Walter Lingán
Lima, una ciudad desquiciada Lima, una ciudad desquiciada

Por Walter Lingán
Fuente: Alemania, Marzo 2010

A inicios del 2009 le propuse a mi hijo pasar las vacaciones de ese verano en Perú. El jovencito, ni corto ni perezoso, empezó febrilmente a preparar lo que sería su primer viaje a la tierra de sus ancestros. Seleccionó la ropa de acuerdo a la estación y región, acumuló en el iPod música continua para algo más de cuatro semanas y en Google Earth divisó Lima con Sol de la Molina y Comas, Cajamarca, Cuzco, Arequipa, Iquitos, Jaén, Bagua, Nazca y otras ciudades. Mejor dicho hizo lo que todo turista alemán hace cuando planea hacer vacaciones en un país desconocido: información al detalle de la situación política, social y cultural, de las costumbres, la gastronomía y hacen cursos para aprender el idioma respectivo.

 
Olor a orines y excremento
 
Después de casi diecisiete horas de vuelo llegamos a Lima con una escala en Sao Paulo. Nerviosismo en el aeropuerto a la hora de pasar los controles. Luego, armados de nuestras maletas enrumbamos hacia el control de equipajes. No descuiden sus maletas, nos habían advertido, los choros son bien bravos. Se ha instalado un método de control nuevo para revisar el equipaje. Es un arco que activa una luz roja o una luz verde. Los que tienen suerte pasan el arco con luz verde. Pero yo sigo siendo tan piña y ese día “el dedo arbitrario de la casualidad” apretaba sólo el botón de la luz roja. Nos tocó poner nuestras cosas en la franja de rayos X y la mujer sentada frente a la pantalla ordenó que revisen las maletas. Todas, dijo, señalando además el equipaje de mi hijo. No encontraron nada interesante y al guerrazo cerramos de nuevo las maletas y salimos apurados, emocionados de pisar tierra sureña, el “nuevo mundo”.
 
Lima nos recibía en el mes de la patria con un clima ambiguo, ni frío ni caliente, con sol a medias y con un ánimo caótico y bullicioso. Ruidos ensordecedores de las bocinas de los autos, chillidos airados de frenadas intempestivas. El smog, ese humo negro, con su picante efecto iba conquistando los pulmones y tiñendo de oscuro la ropa y la piel. Durante el viaje nos llamó la atención las calles casi sin señalización, los inmisericordes baches, la fetidez de las calles anegadas con desagües y floridos basurales en ciertas esquinas. Nos hiere el olor de los orines y el excremento. Las unidades de transporte urbano moviéndose como por milagro, chimeneas ambulantes, sin luces, parachoques destartalados, con ventanas sin cristales o algunas “provisionalmente” cerradas con plásticos transparentes. La mayoría de las casas a medio construir, otras en estado ruinoso, así como inmensos trechos de casuchas de cartón, esteras y triplay. La ciudad convertida en una inmensa barriada. El reino del desorden y la improvisación por donde se mirase, pura chicha en la Lima de los amores y temblores de Alfredo Bryce Echenique. Eso sí, no faltaban coloridos letreros en todas las casas o edificaciones anunciando infinidad de negocios. La avenida Universitaria no existía y ahora es una monstruosa y mugrosa serpiente que atraviesa la ciudad uniendo infinidad de barriadas.
 
Después de veinte minutos llegamos a la casa de mi hermano, ubicada en una amplia avenida de doble vía con sueños de alameda, mostrando en el centro, en vez de jardines, tierra y algunos árboles agónicos levantándose sobre montículos de basura. Casi todas las calles transversales clausuradas por altos barandales de fierro que sólo se abren a determinadas horas. Es que sino los choros y los pandilleros hacen su agosto, por acá no viene la policía, diría mi madre. No debemos olvidar que el peligro acecha en cualquier esquina. Ágiles muchachitos manejan con habilidad chairas y armas de fuego. Roban carteras y hasta el alma en el primer descuido. O sea que “Lima ciudad segura” que llevan los policías a las espaldas es pura propaganda.
 
A los pocos días me di cuenta que era un extraño en todas las dimensiones. Estaba perdido en esta ciudad desquiciada. Ni siquiera sabía como llegar a una de las lujuriosas galerías comerciales más cercanas. Para cualquier excursión en esta salvaje urbanidad sólo servía embarcarse en un taxi de puertas defectuosas, maleteros inseguros, sin correas de seguridad, asientos estropeados y cochambrosos. Cuando fui a mi ex barrio, Collique, no encontré a los amigos de antaño, la mayoría se había mudado y los más lecheros hace tiempo que se fueron a otros países en busca de un mejor porvenir.
 
También me cercioré que en casa la radio y la televisión funcionaban todo el día sin que nadie les preste atención. Recordé que antes no teníamos televisor y lo más importante en el barrio eran los amigos y la esquina. Y Collique era un barrio con sus más variados ánimos, broncas de fin de semana, noticias de nuevas invasiones de los cerros, pichanguitas en sus calles polvorientas, el primer amor detrás de las esteras y en esquinas sin alumbrado eléctrico, la aventura de cada mañana para tomar el microbús a Lima, las fiestas chicheras de quinceañeras apetecibles, los colores, olores y sabores de los mercaditos callejeros. Ahora Lima es un monstruo mutante con technocumbia a todo volumen y gigantes supermercados/galerías Made in capitalismo.
 
En Alemania viajar en tren, tranvía o bus es un lujo comparado con Perú. En Lima desplazarse desde el Cono Norte al Sol de la Molina es como querer hacer un viajecito a la luna. Intentamos ir en ómnibus pero desconocíamos las rutas. La misma línea se dividía en A, B y C. Estamos fritos, dije. ¿Qué hacer? Mi hijo levantó los hombros y añadió: lieber ein Taxi nehmen. Los microbuses, construidos originalmente para ocho pasajeros, han sido adaptados para llevar doce o quince pasajeros sentados y otros tantos de pie. Las rodillas de unos van encajadas a las costillas de otros. Los maletines o mochilas se apoyan en las cabezas de los que viajan sentados. La tortura de ir apretujado y encorvado es lo mismo que ir sentado y aplastado. Cuando a los benditos choferes no les conviene seguir su ruta, se detienen en cualquier lugar y nos dejan botados. Y no hay reclamo que valga. Después de algunas experiencias mi hijo ya no tenía ganas de hacer uso del pomposo transporte urbano y me decía: mejor tomemos un taxi.
 
Los taxis también son otra catástrofe y sólo circulan por rutas cercanas. Aprendimos a regatear tarifas, algo inaudito en Colonia, la ciudad alemana donde vivimos. ¿Cuánto me cobra hasta el Sol de la Molina? No, amigo hasta allá no voy, muy lejos. En Europa se llama un taxi desde casa por teléfono y nos lleva a donde uno quiera. Al taxímetro no se le discute la tarifa. Media hora necesitamos para finalmente tomar un taxi que sólo nos llevaría hasta el Paseo de la República por diez soles. De aquí fue necesaria otra hora para llegar a Sol de la Molina por quince soles. Los destartalados taxis son pequeños, estrechos, incómodos y mi hijo sólo podía viajar en el asiento delantero, atrás no había espacio para sus largas piernas.
 
El taxista de turno era un provinciano acriollado y hablador. Me pasó el diario Correo para ir leyendo. Desnudas. Sangre. Asaltos. Accidentes. Joven, colócate el cinturón de seguridad, pues allá veo a un tombo y ahora por fiestas patrias tan necesita’os de guita. Mi hijo lo mira y luego me mira pidiendo ayuda. No le quiero hablar en alemán para que el taxista no nos catalogue como turistas. Le repito lo mismo pero más despacio. La correa está rota. Si, ponlo así nomás p’acer finta pe.
 
Luego cuenta que antes las mujeres policías tenían apellidos gringos, eran altas, buenamozas. Eran unos hembrones, en serio, sino pregúntale a tu papá. Ahora ya no, todo se ha maleado, cualquier paisanita es tomba. Ya no es nada como antes, ¿si o no maestro? Así es, le digo. Mira, ¿ves ese casco blanco? Esa es una tomba. El casco es más grande que ella. Desde lejos ves un casco blanco, entonces seguro que es una tomba. Ja, ja, ja..., en serio, ya no hay tombas buenazas, pura enanez nomás. Para salir del taxi el chofer bajó para abrir las puertas desde afuera. Tan mal las puertas, maestro. Autos de esta calaña no pueden circular en ninguna vía europea y menos fungir de taxis.
 
Lima: ficción y realidad
 
La avalancha de provincianos en la década de los 50 cambió el paisaje limeño. La violencia política también contribuyó en la metamorfosis de los últimos veinte años. Diferentes autores narran las invasiones de los cerros de la ciudad por indios, por ciudadanos de segunda categoría, la última rueda del coche. Los cholos llegaron a la ciudad con el Perú a cuestas. La Lima de hoy es un conglomerado de costumbres, comidas, bailes y rostros. Ceviche y picante de cuy. Pisco y chicha. Mazamorra morada y mazamorra de calabaza. Salsa y vals criollo. Huayno y technocumbia. La ciudad —leí en alguna revista— se ha pacharaqueado, refiréndose a Los Pacharacos un conjunto pionero del hibridaje musical surgido en los bajos fondos de Lima y provincias.
 
Lima ya no tiene una pátina de moho cortesano según Sebastián Salazar Bondy. Y Nos habíamos choleado tanto de Jorge Bruce sigue siendo un pretérito pluscuamperfecto perfectamente presente. Y testigo es Cholito en la ciudad del río hablador de Óscar Colchado Lucio. El fondo de las aguas de Peter Elmore y Hotel Lima de Miguel Ildenfonso dan cuenta de una ciudad violenta y corrupta, entre batidas, apagones, explosiones y toque de queda. Sólo es un recuerdo esa Lima de Martín Adán en La casa de cartón, de Conversación en La Catedral de Vargas Llosa, de Los geniecillos dominicales de Julio Ramón Ribeyro y de Un mundo para Julius de Alfredo Bryce Echenique.
 
La Parada y El Porvenir, barrios del distrito de la Victoria que en mis tiempos de colegial las recorría a diario para llegar a la GUE Pedro A. Labarthe, siguen sumidos en el abandono y la tugurización es alarmante a pesar del grandioso emporio comercial El Porvenir. Policías privados pueblan calles aledañas a los negocios y aseguran que al interior de los inmensos laberintos los choros no hagan de las suyas. Los cines del barrio, donde solían presentar películas porno, mexicanas y coboyadas, han desaparecido. Augusto Higa en Final del Porvenir y Oswaldo Reynoso En octubre no hay milagros describen una ciudad de amargas pugnas sociales, negocios turbios, componendas de la política criolla, el esplendor de sus barrios elegantes y la miseria de sus barriadas.
 
Thomas Büttner en La rojez de anoche desde la cabaña escribe: “Lima. Después de años otra vez en la inquieta ciudad de mis pesadillas. Se ha vuelto más ruidosa aún, más febril y anárquica; los hombres más duros... Por eso yo prefiero las ciudades donde las gallinas pueden picotear en plena calle”. Si Jaime Bedoya en Ay que rico organizó un tour por territorios culturales de los nuevos asentamientos inhumanos de la Lima subterránea de los años 80-90, ahora es Juan Manuel Robles quien con Lima Freak – vidas insólitas en una ciudad perturbada nos lleva por el mundo de la perversidad y la ambición. Daniel Alarcón en un cuento de Guerra a la luz de las velas afirma que Lima es una ciudad de payasos. Con Espuma Carlos Gallardo y Lima norte Giovanni Anticona, así como muchos otros autores, incursionan en el mundo de los diversos barrios limeños en la era de la globalización y la vida de jóvenes que transcurren entre el fútbol y las barras bravas, centros de diversión y cantinas, pases de coca, cerveza y “tumbacholos”, aires de rock, salsa, bachata y technocumbia en las fiestas sabatinas, la violencia urbana, hostales de media muerte y discotecas gay.
 
Las esplendorosas ruinas de Lima
 
Después de haber visitado las principales ciudades peruanas, así como los barrios de La Parada y El Porvenir, teníamos que seguir incursionando en los meollos de la capital. Para eso alquilamos un taxi. Nos habían hablado tanto, bien y mal, del Mirador del Cerro San Cristóbal que subir al cerro se convirtió en una obsesión. El taxista llegó puntual a recogernos, para variar, el auto tenía estropeada una de las puertas traseras y al menor golpe se abría la capota. Mamá volvió a pedirnos que no vayamos al cerro peligroso. Varios accidentes ya han ocurrido, nos dijo. Asentimos pero no obedecimos, nuestra curiosidad fue más grande. Entramos a la avenida Universitaria, a sus colores y costumbres, a su caos y a su ruido ensordecedor, después de una serie de vueltas y contravueltas por calles desconocidas entramos a la Panamericana Norte, pasamos el puente del Ejército, vimos la avenida Caquetá y el Coliseo Cerrado casi en ruinas. Observamos el río Rimac asfixiado por los basurales y la miseria que habita en sus orillas. Las obras en construcción de la avenida que desemboca en la Plaza Castilla y la Plaza Dos de Mayo convertían el tránsito en un pandemónium.
 
Entramos por la avenida Argentina y otra vez recorremos una serie de recovecos para llegar a la avenida Colonial. La avenida Alfonso Ugarte está más gris que de costumbre. El hospital Arzobispo Loayza grita su abandono en carteles anunciando huelgas de médicos y trabajadores. Los cines de las cercanías se han convertido en templos de la palabra del señor, otros en locales pachangeros de fin de semana. El Paseo Colón se mantiene floreado salvo con manchas de humo negro en sus barandales y monumentos enanos. En la avenida Garcilaso de la Vega han colgado una pancarta: ¡No al paro! ¡No a la violencia! Pasamos frente al palacio de la injusticia y seguimos otra vez por la Garcilaso rumbo a la plaza Dos de Mayo.
 
Los barrios de Malambito, lo que fue el mercado La Aurora, los alrededores del santuario del Señor de los Milagros están casi en escombros y cada calle, cada esquina, cada callejón de un solo caño es un peligro. No deberíamos detenernos mucho tiempo pues corremos el peligro de ser asaltados. Las casas de la calle Moquegua están en un estado calamitoso, más allá hay casas apuntaladas con palos y otras se han caído y constituyen almacenes para la basura. El Cine Moquegua desamparado como todo el barrio y al frente se erige un moderno supermercado con guachimanes y más aderezos. El cine Tacna sobrevive mostrando desesperado aburridas películas porno y de terror. La avenida Revolución se encuentra atollada por desmontes debido a los trabajos de remodelación y el tráfico congestionado chilla y zapatea.
 
No podíamos perdernos el centro de Lima. El jirón de la Unión que ya no es Lima. Ha perdido su luminosa aristocracia, la elegancia de sus tiendas, el encanto de sus aromas y perfumes, el perendengue de sus joyerías, a cambio se ha llenado con artículos para turistas, ropa barata y de tiendas repletas con celulares. La Plaza Mayor se mantiene como en sus viejos tiempos e incluso rejuvenecida, una Miss a todo dar. Un himno marcial marca el cambio de guardia del Palacio de Gobierno. Luego peruanos, así como algunos turistas, con la mano en el pecho, entonaban las estrofas del somos libres y ¿cuándo será que seamos libres? Admiramos los hermosos balcones de la municipalidad de Lima y la imponente catedral. Después, la avenida Abancay es un mar de gente, de autos y omnibuses contaminando el aire. El Congreso de la República enrejado, inaccesible, encerrado, aislado de la realidad.
 
La miseria a todo color
 
En la alameda Chabuca Granda hacemos fotos custodiados por adustos policías de Lima ciudad segura. Desde aquí vemos el cerro San Cristóbal. Varios puentes peatonales permiten el paso desde el centro de Lima y el Rimac. El palacio de gobierno siempre de espaldas al populoso barrio rimense. La mañana seguía nublada, gris. Ahora estamos al pie del cerro San Cristóbal que lo conocí como la “pampita de medio mundo” por el peligro que lo circundaba. Ahora se ha convertido en el famoso Mirador, todo un destino turístico. Empezamos por el Paseo de los Descalzos, Paseo de Aguas y el ingreso a la zona de Villa Fátima, para seguir ascendiendo lentamente. Es un camino estrecho y sinuoso, de curvas cerradas, sin señales y nula protección. Tenemos la sensación de estar subiendo a Machu Picchu. De trecho en trecho hay unos mojones de cemento y vallas metálicas destruidas y fuera de lugar.
 
El chofer sigue atento, imperturbable, concentrado en la delgada cinta de asfalto. Nosotros entre bromas y risas disimulamos nuestros miedos. Mamá tenía razón, estamos subiendo al cielo y nadie está confesado. Reímos. ¿Cuál es tu último deseo? Mi hermana pide un combinado de arroz con leche y mazamorra morada. Mi hijo dice: Para mí un ceviche. Seguimos alegres. Por fin estamos en la cima. Los aproximados dos kilómetros lo hemos hecho en menos de media hora. La cruz luminosa con sus veinte metros de altura nos recibe con los brazos abiertos y a cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. La nubosidad oscurece los alrededores de Lima, sólo nos llegan sus sonidos, sus locos bramidos. La bruma no permitió ver las playas de Chorrillos y La Punta ni la isla San Lorenzo, pero una parte de la misión habíamos cumplido, ahora faltaba bajar al llano sanos y salvos.
 
Me contaron que en los buenos tiempos de la IU y el alcalde Alfonso Barrantes hicieron pintar las casas del cerro San Cristóbal para ponerle color a la ciudad, un poco de alegría a la pobreza de sus habitantes. Después supe que el 2008 el presidente Alan García hizo lo mismo, pero esta vez para darle color y alegría a los más de diez mil visitantes que llegarían a la conferencia internacional Asia-Pacific Economic Cooperation (APEC). Entonces, alegrémonos de poder apreciar la miseria a todo color, en vivo y en directo. Sin duda el cerro San Cristóbal pone en evidencia la insalvable diferencia entre ricos y pobres, entre los poderosos y los invisibles que sólo cuentan para las encuestas y durante las campañas electorales. Después del circo no existen, vuelven a ser invisibles, los convidados de piedra.
 
La coima es su divisa
 
Empezamos el descenso. Todos los nervios otra vez en atención. Ahora el miedo era diferente pero seguimos disimulando. De pronto el chofer nos anuncia que los frenos no funcionaban. No agarran, compadre. Muertos de risa le dijimos que no aprete el acelerador, pero insistía en que los frenos se le habían vaciado. La pendiente se tornaba más empinada y la velocidad del auto más emocionante. Mi hijo seguía filmando la bajada, las casitas de colores, los techos prendidos a las laderas. El chofer, al no poder controlar más a la máquina, determinó torcer bruscamente y estrellarse en el cerro antes que irse al abismo. La sorpresa del movimiento brusco nos lanzó “patas arriba”, unos sobre de otros. A duras penas, todos abollados, abandonamos el auto que se había terminado de deshacer. Muy pronto llegó un policía, uno de esos de Lima ciudad segura. Reclamó por el chofer sin interesarle lo que había pasado ni de los heridos. No le dejó hablar para nada y le clavó una multa por conducir un coche en mal estado, destruir los mojones de cemento (?), ocasionar obstrucción del tránsito y deterioros en las paredes turísticas del cerro. Y exigía que de inmediato dejemos libre la vía. ¡Caramba, que tal guardia!, hubiera dicho mi padre.
 
Si queríamos atención médica teníamos que hacer una denuncia policial y él no estaba encargado para tales gestiones. Llamamos a un pariente y apenas vino se fue a “conversar” con el policía. Jefe, usted ya sabe, vamos a solucionar pronto el problema, dénos una manito, ¿le podemos ayudar con cien soles? Bueno, claro, ese es otro cantar, a ver, ahora llamo a una grúa. La coima soluciona todo tipo de problemas, el honor ya no es una divisa. Llegamos al hospital con dos heridos a las tres de la tarde y salimos a las once de la noche. Una de mis hermanas de mayor cuidado, con un TEC, traduciendo la jerga médica: adolecía de un Traumatismo EncéfaloCraneano, o sea, lesiones en el cráneo. Aquí otra vez, si no pagas no te atienden. Los médicos dan vueltas, te miran y se van. Viene otro que no es del servicio, pide los comprobantes de pago, entonces examina a las pacientes y extiende una receta con inyectables y una orden para radiografías. Otra vez las colas para pagar, regresar con la boleta de pago y mostrarla a todo el mundo para que después al fin se haga la radiografía. Hay una fractura del arco cigomático, el hemithórax en orden. La otra persona herida ha sufrido traumas en la pierna, el hombro y el cuello, pero no indican ningún examen radiológico, sólo recetan desinflamantes. Todo servicio se paga por adelantado, si no hay dinero se corre el peligro de morir en estos modernos hospitales de Lima al servicio de la salud del pueblo peruano.
 
Alexander von Humboldt dijo que en Lima no había aprendido nada del Perú. Y hoy como siempre Lima sigue de espaldas al Perú igual que sus gobernantes soberbios y ciegos, traferos y mentirosos. Sí, señoras y señores, Lima ya no es la ciudad jardín, ni de los reyes, ni de los virreyes, ni de las Perricholis, ni de los criollos. ¡Ah!, Lima, la horrible, como la condenó Sebastián Salazar Bondy, ya no es ni occidental ni cristiana, cada vez es más accidental y cretina. Pero Lima es también cada vez más chola y por ende más creativa. Para los cholos del Perú Lima es su ciudad, lo dicen y lo defienden con orgullo. A pesar de la “pestilencia oficial” esta Lima de la periferia se levanta cada mañana con las banderas de la esperanza como terca levadura, con su cielo color panza de burro y su mar amaneciendo para todos, para Larcomar y Sol de la Molina también.
 
 
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