Por Osmar Gonzales Alvarado
Fuente: www.librosperuanos.com Buenos Aires, mayo 2012
Hace aproximadamente 40 años, el sociólogo estadounidense, Daniel Bell, señalaba en su famoso libro Las contradicciones culturales del capitalismo,1 que en la sociedad moderna la cultura había alcanzado una relevancia sustancial hasta llegar a constituirse en el elemento más dinámico de la civilización actual, pues siempre está atenta a buscar lo novedoso, lo actual y pretende erigirse como la vanguardia de la vida social. Desde este análisis, establece lo que considera es una ruptura radical entre la cultura y la estructura social, la misma que explica la crisis de las sociedades occidentales. En efecto, señala Bell, la cultura es pródiga, promiscua, porta un humor anti-racional, es anti-intelectual y es el espacio en donde el “yo” se convierte en la piedra de toque de los juicios culturales. Esto significa que libera las tendencias hedonistas y narcisistas presentes en la sociedad capitalista, y de paso socava la disciplina impuesta por el puritanismo y la ética protestante del trabajo y del ahorro. (Está pensando en la liberación sexual, el rock, el uso de drogas para expandir el espíritu, y otras manifestaciones culturales surgidas en el Occidente post Segunda Guerra Mundial). Por otra parte ―puntualiza el mencionado autor―, la estructura social se rige por el principio económico basado en la eficiencia y la racionalidad funcional, y dentro de él se encuentran la organización de la producción y el ordenamiento de las cosas, incluido el mismo ser humano. De este modo —concluye Bell—, el modernismo se ha caracterizado por su ira contra el orden social como causa primera y por la creencia en el apocalipsis como causa final; paradójicamente, en esto radica su atractivo.
Autores como Marshall Berman2 y GillesLipovetski3 salieron al encuentro de Bell para criticar su tesis acerca del modernismo como el seductor. Berman señala que esta forma de entender al modernismo ―y por ende a la cultura―, como el culpable de haber llevado a los individuos a abandonar sus tradicionales y asignados lugares y deberes morales, políticos y económicos, presupone una equivocada idea acerca de una falaz “inocencia del capitalismo”. Lo que hace Bell —señala— es tomar las “ortodoxias modernistas” —a saber, autonomía de la cultura, superioridad del artista e independencia de la moral— para volverlas en contra del propio modernismo y así liberar al capitalismo, en tanto sistema económico, de sus responsabilidades. Por su parte, Lipovetski afirma que el sociólogo estadounidense no percibe que, justamente, lo fundamental es el proceso de personalización que crece en las sociedades occidentales hasta llegar a convertirse en el elemento distintivo de las sociedades presentes y futuras. Esta tendencia hacia la autonomía individual desemboca en una profunda modificación en el orden de prioridades con respecto a las aspiraciones; es lo que se ha quedado en llamar “la condición posmoderna”. El posmodernismo, entonces, se aleja del carácter libidinal, arrebatado y pulsional del modernismo para desarrollar estructuras en función del individuo, neutralizar los conflictos de clase, aumentar la apatía y dejar sin sustancia al narcisismo.
Hoy, Mario Vargas Llosa ha publicado un ensayo bajo el título La civilización del espectáculo,4 que en gran medida reedita la estrategia de Bell: cuestionar los procesos culturales en curso pero sin establecer crítica al capitalismo, salvo en muy breves pasajes de las páginas que componen el pequeño libro. Ya conocíamos sus tesis centrales gracias a los artículos periodísticos que Vargas Llosa publica en diarios de todo el mundo, y que ―al menos algunos de ellos― son integrados como anexos que acompañan a sus argumentaciones centrales.
El ensayo del Nobel peruano es ―además de inteligente―, provocador, pesimista, nostálgico, elitista y judicial. Obviamente, ha recibido rápidas reacciones. Javier Ágreda ha resumido el texto como una nueva versión de la famosa expresión de Manrique, “todo tiempo pasado fue mejor”.5 Gustavo Faverón lo ha acusado de no saber de lo que habla, que critica lo que no comprende o, en todo caso, que no ha actualizado su conocimiento sobre la contemporaneidad.6 Mientras que Jorge Volpi―mencionado por Vargas Llosa críticamente hacia las páginas finales― lo acusa de todavía guardar en lo más íntimo de su ser reverberaciones del marxista que alguna vez fue, así como de añorar una élite que dicte a los indocumentados razones sobre lo bueno y lo malo.7 Finalmente, Diego Erlan ha señalado que el tono pesimista que recorre el ensayo impide a Vargas Llosa reconocer nuevas relaciones de poder en el campo cultural.8 Lo cierto es que cada una de las críticas mencionadas tiene algo de razón. Sin embargo, considero que algunas de las tesis del escritor merecen ser discutidas con un poco más de detenimiento, y eso es lo que pretendo en las siguientes páginas. Para ello me valgo de la contrastación con otros autores, especialmente de Zygmunt Bauman, profundo analista del mundo global actual.
Previamente, considero necesario esbozar rápidamente el argumento central que propone Vargas Llosa. Dice que la palabra (especial pero no únicamente la escrita) ha sido desplazada por la imagen (“Ahora, la palabra está cada vez más subordinada a la imagen”, p. 22) y, al amparo de la sensacional innovación tecnológica que expectamos día a día, la cultura ―en todas sus manifestaciones, desde la religión hasta el sexo, pasando por las reflexiones sociales y artísticas― ha devenido superficial, como un espectáculo sin contenido y efímero, provocando con ello un decaimiento de las grandes obras de arte, del pensamiento profundo, de la reflexión crítica y de una vida espiritual superior. A todo ello han contribuido los intelectuales posmodernos que, en su intento por equiparar todas las culturas en una impostada vocación democratizadora, se ha deslegitimado el papel orientador de una élite ilustrada (recuerda a la aristocracia de la inteligencia invocada hacia fines del siglo XIX e inicios del XX) que establezca los parámetros de diferenciación cultural. En consecuencia, su lugar lo ocupan ahora cocineros, modistos, futbolistas y actores. Así, los individuos se conforman con ser meros espectadores superficiales que visitan los espacios culturales pero de manera epidérmica, que solo se registra en las estadísticas aunque espiritualmente no les deje nada significativo. Ante esta constatación de la realidad que registra Vargas Llosa se desprende ―implícitamente― un retorno a una época dorada, en donde los grandes intelectuales y artistas ―ahora también devorados por el sentido de espectacularidad― retomen su papel de orientadores de la vida social. Como expresión del ánimo con que Vargas Llosa ha escrito este ensayo, están las siguientes líneas:
Puedo parecer pesimista, pero mi impresión es que, con una irresponsabilidad tan grande como nuestra irreprimible vocación por el juego y la diversión, hemos hecho de la cultura uno de esos vistosos pero frágiles castillos construidos sobre la arena que se deshacen al primer golpe de viento (p. 75).
En primer lugar, un rodeo por la palabra cultura
La defensa de la cultura por Vargas Llosa o, al menos de lo que entiende por ella, la explica él mismo aludiendo a sus esfuerzos por cultivarse espiritualmente: “Muy consciente de las deficiencias de mi formación, durante toda mi vida he procurado suplir esos vacíos, estudiando, leyendo, visitando museos y galerías, yendo a bibliotecas, conferencias y conciertos” (p. 202). Entiende que el término “siempre significó una suma de factores y disciplinas que, según amplio consenso social, la constituían y ella implicaba: la reivindicación de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte, de unos conocimientos históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución, el fomento de la exploración de nuevas formas artísticas y literarias y de la investigación en todos los campos del saber” (p. 65). Pero, en su mirada, hoy en día la noción cultura está siendo depravada, no por acotarse sino por todo lo contrario, por extenderse: “Se volvió un fantasma inaprensible, multitudinario y traslaticio. Porque ya nadie es culto si todos creen serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que todos puedan justificadamente creer que lo son” (p. 66). Implícitamente, Vargas Llosa nos está remitiendo a una jerarquización de la sociedad entre cultos y no cultos vista como algo positivo y, quizás, hasta conveniente. Para el novelista, el problema es que si todos son cultos ―o creen que los son―, nadie lo es. Esto traería aparejado una distorsión: cualquiera se siente con derecho y honor sobre la cultura. “Basta abrir un periódico o una revista para encontrar, en los artículos de comentaristas y gacetilleros, innumerables referencias a la miríada de manifestaciones de esa cultura universal de la que somos todos poseedores, como por ejemplo ‘la cultura de la pedofilia’, ‘la cultura de la marihuana’, ‘a cultura punk’, ‘a cultura estética nazi’ y cosas por el estilo’” (p. 69). En este contexto, la cultura ya no cumple con su propósito de ser la brújula de los individuos y de las sociedades:
La cultura es —o era, cuando existía— un denominador común, algo que mantenía viva la comunicación entre gentes muy diversas a las que el avance de conocimientos obligaba a especializarse, es decir, a irse distanciando e incomunicando entre sí. Era, asimismo, una brújula, una guía que permitía a los seres humanos orientarse en la espesa maraña de los conocimientos sin perder la dirección y teniendo más o menos claras, en su incesante trayectoria, las prelaciones, la diferencia entre lo que es importante y lo que no lo es, entre el camino principal y las desviaciones inútiles (pp. 70-71).
Para Vargas Llosa, ahora todo eso se ha perdido, pues ni siquiera se mantienen jerarquías básicas, y sin estas solo queda esperar la desintegración social. Se pierde, pues, la noción de lo humano, de lo moralmente correcto, de la valoración de la libertad básica para crear. Sobre este terreno degradado se obstruye
…la supervivencia de la especie, una elite conformada no por la razón de nacimiento ni el poder económico o político sino por el esfuerzo, el talento y la obra realizada y con autoridad moral para establecer, de manera flexible y renovable, un orden de prelación e importancia de los valores tanto en el espacio propio de las artes como en las ciencias y técnicas: eso fue la cultura en las circunstancias y sociedades más ilustradas que ha conocido la historia y lo que debería volver a ser si no queremos progresar sin rumbo, a ciegas, como autómatas, hacia nuestra propia desintegración (pp. 72-73).
Para decirlo de otra manera, Vargas Llosa quisiera que la cultura, más que contener el impulso crítico contra el statu quo, como proclamaba Theodoro Adorno, fuera capaz de regresar a un tiempo considerado mejor. Una cultura reaccionaria.
La conclusión a la que llega Vargas Llosa es que la que él llama “civilización posmoderna” es la que “ha desarmado moral y políticamente a la cultura de nuestro tiempo y ello explica en buena parte que algunos de los ‘monstruos’ que creíamos extinguidos para siempre luego de la Segunda Guerra Mundial, como el nacionalismo más extremista y el racismo, hayan resucitado y merodeen de nuevo en el corazón mismo de Occidente, amenazando una vez más sus valores y principios democráticos” (p. 85). No se entiende bien, en primer lugar, por qué denominar a la vida actual civilización posmoderna; en segundo lugar, por qué equipar a la civilización del espectáculo con civilización posmoderna, ¿son iguales acaso, o significan lo mismo? Y, en tercer lugar, cómo se llega a esos monstruos como el nacionalismo, si lo que rechaza el pensamiento posmoderno es justamente este tipo de identificaciones colectivas.
Tomando las ideas de Adorno, Bauman establece la distinción/contradicción entre gestores (administradores) y artistas (creadores), que se mantienen en un precario equilibrio, necesitándose y enfrentándose permanentemente. Mientras los administradores conspiran permanentemente contra los creadores, estos los necesitan para no caer en “la marginalidad, la impotencia y el olvido”.9 Por otro lado, bajo el neoliberalismo, la administración ha refinado sus estrategias ya no para regular sino para seducir a los artistas, lo que pueden hacer más fácilmente gracias al desmantelamiento del Estado.10 Una consecuencia fundamental, y que ayuda a la inquietud de Vargas Llosa es que ahora la cultura ya no es necesaria para el diseño y mantenimiento del orden, 11 por el contrario, como hemos visto, ocupa espacios marginales al mismo. Mientras tanto, los gestores conllevan la renovación al constituirse agentes del mercado de consumo, en donde se ubica la cultura en la actualidad. Recordemos que el mercado de consumo no requiere, no está en su diseño, preocuparse por el largo plazo, sino solo por el momento inmediato, de ahí que en la modernidad líquida ―para utilizar un término de Bauman― la cultura también adquiriera las características de ser efímera, fugaz, epidérmica.12 Esta ubicación en el circuito del mercado plantea la pregunta de si la cultura puede sobrevivir a la devaluación de la duración. La respuesta por el momento es indeterminada.13 Con respecto a la cultura posmoderna, Bauman ―de la mano de Yves Michaud― afirma que su estética es “consumida y celebrada en un mundo vaciado y vacío de obras de arte”.14
La palabra frente a la imagen
La desazón frente a la pérdida de importancia de la palabra escrita ya ha sido expresada por Giovanni Sartori en su agudo texto Homo videns.15 Señala que el acto de telever ha reemplazado al de leer y con ello los niños y jóvenes han ido perdiendo capacidades básicas no solo de un buen estudiante, sino también de un buen ciudadano, es decir, la concentración, la comprensión, la reflexión crítica, el compromiso social, entre otras. Las nuevas tecnologías han sumergido estas capacidades y están generando un tipo de ciudadano apático, individualista, despreocupado de su entorno social. Bajo estas condiciones, la propia democracia, en tanto régimen político, sufre una mengua significativa de su calidad. Algo parecido sostiene Vargas Llosa con respecto a la relación palabra (escrita)/imagen. No obstante, es evidente una diferencia entre las posturas de ambos autores, pues mientras Sartori pone énfasis en la crisis del régimen político, Vargas Llosa sigue sosteniendo en el triunfo de la democracia como si los procesos culturales que describe con tanto detalle no fueran en su desmedro. Es más, se puede observar en la postura del escritor peruano que regresa sobre la idea de una aristocracia de la inteligencia, que en su momento, hace más de un siglo, era esgrimida precisamente para legitimar las diferencias y jerarquías sociales, no solo culturales. Vargas Llosa, por el contrario, reclama la preservación de la alta cultura y enfila en contra de lo que considera idea absurda acerca del papel de la educación como portador de cultura para todos los componentes de la sociedad. Su preocupación está dirigida al mantenimiento de las diferencias culturales, y no a buscar la disminución de las jerarquías:
Una persona de una clase puede pasar a otra superior o bajar a una inferior, y es bueno que así ocurra, aunque ello constituya más una excepción que una regla. Este sistema garantiza un orden estable y a la vez lo expresa, pero en la actualidad está resquebrajado, lo que genera incertidumbre sobre el futuro. La ingenua idea de que, a través de la educación, se puede transmitir la cultura a la totalidad de la sociedad, está destruyendo la ‘alta cultura’, pues la única manera de conseguir esa democratización universal de la cultura es empobreciéndola, volviéndola cada día más superficial (p. 15).
Sorprende este argumento pre-Ilustración de Vargas Llosa en cuanto al papel atribuido a la educación como difusora de cultura. Prefiere ubicarse en el terreno de crítica a la masificación de la cultura. Esta idea la continúa en su glosa a George Steiner16 (cuando hace referencia a la cultura global o cultura de masas. Nuevamente, vuelve a la carga en contra de la masificación de la cultura y aunque Steiner relaciona el estado de la cultura con el modelo económico, el autor de Conversación en La Catedral evade el tema y prefiere volver a lo que lo obsesiona, la cultura de masas:
[Steiner s]ostiene la idea de entronización e nuestros días de una cultura global —la cultura-mundo— que, sustentada en el eclipse progresivo de las fronteras por obra de los mercados, la revolución científica y tecnológica (sobretodo en el campo de las comunicaciones), viene creando, por primera vez en la historia, unos denominadores culturales de los que participan sociedades e individuos de los cinco continentes, a los que van acercando e igualando pese a las distintas tradiciones, creencias y lenguas que le son propias. Esta cultura, a diferencia de lo que antes obedecía a este nombre, ha dejado de ser elitista, erudita y excluyente y se ha convertido en una genuina ‘cultura de masas’ (p. 26).
El eclipse del intelectual
La degradación de la cultura va de la mano con el eclipse del que había sido el sujeto central hasta hace poco en el campo del pensamiento: el intelectual: “Porque un hecho singular de la sociedad contemporánea es el eclipse de un personaje que desde hace siglos y hasta hace relativamente pocos años desempeñaba un papel importante en la vida de las naciones: el intelectual” (p. 44). El intelectual como lo conocemos tradicionalmente no tiene lugar en la cultura del espectáculo. Algunos, como sostiene Amando de Miguel, se deben reinventar para buscar aparecer en espacios que antes no les interesaba a los sujetos de ideas, como son los medios masivos de comunicación. Para ello, deben abandonar en alguna medida el aula universitaria; la academia por la pantalla. Frente estas nuevas plataformas y espacios, los intelectuales se ofrecen para dar sus opiniones sobre cualquier tema con tal de exponerse en la vitrina universal de las pantallas y la imagen. Se acercan así no solo al gran público sino también a las esferas del poder, el cual empieza a seducirlos y, por lo tanto, a limar toda aspereza en sus opiniones de cara a lo establecido. A estos sujetos de ideas De Miguel los denomina con cierta ironía “intelectuales bonitos”.17
En su mirada nostálgica, Vargas Llosa extraña a una especie en particular, a los críticos profesionales, por la “función que antes tenían en este ámbito, los sistemas filosóficos, a las creencias religiosas, las ideologías y doctrinas y aquellos mentores que en Francia se conocían como los mandarines de una época” (p. 38). Con amargura, concluye que el impostado o ingenuo afán democratizador ha liquidado a las élites: “Queríamos acabar con las elites, que nos repugnaban moralmente oír el retintín privilegiado, despectivo y discriminatorio con que su solo nombre resonaba ante nuestros ideales igualitaristas y, a lo largo del tiempo, desde distintas trincheras, fuimos impugnando y deshaciendo a ese cuerpo exclusivo de pedantes que se creían superiores y se jactaban de monopolizar el saber, los valores morales, la elegancia espiritual y el buen gusto” (p. 69).
Por otro lado, la eliminación de las élites significa la amputación de una función social importante: mantener la comunicación a pesar de la constante especialización en el terreno del conocimiento:
…lo que mantenía la comunicación social, esos denominadores comunes que son los pegamentos de la urdimbre social, eran las elites, las minorías cultas, que además de tender puentes e intercambios entre las diferentes provincias del saber ―las ciencias, las letras, las artes y las técnicas― ejercían una influencia, religiosa, laica, pero siempre cargada de contenido moral, de modo que aquel progreso intelectual y artístico no se apartara demasiado de una cierta finalidad humana, es decir que, a la vez que garantizara mejores oportunidades y condiciones materiales de vida, significara un enriquecimiento moral para la sociedad, con la disminución de la violencia, de la injusticia, la explotación, el hambre, la enfermedad y la ignorancia (pp. 71-72).
Pero los resultados, afirma Vargas Llosa, del aniquilamiento de la élite no pueden ser más contraproducentes, pues lo que constata con pesar es que la función que antes era consustancial a los críticos ahora “la cumplen los anónimos ‘creativos’ de las agencias publicitarias. Era en cierta forma obligatorio que así ocurriera a partir del momento en que la obra literaria y artística pasó a ser considerada un producto comercial que jugaba su supervivencia o su extinción nada más y nada menos que en los vaivenes del mercado, aquel período trágico en que el precio pasó a confundirse con el valor de una obra de arte” (p. 38). No sin cierta ironía, es legítimo preguntarse si el boom literario latinoamericano —del cual Vargas Llosa es uno de sus principales protagonistas— hubiera sido posible sin esa actividad comercial. Y hoy mismo, cuánto de las actividades públicas del novelista ―pero no solo de él, claro― no deben ser registradas al interior de esa manera de actuar en la vida social. Lo que quiero subrayar es que hay una articulación compleja entre la masificación cultural y las expresiones culturales sofisticadas. Todavía hay espacios en los que pueden convivir, pero cuánto durará dicha convivencia es una pregunta que no puede responderse, aunque sí se puede señalar que mientras continúe y se profundice la idea de que el mercado por sí solo puede proveer equilibrio a la vida social en su conjunto, el lugar que puedan ocupar las obras de arte en el futuro será cada vez más reducido.
Mercancías, cosificación y publicidad
Zygmunt Bauman tiene varios textos en los que explica y critica la actual sociedad de consumo a la que ha llevado el crecimiento desenfrenado del capitalismo, más aun en su etapa global, que es la actual.18 Sostiene que lo que hoy existe es una sociedad de consumidores, y no de ciudadanos, en todo caso, estos son subsumidos por la carrera desenfrenada por adquirir objetos en el mercado, por comprar. Pero sobre ello está la íntima angustia de los individuos por estar siempre en vitrina, de mirar y ser mirados, de exhibirse porque es la única manera de estar en la libre competencia en el mercado. Es lo que llama una febril “vida de consumo”, donde todo se vuelve mercancía, todo tiene precio, todo se puede comprar y vender, incluida la cultura y todas sus manifestaciones. Vargas Llosa, curiosamente, enfila contra esa voracidad mercantil, pero no llega al fondo del asunto, se queda en la epidermis del problema al no atacar al propio sistema de libre mercado que es el origen del actual estado de cultura que critica:
La adquisición obsesiva de productos manufacturados, que mantengan activa y creciente la fabricación de mercancías, produce el fenómeno de la ‘reificación‘ o ‘cosificación‘ del individuo, entregado al consumo sistemático de objetos, muchas veces inútiles y superfluos, que las modas y la publicidad le van imponiendo, vaciando su vida interior de inquietudes sociales, espirituales o simplemente humanas, aislándolo y destruyendo su conciencia de los otros, de su clase y de sí mismo, a resultas de los cual, por ejemplo, el proletario ‘desproletarizado’ por la alienación deja de ser un peligro —y hasta un antagonista— para la clase dominante (p. 24).
En efecto, nunca como en la actualidad el individuo se ha visto tan expuesto a un constante bombardeo de los expertos en mercadotecnia; nunca como hoy el individuo ha sido más deshumanizado, cosificado, tal como afirma Vargas Llosa. Las consecuencias sociales de lo mencionado son importantes, pues fragmenta la vida social y se profundiza el narcisismo que denunciaba Lipovetski. Y si la sociedad se convierte en una suma de individuos atomizados no puede haber acciones colectivas, partidos políticos o comunidades, por ejemplo, ni tampoco valores como la solidaridad o la fraternidad. Las identidades sociales pierden consistencia y solidez.
Precisamente, el no contemplar esta dimensión del individuo/consumidor le impide entender a Vargas Llosa la aparente inconsistencia entre el fomento del individualismo extremo y la homogenización de los patrones estéticos y éticos; por el contrario, los ve como procesos antagónicos:
De otro lado, algunas aseveraciones de La cultura-mundo me parecen discutibles, como que esta nueva cultura planetaria ha desarrollado un individualismo extremo en todo el globo. Por el contrario, la publicidad y las modas que lanzan imponen los productos culturales en nuestro tiempo son un serio obstáculo a la creación de individuos independientes, capaces de juzgar por sí mismos qué les gusta, qué admiran, qué encuentran desagradable y tramposo u horripilante en aquellos productos (p. 28).
En realidad, no hay oposición, el individualismo hedonista es la otra cara de la moneda de la homogenización, pues ambos procesos están dentro de la cultura del consumo, no se está hablando de ciudadanos, al menos no en el sentido tradicional del término. La afiebrada participación en el mercado ha sustituido a la activa presencia de las personas en la vida pública. Esto nos lleva a la constatación de la fragmentación del espacio público que se puede observar en la actualidad. Considero que en este aspecto radica gran parte de la explicación reclamada por Vargas Llosa cuando se refiere al hecho que las élites han perdido “autoridad”: “Pero la autoridad, en el sentido romano de autoctoritas, no de poder sino, como define en un tercera acepción el Diccionario de la RAE, de ‘prestigio y crédito que reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia’, no volvió a levantar cabeza” (p. 84). Si no hay una mínima cohesión social ¿quién puede otorgar esa autoridad reclamada por nuestro escritor? Y esa es consecuencia también del sistema de mercado extremo que se vive en la actualidad y que Vargas Llosa no se anima a criticar.
Aquí precisamente se encuentra uno de los puntos más polémicos del ensayo del escritor peruano, me refiero a la mirada hacia atrás que trata de representar una época que quizás jamás existió: “Lo cierto es que la crítica, que en la época de nuestros abuelos y bisabuelos desempeñaba un papel central en el mundo de la cultura porque asesoraban a los ciudadanos en la difícil tarea de juzgar lo que oían, veían y leían, hoy es una especie en extinción a la que nadie hace caso, salvo cuando se convierte también ella en diversión y espectáculo (p. 37). Habría que preguntarse a cuántos ciudadanos llegaban y orientaban esos críticos, cuando la educación era patrimonio de algunos grupos sociales privilegiados solamente. Es evidente que nuestro autor es demasiado optimista o romántico con el pasado. Desde este lugar de observación, incide en la pérdida de autoridad por parte de los pensadores:
…no eran serios, jugaban con las ideas y las teorías como los malabaristas de los circos con los pañuelos y palitroques, que divierten y hasta maravillan pero no convencen. En el campo de la cultura, llegaron a producir una curiosa inversión de valores: la teoría, es decir la interpretación, llegó a sustituir a la obra de arte, a convertirse en su razón de ser. El crítico importaba más que el artista, era el verdadero creador (p. 87).
Marx y Engels ya lo habían dicho en El Manifiesto Comunista: bajo el capitalismo todo se vuelve mercancía, incluso las obras de arte. El descubrimiento de Vargas Llosa llega un poco tarde.
Número y calidad
Dentro de la óptica mercado-céntrica los propios individuos se ofrecen como número y estadística. Asisten a museos, visitan centros culturales, acuden a conciertos, quizás hasta compren libros pero no por una genuina necesidad de conocer y enriquecerse espiritualmente, sino porque es bien visto socialmente exhibir ese tipo de comportamiento. Es decir, aumenta el número de visitantes y de poseedores de libros, pero no necesariamente el de personas cultas y de lectores. Este es otro elemento que para Vargas Llosa refleja la banalización cultural:
…esas visitas multitudinarias a los grandes museos y a los monumentos históricos clásicos no representan un interés genuino por la ‘alta cultura’ (así la llaman) sino mero esnobismo, ya que haber estado en aquellos lugares forma parte de la obligación del perfecto turista posmoderno. En vez de interesarlo en el pasado y el arte clásicos, lo exonera de estudiarlos y conocerlos con un mínimo de solvencia. Un simple vistazo basta para darle una buena conciencia cultural (p. 29).
De todos modos es legítimo preguntarse si, a pesar de todo, el tener acceso a esas manifestaciones culturales no son de por sí positivas. También es posible pensar que en un tiempo como el actual ─de constantes innovaciones tecnológicas, de vida acelerada, de mutaciones sin cesar─, es de transición y que en un momento posterior, pasado el vértigo actual, la asimilación de la cultura tenga otra condición. Solo queda pendiente la interrogante si ello es posible en una sociedad distinguida por el consumo desenfrenado.
Para que el mercado tenga éxito incluso en el ámbito cultural debe expandirse y buscar incluir a nuevos compradores. El debate que surge entonces es si esta posibilidad de acceso a diversas manifestaciones culturales es democratización o simple resultado de la estrategia publicitaria. Me parece que Vargas Llosa carga las tintas excesivamente en la segunda alternativa: todo lo que es expansión es vista solo como banalización, pero justamente en el campo cultural es donde las consecuencias se deben observar en el mediano y largo plazo. Discrepando con Martel, Vargas Llosa sostiene que no tiene buenos efectos la masificación cultural “porque gracias a ella la cultura mainstream, o cultura del gran público, ha arrebatado la vida cultural a la pequeña minoría que antes la monopolizaba, la ha democratizado, poniéndola al alcance de todos, y porque los contenidos de esta nueva cultura le parecen en perfecta sintonía con la modernidad, los grandes inventos científicos y tecnológicos de la vida contemporánea (p. 30). Nuevamente aparece en el discurso vargasllosiano la defensa de la élite, y desde este mirador pareciera renegar del acercamiento cultural no solo entre individuos y clases sociales, sino también entre países:
La investigación de Martel muestra que éste es hoy un fenómeno planetario, algo que ocurre por primera vez en la historia, del que participan los países desarrollados y subdesarrollados, no importa cuán diferentes sean sus tradiciones, creencias o sistemas de gobierno, aunque, lógicamente, estas variantes introduzcan también, para cada país y sociedad, ciertas diferencias de detalle y matriz en las películas, culebrones, canciones, mangas, cintas de animación, etc. (p. 31).
La paradoja que menciona Vargas Llosa tiene sentido: los altos grados de conocimiento que la humanidad ha alcanzado e incapacidad para reflexionar sobre conceptos básicos. Vivimos en el desconcierto:
Nunca hemos vivido, como ahora, en una época tan rica en conocimientos científicos y hallazgos tecnológicos, ni mejor equipada para derrotar a la enfermedad, la ignorancia y la pobreza y, sin embargo, acaso nunca hayamos estado tan desconcertados respecto a ciertas cuestiones básicas como qué hacemos en este astro sin luz propia que nos tocó, si la mera supervivencia es el único norte que justifica la vida, si palabras como espíritu, ideales placer, amor, solidaridad, arte creación, belleza, alma, trascendencia, significan algo todavía, y, si la respuesta es positiva, qué hay en ellas y qué no. La razón de ser de la cultura era dar una respuesta a este género de preguntas (p. 200).
Nuevamente, reitero, el significado de estos conceptos y valores pierde sentido en la sociedad consumista actual, y es lo que Vargas Llosa se rehúsa a explicar a lo largo de todo su ensayo. Pero algo elabora con relación al espíritu de lucro en la cultura en la actualidad:
Ésta, resueltamente orientada por las consideraciones pragmáticas, transcurriría entonces bajo la dirección absoluta de los especialistas y los técnicos, abocada esencialmente a la satisfacción de las necesidades materiales y animada por el espíritu de lucro, motor de la economía, valor supremo de la sociedad, medida exclusiva del fracaso y del éxito y, por lo mismo, razón de ser de los destinos individuales (pp. 199-200).
Y continúa, ahora hablando de la codicia:
De hecho, la reciente crisis financiera internacional, que ha hecho tambalear todo Occidente, tiene como origen la codicia y desenfrenada de banqueros, inversores y financistas que, cegados por la sed de multiplicar sus ingresos, violentaron las reglas de juego del mercado, engañaron, estafaron y precipitaron un cataclismo económico que ha arruinado a millones de gentes en el mundo (pp. 180-181).
Pero inmediatamente después, tamiza la responsabilidad del mercado para fijarse en la culpa que tiene la democratización cultural:
Baste señalar, sin embargo, que, tanto como el mercado, influye en esta anarquía y en los malentendidos múltiples que la escisión entre precio y valor ha significado para los productos culturales, la desaparición de las elites de la crítica y los críticos, que antaño establecían jerarquías y paradigmas estéticos, fenómeno que no está relacionado directamente con el mercado, más bien con el empeño de democratizar la cultura y ponerla al alcance de todo el mundo (p. 182).
Lamentablemente, aquí se detiene el análisis de Vargas Llosa; no llega hasta las últimas consecuencias de su reflexión a pesar de tener todos los elementos para ello. Desplegar su cuestionamiento en todos sus pliegues hubiera significado cuestionar el orden económico que ha defendido desde hace ya algunas décadas.
Frivolización y banalización del arte y la política
Una diferencia radical entre Vargas Llosa y Bell es la defensa que hace el peruano de la apertura a nuevas experiencias, especialmente si se refieren a la conquista de mayores márgenes de libertad moral con respecto a instituciones como la iglesia. Proceso que concibe, con razón, como parte de la democratización de las sociedades en donde las clases medias experimentaron altos grados de movilidad social: “En todas las sociedades democráticas de Europa y América del Norte las clases medias crecieron como la espuma, se intensificó la movilidad social y se produjo, al mismo tiempo, una notable apertura de los parámetros morales, empezando por la vida sexual, tradicionalmente frenada por las iglesias y el laicismo pacato de las organizaciones políticas, tanto de derecha como de izquierda” (p. 34). Esta postura de Vargas Llosa contrasta con la que subrayamos anteriormente en su crítica al ideal de la educación.
En dicho proceso democratizador, el novelista ubica y entiende, ahí sí, el proyecto de democratizar la cultura: “Se trata de un fenómeno que nació de una voluntad altruista: la cultura no podía seguir siendo el patrimonio de una elite, una sociedad liberal y democrática tenía la obligación moral de poner la cultura al alcance de todos, mediante la educación, pero también la promoción y subvención de las artes, las letras y demás manifestaciones culturales” (p. 35). Hoy encuentra que ocurre todo lo contrario. Ya no es la cultura el vínculo para la elevación espiritual. Su lugar ha sido ocupado, dice Vargas Llosa, por las fiestas, el deporte y los medios de comunicación, que en conjunto solo buscan la ya mencionada masificación de la cultura: “En la fiesta y el concierto multitudinarios los jóvenes de hoy comulgan, se confiesan, se redimen, se realizan, gozan de ese modo intenso y elemental que es el olvido de sí mismos…Masificación es otro rasgo, junto con la frivolidad, de la cultura de nuestro tiempo. Ahora los deportes han adquirido una importancia que en el pasado sólo tuvieron en la antigua Grecia” (p. 39). Los personajes venerados ya no son los grandes intelectuales, sino los deportistas o los artistas y cantantes, por ejemplo: “Tampoco es casual que, así como en el pasado los políticos en campaña querían fotografías y aparecer del brazo de eminentes científicos y dramaturgos, hoy busquen la adhesión y el patrocinio de los cantantes de rock y de los actores de cine, así como de estrellas del fútbol y otros deportes” (p. 44). No sé qué tan cierto sea que hubo un tiempo en el que los intelectuales eran asediados como legitimadores de candidatos políticos, me parece que hay una exageración en la mirada retrospectiva; pero sí es cierto al mismo tiempo que antes la figura del intelectual era más buscada y respetada que ahora. Por otra parte, y de modo complementario, el arte sufre un proceso de frivolización, según nuestro autor:
En las artes plásticas la frivolización ha llegado a extremos alarmantes. La desaparición de mínimos consensos sobre los valores estéticos hace que en este ámbito la confusión reine y reinará por mucho tiempo, pues ya no es posible discernir con cierta objetividad qué es tener talento o carecer de él, qué es bello y qué es feo, qué obra representa algo nuevo y durable y cuál no es más que un fuego fatuo. Esta confusión ha convertido el mundo de las artes plásticas en un carnaval donde genuinos creadores y vivillos y embusteros andan revueltos y a menudo resulta difícil diferenciarlos (p. 49).
Esta tendencia hacia lo frívolo (“lo ligero, veleidoso e insustancial”) implica lo que Vargas Llosa enjuicia como “una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y en la que el gesto y es desplante ―la representación― hacen las veces de sentimientos e ideas” (p. 51). Lo que está en juego entonces es la noción misma de belleza (ideal de los artistas), y si es posible llegar a un consenso sobre ella.19
Así como el arte se frivoliza, la política se banaliza. En este punto, el juicio de Vargas Llosa trata de ser definitivo: “En la civilización del espectáculo la política ha experimentado una banalización acaso tan pronunciada como la literatura, el cine y las artes plásticas, lo que significa que en ella la publicidad y sus eslóganes, lugares comunes, frivolidades, modas y tics, ocupan casi enteramente el quehacer antes dedicado a razones, programas, ideas y doctrinas” (p. 50). La política degradada se hunde más toda vez que la cultura “en vez de exigirle mantener ciertos estándares de excelencia e integridad, contribuye a deteriorarla moral y cívicamente, estimulando lo que pueda haber en ella de peor, por ejemplo, la mera mojiganga” (pp. 129-130). Finalmente, el desprestigio de la política no es patrimonio exclusivo de los países subdesarrollados, por el contrario, es global:
No ocurre sólo en el Tercer Mundo. El desprestigio de la política en nuestros días no conoce fronteras y ellos obedece a una realidad incontestable: con variantes y matices propios de cada país, en casi todo el mundo, el avanzado como el subdesarrollado, el nivel intelectual, el profesional y sin duda también moral de la clase política ha decaído. Las democracias padecen ese mismo desgaste y la secuela de ello es el desinterés por la política que delata el ausentismo en los procesos electorales tan frecuente en casi todos los países (p. 133).
Pero ¿podía ser de otra manera en el orden mundial actual? Es decir, este tipo de política que denosta Vargas Llosa es el que precisa una visión en la que predomina lo económico (y, por ende, la ganancia, el consumo, el lucro, la codicia). Hemos pasado ―como diría Bauman― del ágora al mercado.20 Sin existir comunidades políticas, o en franco debilitamiento, el líder político deriva en agente económico, pues ya no representa intereses de grupos o sectores sociales sino los intereses de ganancia de los inversionistas. En consecuencia, “…los individuos se ven obligados a idear soluciones individuales a problemas generados socialmente, y se espera que lo hagan como individuos, mediante sus habilidades individuales y sus bienes de posesión individual. Tal expectativa los enfrenta en mutua competencia y crea la percepción de que la solidaridad comunitaria es en general irrelevante, si no contraproducente”.21 Además, “…no podemos defender con eficacia nuestras libertades en casa mientras nos amurallamos para separarnos del resto del mundo y atendemos sólo a nuestros propios asuntos”.22 Entonces la mejor manera de mantener el orden de cosas es despolitizando la política, si cabe el contrasentido. Así, es posible que el político sea sustituido por el cantante, el chef, el animador de programas de televisión o el futbolista. Pretender, como lo hace Vargas Llosa, que exista una política renovada al interior de una organización social sustentada en el libre mercado, es un contrasentido histórico. Si el escritor desea regresar a la política como aglutinador de intereses y debates inteligentes, debe empezar por criticar la vida social mercado-céntrica.
La información, la diversión y lo escandaloso
En su búsqueda por encontrar culpables de la situación de la cultura, Vargas Llosa llega al papel de los medios de comunicación, los que ha mutado su deber de informar por el gusto de entretener. Las nuevas comunicaciones producen sujetos más informados pero menos sapientes:
El avance de la tecnología de las comunicaciones ha volatilizado las fronteras e instalado la aldea global, donde todos somos, por fin, contemporáneos de la actualidad, seres intercomunicados. Debemos felicitarnos por ello, desde luego. Las posibilidades de la información, de saber lo que pasa, de vivirlo en imágenes, de estar en medio de la noticia, gracias a la revolución audiovisual han ido más lejos de lo que pudieron sospechar los grandes anticipadores del futuro, un Jules Verne o un H.G. Wells. Y, sin embargo, aunque muy informados, estamos más desconectados y distanciados que antes de lo que ocurre en el mundo (p. 220, sic).
La profusión de información ha derivado en convertir al entretenimiento y a la diversión en los valores más altos de nuestra época, ocasionando “un trastorno recóndito de las prioridades: las noticias pasan a ser importantes o secundarias sobre todo, y a veces exclusivamente, no tanto por su significación económica, política, cultural y social como por su carácter novedoso, sorprendente, insólito, escandaloso y espectacular” (p. 54). De esta manera, la información, otrora elemento fundamental en la constitución de la opinión pública mediante la actividad periodística, abre “poco a poco las puertas de la legitimidad a lo que, antes, se refugiaba en un periodismo marginal y casi clandestino: el escándalo, la infidencia, el chisme, la violación de la privacidad, cuando no ―en los peores casos― al libelo, la calumnia y el infundio” (pp. 55-56). Lo importante es convertido en diversión. Pero ese periodismo no es un producto ocasional del orden actual, por el contrario, es uno de sus elementos clave en la medida que las empresas periodísticas son más empresas que periodísticas. Han abandonado la vocación que les dio origen (informar, propiciar opinión crítica, generar debates, forjar opinión pública, vocear ideas) para buscar ser eficientes en el juego del mercado (cotizan en bolsa, se ofrecen como voceros de grandes intereses económicos, en casos extremos, venden sus líneas editoriales). Así, lo importante son las ventas más que los lectores enterados y reflexivos. Entonces, ¿qué de extraño puede ser que los diarios se muevan en la lógica del ranking de ventas? La preocupación de Vargas Llosa es legítima y compartida, pero es evidente en dónde está el problema. Su imprecación sobre este punto merece ser reproducida:
No está en poder del periodismo por sí solo cambiar la civilización del espectáculo, que ha contribuido a forjar. Ésta es una realidad enraizada en nuestro tiempo, la partida de nacimiento de las nuevas generaciones, una manera de ser, de vivir y acaso de morir del mundo que nos ha tocado, a nosotros, los afortunados ciudadanos de estos países a los que la democracia, la libertad, las ideas, los valores, los libros, el arte y la literatura de Occidente nos han deparado el privilegio de convertir en entretenimiento pasajero en la aspiración suprema de la vida humana y el derecho de contemplar con cinismo y desdén todo lo que aburre, preocupa y nos recuerda que la vida no sólo es diversión, también drama, dolor, misterio y frustración (pp. 58-59).
Parece la última exhalación del que perdió las esperanzas. El pesimismo del novelista encuentra mayores elementos cuando comprueba que está en curso una banalización lúdica de la cultura: “La raíz del fenómeno está en la cultura. Mejor dicho, en la banalización lúdica de la cultura imperante, en la que el valor supremo es ahora divertirse y divertir, por encima de toda otra forma de conocimiento o ideal” (p. 136). Para agravar el problema, el público parece no reaccionar, por ejemplo, ante la corrupción.
Otra de las consecuencias de todo ello es la escasa o nula reacción del gran público hacia unos niveles de corrupción en los países desarrollados y en los llamados en vías de desarrollo, tanto en las sociedades autoritarias como en las democracias, que son tal vez los más elevados de la historia. La cultura esnob y pasota adormece cívica y moralmente a una sociedad, que de este modo, se vuelve cada vez más indulgente hacía los extravíos y excesos de quienes ocupan cargos públicos y ejercen cualquier tipo de poder (p. 137).
Pero, ¿acaso los individuos no han sido formados para permanecer indolentes ante hechos de corrupción, por ejemplo? ¿Qué se busca, si no, con propiciar la fragmentación social y la obstaculización de acciones colectivas? ¿Qué se pretende con la despolitización de los ciudadanos? ¿Qué se espera ofreciendo solo diversión y culebrones? Amortiguar la conciencia crítica, evidentemente. Cuestionar o denunciar actos de corrupción puede ser atentatorio contra los intereses de algunos grupos económicos, así que mejor no arriesgarse. Y cuando ello sucede, cuando algunos valientes ciudadanos a pesar de todo deciden enfrentarse a los corruptos (que también saben incrustrarse en el poder político) ¿acaso no les cae toda la prensa venal encima haciéndolos aparecer como resentidos y enemigos del progreso de la nación? En resumen, ¿puede combatirse a la corrupción dentro del actual modelo económico que ha sabido cerrar todas sus fisuras? Vargas Llosa tiene de sobra los elementos para arribar a una respuesta cabal, pero no lo hace. Permanentemente está en la encrucijada de cómo salvar a la cultura sin atentar contra el orden económico. Pero en vez de ir hacia esa explicación, da una vuelta, realiza un salto circense y encuentra la explicación en que es “la actitud pesimista y cínica, no la extendida corrupción, la que puede efectivamente acabar con las demandas liberales, convirtiéndolas en un cascarón vacío de sustancia y verdad, eso que los marxistas ridiculizaban con el apelativo de democracia ‘formal’” (p. 141). ¿No es al revés acaso, que es la corrupción invicta la que alimenta esa apatía y con ello atenta contra la construcción de la democracia? Y agrega, para concluir su análisis, que es la cultura la que debe ocupar el lugar dejado por la religión, como guía de las personas: “Pero es imposible que ello ocurra si la cultura, traicionando esa responsabilidad, se orienta resueltamente hacia la facilidad, rehúye lo problemas más urgentes y se vuelve mero entretenimiento” (p. 151). Si para Bell la cultura es seductora, para Vargas Llosa es resueltamente culpable. Lo cierto es que mientras sobreviva el actual capitalismo salvaje todo seguiré siendo envilecido.
Notas
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1 Daniel Bell, The Cultural Contradictions of capitalism, Basic Books Inc., New York, 1976
2 Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, Fondo de Cultura Económica, México
3 Gilles Lipovetski, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Editorial Anagrama, Barcelona, 1986
4 Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, Alfaguara, Lima, 2012
5 Javier Ágreda, “El apocalíptico Vargas Llosa”, en La República, Lima, 30 de abril de 2012
6 Gustavo Faverón, “Sobre Vargas Llosa y La civilización del espectáculo: No es el fin del mundo”, gustavofaveron.blogspot.com
7 Jorge Volpi, “El último de los mohicanos”, en El País, Madrid, 27 de abril de 2012
8 Diego Erlan, “Mario Vargas Llosa. Todos contra él”, en Ñ. Revista cultural, Buenos Aires, 5 de mayo de 2012
9 Zygmunt Bauman, Mundo consumo, Paidós, Buenos Aires, 2011, pág. 284
10 op. cit., pág. 289
11 op. cit., pág. 292
12 op. cit., pág. 293
13 op. cit., pág. 294
14 op. cit., pág. 300
15 Giovanni Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida, Taurus, Madrid, 1998
16 George Steiner, En el Castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura, Gedisa, Barcelona, 1991
17 Amando de Miguel, Los intelectuales bonitos, Planeta, Madrid, 1980
18 Por ejemplo, Vida de consumo (Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007), Mundo consumo (Paidós, Buenos Aires, 2011), o Daños colaterales. Desigualdades sociales en la era global (Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2011).
19 “…la belleza no es una cualidad de sus lienzos, sino una cualidad (evaluada cuantitativamente, según el número de visitantes cuidadosamente contado y hecho público de inmediato) del evento”, Z. Bauman, Mundo de consumo, op. cit., pág. 315
20 Daños colaterales, op. cit.
21 op. cit., pág. 28
22 op. cit., pág. 33