Pedro Escribano
Déjame que te cuente

Por Hans Huerto
Fuente: Diario La República http://www.larepublica.pe/archive/all/domingo/20091213/26/node/238068/todos/1558

Con el sabroso anecdotario “Rostros de memoria”, Pedro Escribano, poeta y periodista de esta casa, rescata hilarantes escenas en la vida de una veintena de luminarias de nuestras letras. Se trata de pequeñas historias cargadas de desenfado y  alejadas de toda solemnidad. Un texto ligero que muestra la otra cara de personajes a veces circunspectos y magnánimos, pero siempre humanos, entrañables e incluso ridículos.

La memoria tras los autores de obras mayores es la materia prima de “Rostros de memoria”, de Pedro Escribano. El editor de la sección Culturales de La República habla del proceso de colección de datos, con sorprendentes historias sobre César Vallejo, Mario Vargas Llosa, José María Arguedas, Ciro Alegría, Martín Adán o Julio Ramón Ribeyro.  

–¿De dónde se alimenta este anecdotario?
–Son dos ríos: mi trabajo como periodista y como profesor. A mis alumnos les costaba leer, así que al enseñarles literatura empecé al revés, les contaba el cuento de la vida del autor de la obra que quería que leyeran. Dicté por 15 años en el Atusparia y el Miguel Grau, pero no reparé en que alguna vez me servirían estas anécdotas. Hasta que un día una amiga me propuso editarlas, y me zambullí en mi memoria. Soy un apasionado de las biografías, de conocer a autores a través de otros autores.

–El anecdotario no es un género muy explotado en Perú.
–Hay un autor, Ernesto More, que hace una semblanza de Vallejo en su libro  “Vallejo en el drama de la encrucijada peruana”. Él hace retratos de escritores de su tiempo a través de anécdotas. También está “Huellas humanas”, del mismo autor, que cito como parte de la bibliografía. Al igual que mis conversaciones con el librero Jorge Vega “Veguita”. También me remito a otros, como “Mucha suerte con harto palo”, de Ciro Alegría, su libro de memorias en que también da cuenta de encuentros con otros literatos, José María Eguren entre ellos.

–¿Recogiste alguna anécdota demasiado picante para el libro?
–Sí, de autores más contemporáneos. Historias más íntimas, privadas, secretas, que bien podrían servir para hacer un anecdotario en salsa verde, más cercano del mundo “magalyano”. Quise más bien un libro sobrio, sopesado. Arguedas, Martín Adán, son escritores de peso y con este libro quise devolverles la humanidad –la misma de cualquier ciudadano– que también tuvieron.

–Muchas de estas historias te las contaron testigos presenciales de las mismas.
–Por ejemplo, la de Vargas Llosa con Luis Loayza y Raúl Porras Barrenechea, en el famoso Cinco y medio, me la contó Abelardo Oquendo, que estuvo con ellos esa noche. Esta historia la conté en La República y me valió conocer entonces a MVLL. He buscado, por ejemplo, a César Lévano para hablar de Juan Gonzalo Rose, a Manuel Acosta Ojeda sobre Manuel Scorza, a la cuñada de Julio Ramón Ribeyro, incluso a Alfredo Bryce o a Alberto Massa para que me confirmen datos. A propósito de la publicación de mi poemario, en el 84, Juan Mejía Baca –que lo editó– me contó varias anécdotas sobre Martín Adán y José María Arguedas. Los escritores se inventan a sí mismos, sin darse cuenta, y se convierten en personajes casi de ficción con sus rasgos biográficos. Se vuelven sujetos líricos, pero también son de carne y hueso, que habitan en bares, calles, en la boca de amigos y enemigos.


Las Penas de Amor

En otra ocasión, siempre Arguedas, Martín Adán, Sebastián Salazar Bondy, y en el auto Juan Mejía Baca, repararon que una señora joven y hermosa llevaba puesto un vestido negro, de tubo, y caminaba cimbreándose por la plaza de Chiclayo. Era prima de Juan Mejía. El editor contó que su prima había enviudado por tres veces. La última vez de un aviador.

Seducidos por la figura de la dama, rijosos, le pidieron al amigo librero volver con el auto para observarla otra vez. José María, al verla de nuevo, no contuvo la emoción y comentó:

-¡Qué linda tu primita, Juan!- y luego le pide una vuelta más.

Y otra vez la exclamación…

-¡Linda la viudita, Juan!- repetía sin dejar de alabar el trasero de la joven de luto.

Y una vuelta más y otra más, ¡qué linda la viudita, Juan!

Martín Adán, cansado de escucharlo y cansado también de las vueltas, rompe su silencio y lo desafía:

-Si tanto te gusta la viudita, baja pues, y éntrale.

El escritor lo miró, hosco, casi con pánico.

-Estás cojudo… en ese culo penan.


Ahora con las manos, camaradas

En  los años setenta, como una tromba, irrumpió en el escenario de la poesía peruana el grupo Hora Zero capitaneado por Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz. Sin más, los jóvenes poetas se alzaron contra los vates consagrados y otros poetas, jóvenes como ellos, que fulguraban en los medios escritos. Los cuestionamientos no solo eran de orden ideológico, sino también estéticos, literarios.

Uno de los blancos, a quien le dirigieron la puntería, fue a Antonio Cisneros, cantor de  “Canto ceremonial contra un oso hormiguero”  y Premio Casa de las Américas 1968. Uno de ellos lo desafió a un duelo de poema contra poema y ante un público casual para que, en pleno recital, la gente del común diga quién de los dos era mejor poeta.

Ese reto formó parte del contenido de uno de los primeros manifiestos que difundió, a manera de lanzallamas, el grupo horazeriano.

Antonio Cisneros no se asustó. Con  astucia de zorro, no pisó el palito, no aceptó el desafío, pero, eso sí, respondió el manifiesto.

Han empezado con el pie derecho, camaradas. Ahora –les dijo– falta que escriban con las manos...

Matrimonio Romántico

Ricardo Palma era de aquellos hombres que no se dejaban echar el lazo matrimonial. Se mantuvo soltero hasta pasados los cuarenta años. Pero una noche perdió la guerra. Había asistido a una fiesta, cuando de pronto, a sus espaldas, escuchó el diálogo de dos bellas muchachas.

-Tú no eres más que una romántica –le decía una a la otra.

-Yo de romántica no tengo sino la mitad– respondió la amiga, más que ofendida, risueña.

Palma se quedó más que perplejo. No se explicaba cómo se podía ser romántico solo la mitad. Deducía que podía decir “un poco”  romántica, o “algo”  de romántica o “no poco” romántica, pero nunca romántica “la mitad”.

Como la curiosidad mató al gato, el tradicionalista se echó a investigar quién era esa muchacha romántica solo “la mitad”. No faltó quien se la presentara y, efectivamente, don Ricardo cayó en la cuenta de que sí, era verdad eso de romántica “la mitad”. Ocurría que la bella dama se llamaba Silvia Román, es decir que de román-tica no  tenía sino la mitad.

Y le gustó tanto la muchacha, su ingenio, que se casó con ella.

El parte matrimonial –una verdadera acta de capitulación– se halla en la sala de la Casa Museo Ricardo Palma de Miraflores. Reza lo siguiente:


Yo, el que por meses y meses,
en prosa y en verso rudo,
contra el sacrosanto nudo
eché tajos y reveses,

yo, pirata callejero,
que a más de cuatro decía:
-Te juro casarme… el día
treinta (mes de febrero),

yo el eterno solterón,
hice lo que hace cualquiera,
ante una hurí zalamera,
vamos, arrié pabellón.

 

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