Ulises Gutiérrez Llantoy
The Cure en Huancayo The Cure en Huancayo

Por Sandro Bossio
Fuente: Huancayo, enero 2010

En los pasillos de la universidad donde enseño a escribir crónicas y reportajes, un día recibí la agitada visita de un joven estudiante quien, acezante, detuvo mi rápida marcha.

 
—Tengo algo para usted —me dijo y extrajo de entre su ropa un cúmulo de papeles anillados, que me entregó—. Son de un de amigo. Quiere que los lea y le dé su opinión.
 
Yo recibía unos tres o cuatro ejemplares de cuentos, novelas, poemas, ensayos, memorias, testimonios, biografías y de varias otras especies literarias por semana, muchas de las cuales, lo confieso, las devolvía apenas dándoles una mirada (con los años he aprendido a reconocer de una ojeada a un primerizo que enhebra palabras, a un autor profesional o al que va camino a serlo). Por ello, en esa ocasión también recibí el documento con cierto escepticismo y, prometiéndole a mi joven pupilo darle una pronta opinión, me encerré en mi oficina para terminar unas labores administrativas de la universidad.
 
Esa noche, en efecto, me senté a revisar el texto con más calma. El título era: El viaje de la muchka y once cantos rodados más. Su autor se revelaba como Ulises Gutiérrez. Se trataba, pues, de una colección de relatos, que empecé a leer allí mismo. El primer cuento era, precisamente, el que le daba título al libro. Empezaba así: “Llamé pensando en deshacerme de la muchka, iba a aceptar lo que sea para que se la llevaran”. Me pareció, sencillamente, un inicio espléndido. En menos de veinte palabras, y en una perfecta oración, el habilidoso narrador resumía con eficacia los cánones más certeros de la narratología: presentaba el tema, sembraba suspenso, introducía al lector en el misterioso universo del relato, definía el tono y el ritmo del cuento. No obstante este excelente primer paso, cabía la posibilidad de que se tratara de solo un buen inicio, un anzuelo que se limitara a eso. Al fin y al cabo, los escritores (y vaya si yo, que tanto lo he practicado, lo entiendo a la perfección) se esmeran hasta la extenuación para lograr inicios impactantes, neurálgicos (algunos incluso usan estructuras de autores famosos, cambiándoles los términos y adjetivos, técnica conocida como la “mímesis” según sé). Pero continué leyendo y las oraciones mantenían el mismo compás, la misma modulación, y los párrafos seguían siendo homogéneos y bien construidos. La historia iba enriqueciéndose a medida que avanzaba, la atmósfera se tornaba cada vez más nítida, el suspenso crecía y los personajes se perfilaban a cada línea con buen dominio psicológico.
 
—Un profesional, al fin —dije para mí y seguí leyendo con fruición hasta las tantas de la madrugada.
 
Fue así como conocí a Ulises Gutiérrez. Tiempo después me enteraría de que se trataba de un narrador nacido en Huancavelica y criado entre Huancayo, Lima y Japón, lo cual acrecentó mi curiosidad por conocerlo. El conjunto de cuentos de ese manuscrito eran los once que, ese mismo año, se publicarían con el nombre de The Cure en Huancayo. Confieso que me gustaba más el nombre original, pero, en fin, no me meto en asuntos de los editores. Lo que me toca decir es que el libro, de un logro literario apreciable, es una muestra de lo que los escritores de la última generación están conquistando en el país.
 
Se trata de un afortunado conjunto de relatos que, a no dudar, interesarán de todas maneras al lector desde ángulos diferentes: por sus anécdotas, por sus ambientaciones, por sus estructuras, por sus técnicas. Varios temas campean a lo largo del libro. Uno de ellos, el más constante, es el de la añoranza. Los relatos inscritos en él son The Cure en Huancayo, el que le da nombre a la selección (actualmente) y que trata de las reminiscencias de un joven escolar quien, en los años de la escalada subversiva en el centro del país, vive con sus amigos un safari nocturno después de una fiesta, eludiendo tanto a los terroristas como a los soldados. El descenlace del cuento es bastante semiótico, simbólico, con la resignación de los personajes de vivir lo que les toca vivir mientras observan un frágil árbol de caucho que, como ellos, ha prendido en un lugar que no es el más adecuado pero, al final, el único.
 
Entre los cuentos de evocaciones, todos con grandes cargas conmovedoras, también están Viaje a la China, un relato que trata del aislamiento de un inmigrante peruano en el extranjero, quien entabla una fortuita relación con un mongol, a quien rechaza al principio pero a quien termina por aceptar como amigo (incluso otorgándole cierta complicidad) debido al miedo que le tiene a su soledad. En este cuento el autor hace gala de la acertada técnica del monólogo interior, que fluye en oleadas de hostilidad y resistencia hacia el mongol, mientras en el exterior avanzan los acontecimientos cambiantes de la vida real.
 
Otro cuento de este corte temático es Buscando una mendori. En él otro inmigrante peruano en Japón añora desesperadamente la gastronomía peruana. La aventura que este hombre vive, estimulada por la nostalgia del delicioso caldo de gallina que le preparaba su madre cuando él vivía en Lima, se sustenta en una desesperada búsqueda de ingredientes de cocina peruana para darse el gusto. El pollo a la brasa, el caldo de cabeza, el mondongo, con toda su carga de exquisitez, se pasean por las páginas de este cuento, mientras el protagonista, primero solo y después de la mano de un cubano y su esposa peruana, continúan en su vano peregrinaje en busca de los ingredientes mágicos. Al final, deben conformarse con lo que tienen, al igual que los estudiantes del cuento que le da nombre al libro. Buscando una mendori destaca, además, por un delicado tufillo que contribuye con cierto humor, el único de este género en el conjunto.
 
Pero es Cinco soles perdidos el cuento de reminiscencias más logrado de la antología. Como los anteriores, se trata de un relato lleno de memorias, nostalgias, pesadumbres, en el que un muchacho recuerda su fugaz (pero hermoso) amorío con una estudiante de secundaria en Huancayo. El relato está armado sobre un largo soliloquio (es decir, un perdurable monólogo dirigido a una persona que nunca aparece en el cuento, en este caso Elena) que el protagonista pronuncia, desesperadamente, porque ha perdido cinco soles y no tiene cómo regresar a su casa. A medida que avanza el soliloquio, que por momentos se convierte en una exasperada oración, en permanente monserga, vamos sospechando de lo que se trata: una plegaria del personaje a su amada Elena, muerta y enterrada. Pese al acápite final, demasiado previsible y sin razón de figurar en el texto, se trata de uno de los mejores cuentos del grupo.
 
Otro relato que se inscribe en esta corriente es Pintas en civiles, donde una ingeniera civil se encuentra en el ejercicio laboral, mucho tiempo después, con un colega que siempre estuvo enamorado de ella y quien fue capaz de escribir en las paredes una frase de amor que es el inicio de toda la anécdota. El cuento es consistente, correcto, trabajado con eficacia en lo que respecta al juego de tiempos: muestra un buen ritmo en el flujo narrativo y en la inclusión de las analepsis (o saltos al pasado).
 
De similar temática es Esperanza, donde otro becario peruano perdido en Japón (a estas alturas, seguramente, un alter ego del autor) se conforma con las cartas de amor que una computadora le envía en reemplazo de las verdaderas, que añora, y debería enviarle su amada Esperanza.
 
Otros cuentos insertos en esta lista serían De Colcabamba a la luna, La despedida y El cordero que se fue volando, los tres ambientados en Huancavelica, con el abuelo como figura preponderante y también con una enorme carga evocativa. Nombrar estos cuentos nos da pie a analizar los otros, que aún escapando de la temática emocional, están también ubicados, directa o indirectamente, en la sierra. Nos referimos a Dos recuerdos en el agua, un cuento que invoca al agua como uno de los elementos vitales: otorga la vida, pero, si lo quiere, también la quita. Este relato es singular desde su tecnología, pues es el único que enarbola un matiz fantasmagórico, cuyo mejor momento se presenta en el salto cualitativo final: el narrador, quien ha caído a un contenedor lleno de agua, está muerto y nos va contando las vicisitudes de su deceso, precisamente, desde las negruras de la muerte.
 
Wayanaquitos, sin estar ambientado en la serranía es un relato hermoso, de estructura es paralelística, lleno de la nostalgia del ande, un fresco emocional del lugar que vio nacer al protagonista, un campesino que ha migrado a Lima y, en condiciones laborales bárbaras, ha sufrido un accidente en la construcción civil. El crucial momento que media entre su rescate y su traslado al hospital es el “lapsum literarium” que nosotros, como lectores, vivimos físicamente, pero que sirve para las recordaciones y añoranzas del moribundo, las que enriquecen notablemente el momento.
 
Un cuento extraño, que brilla en solitario, es El pozo inútil. Se trata también de un soliloquio, en este caso el de un vigilante nocturno de explícita extracción andina, quien le narra en clave verborréica a un ingeniero los extraños acontecimientos en torno a la construcción de un pozo artesiano. Dos cosas resaltan: el excelente uso de la oralidad andina (con su rica carga de onomatopeyas y retóricas) y el creciente suspenso trabajado a lo largo de la primera parte del relato. En este caso, se trata del único cuento con matices fantásticos de la compilación, que se publica por primera vez en esta segunda edición.
 
Alonso Cueto dice respecto del libro: “Los relatos de Ulises Gutiérrez, ambientados en la sierra central, están escritos con una mano que no rehúye contar su historia pero que lo hace con enorme cuidado por la creación de atmósferas y escenarios”. Estamos de acuerdo con esta última apreciación, incluso con que “todos los relatos de Gutiérrez logran transmitir una intimidad ejemplar con sus escenarios”, pero no con la apreciación de que los cuentos están ambientados en la sierra central. En realidad, hay varios que se asientan geográficamente en estas latitudes, pero la mayoría están marcados por la melancolía y la distancia. Ellos son, por ejemplo, los relatos ambientados en el Japón (de los que ya hablamos) y La penumbra alumbra, adaptada en el Uruguay, aunque con esporádicos “ritornellos” a Miraflores, y cuya imbricación de tiempos conforma, precisamente, lo mejor de la técnica.
 
En el grupo destaca, definitivamente, El viaje de la muchka, un cuento de aventuras, al mejor estilo de Antonio Chéjov, en el que un joven de ascendencia andina que ha logrado una buena posición social en Lima intenta deshacerse de una “muchka” legendaria (es decir, un mortero de piedra, un batán) que ha seguido a su familia durante generaciones. El pretexto, vender la “muchka”, sirve para que el narrador inserte historias del pasado tanto del preciado objeto (tallado por un artesano de Písac, en Cusco) como de su propia familia migrante. Un cuento sólido, con matices rocambolescos, que termina siendo un verdadero continente de aventuras y espejo de la realidad social peruana.
 
Si habría que ponerle reparos a los cuentos, diríamos que tanto el manejo del lenguaje como el cuidado de la prosa de Ulises Gutiérrez merecen todavía un tratamiento más sereno, y que los finales podrían haber sido un poco más trabajados, quizás más sorpresivos (juzgo a mi parecer, quizás por la enorme devoción que siento por ese tipo de finales), pero estas sugerencias no hacen mella a las buenas prácticas narrativas del autor, lo que le confiere una merecida posición en la joven literatura nacional.
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