Por Miguel Garnett
Fuente: http://miguelgarnett.blogspot.com/2010_09_01_archive.html
Soy sacerdote católico y, a la vez, escritor. De nacimiento soy londinense, nacionalizado peruano en 1974, y como escritor, soy del Ande. Radico en la ciudad de Cajamarca desde 1972. Mayormente, el escritor andino se dedica a reflexionar, y comentar las realidades de la vida —puede ser una realidad interior, sicológica, de los demonios oscuros que el Dr. Mario Vargas Llosa dice que todos tenemos; o puede ser la realidad que nos rodea; como también puede ser ambas—. Personalmente, no he dedicado mayor atención a los demonios oscuros, no porque no los considero importantes, sino más bien porque dudo si los puedo manejar y prefiero no estorbar al Edipo y la Medea que hay en mí. Entonces, me he dedicado a mirar la realidad exterior.
Cuando considero esta realidad exterior andino, veo que un autor puede dedicarse a dos temas principales, y lo hago en base de la última conversación que sostuve con el Dr. Manuel Baquerizo, poco antes de su fallecimiento. Yo había escrito un artículo sobre el Ande como fuente de inspiración para la revista que él editaba; me lo agradeció y luego dijo: “Miguel, falta una segunda parte”. Al mostrar mi sorpresa, me dijo suavemente: “Tu artículo es bueno, pero sólo mira hacia atrás y no podemos limitarnos a eso. Tampoco podemos andar lento con nuestra prosa, deleitándonos del paisaje andino. Al lector del siglo XXI no le interesa eso y tenemos que ofrecerle otra cosa.”
Como respuesta a esa observación, diría que el Dr. Manuel tenía toda la razón y he notado que la mayoría de las obras que a mí me piden presentar en Cajamarca son cuentos cortos que contienen los recuerdos y las reminiscencias de los pueblos y campos aislados del Ande. Sin embargo, no quiero dar la impresión de que esta labor no tenga ninguna importancia; más bien simplemente menciono que no es la única tarea para un escritor y, antes de considerar otra tarea importante, quisiera subrayar cual es lo valioso de mirar hacia atrás —es que así se guarda la memoria popular—. Igual que una persona que pierde la memoria da pena y lástima, porque deja de ser plenamente persona, lo mismo sucede con un pueblo —deja de ser un pueblo y se convierte en una colección amorfa de individuos—. En Cajamarca se ha realizado un gran esfuerzo para transcribir las tradiciones orales, los cuentos, las anécdotas y las costumbres, creando así La Biblioteca Campesina, y el conjunto de esta material es valiosísimo, sirviendo como abono cultural para el escritor que quiere dedicarse a la segunda tarea: que es la de reflexionar sobre la realidad contemporánea del Ande.
En mi experiencia, si son los cuentistas que se dedican principalmente a la tarea de guardar la memoria, la mayoría de los novelistas se dirigen más a analizar y comentar la situación contemporánea. En un estudio magistral, el Dr. Luzmán Salas Salas —a quien considero ser el decano de las letras cajamarquinas— analiza la prosa cajamarquina y comenta sobre las novelas escritas durante el siglo XX. Se observa que mientras los autores de las novelas demuestran mucho cariño por su tierra, por su belleza natural y por sus costumbres, no caen en un puro romanticismo, sino toman el toro de la violencia por las astas y hablan con franqueza sobre una situación social violenta e inaceptable. Para los primeros novelistas cajamarquinos, el trasfondo social era la violencia del gamonalismo y el bandolerismo, todavía recordada en los años setenta. Durante varios años yo viví en el campo de la Provincia de Hualgayoc que había sufrido mucho del bandolerismo de Eleodoro Benel, y las personas mayores me contaban de los asesinatos y violaciones de aquel entonces. A leer las novelas, se puede comprender mucho mejor la historia del Departamento y la situación actual en que vivimos. Una de estas obras, La cumbre del mundo, es comparada por don Luzmán con La serpiente de oro de Ciro Alegría, indicando así que tiene bastante mérito literario.
Hoy en día, sigue un trasfondo de violencia para nuestro diario vivir. Ya no es aquella del bandolerismo y de las injusticias perpetradas contra la población más humilde por los gamonales, sino es aquella que brota del impacto de la minería, de la globalización y de la violencia urbana estimulada por las drogas. En poco más de veinte años, Cajamarca ha pasado de ser una pequeña ciudad conservadora con bastante tradición religiosa de piedad popular, con sólo una universidad y un instituto pedagógico, con poco tránsito, con el campo a unas diez cuadras de la Plaza de Armas, y donde la música que se escuchaba era casi siempre la folclórica, a ser una ciudad cuatro veces más grande, con cinco universidades y más de treinta colegios, con calles atascadas con el tránsito vehicular, night clubs, burdeles, pandillas, música rock y todo lo que se asocia con el mundo contemporáneo y postmoderno. La riqueza material en la ciudad ha crecido enormemente y al mismo tiempo, la pobreza es más evidente que nunca.
A primera vista, tanto la conflictividad y la violencia son puramente negativas —y desde el punto de vista de los ciudadanos comunes y corrientes sería mucho mejor que no existieran— pero para el escritor, aquí hay un rico caldo de cultivo. Por ejemplo, el joven Jorge León Muguerza se ha dedicado al tema de la minería que contamina el ambiente y a la sociedad, mientras otro joven, Iván Chávez Mendo ha escrito sobre el mundo universitario, coimero e ineficaz. Por mi parte, decidí intentar acercarme a nuestra realidad a través de la música rock y recibí unos buenos palos de parte de algunos críticos de la capital quienes me acusaron de haber creado un escenario andino y luego de haberlo poblado con costeños. No han entendido que el Ande, ya no es una sociedad de ponchos y llanques, polleras y sombreros de paja, sino de las últimas modas en jeans y zapatillas, e ideas y valores que llegan a través de la Internet, creando así un gran conflicto entre las generaciones.
El escritor no puede quejarse de esta conflictividad, porque si no hay conflicto, el escritor está perdido. Hay bastante verdad en lo que dicen los periodistas: “La buena noticia no es noticia” —que, claro está, es un tanto frustrante para mí como sacerdote, dedicado, supuestamente, a proclamar “la buena nueva de Jesucristo” —. Pero para mí como escritor, está muy bien que haya conflicto y desorden. La felicidad y la tranquilidad, no son materias primas para una novela interesante y si miramos un momento a los grandes novelistas de la literatura universal, veremos que el conflicto —sea social, político, personal— es un elemento esencial. La Rusia zarista, con sus injusticias sociales y económicas, ofrecía a Tolstoi y Dostoievsky un campo fértil para sus novelas. Las hipocresías y falsos valores de la Francia de Luis Felipe y Napoléon III hicieron lo mismo para Honoré de Balzac, Gustave Flaubert, Víctor Hugo y Emile Zola. El Londres victoriano, con su injusticia y su violencia, tapadas con la neblina famosa, fue una fuente inagotable para Charles Dickens. Y ¿qué hubiera podido escribir Harriet Beecher Stowe, la autora de “La cabaña del Tío Tom”, si no existiera la esclavitud en el sur de los Estados Unidos? La lista es casi inagotable y, claro está, nuestros autores nacionales también han logrado crear sus obras en el contexto de conflicto e injusticia, estando en primera fila Ciro Alegría, César Vallejo y José María Arguedas.
Lógicamente, no estoy abogando por una situación injusta y conflictiva simplemente para ofrecernos la materia prima de nuestro trabajo, pero el hecho es que desde el lío que tuvieron Adán y Eva en la parábola del Jardín del Edén, la humanidad ha andado en conflictos. Justo, cuando estaba elaborando el borrador de esta ponencia, leí un artículo sobre una novela africana contemporánea, que decía: “La caída de Zimbabue de un estado alto a uno de pobreza desesperada y de violencia aterradora es una tragedia moderna. Desde este sufrimiento ha surgido bastante literatura excelente.” Entonces, soy de la opinión de que el conflicto y la creatividad se dan la mano. Una de las teorías sobre el inicio del universo es aquella del Big Bang —La Gran explosión energética que sobrepasa nuestra imaginación—. Esto demuestra que el conflicto se encuentra en el corazón de la creación inicial, y yo considero todo acto creativo humano ser un Little Bang — Una Pequeña Explosión—.
Si la violencia y la creatividad son como el Padre y el Espíritu Santo en la Santísima Trinidad, la imaginación es el Hijo. Nada puede hacer el escritor si no goza de una imaginación fértil, y hasta febril. Es la facultad que permite al escritor, o cualquier artista, ver con el poeta Shelley, en su obra “Prometeo Liberado”, “las imaginaciones de los hombres, formas terribles, extrañas, sublimes y bellísimas”. Desgraciadamente, parece que nuestro sistema educativo hace lo posible para matar la imaginación, porque no es práctico y no se puede medir, evaluar y canalizar fácilmente hacia las ganancias económicas que busca una sociedad de modelo económico capitalista liberal. Si alguien quiere una buena ilustración de esto, recomiendo que vea la película “La sociedad de los poetas muertos”, donde un profesor de lengua y literatura en un colegio prestigioso norteamericano intenta estimular la imaginación creativa de sus alumnos. Ellos han sido mandados por sus padres a este colegio para asegurar que en el futuro sean ingenieros, abogados, hombres de negocios, etc. El profesor les indica que mientras estas profesiones sean necesarios para sobrevivir, no ofrecen el estímulo esencial para vivir con ganas y cita al gran poeta del siglo XIX, Walt Whitman: “El drama poderoso sigue adelante y tú puedes contribuir con un verso”. A mi parecer, éste es nuestro privilegio como escritores; tenemos en las manos la materia y las herramientas para “contribuir con un verso”.
Pero, ¡ojo!, solamente podemos contribuir con un verso si tenemos suficiente autoridad para hacerlo. Uno de los problemas de nuestra sociedad es que faltan autoridades. No faltan personas que ocupan cargos, que ostentan títulos, y que se vanaglorian de ser autoridades, sean políticas, educativas, militares, judiciales o religiosas; empero, con frecuencia, no son más que personas autoritarias. La autoridad no se da con un uniforme, una medalla, o un cartón, sino se da con la honestidad, la transparencia, la dignidad moral y la justicia. Y en el caso específico nuestro, de escritores, no basta un buen estilo. Claro está, es mejor tener un buen estilo que uno que es malo, y cartones y uniformes deberían ser signos externos de una autoridad interna; pero el dicho popular nos informa que el hábito no hace el monje; mientras otro dicho nos dice lo que sucede con la mona que se viste de seda. Entonces, si un escritor no goza de las virtudes que dan autoridad, mejor que no escriba.
Antes de concluir, insisto que aunque la inspiración sea importante, y va vinculada con la imaginación, no basta. Hace falta la sudoración —ese esfuerzo continuo de escribir—. Soy de la opinión que somos como icebergs, con sólo diez por ciento visible sobre la superficie del mar y el resto invisible. Recuerdo que cuando gané un premio por algo que había escrito, una amiga me dijo: “¡Vaya! Tú escribes algo y te dan un premio”. Contesté: “No sabes cuántas hojas he botado a la papelera antes de lograr aquella pieza”.
Finalmente, seamos prácticos y honestos con nosotros mismos. Usamos la imaginación, sudamos y logramos crear algo, pero en nuestra realidad, pocas personas nos van a leer. Esto nos puede desanimar. Ningún gobierno va a colocar un libro tuyo o mío en la canasta familiar, porque a ningún gobierno se le ocurre que alimentar la mente es tan imprescindible que alimentar el cuerpo. Pero alguien nos leerá y puede ser que ocurra contigo lo de cuando en cuando sucede conmigo; y les doy un botón de muestra. Estuve en una comida en Lima y la persona a mi lado repentinamente me dijo: “Miguel, eres un desgraciado”. Le pregunté qué había hecho para ganar este halago y me contestó: “Otra vez me has quitado una noche de sueño. Agarré tu último libro y no lo pude dejar durante toda la noche”. “¡Qué bien! —le dije— Si eso es ser un desgraciado, quisiera ser siempre un desgraciado de la ….. (ustedes saben qué)”.
Muchas gracias.
Miguel Garnett,
Cajamarca, mayo, 2010.