El Artista en el Siglo XXI. Las críticas de Robert C. Morgan

Por Osmar Gonzales Alvarado
Fuente: Librosperuanos.com
Lima, noviembre 2012

La tarea fundamental del arte es expresar las limitaciones
del poder mediante el deseo de la imaginación.
Robert C. Morgan


El crítico de artes plásticas y artista estadounidense, Robert C. Morgan, es autor de un conjunto de pequeños ensayos en los que analiza la posición del artista en lo que llama la globalización económica, buscando desentrañar las relaciones que la obra de arte establece con el mercado. Según el concepto del crítico: “… la globalización económica tiene que ver con las preocupaciones fundamentales que poco se relacionan con los temas estéticos y optan, en cambio, por enfocar el arte como un sistema de mercancías con potencial de inversión” (pág. 14).

Diagnósticos similares
Su posición crítica le permite a Morgan ir más allá adonde el escritor peruano, Mario Vargas Llosa, se atrevió a llegar en su libro La civilización del espectáculo, a pesar que tienen grandes coincidencias en el diagnóstico. Mientras este reconocía que el mercado ha distorsionado la producción artística y la posición social del artista, pero culpando finalmente a la propia cultura por no poder tramontar sus circunstancias, Morgan acusa directamente el actual orden económico, enfatizando enla conversión de la obra de arte en mercancía, tratada como cualquier accesorio de moda, y que responde a patrones establecidos por “la publicidad corporativa” (pág. 13). Así, es el dinero mondo y lirondo el que “manda” y ordena (en el sentido de jerarquizar) la pertinencia de la obra de arte. O, en todo caso, son intereses y criterios ubicados por afuera del arte los que legislan sobre este. En este ambiente, que no es necesariamente cultural, Morgan no encuentra tapujos para afirmar que el arte se ha visto subsumido por la lógica del mercado: “Cuando entra a jugar el dinero, el argumento se aparta de la obra y se concentra casi exclusivamente en la mística del artista” (pág. 13).

    Morgan también comparte con Vargas Llosa la superficialidad de las expresiones artísticas del mundo actual, en el que la estética cede su lugar a la potencial capacidad de colocarse efectivamente en el circuito mercantil que puede producir ganancias económicas: “En lugar de fundamento, se nos dan imágenes cínicas, episodios insulsos, efectos ornamentales simulados que no van a ningún lado, que virtualmente no poseen ningún valor estético y mucho menos un valor conceptual real” (pág. 14). En contraste, afirma, los artistas alteran las expresiones de culturas semiindígenas de diferentes partes del planeta para hacerlas potables dentro de la mirada global. Es entonces que se produce otra distorsión, pues se entiende a la globalización cultural de manera exclusivamente económica, traicionando su sentido, fomentando la inversión que poco o nada hace por asegurar “la supervivencia de culturas vivas que no tienen oportunidades de participar en el mercado internacional” (pág. 15). Prevalece una mirada cultural estática y pasadista, que se sustenta en la exaltación de restos arqueológicos, en monumentos históricos y vestigios añosos, “[p]ero la cultura viviente es algo mucho más profundo” (pág. 15), reclama Morgan, y señala, con un algo de romanticismo, que las poblaciones del sur (se refiere a los países subdesarrollados) tienden a proteger, instintivamente, “la calidad autóctona de sus vidas”, desentendidas de preocupaciones materialistas, y más proclives a sostener su relación con la naturaleza, ubicada en el núcleo intrínseco de sus culturas: “Tales valores indígenas superan por lejos su disponibilidad a ver cómo los intereses del desarrollo desde Occidente o Asia oriental transforman sus vidas en servidumbre bajo los auspicios del turismo de cultura” (pág. 15). Morgan establece así una contradicción. Por un lado, el mundo desarrollado, capitalista, ubicado con provecho en la globalización económica, que entiende a la globalización cultural como la conversión de las obras de arte en mercancías, y cuyo éxito se debe medir por el dinero que produce; y, por otro lado, las sociedades subdesarrolladas o tradicionales, que precisamente por no haber expandido las relaciones de producción capitalistas ha permitido que sus integrantes mantengan, de una u otra manera, sus relaciones armoniosas con la naturaleza, lo que se constituye en el fundamento de su cultura, de su producción artística.

Arte, mercado
Al interior de la concepción del arte como parte del mercado, la situación del artista se modifica drásticamente, lógicamente. Para Morgan, los creadores “se ven presionados a convertirse en logotipos culturales involuntariamente llevados a un sistema de mercado que muchos quisieran evitar” (pág. 16). En esta re-ubicación no está exento el artista de los países en desarrollo, pues muchos de ellos llegan a los países desarrollados, como Estados Unidos, estudian en sus escuelas y ahí los “convencen” que para ser exitosos deben orientar sus expresiones artísticas “en el problema de la identidad cultural que, por lo general, implica su imagen en los medios” (pág. 17). De esta manera, el artista tiene cada vez menos márgenes para decidir sobre su arte, la presión externa para que se incorpore a los moldes prevalecientes, de especial atención a la demanda del mercado, es crecientemente fuerte, se imponen las tendencias tanto “académicas como económicas, y así reemplacen la humildad con una crisis de identidad” (pág. 17). El mundo del arte se ve crecientemente atrapado por las estrategias del mercado. La solución propuesta por Morgan es que es necesario “prestar más atención a equilibrar la estética con el valor conceptual del arte para establecer un discurso crítico más serio” (pág. 19).

    El predominio de la visión mercantil del arte tiene un componente fundamental en el papel de los medios de comunicación, que establecen honores y deshonores, que tratan a los artistas como a las estrellas de rock, que los pueden convertir en celebridades un día y los someten al anonimato al día siguiente. La velocidad del mundo actual es voraginoso, es el torbellino rousseauniano. El artista, para desarrollar sus propuestas estéticas, necesita de un tiempo más calmado. En este mundo-vendaval, global-técnico, tiene que ver el papel de las constantes actualizaciones de las tecnologías, que van produciendo realidades virtuales que se van imponiendo de alguna manera a las realidades físicas. En dicho ambiente, el tema “es cómo adaptaremos el mundo virtual al mundo táctil sobre la base de la realidad diaria, incluyendo nuestra realidad emocional, que sigue siendo fundamentalmente una experiencia táctil” (pág. 19). De no asumir este reto, y mantenerse esa disyunción, advierte, se mantendrá victoriosa la visión sobre el papel del arte solo al interior del juego mercantil de oferta/demanda, inversión/ganancia, en consecuencia, el arte seguirá perdiendo su carácter liberador de la experiencia humana: “El papel del arte como una fuerza sustantiva y transformadora solo será evidente si el arte se libera de las presiones de las limitaciones corporativas que determinarán su futuro” (pág. 19). Pero por el momento, según se puede observar, el mundo del arte ha perdido su propia agenda, y responde a intereses que se encuentran por afuera de su campo (para hablar en términos bourdieanos), y esto es suicida para su propia reproducción: “Si el arte sigue funcionando solo de acuerdo con la agenda de la globalización económica, sin una agenda cultural clara, el arte perderá su significación y se convertirá en un espectáculo secundario a la zaga de los medios comerciales” (pág. 20).

El tiempo en el arte
Pero ocurre algo más en el mundo actual, el desprecio por el pasado y la tradición, vistos ambos como reliquias sin importancia, algo que embona perfectamente con la velocidad sin pensamiento (¿ni sentimiento?) de ahora. El arte, para resignificar su sentido, debe asimismo, recuperar el pasado. Ello no significa regresar atrás, sino incluir una dimensión temporal fundamental en la creación artística. En la sociedad tecnológica global, “los medios electrónicos y digitales” colocan cuestiones éticas al artista que deberá resolver buscando la síntesis entre el pasado y lo actual (pág. 20). El problema es que la vanguardia ha dejado su razón de ser, ha degenerado en la parálisis y ha caído, paradójicamente, “en una nueva vieja academia” y ya no gobierna su propio campo, sino que lo hacen los intereses que son impulsados desde las necesidades del mercado “que definen nuestro reconocimiento del mundo del arte e informan a los artistas cómo proceder con sus carreras” (pág. 22). Y esto tiene consecuencias políticas e ideológicas, pues los artistas, al no poder escapar de la coacción del mercado, cargan sobre ellos las expectativas “que de alguna manera representen la excitación y las fantasías de la política neoconservadora” (pág. 23).

    En conjunto, dice Morgan, el arte, en este mundo veloz, pierde memoria, pues las tendencias cambian y se suceden sin cesar, yendo en contra del propio sentido del arte, que necesita de la profundidad y el equilibrio, y no responder a la urgencia de no resentir los negocios. En este punto aparece la pertinencia del crítico: “¿De qué sirve la crítica cuando un mercado agresivo toma el control?” (pág. 23).

    Finalmente, la crítica se ha convertido en parte del mercado, que fabrica y legitima tendencias, constituyéndose, en verdad, en “seudocrítica” que se dirige especialmente al comprador. Por ello, el autor propone apartar al arte de la política, como si esta fuera su única preocupación (después de todo, no es “sino una actividad altamente individual”), y redescubrir que es “una experiencia compleja pero inmensamente gratificante que no se registra automáticamente en términos de valor de mercado o fidelidad política” (pág. 24): “Si el arte es menos que la teoría, no tiene sentido hacer arte. Si el arte es inferior a la política, entonces el arte es improcedente. Tal vez se haya vuelto improcedente en la era de la información y la velocidad, en una era en la cual cada producto está predeterminado y calculado, tanto ideológica como comercialmente, para ventas de alto nivel. Las supercomputadoras hacen nuestro trabajo” (pág. 25).

Recuperar la ironía, desechar el cinismo
Todavía hay espacio y oportunidad para recuperar al arte, ello implica la configuración de una comunidad de artistas como alternativa al mercado, y ya hay, sostiene Morgan, evidencias de su actividad bajo la superficie visible del mercado. Es una especie de contestación frente a la idea arraigada que después del mercado no existe nada. “Cuando hayamos deconstruido esta noción infantil, estaremos preparados para avanzar y hacer el trabajo difícil” (pág. 26). El arte ha sustituido la ironía por el cinismo, es decir, ha dejado lo que le es propio (pues la ironía “implica distancia estética”) por incorporarse “dentro del dominio del espectáculo, de la diversión sin fin, la broma permanente” (pág. 28). El cinismo inhibe la intervención crítica y con ella pierde importancia la cultura: “Y, sin la cultura como referente en el significativo proceso del arte, el sustituto lógico es lo que hoy llamamos política de identidad” (pág. 60). Los medios han arrebatado la intencionalidad en el arte, “que es el sentido claro de una idea, se ha vuelto superflua gracias a la excesiva aceptación de la retórica, una forma insensata de la textualidad, como si el papel del artista hubiera pasado a ser una cuestión de justificarse o de probar la propia valía” (pág. 60).2

    Morgan no desecha la importancia que tienen las ideologías en el momento actual, a contracorriente de la prédica hegemónica del neoliberalismo. Por el contrario, sostiene que las ideologías son muy importantes en la globalización económica: “Las ideologías tienden a distorsionar nuestra comprensión de lo que estamos haciendo y de hacia dónde vamos en el proceso de comprometernos con un sistema de mercado hipócritamente libre para todos en el cual la estrategia juega sobre la estrategia hasta el infinito [...] deberíamos preocuparnos por su papel decisivo en la distorsión de nuestra comprensión de lo que estamos haciendo y de hacia dónde vamos” (pág. 33).

    Pero al mismo tiempo que la globalización económica banaliza la creación artística reduciéndola a objeto mercantil las actuales tecnologías, a las que el autor llama “expreso transglobal”, hacen posible una interacción más intensa y rápida entre los artistas (lo que incluye el montaje de exposiciones, la publicidad de estas y la comunicación con potenciales mecenas, coleccionistas y benefactores): “El intercambio de información y la accesibilidad del transporte ofrecen un paradigma en el cual los artistas pueden comenzar a hablar entre sí. En realidad, este fenómeno ya está ocurriendo” (pág. 37). Simultáneamente, esta especie de rebelión de los artistas significa modificar y ampliar al público, pues no debe ser el que imponen las “tendencias comerciales” (pág. 38). A la base está también la reformulación de la utilidad de las actuales tecnologías, pues no se trata solo de intercambiar información, sino, y sobre todo, de aprovecharlas para conformar “un nuevo diálogo intercultural. Esto implica, además, la posibilidad de que el arte continúe insistiendo como fuerza cultural en este entorno transglobal, no simplemente como un producto de mediación aquiescente con la moda, la publicidad, las medios, y el espectáculo popular” (pág. 38). Y ya no será un “lenguaje estético” marginador y exclusivista el que se produzca, sino uno que fomente la inclusión cultural (pág. 38).

Es un paradigma de comunicación intercultural mediante nuevas tecnologías, que incluye diversas formas de medios táctiles que está manteniendo la sensibilidad hacia la realidad sentida del arte. Su arte está menos relacionado con la sensación que con la experiencia real. Es a través de la subjetividad de esas experiencias transglobales que el arte puede renovar su presencia entre la presión embotadora de esa corriente comercial dominante y ofreciendo un sentido del poder de la intimidad por encima del poder de condicionamiento de los medios y de los espectáculos que se presumen hoy más importantes que la vida.

El verdadero desafío para este expreso transglobal es descubrir maneras por las cuales los medios y las fuerzas de la mediación puedan ser integrados en relación a otros valores más perdurables que constituyen la manera en la que nos entendemos y nos comunicamos con los otros. Estos valores pueden ser culturales específicos pero, si son valores que de verdad comunican más allá del aspecto mundano del intercambio de información, entonces son valores que podemos utilizar para identificar un arte que existe fuera de las banalidades de los medios. El expreso transglobal mira hacia los medios pragmáticos y espirituales para perdurar a través de la felicidad y el bienestar dándole al arte un lugar significativo en el mundo de los asuntos cotidianos, un mundo transglobal que se extiende hacia la democratización (pág. 39).

El arte y su función humanizadora
El arte debe recuperar la dimensión fundamental humanizadora, es decir, “una comprensión clara y fundamental sobre la condición humana, en la que los individuos ya no se sentían conectados entre sí ni a las instituciones sociales que se suponía los regían” (pág. 41). José Ortega y Gasset ya había advertido sobre el proceso deshumanizador, recuerda Morgan, señalando que era consecuencia del avance de la industrialización y sus efectos sobre “la psique de la condición humana”, lo que Morgan denomina posthumano, es decir, la psique impactada por el avance tecnológico (pág. 42), que se muestra desinteresado por la historia y que se mueve en el mundo virtual. Como señala el crítico, se ha sustituido el arte significativo por las “intervenciones”, “en las que el taller de un artista es un compendio, una base de datos, generada mediante el cuerpo y arbitrada por la computadora” (pág. 44). Esta concepción restringe el mundo del arte, pues para que un creador sea invitado a alguna exposición de trascendencia debe ser políticamente correcto, ser parte de una representación política. ¿Qué significa esto?: “lo que se adapte a la ideología, la moda o la inversión existente en ese momento dado” (pág. 44). Es decir, todo lo que trivializa el sentido humano (y humanizador) del arte. Ya no se vive el tiempo histórico, acusa Morgan, sino el usurpador tiempo de los medios, y estos solo tienen como preocupación el dinero: “la velocidad que se necesita para identificar el nombre del artista, verificar el precio y determinar su valor de inversión en la siguiente subasta” (pág. 44). La tarea se desprende sola: hacer que el tiempo histórico retome su lugar y desplace al tiempo mediático.3

El arte, los medios y la paradoja actual
La relación entre medios y arte es una de las preocupaciones centrales del libro que reseño. Morgan prefiere pensar que los medios “pueden funcionar en el arte” a creer que el arte depende de ellos. Se trata de valorar justamente el poder de la intimidad y de la subjetividad en el arte, línea que separa el arte de los medios populares.4  Pero los medios tienen una cualidad, además que la producción de imágenes es veloz, vuelve a estas más accesibles, y estas no son estáticas, el marco no define más a la imagen. Hay un impacto del tiempo y del espacio que se incorpora en el perceptor y su interpretación de la misma. En este punto se hace evidente una paradoja: “nuestro mundo se ha vuelto cada vez más invisible, porque la visualidad se ha aumentado mediante diversos efectos mediáticos. A medida que nos inundan las imágenes mediáticas, aprendemos a aculturarnos a la modalidad de la velocidad. Pero aculturar no implica necesariamente que veamos más o mejor en términos de ideas o sentimientos cualitativos. Estamos aprendiendo a leer imágenes más rápido, pero con menos distinciones cualitativas en términos de lo que puede ser verdaderamente significativo como arte. En ausencia de calidad, se nos programa contra el intelecto” (pág. 66).

    La separación de la “cultura visual de imágenes” de la naturaleza (la última materialidad, que “sigue rigiendo nuestra fuente de pensamiento”), significa que escapamos al equilibrio de la realidad presente. De alguna manera, las imágenes virtuales pueden ser utilizadas de manera efectiva, y ello significa que “retienen algo de su significación táctil […] Esta es la fuente de la supervivencia del arte. Al retener el poder de transmitir ideas libremente y sin limitaciones categóricas, las imágenes alivian la obligación de imponerse ideológicamente” (pág. 68). Ver, relajar la mirada, están relacionadas con el acto de pensar y con el encontrar placer, es comprender más allá de las cosas que se miran, “pero también [es] permitir que la experiencia de ver alcance una realidad propia” (pág. 68). Pero esto es justamente lo que impiden los medios, que son utilizados para mantenernos divididos, imposibilitados de reconocernos nosotros mismos y nuestro lugar; no buscan que la mente y el cuerpo se relajen, sino, por el contrario, los someten a un estado de tensión, haciéndonos correr el “peligro de perder la voluntad de pensar o el incentivo para disfrutar del estar vivos” (pág. 69). La independencia de pensamiento es la condición inevitable del arte (pág. 69).

    Morgan introduce un elemento generalmente soslayado cuando se analiza el arte, es el tema del poder: “el deseo de vislumbrar una realidad material mejor y más universal, está en pugna en la actualidad con la lucha del poder” (pág. 70). El arte, en la medida que busca y produce formas alternativas de imaginar la vida y el futuro se enfrenta a lo establecido, al orden; aquí está su fuente subversiva: “A medida que el mundo se vuelve cada vez más politizado mediante diversos aspectos de la globalización económica y cultural, mediante desastres —naturales y hechos por el hombre— de un tipo u otro, entre los que se cuentan la agresión absurda, la humillación y las innecesarias imposiciones de la guerra, el deseo de hacer un arte extraordinario es una consecuencia lógica” (pág. 74). El arte y su politización confluyen en la humanización necesaria.

La diferencia cultural
Morgan acusa que la teoría posmoderna afirmaba que “el Nuevo Orden Mundial había revelado un metalenguaje en el cual la conciencia global de la diferencia cultural había cambiado de manera irrevocable el modo en que se concebía, se producía y se distribuía el arte” (pág. 88). Entonces, ¿cómo calificar la calidad del arte si por la complejidad de las diferencias llevaban a la postura elitista o a enfatizar su carácter específico culturalmente hablando? Lo que llegó como resultado fue un exceso de mediocridad que trajo consigo  infinidad de teorías sobre la diferencia cultural, ocasionando cierta arbitrariedad sobre las decisiones referidas a la calidad así como a la estructura del precio (pág. 88).

    Morgan es precavido y aclara que su crítica no está dirigida contra la diferencia cultural sino al hecho de que el mercado ha manipulado temas como la marginalidad para hacer la obra beneficiosa en el mercado prescindiendo de su calidad: “Mientras que es importante identificar los rasgos culturales y las luchas políticas actuales dentro de esas culturas, oír la frase diferencia cultural en una transacción comercial puede oscurecer, sino suprimir, cual necesidad de investigar la calidad de la obra sobre la base de la connoisseurship” (pág. 89).

En este punto, quiero ser claro sobre mi posición crítica con respecto al tipo de conformidad invasora y efectos homogeneizadores que ha producido la globalización desde sus inicios, puesto que ignora las necesidades y realidades culturales de personas originarias bajo la bandera de imponer recursos compartidos para obtener prosperidad para todas las naciones del Tercer mundo. Las políticas económicas no solo producen resultados económicos, también hacen impacto en el modo en que las personas han elegido determinar la calidad en el modo en que viven su vida (pág. 90).

Ciertos temas finales
Morgan se realiza una pregunta que le sirve para articular planteamientos que pueden ser utilizados como propuestas frente a la realidad que él mismo ha analizado: “¿Ha llegado el nuevo orden mundial a un punto en el que los artistas pueden funcionar como un cuerpo social diversificado sin limites?” (pág. 93).

    Lo primero que advierte es que es imprescindible desarrollar un nuevo enfoque a la venta del arte, de lo contrario, el mercado continuará su rumbo anterior e inevitablemente sucumbirá una vez más en otro ciclo de colapso y recuperación temporal” (pág. 91). Pero va más allá, da un paso más que, por ejemplo, Vargas Llosa no se imagina siquiera dar: “considerar que el problema que se interpone en el camino de la libertad entre los artistas es, en realidad, la ideología” (pág. 93).

    En segundo lugar, afirma que hablar en la actualidad de cultura “es incitar al viejo sistema patriarcal”, y que referirse a la transculturalidad se liga más con el libre comercio y la economía de mercado, “las residencias de los artistas internacionales y los insignificantes beneficios de la globalización económica” (pág. 94).

    En tercer lugar, se refiere a la relación tecnología y democracia. Aquella, dejada libremente a sus propios recursos no puede fortalecer a esta. Por el contrario, se podría decir que, al interior de la ideología predominante, se constituye en un factor de fragmentación y elitismo, cuando no de mediocridad y arbitrariedad, y no solamente en lo que se refiere a la producción artística sino a la calidad ciudadana. Mientras la tecnología no sea incorporada al servicio de la democracia constituirá en un elemento perturbador de esta.

    A diferencia de Vargas Llosa, Morgan no acusa a la cultura de su banalización y mercantilismo, sino que es directo al señalar al sistema económico y a la ideología predominante como pervertidores de la experiencia estética.

Notas
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1 Robert C. Morgan, El artista en el siglo XXI. La era de la globalización, Eduntref, Buenos Aires, 2012. El libro se compone de catorce ensayos que, como propone Óscar Moreno en la Introducción, pueden ser leídos a manera de Rayuela de Felipe Cortázar, quedando en manos del lector el sentido integrador que más le interese. En ese sentido, no abordo todos los temas que Morgan desarrolla en estas páginas, sí enfatizo en sus ideas que inciden en el debate ideológico que se puede descubrir detrás de la producción de las obras artísticas.
2 En las páginas de este texto, Morgan aborda otro tema, el de la aparición del videoarte. Si en un inicio fundador el videoarte fue una herramienta para hacer arte y escudo para limitar los efectos de la comercialización en la cultura global, posteriormente el videoarte se orientó más a la ideología “en la cual los espectáculos de entretenimiento y política o se cruzan o chocan entre sí. A menudo esto sucede irónicamente” (pág. 51). El videoarte es un discurso sobre el tiempo. El espectador acepta que el tiempo es relativo, que cambia lo que vemos y, por ello mismo, se modifican también nuestras percepciones sobre el tiempo “en la medida en que nos aculturamos a los medios” (pág. 56). Finalmente, Morgan sostiene que el video producirá “resultados técnicos que aumentarán nuestra comprensión virtual” (pág. 57).
3 Otro tema importante que Morgan deja planteado es el de la participación transformadora de la mujer en el arte. Propone que no se puede disociar el tema de género de las condiciones socioeconómicas, como lo hace el feminismo estadounidense, pues puede ser que existan mujeres no privilegiadas por el mercado pero que artísticamente pueden ser “significativas”.  Por otro lado, así como las mujeres deben estar dispuestas a aceptar a los hombres como sus aliados, igualmente esos deben aceptar lo mismo, aunque esto implica una labor difícil de llevar a cabo.
4 “Los espectáculos son en esencia una forma pública de arte en la que los signos sociales virtualmente usurpan los significados privados de las cosas. En resumen, no hay una intimidad virtual real. La comunicación humana es reducida al intercambio de información. Los sentimientos se pierden en el fragor de la multitud. Una vez más, parecería que muchos de esos emprendimientos a escala pública necesitan de un dialogo crítico —no solo publicidad y promoción abiertas— para conectarse con el aspecto más personal de la existencia, los sentimientos íntimos cercanos a la naturaleza humana” (pág. 74).

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