Por Jorge Eslava
Fuente: Diario El Comercio
http://elcomercio.pe/impresa/notas/poesia-encantada-eguren/20091122/372059
Reveladora antología poética para niños
En medio de la vibración verbal y de la altanería de José Santos Chocano, cuya figura predominaba a principios del siglo XX, la aparición de unos versos mágicos escritos por un hombre tímido y de revoltosa cabellera, condujo a la crítica literaria de entonces a arrojarlo al territorio de la incomprensión, cuando no al desdén. José María Eguren fue llamado —en el colmo de los insultos—: “aterrador de niños”, sepultando por mucho tiempo el raro tesoro de su obra bajo el epitafio de oscuro y difícil.
Esta condición de poeta extraño, que creaba sin copiar modelos ni hacer alboroto, chocó con la tradición artística del modernismo y anunció la conciencia solitaria de un gran poeta; pues Eguren fue desde el comienzo el creador de una obra muy personal. Qué otro estilo podía esperarse de un hombre que estaba en el mundo como se está en las nubes: contemplando el paisaje, sin hacer daño a nadie y paseando casi sin tocar el suelo.
Mágica percepción
Mientras iba y venía a diario por el malecón —vivió en Barranco—, con sus bigotes inquietos y sus pasos cortitos, de seguro miraba hacia el mar y sostenía secretas conversaciones con seres y objetos sin voz del despeñadero: botes abandonados, gallinazos, perros vagabundos, sombras y árboles pelados. Simples siluetas para cualquier paseante: ¿qué puede importar un pájaro espulgándose al sol o un trozo de madera bamboleándose en las olas? Pero estos seres y objetos eran transformados, bajo la mágica percepción de Eguren, en ogros y princesas, en barcos venidos de tierras lejanas o reyes que combaten del amanecer al anochecer. De esta corte imaginaria nacieron sus poemas; los primeros se publicaron en algunas revistas limeñas sin alcanzar notoriedad. Años más tarde publicó su primer libro: “Simbólicas” (1911), que muy pocos lectores supieron valorar. Algunos artistas e intelectuales como González Prada, José Carlos Mariátegui o Carlos Oquendo de Amat elogiaron desde el inicio la calidad y rareza de su poesía. Mariátegui no se equivocó al afirmar que en Eguren subsistía un espíritu aristocrático, que se resumía en su evasión de la realidad.
Un país fuera del tiempo
Eso es lo que ocurre con la poesía de Eguren, que con palabras conocidas y desconocidas, llenas de asombro y color inventa un país fuera del tiempo y del espacio, un país muy cercano al ensueño y que por momentos tiene los aires de la infancia. Aires de cuentos y leyendas, de castillos y bosques hechizados que no rebajan el arte de Eguren, sino que por el contrario lo ahondan y enriquecen. No es difícil percibir en la mayoría de sus poemas cómo convergen los caminos de la imaginación lírica con los caminos de alguna historia fabulosa, muchas veces terrible.
Tras el magnetismo de un lenguaje inusual, a pequeños y grandes lectores nos es dado encontrar una historia fantástica —como si fuera una película de efectos especiales—, en la que soñados personajes interpretan diversos papeles. Poco importa si son buenos, malvados, oscuros o radiantes; porque todos son personajes profundos y misteriosos. En poemas como “Los gigantones” o “Juan Volatín” nos sobrecoge la impresión de estar escuchando antiguos cuentos de hadas y podemos sentir el escalofrío de una pesadilla que nos desvela a media noche o la gracia de un muñeco revoloteando en la ventana. El mundo de los juguetes, ese otro laberinto de recreación infantil, de aprendizaje por representar la realidad en su escala minúscula, también fue motivo de muchos poemas de Eguren. Ahí están regados títeres, muñecas, tambores, pelotas y caballitos de carrusel. En ese ámbito de juguetes el niño, sumergido en la ensoñación, ocupa la dignidad del hacedor; es decir, del poeta.
Es por eso que los ambientes creados por Eguren son alucinados y sus personajes jamás son decorativos, sino que insinúan ciertos dramas de la existencia humana. Aunque no es fácil, leer su poesía es una experiencia cautivante. Procuremos repetir sus versos entrecerrando los ojos y dejémonos llevar por la música de sus palabras, por las primorosas pinceladas que van creando un cuadro lleno de símbolos. Sabemos que el símbolo es una impresión profunda, una sensación difícil de explicar como tantas cosas en la vida. Y es sobre todo en la inocente imaginación del niño donde germinan los símbolos, de natural y continuo, que acaban por pintar un paisaje único como el que nos deja esta poesía.