Por Francisco Izquierdo Ríos
Fuente: El Comercio, Lima 14 de Noviembre del 2010
http://elcomercio.pe/impresa/notas/mateo-rojas-maestro/20101114/668612
Francisco Izquierdo Ríos (1910-1981). Las celebraciones por el centenario de su nacimiento continúan. Reproducimos fragmentos de un cuento suyo publicado* en la década del cincuenta.
Cuando llego a un pueblo me intereso por conocer inmediatamente todo lo que merece conocerse en él. De acuerdo con esta costumbre, fui con un auxiliar de la Escuela que yo regentaba en Chiliquín, en la mañana neblinosa de un domingo, al camposanto que con sus pequeñas torres y su bajo muro circundante de piedras se alza en la falda de la montaña.
Rodeado de árboles, con sus muros cubiertos por espeso zarzamoral, donde cantan toda suerte de pájaros, con su tupida grama y una que otra mata de azucena, ese cementerio da la sensación, ciertamente, de ser un rincón de paz que invita al eterno descanso. Allí, observando, descubrí dentro de la grama una tosca cruz de madera con esta inscripción semiborrada, difícil de leer: “Aquí yace Mateo Rojas, el maestro”.
-Señor –me dijo mi acompañante– ha sido un maestro de nuestra escuela, que hace algún tiempo ha muerto. Murió casi abandonado. Aquí no tenía familia, era forastero. Vino como vienen todos los maestros, de otros lados, de lejos…
-Cuénteme algo de la vida de ese hombre.
-Murió víctima de la tisis, que adquirió, decía, en el de-sempeño de sus funciones y a raíz, sobre todo, de una caída. Cuando viajaba de un pueblo a otro para hacerse cargo de su nuevo puesto, la mula en que iba se encabritó y lo arrojó en una escarpa: a consecuencia del golpe, pues, cayó de espaldas, lanzó en el instante sangre por la boca y quedó debilitado… ¡Pobre don Mateo! Joven señor y muy inteligente. Solo libros, periódicos y revistas ha dejado. Mucho le gustaba leer. Esos libros, junto con su cama y otras cositas, los quemamos en esa pampa de allá, distante del pueblo. Pero yo de todos modos, cumpliendo con el encargo de aquel infortunado, que me lo hizo faltando poco para que muriera, retuve un voluminoso cuaderno escrito a puño por él mismo, del cual solo el título he leído: “MATEO ROJAS, el maestro”; parece ser su autobiografía.
***
-¿Y dictaba clases?
-No. No lo hacía, por su enfermedad. Por temor a contagiar a los niños. Sus auxiliares tuvimos que encargarnos de todas las secciones. Se cuidaba mucho en este sentido, siempre estaba con un frasco de alcohol en las manos. Don Mateo no renunciaba al puesto, porque necesitaba el sueldo para sostener a su familia.
-Comprendo.
-Pero era un magnífico orientador. Un reformador. Muchas cosas hemos hecho en la escuela y en el pueblo bajo su dirección.
***
“Estoy solo, terriblemente solo. Siento que mis fuerzas flaquean. Siento que me abandona la vida. La tisis ha ido carcomiendo la endeble armazón de mi organismo. La tisis que adquirí en mis afanes de maestro. ¡El bacilo de Koch! Estoy lejos de mi familia. De mi mujer, de mis hijos. Tuve que separarme de ellos por la fuerza del destino. Por la maldita enfermedad. Tengo pena por ellos; se quedan solos en el mundo, en el abandono y la miseria. En la orfandad. Llueve esta noche en Chiliquín. Llueve fuerte. La canción de la lluvia despierta en mí un poema de nostalgias. Un anhelo de vida, de soñar. Siempre me ha sucedido lo mismo. La lluvia tiene un encanto raro, mágico, para mí (…) Tengo fiebre. En el vaso de la noche, que está debajo de mi cama, rojea la sangre que hace un instante he lanzado. Hace algunos días que comencé a empeorar. Parece, pues, que el supremo desenlace no pasará de esta semana. Y dejaré de ser, de existir. Me alegra, sin embargo, la esperanza de que la semilla que hemos arrojado a los surcos florecerá. En medio de esta oscuridad y lluvia ya clarea el alba y están cantando los gallos del futuro en todas las huertas.”
[*] El Dominical, 31 de octubre de 1954.