Por Luis Enrique Alvizuri
Fuente: Librosperuanos.com
Lima, julio 2012
Resumen
No se puede concebir al ser humano exento de una idea de Dios, incluyendo la modernidad —que lo ha reemplazado por el hombre en abstracto. La noción de Dios es imprescindible para la conformación de cualquier tipo de sociedad o cultura pues en Él se depositan y congregan todas las inquietudes y respuestas humanas que hasta el día de hoy no han sido resueltas sino solo respondidas (que no es lo mismo). Dios viene a ser entonces una conclusión, un resultado que el hombre se da a sí mismo. En una época donde tanto la modernidad como Occidente se encuentran en un largo proceso de decadencia surge una nueva idea de Dios (o una idea renovada de él) que se adecúa más a estos tiempos y que resulta atractiva para una humanidad esperanzada en hallar una mejor concepción de la vida: el Dios andino, Dios real y providente, no producto de largas y tortuosas disquisiciones de la razón, y el cual suple los principales errores del antiguo Dios cristiano, etéreo y extraterreno —impuesto a sangre y fuego por todo el planeta— y que promete ser quien reagrupará a las naciones dándole un nuevo sentido a la existencia.
El problema de Dios
Nota previa: el empleo de la palabra “Dios” en este ensayo no implica que el autor afirme su existencia, que se trate de un ser único o sea de género masculino.
El problema divino no puede estar ausente de ningún pensamiento humano; no asumirlo sería soslayar algo que no es posible ocultar. No basta con decir: “Dios no existe” tanto como no es suficiente ordenar: “apáguese el Sol” para que esto suceda. En filosofía el tema de Dios es una de las grandes ocupaciones debido a su inocultable presencia en todo lo que es humano. Sin divinidad no hay humanidad. Que no se quiera tocar esto no es lo mismo que no sea algo notorio y visible, como le pasa a la gente que no admite que tiene un problema mientras que todos lo notan. Pero muchos lo eluden en vista que les resulta muy incómodo pensarlo y, peor aún, aceptarlo. La gente contemporánea ha encontrado en el trabajo o en la ocupación absorbente una buena excusa para no enfrentarse con ello; sin embargo el asunto los persigue a donde van. ¿Qué pasa con Dios en esta época?
No es la primera vez que se cuestiona la existencia de Dios. Muchos escritos antiguos se esmeran en hacer presente el “olvido de Dios” que había y el consecuente castigo por ello (véanse los mitos de diferentes culturas). La modernidad no es una excepción y quizá la explicación se encuentre en que cada vez que una sociedad llega a su más elevada expresión el ser humano siente que ha logrado la conquista de la vida. Construir grandes monumentos o crear fabulosas máquinas incentiva la sensación de poder y autosuficiencia en tal magnitud que se comienza a dudar que haya algo más valioso que el hombre.
Pero son los tiempos de tribulación y desintegración los que echan por tierra esta presunción y traen abajo la Torre de Babel que el ser humano construye consigo mismo. Cuando una sociedad pierde la fe en su promesa constitutiva —y brotan la desesperación que lleva al caos y la desorganización— la necesidad de que exista un Dios se hace prominente. Resulta difícil ver a algún hombre en medio de una desgracia resistir a pie firme con sus creencias sobre la grandeza del ser humano; es en esos momentos más bien que éste reacciona y se da cuenta de su estupidez pues recupera su verdadera dimensión y entiende que nunca ha dejado de ser una criatura más en el concierto de la vida. La acumulación de ideas lo hubo mareado de tal manera que le hizo pensar que había dejado de ser parte de la naturaleza y que podía considerarse como una obra de nivel superior, un ser súper natural, un superhombre, alguien que ya sabe todo sobre sí y sobre lo demás; sobre el Universo entero.
La Edad Moderna, con su exaltación a las máquinas y la manipulación de la materia, estableció que la preocupación teológica resultaba un elemento ajeno a sus intereses. La creencia en un Dios no representaba, dentro del concierto de la sociedad de mercado, más que un complemento, una ayuda o un adorno para el vendedor y el consumidor. Tanto el mundo interior como la fe eran cuestiones no vitales para la sobrevivencia, afirmó, por lo que se podía prescindir de éstas sin que se afectase el ritmo normal de la vida. Más aún: a la hora de adquirir, la presencia de Dios resultaba un estorbo, de modo que lo mejor era uniformizar la ética y la moral en torno a ciertos principios universales para que no hubiera la posibilidad de alguna censura por parte de dicho personaje. Es por eso que se instauró la llamada Doctrina de los Derechos Humanos que, bien analizada —y más allá de lo bueno que utiliza como sustento— no es otra cosa que una supra religión que entroniza, por encima de las demás, las leyes de la era moderna.
De modo que el Dios que tiene la sociedad de mercado no es el tradicional pues su aspecto ético-moral se encuentra inserto en las normas del comercio. Por ejemplo, robar es el más grande pecado ya que es la acción que atenta contra la esencia del juego de compra-venta —donde lo sagrado es sinónimo de la fe que tiene el comprador en el vendedor y viceversa. Por lo tanto no es que en la modernidad exista un ateísmo completo sino uno relativo; el Dios Comercio es el que en realidad preside todo acto (antiguamente llamaban fenicios a aquellos que ponían por encima de todo el negocio, haciendo referencia a ese pueblo que se caracterizaba por ello). En la actualidad la obsesión por el consumo ha dejado de ser un insulto para convertirse más bien en una obligación sin la cual la vida no tiene sentido. Negociar, vender, comprar, poseer, producir son las ocupaciones más compulsivas que mueven a las personas de esta época. Incluso los médicos han dejado de tener “pacientes” para convertir a estos en “clientes”, dando a entender que se juzga que el ser humano es una entidad que se dedica al intercambio de servicios.
No es de extrañar entonces que la explicación de nuestro origen así como de nuestra historia reflejen esa forma de pensar y que las ciencias reafirmen que, efectivamente, el ser humano nació para trabajar y comerciar, para intercambiar bienes y servicios. En medio de ese afán la presencia de lo divino pierde peso y queda como un sucedáneo de estas actividades y cuya única finalidad es bendecirlas y hacerlas más prósperas —tal como lo asume hoy un cristiano protestante. Dios, entonces, se ha vuelto una imagen etérea e imprecisa, mejor ubicada en el plano sicológico, allí donde se albergan las fantasías y creencias, reales o ficticias. Mientras estas “delusiones” no afecten al normal desenvolvimiento del sistema no es necesario condenarlas, mas si perturbaran el orden sí sería imperioso combatirlas.
Esta es una breve y sucinta introducción al problema de Dios en el mundo de hoy que no pretende agotar ni remotamente su análisis pero que sirve para intentar explicar porqué la presencia de un nuevo Dios se hace indispensable para los tiempos venideros.
Lo divino
El hombre puede omitir el problema de Dios pero no por eso va a dejar de acosarlo pues, en contra de lo que dice la ciencia oficial (que Dios es una configuración errada sobre las cosas, el producto de la ignorancia del hombre pre moderno) ha sido la gestación de Dios la que ha determinado al ser humano desde sus inicios. Recordemos que el humano es un ser perdido en la oscuridad del desconocimiento sobre su origen y razón de ser, un ente forzosamente desgajado del contexto natural que deambula por el mundo preguntándose qué debe hacer sin encontrar la respuesta (y que de lo único que está seguro es que no es un animal como los demás). Ante este panorama —donde las leyes naturales, las únicas que existen, no le sirven al hombre— la filosofía le ha sido útil para irse orientando a cada paso en el esfuerzo por hallar la solución. Pero mientras tal cosa llega ha tenido que apelar a ciertos recursos que le permitan subsistir en el camino, y uno de esos ha sido la noción de Dios.
La idea de Dios no surge como consecuencia de no saber qué es la lluvia o porqué cae un rayo, como irónicamente se suele afirmar. Dios aparece en el momento que el hombre dirige los ojos humanos hacia la realidad y la ve inmensa, abrumadora, misteriosa, insondable, aplastante e inexplicable. Es esta realidad la que lo lleva de la mano hacia dicha concepción. De nada sirve argumentar que ya se sabe que la naturaleza está conformada por tantas partes y de tal manera. El contar las estrellas y nombrarlas no hace que sus magnitudes y distancias desaparezcan, de la misma manera que el volverse un experto en ciencias no significa que el enigma de la existencia haya sido resuelto. El misterio sigue ahí, presente, por más que se le ponga millares de nombres y se lo plasme en papel o en imágenes televisivas. Resulta inevitable el darnos cuenta que somos criaturas creadas, que vivimos solo porque la naturaleza momentáneamente así lo permite. Eso lo hemos sabido desde siempre, mucho antes que las modernas ciencias lo ratifiquen a su manera con sus estudios. El hombre más antiguo, el primero que existió, ya era consciente de su circunstancialidad y dependencia a fuerzas que estaban muy por encima de él, y que hubieron tiempos en los que no podría haber subsistido y que estos volverán tarde o temprano. Ante tal situación tan pasajera ¿cómo no va a surgir entonces el pensamiento divino? Pero… ¿qué es lo divino?
Lo divino vendría a ser todo lo que no es humano, que se encuentra fuera de nuestro alcance y que no podemos manejar; aquello sin lo cual nos es imposible vivir pero que no tenemos la capacidad de controlar a nuestro antojo. Es lo que trasciende al hombre, lo inasible por nuestras manos y lo imperceptible por nuestros sentidos. Es lo que sabemos que existe pero que, al no poseer magnitudes humanas, no logramos captarlo ni entenderlo en su totalidad. Divina es la vida que nos creó así como el mundo en todas sus dimensiones. Divinas son las fuerzas que nos obligan a hacer lo que no deseamos como divina es la muerte sobre la cual no tenemos ningún poder. Divina es entonces la realidad plena que observamos sin entender todavía porqué lo hacemos. A todo eso se le suele llamar Dios.
Pero la modernidad, enemiga de lo medieval, ha desdibujado lo divino ridiculizándolo y caricaturizándolo con epítetos de atraso, barbarie y oscurantismo, dando a entender que el hombre contemporáneo ha resuelto todos o casi todos los misterios —entre los cuales está el de Dios— al “demostrar” que su existencia no pasa de ser más que un cuento o una idea de ensueño. En la vida real, dice, lo divino no existe pues no hay pruebas de ello. Pero eso es tan solo un truco mental, una artimaña de la lógica puesto que es un argumento que presupone que el existir es solo aquello que el ser humano califica como tal; lo que el hombre no logra identificar simplemente no es verdad. Esto quiere decir que lo que el ser humano contemporáneo ha hecho es determinar su propia noción de “existencia” para después ir por el mundo señalando con su dedo todopoderoso qué es lo real y qué no.
Mas en el afán de organizar al mundo según los intereses económicos este hombre moderno ha cometido ciertos desencuentros o contrasentidos dándole veracidad a cosas que no se pueden probar —como por ejemplo las “leyes” del mercado— y negándosela a otras que sí la tienen —como su no autoridad para disponer de la Tierra y de los seres vivos. Este individuo ha decidido instaurar qué es lo verdadero y qué lo falso sin necesariamente tener que corroborar lo que dice. Baste con mencionar el caso de la indumentaria: para cualquier ser vivo vestirse es un artificio innecesario. Sin embargo el hombre moderno, que dice apegarse a la realidad y a la ciencia, lejos de andar desnudo como tendría que ser (ya que la desnudez es lo natural, lo no mítico y subjetivo) se aferra a esta idea arcaica hasta considerarla imprescindible, yendo de ese modo directamente en contra de la lógica natural (puesto que en la naturaleza ningún ser vivo requiere de algo más que su piel). Ello demuestra que no todo lo que la modernidad desecha es realmente irreal y no todo lo que acepta es objetivo.
Lo mismo pasa con Dios, con la idea de lo divino. Las manifestaciones que antiguamente correspondían a este ámbito el hombre moderno las atribuye a la ignorancia o a estados alterados de conciencia sin siquiera demostrar que tal “conciencia” exista. Simplemente acepta las hipótesis de la sicología como si éstas fuesen totalmente ciertas, llegando a imaginar un “mundo interior” que hasta ahora no se ha visto ni consta que sea tal como se asegura que es. Por más que los estudios del cerebro muestren una serie de conexiones y reacciones eléctricas ninguno de estos experimentos ha confirmado la existencia de tal “mundo”. Es obvio que en nuestros pensamientos las cosas no son como en el exterior, pero es falso que la modernidad sí sepa lo que sucede allí. Esta conoce tanto de ello como sobre lo que pasa en una caja negra donde no se entiende qué ocurre dentro y lo que sale no es una copia de lo que ésta contiene (al igual que lo que se escucha en una grabadora no son piezas metálicas sino sonido).
Entonces todo parece apuntar a que la “muerte de Dios” en el humano actual es más un asesinato por conveniencia, un darlo por muerto sin que exista el cadáver. Todas las declaraciones grandilocuentes de la gloria del hombre dichas por la modernidad son, aparentemente, tan superfluas como los jardines de Babilonia. Un simple cambio en el clima lo hará retroceder a la Edad de Piedra puesto que nada de la tecnología actual tiene la capacidad de sobrevivir más tiempo que una pirámide de Egipto o un Machu Picchu; es demasiado delicada para ello. Si esto es así quiere decir que la intriga de Dios, si bien ha sido relegada a un último lugar por la distracción que producen las luces de colores de la tecnología, no ha podido ser realmente superada en la constitución del ser humano ni menos ha desaparecido, por lo que no queda más remedio que ser retomada por el hombre posmoderno.
Un nuevo Dios
Pero ¿hablar de un nuevo Dios significará que hubo antes alguno viejo o muerto? ¿Querrá decir que este recién llegado sí tendrá una existencia comprobada fuera de toda duda? Aventurar una afirmación como esta indudablemente supondrá una serie de aseveraciones previas confirmadas en alguna medida. Mas lo primero que habría que hacer es diferenciar entre lo que el ser humano piensa que existe y lo que realmente existe. Lo más común entre los hombres es lo que se llama el creer. Ningún animal actúa en base a alguna creencia; siempre lo hace sujeto a la información veraz que recibe. La creencia es más bien una información que solo se da en la mente humana y, en la mayor parte de los casos, corresponde al resultado de un proceso acerca de la realidad, algo que se dice sobre ella pero que no es el fiel reflejo de lo que es. Lo único en nosotros que sí interactúa con certeza en la naturaleza son nuestros sentidos pero cuando los dejamos fluir espontáneamente, no cuando los constreñimos —pues en ese caso estarían perturbados por nuestras ideas sobre las cosas.
La preocupación por el tema de Dios obviamente es un asunto exclusivamente humano; para el resto de criaturas vivas éste no figura ni como interés ni como problema. Y si se da por sentado que lo humano implica por principio tener una visión prejuiciada de la realidad (o sea, tamizada por nuestra propia mirada) obligatoriamente el asunto divino pasará entonces por ser una manera cómo el ser humano lo concibe, no sobre si es verdaderamente real o no. De modo que se podría afirmar que el misterio de Dios, como todos los demás, no corresponde al terreno de la realidad sino únicamente al de la percepción que tenemos de ella.
Todo esto supone entonces que intentar resolver un hecho específicamente humano (de percepción) mediante la experimentación científica (lo cual solo se puede hacer en la propia realidad) resulta un contrasentido tan grande como intentar medir las pensamientos con una regla. Lo que el ser humano expresa sobre la realidad no es lo mismo que la realidad, por lo tanto la idea que se tenga de Dios no puede ser igual que la certidumbre de su existencia. Dios, como entidad material, puede que no exista, sin embargo lo que al hombre le interesa, valida y le preocupa es lo que él puede captar y sentir y que identifica como Dios. Por lo tanto son dos cosas distintas.
Los escépticos de todos los tiempos han utilizado el argumento de “la prueba física” como su “mejor” arma sin que jamás hayan conseguido hacer nada para disminuir el número de creyentes. A pesar de eso insisten en lo mismo sabiendo de antemano que la ciencia actual, como cualquier otra ciencia, no tiene las herramientas necesarias para intervenir sobre categorías inmateriales (o sea, demostrar la “materialidad” de una interpretación, de una idea). Más bien dejan a la sicología (que es una ciencia meramente deductiva) como árbitro absoluto, dándole una autoridad sobre el conocimiento del hombre que, a quien la conoce bien, le consta que aún no posee. La sicología todavía es una mezcla de escuelas y posiciones encontradas tan disímiles que es difícil imaginarla como un saber consolidado y unificado. Poco se gana con suponerla autosuficiente para dictaminar, desde su inestable sustento teórico, acerca de asuntos tan complejos como el de Dios.
Si es así el problema de Dios estaría en el mismo lugar de siempre: en la mente del hombre, sin que esto signifique que Él pueda o no “tener existencia” al margen de lo que opine el ser humano. Hay muchas cosas que sabemos que no tienen realidad objetiva pero las damos por sobreentendidas como pasa con las matemáticas. El número uno, la unidad, fuera de en nuestro interior, no posee “existencia”, pero para nosotros sí, y eso es lo que cuenta. Lo mismo para el caso de Dios; puede que éste tenga una constitución que sea imposible de ser captada por el hombre o que tal vez sea un invento exclusivo nuestro, pero la noción que tenemos sobre Él sí nos puede convencer, tanto como estamos seguros que uno más uno es dos aunque nada de esto ocurra en la realidad.
Por otro lado hay quienes apelan a la historia de la filosofía occidental y argumentan que plantear hoy en día el asunto de Dios es un “ir hacia atrás” dado que el pensamiento humano “ya ha evolucionado”, considerando ello como un falso problema (o como un no problema). Quieren hacer creer que el filosofar es similar a una ciencia que “acumula” conocimientos con el paso del tiempo (esto producto de una era donde predomina el método científico en que lo que se dice hoy vendría a ser la suma de todo lo sabido). Pero eso es engañoso; la filosofía (en opinión del autor) es más parecida al arte que a la ciencia en el sentido que con cada pensador aparece una nueva forma de ver al hombre y al mundo, o sea, es solo un punto de vista, y el que se hayan producido millones de ideas anteriormente no quita ni pone a las nuevas pues cada filosofía tiene su propia identidad. Cuando se estudia, por ejemplo, la poesía no se puede argumentar que “la nueva” es obligatoriamente mejor que “la antigua” puesto que el análisis comparado demuestra que cada generación tiene la suya y es completa en sí; aquí no se da tal sumatoria que se realiza “sobre los hombros de gigantes” como se justifica comúnmente al saber contemporáneo. Cada artista, como cada filósofo, es un nuevo comienzo, es la creación del mundo para el hombre; es un Adán sin el complejo de serlo pues los únicos que ven mal a quien empieza desde cero son aquellos que quieren perpetuar el orden establecido, esos que imaginan la historia humana como una línea continua de menos a más (y donde ellos están al final de la progresión).
Los momentos previos a las caídas de los grandes imperios suelen estar saturados de individuos que califican cualquier intento de cambio de “verdades” como de disparates o “complejos adánicos” puesto que, según dicen, “se quiere ignorar todo el conocimiento alcanzado hasta el momento”. Sin embargo, ¿de qué sirve esa inmensa “base de datos” aportada por el pasado si no es justamente para negarla, para darnos cuenta que todo ello fue “un error”? De modo que el asunto no es “subirnos a los hombros de gigantes” sino más bien aplastar a estos para que no nos sigan perturbando. Si realmente se quisiera aplicar con todo rigor tales máximas —que el saber es una acumulación de conocimientos— se tendría entonces que incorporar al bagaje contemporáneo la información de todas las tablillas sumerias hasta ahora conservadas, rescatar del olvido los miles de volúmenes de escrituras teológicas hechas durante siglos o sistematizar la enorme experiencia sobre la naturaleza que poseen muchos de los pueblos ancestrales aún existentes. Pero nadie quiere hacer eso porque a nuestra era solo le interesa aquello que sirva para reafirmar su promesa, la modernidad, considerada como “la única verdad del mundo en que vivimos”, no así difundir otras “verdades” que sostengan lo contrario. Más aún, en los sistemas educativos actuales se establece que lo que no es moderno debe ser visto como “lo equivocado”, algo superado por “lo cierto” que es lo moderno.
En conclusión, por lo visto los cambios y revoluciones que se dan en el devenir humano no son simples “saltos cualitativos” —o “más de lo mismo” pero dicho de otra forma (como se postula ahora)—; en realidad se trata de verdaderos cismas en las creencias sobre lo que es el hombre y el mundo, giros de 180 grados hacia posiciones jamás sospechadas o, en algunos casos, anteriormente desechadas. Pero decir esto es normalmente tomado como un horror por el orden establecido (y con suma razón) y también como una falsedad. Sin embargo, guste o no, ello es como la muerte, que por más que se la niegue y se repudie tarde o temprano llega produciendo el mismo efecto de siempre.
¿Qué es Dios?
Negar la validez del problema de Dios tanto como tomarlo como “algo estudiado y agotado” son dos posiciones que no llegan a invalidarlo y eliminarlo de la mente humana. Esta postura negacionista se hace patente hoy en la mayor parte de las aulas universitarias donde dicho tema ya no se plantea pues se da por sentado que “es una pérdida de tiempo” y que “a nadie interesa —relegándolo a ser una preocupación meramente personal”— o bien presentándolo simplemente “como un problema imaginario y del pasado”. Es de esa forma cómo se “superan” estos y otros muchos asuntos incómodos: con el simple acto de desconocerlos, descalificarlos, ningunearlos y olvidarlos. A muchos filósofos actuales les preocupa más, por ejemplo, la estructura de las palabras o el organigrama de la ciencia que tocar tales “casos inútiles”. Pero lejos de ser una cuestión vana el concepto Dios es tan importante que sin éste no habría ni hombre ni sociedad.
Dios es un punto medular, la piedra de toque de toda la conformación del hombre. Reemplazarlo por las “modernas” teorías de las necesidades, la supervivencia o la lucha del más fuerte es solo una ilusión, útil para este tiempo, pero inconsistente a los ojos de los verdaderos filósofos. Una ciencia como la antropología, por más que reciba la ayuda de la biología molecular y de muchas otras, no puede dictaminar sobre aspectos que van más allá de su campo y que pertenecen estrictamente al terreno de las ideas. Si hay algo que diferencia al humano del animal son sus ideas; en lo otro es totalmente igual. De modo que si de estudiar al hombre se trata pues lo más importante será esto último: qué es lo que lo hace ser lo que es, o sea, sus ideas. Las neurociencias, así como la física nuclear, buscan alquimistamente las bases de lo inmaterial en lo material, lo cual es un absurdo, pero un absurdo muy rentable.
Ahora bien, ¿por qué es importante el tópico de Dios en cada revolución humana? Porque sobre o alrededor de éste es que el hombre empieza a construir el mundo. El ser humano no puede ni siquiera empezar a pensar como humano sin antes establecer las reglas de juego. ¿De qué juego se está hablando? Del juego humano, de aquel que es propio de un ser que debería transitar como animal por la Tierra pero que no lo hace ya que pretende ir en contra de la naturaleza. Esas reglas de juego consisten en predeterminar, antes de actuar, quiénes suponemos nosotros que somos y para qué somos lo que somos. Si eso no estuviera previamente “resuelto” o definido (aquello que nos hace ser seres humanos) y solo nos dedicáramos a alimentarnos y reproducirnos (como sostiene el evolucionismo) simplemente seríamos unos animales más. Pero no lo somos, por lo tanto hay en nuestros adentros un elemento “antianimalizador” que nos impulsa a vivir de un modo no animal, algo aparentemente contraproducente con respecto a “la realidad” (ver El impulso filosofante de quien suscribe). Esas reglas, esas explicaciones, esas razones que hasta el momento el hombre se ha dado a sí mismo son las que desde siempre se han sintetizado en un solo concepto globalizador: Dios.
No es que éste consista en una ‘persona’ igual a nosotros; es, por el contrario, más que un ser humano o algo parecido. Es aquello que está por encima de nosotros, que nos supera en dimensión y en tiempo. Es la causa por la cual los hombres suponemos que no somos animales. Es aquel que por su intervención, por su existencia o influencia teóricamente nos hemos visto obligados a vivir como vivimos. Sin la idea de que Él está detrás de todo esto (detrás de la realidad tal como la percibimos) nada tendría sentido para nosotros salvo seguir las leyes de la naturaleza (o sea, ser animales). Dios es entonces más que un ente: es la totalidad trascendente, eso que sabemos que no estamos en capacidad de conocer, solo de intuir.
Pero esta noción, idea o concepción de lo que llamamos Dios es tan imprecisa, tan inalcanzable (pero al mismo tiempo tan presente) que hasta ahora no hemos podido coincidir entre nosotros sobre cómo es o cómo puede ser que sea. Hay tantas percepciones de Él como seres humanos existen y eso, por lo tanto, lo vuelve un asunto inasible e incognoscible. Pero que esto sea así no significa que los hombres no podamos ponernos de acuerdo en presentarlo de un modo tal que sea entendible para una gran mayoría. Cuando muchos concuerdan en una específica apreciación sobre Dios no es extraño que se junten y formen una sociedad. ¿Qué fue lo que creó la Era Cristiana o los Estados Unidos, por ejemplo? Pues una idea común de Dios, algo que está por encima de las razas, costumbres y culturas. Porque lo cierto es que, a pesar de las grandes diferencias que los humanos podamos tener, cuando dos individuos o más coinciden en la creencia de un mismo Dios estos se convierten en miembros de un nuevo clan, una nueva familia, una nueva sociedad: se hacen uno (tal como pasa en el matrimonio, que siempre se realiza ante Dios). De modo que la idea de Dios puede que no sea posible de ser comprobable físicamente o mediante la lógica (¡qué cosa lo está en el ser humano!) pero sirve para construir la idea del hombre. Se pueden proponer millones de planteamientos acerca de cómo ser seres humanos y todos ellos no servir para atraer ni agrupar a nadie; en cambio basta una sola idea bien armada y convincente de lo que es Dios para que sea factible crear sociedades y civilizaciones enteras (prácticamente todos los pueblos nacen en torno a un Dios o dioses comunes).
Nunca se ha sabido de una cultura que haya aparecido sin un Dios al frente como bandera, como amalgama; ni siquiera la sociedad moderna con sus aires de profana y “científica” lo ha hecho pues el drama de su instauración está plagado de enormes esfuerzos por adecuar al Dios de la modernidad dentro de la estructura de la sociedad de mercado (el protestantismo o el judaísmo, las dos confesiones que gobiernan el planeta, son una prueba contundente que este Dios sí “existe”, aunque investido con el traje del comercio, del Dios Mercurio). Actualmente, a pesar de los que anunciaron su muerte, este Dios sigue vivo y presente aunque no se parezca al “viejo Dios” medieval europeo en sus formas pero sí en su fondo. Dios, como siempre, es el que explica y conforma al mundo, más allá de los deseos e intereses humanos, y es quien interviene para que los hombres no sean los animales que deberían ser. Incluso hasta en los más desespiritualizados billetes de la banca Él está presente, y tampoco se lo ha podido erradicar del lenguaje común ni del especializado. Además, aún en contra de su voluntad, hasta a los más acérrimos escépticos y no creyentes los entierran, les guste o no, en medio de pompas fúnebres plagadas de rituales divinos. Nadie puede escapar a ello.
El Dios que vendrá
Solo falta entonces completar esta evaluación describiendo qué nueva forma adquirirá tal vez Dios en la futura sociedad que reemplazará a la moderna occidental. Como se ha dicho, no existe civilización o cultura que no se genere en torno a una promesa constitutiva que funcione como un norte hacia el cual ir, anhelando un mañana cargado de respuestas a las principales inquietudes humanas. Todo este cúmulo de razones y explicaciones se suelen agrupar en un concepto concreto y comprensible, en un solo símbolo unificador que conlleva además toda una serie de elementos que sintetizan la variabilidad de la experiencia humana: Dios.
Dios es entonces la suma de lo real e irreal, de lo visible e invisible, de lo posible e imposible en el ser humano; eso es lo que lo hace Dios. Es una totalidad muy parecida a lo que el hombre percibe que es la realidad, solo que, a diferencia de ésta, Dios no es caótico y tampoco abisma; Dios es más bien el orden inteligible al cual el ser humano puede acogerse sin miedo. Ante el mundo que es extraño, mudo y frío, se opone un Dios humanizado, dialogante y afectivo. El hombre, criatura perdida ante sí mismo, encuentra en Dios la seguridad que requiere para no desquiciarse pues es la única manera de ordenar la realidad —algo que va más allá de saber cómo se comportan las plantas o los átomos. Conocer parcialmente (y desde el punto de vista humano) la forma de manipular la materia no significa en lo absoluto dominar a la naturaleza como pretende insinuar la visión oficial modernista. Los avances de la física (principalmente en el campo bélico) no implican que ya se tengan a la mano las respuestas a todos los fenómenos del Universo. Existen aún infinitos espacios que la ciencia oficial no toca o no quiere tocar y que son verdaderos misterios para el hombre actual los cuales se dejan astutamente de lado para solo exhibir los conocimientos más convenientes (“el poder todo lo sabe”, se dice, “y lo que no sabe está por saberlo o es falso”). Siempre que el ser humano logra reunir un gran ejército con una enorme capacidad destructiva siente que ha adquirido la facultad de decidir por la vida y la muerte tanto del planeta como de su propia idea de Dios. Ninguna de estas dos cosas (vida y Dios) le parecen lo suficientemente fuertes para oponerse a sus máquinas de guerra, por lo que las ve como inermes e incapaces, carentes de toda autoridad para decirle a él qué es lo que debe hacer.
De este modo Dios navega en nuestra mente desde ser “las consecuencias de nuestra ignorancia” hasta “la explicación de todo lo existente”. Algunas veces la idea se acerca o se aleja de cada extremo, dependiendo regularmente de qué tan bien vayan la recolección o las cosechas o en qué medida se puedan acumular diversos objetos para darle muerte a nuestros congéneres. Pero lo único que no podemos hacer es convencernos de que Dios no existe. O bien lo podemos esconder y minimizar en el fondo de nuestra conciencia y cada día decir que se trata solo una actitud infantil o, por el contrario, lo podemos maximizar hasta el punto de suponer que los hombres no hacemos nada por nosotros mismos pues todo responde a su voluntad (demás está aclarar que nada tiene que ver esto con el realizar o no ciertos rituales religiosos pues a todos nos consta que se pueden llevar a cabo muchos o ninguno y no influir ello en nada de lo que pensamos sobre Dios y lo divino).
Cómo será
Toca ahora prefigurar cómo tendría que ser Dios en una nueva circunstancia por la que el hombre debe pasar para deshacerse de una experiencia fracasada y reemprender el camino de búsqueda hacia la tan ansiada paz consigo mismo y con el resto de la realidad. El Dios que tiene que venir, como es en todos los casos, debe adquirir ante su futuro creyente una dimensión que subsane los errores cometidos en el pasado. Durante la etapa de la sociedad de mercado Dios fungió de Mercurio, de Dios Comercio, y se lo tuvo bendiciendo todo tipo de transacciones, muchas de ellas nada santas, entre vendedores y compradores de artículos diversos. En su nombre la usura y el agiotismo se convirtieron en virtudes admiradas y adoradas por todos. El comerciante lo usó como estandarte y lo predicó como si de un juez de litigios se tratase, supuestamente decidiendo quién era el que tenía la razón en los pleitos por los diversos negocios. Con este Dios se ordenó al mundo moderno de tal manera que el planeta se convirtió en una cantera y Él su proveedor. Se dijo, durante su prevalencia, que la falta más grave era atentar contra el mercado, apropiarse de aquello que era ajeno (el robo), maldiciendo de paso a quienes no cumplieran con los contratos de compra-venta, en especial, de los que adquirieron la mayor cantidad de bienes (o sea, los ricos). Esta es la forma cómo la modernidad quiso ver a Dios y lo vio, cómo lo invistió y de qué manera lo definió dándole el papel que fue el más conveniente. Los ricos vivieron felices con tal noción agradeciendo de paso a quienes así lo construyeron (sus filósofos). Pero lamentablemente la gran mayoría de la humanidad, como siempre, resultó la gran perdedora con este Dios-guardián-de-las-riquezas.
Ante ello la pregunta que surge es ¿puede el Dios pleno, el Dios-total (y no el Dios-conciencia-privada moderno) renacer en la mente de los hombres? La respuesta es sí, y no se trata de inventarlo sino más bien de descubrir otro de sus rostros, sus otras formas de ser y manifestarse al ser humano escondidas y escamoteadas por la parafernalia mercantilista. Pero querer encontrarlo en el mismo cajón donde se lo suele buscar (en el de la filosofía razonal occidental de la especulación a base de palabras) puede resultar vano pues hay todo un mundo, un universo de expresiones en donde también se lo puede hallar. La civilización occidental con su filosofía, pretende, en su egocentrismo inveterado, seguir asegurando que solo ella tienen la potestad de enarbolar lo creíble y verdadero y que únicamente de sus canteras puede emerger algo que tenga valor. Como imperio que es no se resigna a ceder su puesto y entender que su mirada no es la única que el hombre tiene; que existen tantas otras como seres humanos se den en la historia. Todo lo que esta civilización tenía que dar ya lo dio y ahora carece de fuerza y de ingenio para reciclar su dominio; ahora le corresponde ceder paso a lo nuevo, a lo que llega cargado de energías y promesas de ser la respuesta durante tanto tiempo buscada.
El Dios de Occidente, ese ser platónico transformado por el cristianismo en un juez privado, ha culminado; ese es el Dios que ha muerto. Cuando la fe, como el amor, se va ya no regresa. Ahora Dios debe venir de otro lugar, de otra experiencia humana con diferentes maneras de entender la misma realidad. Mas Occidente intentará hacer creer que, si cae, se irá con ella toda la humanidad. Siempre los imperios ansían arrastrar a todos los pueblos hacia su tumba (como lo hacían los antiguos reyes con sus consortes y séquito) pero solo ellos morirán, mientras que las naciones oprimidas se levantarán y mostrarán sus propias verdades. Entre estas está la andina.
El Dios andino
El Dios andino es un Dios que no habita en la razón sino en la sensación de todo ser vivo. Dios no necesita que sus criaturas sean sabias o tengan pensamientos elaborados para que lo perciban; cualquiera lo puede ver porque es la realidad primera. Dios no tiene porqué estar más allá, en algún lugar imaginario solo accesible para los filósofos; Dios es el primer peldaño de la vivencia humana, lo que está antes de que seamos humanos, no lo que está al final.
Occidente caracterizó a Dios como lo invisible, como aquello que se deduce después de un complicado sistema de suposiciones. Alejó a Dios del hombre al punto que ya nadie lo pudo alcanzar para, finalmente, con la entronización de la razón, ubicarlo en el subconsciente, equiparándolo a un fenómeno de la mente cuando ésta se halla desocupada o alterada. Occidente puso al hombre en vez de Dios y planteó que el humanismo era lo real, y que lo que la razón no pudiese concebir no existía pues ella lo era todo, el nuevo absoluto que abarcaba la completa realidad. La razón se convirtió en la herramienta del poder humano para demostrar que el Dios era él. Ese fue el pensamiento moderno, el que reinventó al hombre nombrándolo como “un ser superior que se alzaba cada día más sobre sí mismo para acceder a alturas inimaginables”. La embriaguez fue tal que hasta el Universo se vio empequeñecido ante la posibilidad de ser conquistado y subyugado, tal como rezaba el ideario moderno. El hombre era el creador, no Dios, dijo.
Sin embargo el Dios andino está donde debe estar: frente a nosotros, debajo de nosotros, encima de nosotros. Siempre procurando no distanciarse mucho para que no perdamos el sentido de las cosas. Solo cuando bebemos el licor de la razonalidad es que nos alteramos y damos discursos a la pared alabando nuestras grandezas. Pero mientras no lo hagamos, mientras permanezcamos lúcidos, el Dios andino nos alumbrará, nos acariciará, nos alimentará, nos abrigará y, por qué no, también nos asustará. Porque este Dios es tangible, palpable y dialogante, demasiado presente como para decir que no está. La historia andina, al no haber elaborado nada parecido a la modernidad, no se halla contaminada con la idea de un hombre capaz de hacerlo todo, incluso hasta de vivir sin Dios. Como pasa muchas veces no es que el ruido no se dé sino que el oyente está sordo o no lo quiere escuchar. El hombre andino no ha perdido su capacidad auditiva como para no oír a Dios a su alrededor.
Si uno visita los pueblos del Ande observará que algo los caracteriza: no conciben el ateísmo. Ser ateo en el mundo andino es un imposible pues no se encuentra en las perspectivas de esta cultura. Algunos vinculan el ateísmo con la tecnología y piensan que aquel que posee la occidental más actualizada obligadamente es un escéptico o tendrá ese talante. Pero no es así. En el Ande la tecnología de punta de Occidente convive y se humaniza pero siempre frente a Dios. El andino, para incorporar un objeto a su entorno, no lo pasa por un juicio humano sino que lo lleva a bendecir a Dios. Dios es entonces quien humaniza al hombre y a sus cosas. Sin Dios, en el mundo andino, no puede haber hombre porque es Dios quien hace lo humano (un ser sin dios es solo un animal). En las alturas de Bolivia se llevan los automóviles nuevos a challar, o sea, a ser bendecidos por los religiosos del templo de la Virgen de Copacabana, lugar sagrado desde hace miles de años, antes incluso que llegaran los españoles con el cristianismo. La gente que lo realiza no es precisamente ignorante; son andinos contemporáneos exitosos en los negocios y en la vida pero que no conciben la tecnología de la manera atea como se la toma en Occidente. Lo que hacen es darle espíritu a la materia y ello solo se logra mediante la intervención divina.
Las fiestas, procesiones y manifestaciones religiosas del mundo andino no solo están vivas y calientes sino que se retroalimentan día a día gracias al contacto permanente con el motivo de sus afanes: Dios. A diferencia del cristianismo occidental, que habla de un ser ubicado en planos ajenos a la realidad (el Cielo, la Idea) la fe andina sabe que Dios está dentro y fuera de la naturaleza sin serlo. Hay quienes piensan que se trata de un “animismo primitivo” o de un “panteísmo arcaico no superado” simplemente porque no se emplea el razonamiento filosófico propio de Occidente para explicarlo y sustentarlo, pero eso es solo un prejuicio cultural (el creer que una cultura dominante es superior porque “piensa mejor”). Occidente, como todo imperio, supone que también lo es debido a que “posee la filosofía correcta, además de la religión más elaborada, la verdadera”, en un acto que, más que soberbia, revela un poco de infantilismo y pedantería. Los imperios lo son por su capacidad y poder militar y el ejercicio de su fuerza política, no por la bondad de sus ideas.
El Dios andino no exige filósofos que lo piensen y analicen para poder ser y manifestarse. El Dios andino es el Dios de todos, de los grandes y de los chicos, de los sabios y de los necios, de los pobres y de los ricos. En una ceremonia andina se ve tanto a unos como a otros juntos y revueltos, sin hacer notar sus diferencias puesto que incluso los más adinerados se vuelven simples individuos a la hora de rendirle tributo. Nadie cree ni por asomo que el que tiene fortuna lo es porque “Dios lo ha bendecido”, cosa propia del pensamiento protestante occidental. En el mundo andino no se procura poner palabras en boca de Dios ni imaginar que Él se comporta de tal o cual manera (pues no es un dios humanizado). Nadie intenta “definir” cómo tiene que ser Dios para con ello dictaminar a quiénes “bendice” y a quiénes no. El obtener o no riquezas no es un atributo propio de Él; nadie lo ve así. Dios no es un distribuidor cuya función es otorgar prosperidad; esa es la mirada de un comerciante occidental que quiere entenderlo de tal manera. El Dios andino lo es para todos y para todo, para hombres, animales, plantas y tierra (y no solo para el que le reza y le hace sacrificios). Su acción comprende el sostenimiento del mundo, no así el repartir beneficios y premios a la gente.
La resacralización de la vida
El hombre andino entiende que Dios está más allá del hombre, que no se agota en tal criatura. Dios es una realidad que se encuentra por encima de la existencia humana y seguirá estándolo aún cuando esta especie desaparezca. Suponer que Él va a dejar de existir cuando el hombre ya no esté para pensarlo es una necedad tanto como creer que el Universo terminará cuando lo hagamos nosotros. De esto se desprende una relación con Él que implica una toma de conciencia de qué es el hombre frente a Dios. La fe andina tiene en claro que la grandeza de Dios es abrumadora y que nada de lo que el hombre haga puede siquiera hacerle sombra. Por ello lo mejor que el humano puede hacer es imitarlo, en el sentido de ser tan generoso y correcto como lo es Él. Dios, en el Ande, no es un concepto que cambia con quien lo defina; es una realidad dada a la mano de aquel que la busque. Por eso aprender de Él no es asunto de una teología especializada respaldada en una razón superlativizada; es solo un esfuerzo de observación y sentido común. La fe entonces, en el mundo andino, es algo natural; la negación de Dios, lo difícil de sustentar, lo ajeno a la realidad.
Muchos dirán que lo que observan en el Ande es solo un ritual cristiano mezclado con paganismo. Esa es la postura de quienes se resisten a ver o de los que quieren entender las cosas desde su punto de vista. Lo cierto es que, cuando se analiza bien, es fácil darse cuenta que los símbolos pueden ser cristianos pero que lo que los sostiene, aquello que los hace creíbles es el sentido de la vida y la filosofía interna del mundo andino. La cruz puede estar en la cumbre de un cerro pero en realidad no se adora a dicho símbolo sino al propio cerro coronado por tal cruz. El clero católico quisiera creer que todos ven a un Cristo reflejado en ese elemento, pero lo cierto es que no es a Cristo a quienes ven sino a una entidad que es propia, local: a la Pachamama, la Madre Tierra, quien es también una parte del Dios andino el cual no necesariamente tiene sexo ni es persona ni es unidad.
Animismo o no, todo en el mundo andino es divino y sagrado. La vida es sagrada, algo que hace mucho tiempo se perdió en Occidente donde sus expresiones guerreras y empresariales son una prueba contundente del fracaso de ese “pensamiento moderno superior” que desacralizó las cosas. El Dios andino en cambio está presente en todo y el hombre debe saberlo para poder valorarlo. Es como si estuviésemos de invitados en una casa donde lo que observamos nos es ajeno, no nos pertenece y tampoco tenemos autoridad para decidir sobre ello. Si en un arrebato de locura dijéramos que esa casa y todo lo que hay allí es nuestro simplemente por el hecho de encontrarnos en dicho lugar nos considerarían locos y nos echarían. La actitud apropiada es respetarla y no tocar lo que no nos es propio pues puede estropearse. El andino actúa de ese modo con la Tierra: no es nuestro planeta, dice, sino de Dios, por eso tenemos que cuidarlo, agradeciendo por el contrario el que lo estemos usando.
En cambio el occidental se ha intitulado dueño absoluto de lo que no creó y piensa que es el rey y guardián de lo que está a su alcance solo por el hecho de percibirlo y tenerlo a su disposición. Ha degradado a la naturaleza declarándola tierra abandonada y, a la manera de los pioneros norteamericanos, se ha apoderado de lo que puede bajo la idea que “no es de nadie”, aunque allí hayan existido seres que la ocupan desde hace miles de años. Lo mismo piensa del Sol, de la Vía Láctea y del Universo. Todo ello “no es de nadie”, es “cosa”, y con esta máxima, creada muy oportunamente por sus filósofos y científicos, tiene la pretensión de tomar posesión absoluta “en nombre de la grandeza de la humanidad”, tal como ha pasado con la Luna (humanidad que ya sabemos no abarca a la totalidad pues los únicos que tienen derecho a llamarse así son los habitantes de los Estados Unidos de Norteamérica).
La modernidad necesitó matar a Dios para poner en su lugar al hombre y así hacer del mundo una cantera (el “qué comerciar”) y un mercado (el “dónde”). El andino por el contrario necesita revalorar a Dios para hacer de la Tierra un lugar donde pueda manifestarse plenamente la vida. Mientras se siga pensando que el ser humano está por encima de todo nuestro destino será nuestra muerte y la muerte de lo que nos rodea. Lo que necesitamos ahora es recuperar la cordura y entender quiénes somos y cuál es nuestra verdadera dimensión. Un simple rayo solar basta para, en unos segundos, acabar con la era moderna incinerando todos los aparatos eléctricos. Un pequeño cambio en la configuración terráquea puede significar el fin de nuestra especie sin que nuestra tecnología sea capaz de impedirlo. ¿Puede, ante esto, seguir pensándose que el hombre es el autor de la realidad solamente porque la puede concebir y sistematizar con su razón? ¿Puede el ser humano suprimir la idea de Dios para dedicarse con vehemencia solo a trabajar y así hacer dinero para comprarse viviendas y automóviles como si esto fuese el objetivo de su existencia? Muchas preguntas aún son posibles de hacerse, pero lo cierto es que, sobre los errores y barbaridades que unos hacen, hay quienes reaccionan y realizan esfuerzos por demostrar que no todo está perdido. Con el Dios andino volvería la fe, el buen sentido de las cosas y el respeto por la vida y la naturaleza. Estas pocas razones podrían ser suficientes para justificar su reivindicación y difusión por toda la especie humana.