Por César Hildebrandt
Fuente: Domingo. Suplemento del diario La República, Lima 24/07/05
"Bryce podría haber titulado sus apócrifas memorias con una frase de Vallejo: '…La resaca de todo lo sufrido' ".
Las autobiografías suelen ser ejercicios forzados de la autoestima.
Pero una cosa es depurar los malos recuerdos, minimizar las debilidades del carácter, culpar a otros de las propias faltas y otra muy distinta armar un lego mentiroso que enloda a los muertos, imagina pasajes enteros de la propia peripecia y atribuye al autor cualidades que jamás tuvo.
Eso no es una autobiografía sino un spot publicitario de sí mismo, un vómito narcicista que sólo los amigotes parasitarios y el señor Coronado, de Peisa, pueden celebrar.
Y lo celebran porque eso es lo que harán ellos mismos cuando sientan la parca cerca: escribir un largo cuento con ínfulas de historia, contraer una amnesia selectiva para borrar todas sus miserias y dejar un mamotreto con el mayor prontuario de autocomplacencia que usted pueda imaginar.
Y eso es lo que ha hecho el señor Alfredo Bryce Echenique, el conde de Sagasta bamba más gracioso de la literatura peruana.
Como muchos, leí con placer "Un mundo para Julius", que es como el testamento de una clase y la caricatura de una belle epoque peruana imposible de resucitar.
Claro que me sorprendió, después, oir que Bryce, en cada entrevista concedida, adquiría las maneras de aquellos que había retratado y se presentaba, darling, como un aristócrata estupefacto al que sólo le faltaba el monóculo y como un orgulloso descendiente de ese rufián republicano llamado José R. Echenique, depuesto de la presidencia, por corrupto, en 1855.
Pero, en fin, un escritor es básicamente lo que escribe y no importaba demasiado que Bryce fuera su propio Julius.
Pero pasó el tiempo y los libros que producía como conejo eran como el vinilo rayado de una sola vaina: textos melosos, plaga de diminutivos, diálogos inverosímiles y grandes parrafadas en las que las oraciones subordinadas crecían cual maleza que ocultaba el discurso principal. Nuestro Proust se había convertido en un milhojas que ya lo había dicho todo. No había historia ni personajes sino una repetida macedonia de nada que amenazaba tutearnos a ver si nos volvíamos sus secuaces.
El muy nefrítico Coronado aplaudía pensando en las ediciones nativas y los ácaros del escritor se encargaban del agitprop en la prensa donde intercambiaban floripondios.
Todo andaba bien. El circo hubiera podido seguir porque, además, Bryce venía a Lima y con un par de anécdotas magníficamente contadas borraba la somnífera nadería de lo que escribió después del memorable Julius. El hombre de un solo libro que terminó escribiendo cuarenta, sin embargo, terminó metiendo la pata.
Sus graciosas Antimemorias -insulto al gran Malraux- se ensañan con los muertos (los muertos, como se sabe, están obligados a cierto silencio) y con personajes vigentes que él creyó incapaces de responderle.
Pero le han respondido. Y seguirán haciéndolo. Porque el pobre Bryce ha quedado al descubierto en toda su impostura.
Y este Bryce calato es desternillante. Se pinta como un héroe libertario cuando todos sabemos que se hacía la pichi con el chino Fujimori. Si alguna vez suscribió una tibia protesta colectiva por algo clamoroso lo hizo desde Madrid y jamás lo repitió en la Lima donde actuaba el grupo Colina y la cleptocracia de la que su pariente Echenique fue profeta en el siglo XIX.
Bryce miente a raudales en sus memorias. Pero no lo hace generosamente, en favor de otros a los que el tiempo puede haber mejorado, sino que se inventa a sí mismo, tuerce los hechos desde la egolatría y sale diciendo, por ejemplo, que alguna vez Barrantes necesitó impresionarlo con el cariño de la calle. Y habla mal de su pariente Francisco Igartúa (también muerto), un periodista que tuvo grandezas y miserias pero cuyo balance lo sitúa por encima de la venganza póstuma y cobarde de este masacrador de cadáveres. Ya Hugo Neira le ha dicho lo suyo en el caso de César Calvo, diez veces más auténtico que su difamador, poeta envidiado por los poetastros que Coronado admira, y mujeriego insomne que todos los bragueteros fallidos odiaron desde lejos. El noble de verdad Arturo Corcuera también lo ha aclarado, con hechos serenamente recordados, y hasta Carlos Espá, un joven y exitoso periodista, ha tenido que salirle al frente.
Se trata del mismo Bryce que empezó a hablar mal de Jaime Bayly apenas éste se negó a suscribir un comunicado dirigido en contra del autor de esta columna y en defensa de un mitómano secuaz.
Y el atenuante del trago no existe. Los daiquiris no hicieron de Hemingway un mal bicho ni el mezcal convirtió a Lowry en un calumniador y ni siquiera las drogas duras doblegaron la buena fe de Kerouac. Y cuando Truman Capote escribió el libro que le cerró las puertas de Nueva York y del poder no se metió con los muertos sino con sus pares vivos e hipócritas que se vieron retratados en sus líneas. Eso es coraje.
Bryce podría haber titulado sus apócrifas memorias con una frase poética de Vallejo: "…La resaca de todo lo sufrido".