José de la Riva Agüero
Carta sobre María Emilia Heudebert, el amor se José de la Riva Agüero

Por Osmar Gonzales Alvarado
Fuente: Librosperuanos.com
Diciembre 2012

El epistolario de José de la Riva Agüero, que preserva el Instituto que lleva su nombre, de la Pontificia Universidad Católica del Perú, sigue siendo un venero al parecer inagotable para el investigador. Hace algunos años di a conocer la historia amorosa del Marqués con María Emilia Heudebert, primero mediante un artículo publicado en el diario Expreso el mismo que, luego, nutrido con más datos, incorporé en un pequeño libro compuesto por cuatro ensayos titulado Riva Agüero en sus cartas (1996), y que Ismael Pinto tuvo la gentileza de comentar en Expreso, añadiendo la primicia absoluta de la foto de María Emilia. Posteriormente, amplié ese texto incorporando nuevas cartas y más información (Itinerario sentimental de José de la Riva Agüero, 2006), que valió la generosa reseña de César Lévano en la revista Caretas. Nuevamente, con un poco más de documentos amplié el artículo pensando que le daba forma final en la compilación de mis ensayos Ideas, intelectuales y debates en el Perú (2011). Pero me equivoqué, y prueba de ello es la carta que Dora Vigors y de Lavalle —señora de quien no tengo información alguna—, le dirige al limeñísimo historiador. En ella hace una especie de semblanza de la infortunada María Emilia ―poco después de su muerte―, pero no exenta de cordial rezongo a Riva Agüero. A continuación la transcripción.

[Lima], 9 de abril de 19141

Me decía usted una vez que era yo ingenua; considere, pues, esta carta como una de las tantas ingenuidades propias de mi carácter. Empujada por mi ingenuidad, me atrevo a poner de lado los prejuicios que ahogan nuestra vida limeña, y sin querer reflexionar –porque acaso reflexionando me arrepienta– tengo la audacia de enviarle estas líneas llenas de espontaneidad, confiando en que sirvan de algún consuelo a ese dolor, que juzgando por el mío, ha de ser inmenso. No quisiera que haya usted recibido esta dolorosa noticia bruscamente en la calle, o que al dar la vuelta al periódico, haya tropezado en “Notas sociales” con un nombre para usted familiar. Quisiera, por el contrario, que una voz amiga se la haya dado suavemente, porque estoy segura de que la habrá sentido intensamente. O me engaño mucho, o los hombres como usted saben sentir. ¿Ha oído usted ya la noticia que ha sacudido y conmovido en Lima, aun a los más indiferentes? ¿Ha oído usted que si alguna vez pensó en María Emilia Heudebert como en un ángel en la tierra, ya no puede pensar en ella sino como en un ángel en el cielo?

    Yo no era amiga suya; nos tratábamos con esa cordial indiferencia que gastamos las mujeres. Sin embargo, he sufrido con su muerte de una manera que si lo dijera parecía exagerada, cuando la exageración, si la hay, está en la intensidad de mi sufrimiento. Sepa usted que he llorado tanto –yo que estoy hecha de modo que lloro tan rarísima vez que me parecen las lágrimas un lujo extraordinario– y estoy tan profundamente triste que he llegado al punto de irritarme contra mi pena, y hasta a asustarme de ella. “¿Era acaso María Emilia tan íntima amiga mía para que yo la llore de esta manera?” he llegado a preguntarme casi con cólera. Pero todo inútil; hasta he tenido que hacerme fuerza para no enlutarme, pues eso me pedía el espíritu –un traje negro y la libertad de encerrarme y no ver a nadie.

    Yo que lo he visto a usted hablar con María Emilia, sé que simpatizaba con ella; no pretendo saber más; sé lo suficiente para comprender que, habiendo estado ausente en estos momentos, le interesará quizá la relación que le hago –no sé por qué– de la última vez que la vi. Se la voy a hacer muy detalladamente. No le voy a contar nada de lo que he oído contar de ella, pobrecita; nada le diré de su tristeza durante su enfermedad, ni del inmenso dolor de su familia. Otros se lo contarán. Yo no le hablaré sino de la última visita que le hice.

    Murió el lunes santo, 6 de abril, a las 11 ½ a. m. en Bellavista. Esa misma tarde la trajeron a su casa, y el miércoles a las 10 la enterraron. ¡Qué horrible parece decirlo! El martes por la mañana fui a las misas; un deseo irresistible de verla por última vez me atraía. Rosa Pardo me había dicho equivocadamente que eran las misas a las 9; llegué a esa hora, y supe por el sirviente que acababan de terminar. Precisamente en ese instante salía un padre jesuita, serio y al parecer impresionado. Como me disgustara la idea de entrar, una vez todo terminado, a un cuarto lleno de mujeres cuchicheando, y como deseara oír misa por María Emilia, preferí ir primero a San Pedro y volver después. Así lo hice; oí tres misas, y a la vuelta me encontré con su parienta de usted, Isabel del Valle y O. Hablamos un instante de María Emilia, por supuesto; ella muy tranquila, yo sentí que se me humedecían los ojos, y me despedí algo bruscamente. En la casa reinaba un silencio impresionante; en la sala donde reciben las Heudebert habitualmente vi a Matilde Rosas, las Du Bois y una partida de muchachas amigas que corrían de un lado a otro con ramos y coronas de flores, dándose tanta importancia como si estuvieran adornando algún altar en día de congregación. Llegué en momentos en que entraban los fotógrafos, así es que no pasé inmediatamente a rezar junto a María Emilia. Después de conversar un rato con algunas de las que allí estaban, me senté porque casi no me podía sostener en pie. El sitio que escogí estaba cerca de una mesa, y vi sobre ella un detalle casi imperceptible que aumentó mi pena. Había allí un precioso retrato de María Emilia, caído sobre una mesa; un busto con la cara algo levantada y unos ojos tan lindos que parecía imposible que ya no los veríamos más. Después de mirarlo un rato, quise colocarlo como los demás retratos, y no tumbado como lo había encontrado. Pero no lo pude lograr porque el marco estaba roto. Instintivamente pensé en la pobre muertecita en el cuarto contigua, que ya nunca podría ponerse en pie, porque también su vida estaba rota. En aquel instante abrieron de par en par las ventanas de la salita donde la señora Heudebert acostumbraba jugar rocambor, y aproveché aquel momento para ver a María Emilia en plena luz. Sin embargo, titubeaba aún en la puerta, sin valor para entrar, cuando Matilde Rosas levantó la voz para llamarme: “Ven, me dijo, mira qué bonita está”.

    La habían colocado al extremo opuesto al balcón. Delante del balcón estaba ya preparado el ataúd, un cajoncito blanco de niñita, del que se escapaba un ramo de violetas. Sentí una de las emociones más violentas de mi vida. Nada había que inspirara pavor, sin embargo; al contrario, me daban ganas de morir y de acabar también de una vez. Estaba el cuarto cubierto literalmente de flores, y se respiraba un recogimiento muy dulce. ¡Qué diferencia con esa capilla ardiente de mi padre, el único muerto que he visto antes de María Emilia. ¡Qué diferencia entre esa blancura y poesía y aquella capilla ardiente negra, lúgubre, con la cual soñé tantas noches seguidas! Solamente turbaban ese rinconcito de cielo los fotógrafos y las carreras de Blanca Quintana y su voz al consultar con tanta naturalidad. Veo que soy muy entera y serena en teoría, pero no en la práctica, pues yo no hubiera podido articular una palabra. Me acerqué donde me llamaba Matilde, pasando por entre los estrechos senderos que dejaba la enorme cantidad de flores que allí había.

    Estaba María Emilia en una especie de camita baja en la cual la habían traído de Bellavista. No llegué a distinguir ni sus manos ni su vestido, no sé si porque estaba tan cubierta de rosas blancas y azucenas o porque no acerté a mirar sino su cara. Estaba esta tapada con una ligera gasa blanca que levantó Matilde. Yo miraba y miraba, y nada veía; veía algo tan pálido, tan muerto, que no reconocía nada, hasta que por fin me acostumbré a esa palidez de cera, y a esos ojos cerrados, y de repente reconocí a María Emilia. Yo sabía que había muerto, pero al verla sufrí una impresión tan fuerte como si nunca hubiera creído en semejante desgracia. Estaba linda, y salvo el detalle de la palidez, idéntica a lo que ha sido. Me avisaron que la encontraría muy delgada, pero no fue así. ¡Qué facciones, qué belleza! Me hubiera pasado la vida entera complaciéndola. Parecía una virgencita dormida en su lecho de flores. No se sonreía como dicen que se sonríen algunos; estaba seria, con una seriedad sobrenatural, como nunca le he visto en vida, ni aun cuando estaba realmente seria, con una seriedad sobrenatural, como nunca le he visto en vida; ni aun cuando estaba realmente seria, ni creo que nadie vivo pueda tener esa expresión que sobrecogía y hacía meditar. Figúrese a esa preciosura con los ojos cerrados, figúresela tan pálida como quiera, figúresela seria; pero no creo que jamás pueda figurarse esa expresión de seriedad como la tenía. Parecía tan muerta, tan lejos, tan lejos de nosotros; parecía como si su alma al arrancarse de su cuerpo hubiera comprendido cosas incomprensibles para los que aun vivimos. Podría escribir hasta mañana, y jamás podré describirle la expresión de ese rostro tan grave, tan tranquilo, de una paz y de una calma tan sobrehumana. Me parecía una estatua de una belleza divina. Sí, realmente se veía que Dios había puesto su sello sobre esa frente ideal. Y a pesar de eso, mi vida y mi juventud se rebelaban y protestaban contra esa muerte tan temprana y tan injusta.

    ¿Ha dudado usted alguna vez en la inmortalidad del alma y en todas esas verdades que se relacionan con la vida futura? Si hubiera usted visto a María Emilia como la vi, se hubiera convencido no solamente de que aquellas son verdades, sino que tienen que serlo. Quizá en la eterna monotonía de mi vida chorrillana haya yo también tenido, no digo dudas sobre la vida futura, sino hasta sobre la presente y pasada, y hasta deseos de que con la muerte se acabe ya todo de una vez. Tales herejías –que no me atrevería a jurar que no hayan cruzado en algún instante de desaliento por mi imaginación– no podían no soñarse delante de ese lecho de flores. Recordaba yo la última vez que había visto a María Emilia en aquel mismo cuarto, tan linda, llena de vida, de animación con los maravillosos ojos llenos de expresión, y la miraba ahora, eternamente dormida, con la cabeza inclinada sobre el lado izquierdo, con los mismos rasgos y la misma belleza, pero faltos de esa alma que duplicaba su belleza. “¿Y esa alma, me preguntaba yo adónde se ha ido? ¿Puede María Emilia haberse apagado como se apaga un fósforo, de cuya luz no quedan ni rastros ni se sabe adónde habrá ido a parar?” Aquello era absurdo. ¡Cuánto más lógico y consolador era creer que el alma tan noble y delicada de María Emilia había dejado su cuerpo por un tiempo no más que ese mismo cuerpo no había muerto para siempre, sino que algún día resucitaría en la otra vida. Todas estas reflexiones que han llenado tantísimo espacio, apenas si me tomarían un minuto para hacerlas. Simultáneamente pensaba yo todo lo que le he descrito fielmente, y me sublevaba interiormente al ver la indiferencia del fotógrafo preparando su máquina, y oír el ruido que metían las amigas trayendo flores, consultándose entre sí y arreglando la gasa que tenía María Emilia. Si la pobre niña hubiera sabido que manos, que no fueran las de su familia, la tocarían con tanta frescura después de muerta ¿le hubiera gustado acaso? ¡Qué muerta me parecía en realidad la pobrecita al ver su inmovilidad y que hablaban de ella y la tocaban como si hubiera sido una cosa y no María Emilia Heudebert. ¡Le repito que todo esto apenas me tomaría un segundo y que la emoción contra la cual luchaba me avasalló completamente hasta que me eché a llorar desatinadamente. Como yo detesto que me vean llorar, y como en ese instante –sublevada quizá como lo estaba yo por tanta amistosa oficiosidad entrase Benjamina, con esa serenidad que solo puede darla un carácter de hierro, avergonzada de mi debilidad, me retiré al otro salón. Me refugié junto a una consola, y de allí de codos cobre el mármol, traté de dominarme. No lo logré enteramente, y me salí de la casa sin despedirme y fui a dar a la soledad de la capilla del colegio de San Pedro, en busca de una serenidad que me faltaba. Debía ir esa mañana a casa de mis tías que habían llegado la víspera de Chile, pero no tuve valor de ir. Además me hablarían de María Emilia y yo no podía hablar de ella. He sabido después que aquella misma tarde la colocaron en su ataúd, con un lirio entre las manos, y que detrás había una estatua inmensa de un ángel con una lámpara eléctrica en una mano y señalando el cielo con la otra. Pero yo no volví; me bastaba el recuerdo que conservaré toda mi vida de María Emilia, linda, inmóvil y serena como una visión en su lecho de flores.

    Si lo conozco a usted como creo que lo conozco, no creo que tomará a mal esta libertad mía de enviarle la narración de la impresión que sentí al ver muerta a una niña a quien todos hemos querido y admirado. Acéptela con la llaneza y espontaneidad con que yo se la envío. Si es demasiado larga, no ha[ga] sino romperla sin leerla.
    No deseo contestación.

Dora Vigors y de Lavalle


1 Archivo Histórico Riva Agüero. JRAO-E-5058.

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