especulación y de su prédica. Y aquí tocamos su error fundamental: su repudio de la filosofía misma, su mística convicción de que todo, absolutamente todo, es reducible a ciencia, y de que la revolución socialista no necesita filósofos sino técnicos. Emmanuel Berl se burla cabalmente de esta tendencia, aunque sin distinguirla, como es de rigor, de las expresiones auténticas del pensamiento revolucionario. “La agitación revolucionaria misma— escribe Berl acaba por ser representada como una técnica especial que se podría enseñar en una Escuela Central. Estudio del marxismo superior, historia de las revoluciones, participación más o menos real en los diversos movimientos que puede producirse en tal o cual punto, conclusiones obtenidas de estos ejemplos de las cuales hay que extraer una fórmula abstracta que se podría aplicar automáticamente en todo lugar donde aparezca una posibilidad revolucionaria. Al lado del Comisario del caucho, el comisario de propaganda, ambos politécnicos”.

    El cientificismo de Max Eastman no es tampoco rigurosamente original. En tiempos en que pontificaban aún los positivistas, Enrico Ferri, dando al término “socialismo científico” una acepción estricta y literal, pensó también que era posible algo así como una ciencia de la Revolución. Sorel se divirtió mucho, con este motivo, a expensas del sabio italiano, cuyos aportes a la especulación socialista no fueron nunca tomados en serio por los jefes del socialismo alemán. Hoy los tiempos son menos que antes favorables para, no ya desde los puntos de vista de la escuela positiva, sino desde los de practicismo yanqui, renovar la tentativa. Max Eastman, además, no esboza ninguno de los principios de una ciencia de la Revolución. A este respecto, la intención de su libro, que coincide con el de Henri de Manen,su carácter negativo, se queda en el título.

                                                                                                                                  José Carlos Mariátegui


3/ PRELUDIO DEL ELOGIO DE “EL CEMENTO” Y DEL REALISMO PROLETARIO

A Blanca Luz Brum

He escuchado reiteradamente la opinión de que la lectura de “El Cemento” de Fedor Gladkov no es edificante ni alentadora para los que, fuera todavía de los rangos revolucionarios, busquen en esa novela una imagen de la revolución proletaria. Las peripecias espirituales, los conflictos morales que la novela de Gladkov describe no serían, según esta opinión, aptas para alimentar las ilusiones del as almas hesitantes y miríficas que sueñan con una revolución de agua de rodas. Los residuos de una educación eclesiástica y familiar, basa den los beatísimos e inefables mitos del reino de los cielos y de la tierra prometida, se agitan, mucho más de lo que estos camaradas pueden imaginarse, en la subconsciencia de su juicio.

    En primer lugar, hay que advertir que “El Cemento” no es una obra de propaganda. Es una potente novela realista, en la que Gladkov no se ha propuesto absolutamente la seducción de los que esperan, cerca o lejos de Rusia, que la revolución muestre su faz más risueña, para decidirse a seguirla. El pseudo-realismo burgués, —Zola incluido—, había habituado a sus lectores a cierta idealización de los personajes representativos del bien y la virtud. En el fondo, el realismo burgués, en la literatura, no había renunciado al espíritu del romanticismo, contra el cual parecía reaccionar irreconciliable y antagónico. Su innovación era una innovación de procedimiento, de decorado, de indumentaria. La burguesía, que en la historia, en la filosofía, en la política, se había negado a ser realista, aferrada a su costumbre y a su principio de idealizar o disfrazar sus móviles, no podía ser realista en la literatura. El verdadero realismo llega con la revolución proletaria, cuando en el lenguaje de la crítica literaria el término “realismo” y la categoría artística que designa, están tan desacreditados, que se siente la perentoria necesidad de oponerle los términos de “suprarrealismo”, “infrarrealismo”, etc. El rechazo del marxismo, parecido en su origen y proceso, al rechazo del freudismo, es en la burguesía una actitud lógica, —e instintiva—, que no consiente a la literatura burguesa liberarse de su tendencia a la idealización de los personajes, los conflictos y los desenlaces. El folletín, en la literatura y en el cinema, obedece a esta tendencia que pugna por mantener en la pequeña burguesía y el proletariado la esperanza en una dicha final, ganada en la resignación más bien que en la lucha. El cinema yanqui ha llevado a su más extrema y poderosa industrialización esta optimista y rosada pedagogía de pequeños burgueses. Pero la concepción materialista de la historia, tenía que causar en la literatura el abandono y el repudio de estas miserables recetas. La literatura proletaria tiende naturalmente al realismo, como la política, la historiografía y la filosofía socialista.

    “El Cemento” pertenece a esta nueva literatura, que en Rusia tiene precursores desde Tolstoy y Gorki. Gladkov no se habría emancipado del más mesocrático gusto de folletín si al trazar este robusto cuadro de la revolución, se hubiera preocupado de suavizar sus colores y sus líneas por razones de propaganda e idealización. La verdad y la fuerza de su novela —verdad y fuerza artísticas, estéticas y humanas — residen, precisamente, en su severo esfuerzo por crear una expresión del heroísmo revolucionario — de lo que Sorel llamaría “lo sublime proletario” —sin omitir ninguno de los fracasos, de las desilusiones, de los desgarramientos espirituales sobre los que ese heroísmo prevalece. La revolución no es una idílica apoteosis de ángeles del renacimiento, sino la tremenda y dolorosa batalla de una clase por crear un orden nuevo. Ninguna revolución, ni la del cristianismo, ni la de la Reforma, ni la de la burguesía, se ha cumplido sin tragedia. La revolución socialista, que mueve a los hombres al combate sin promesas ultraterrenas, que solicita de ellos una extrema é incondicional entrega, no puede ser una excepción en esta inexorable ley de la historia. No se ha inventado aún la revolución anestésica, paradisíaca, y es indispensable afirmar que no será jamás posible, porque el hombre no alcanzará nunca la cima de su nueva creación, sino a través de un esfuerzo difícil y penoso, en el que el dolor y la alegría se igualarán en intensidad. Glieb, el obrero de “El Cemento”, no sería el héroe que es, si su destino le ahorrase algún sacrificio. El héroe llega siempre ensangrentado y desagarrado a su meta: sólo a este precio alcanza la plenitud de su heroísmo. La revolución tenía que poner a extrema prueba el alma, los sentidos, los instintos de Glieb. No podía guardarle, asegurado contra toda tempestad, en un remanso dulce, su mujer, su hogar, su hija, su lecho, su ropa limpia. Y Dacha, para ser la Dacha que en “El Cemento” conocemos, debía a su vez vencer las más terribles pruebas. La revolución al apoderarse de ella total e implacablemente, no podía hacer de Dacha sino una dura y fuerte militante. Y en este proceso, tenían que sucumbir la esposa, la madre, el ama de casa, todo, absolutamente todo, tenía que ser sacrificado a la revolucionaria. Es absurdo, es infantil, que se quiera una heroína como revolucionaria, se le exija un certificado de fidelidad conyugal. Dacha, bajo el rigor de la guerra civil, conoce todas las latitudes del peligro, todos los grados de la angustia. Ve flagelados, torturados, fusilados, a sus camaradas; ella misma no escapa a la muerte sino por azar; en las oportunidades asiste a los preparativos de su ejecución. En la tensión de esta lucha, librada mientras su Glieb combate lejos, Dacha está fuera de todo código de sus actos de tal. Su amor extra-conyugal carece de voluptuosidad pecadora. Dacha ama fugaz y tristemente al soldado de su causa que parte a la batalla, que quizá no regresará más, que necesita esa caricia de la compañera como un viático de alegría y placer en su desierta y gélida jornada. A Badyn, el varón a quien todas se rinden, que la desea como a ninguna, le resiste siempre. Y cuando se le entrega, —después de una jornada en que los dos han estado a punto de perecer en manos de los cosacos, cumpliendo una riesgosa comisión, y Dacha ha tenido al cuello la cuerda asesina, pendiente ya de un árbol del camino, y ha sentido casi el espasmo del estrangulamiento, —es porque los dos la vida y la muerte los ha unido por un instante, más fuerte que ellos mismos.

                                                                                                                                   José Carlos Mariátegui

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