Por Carlos Maza
Fuente: Carlos Maza. Lima agosto 2011
Cuando llegué al Perú, diez años atrás, la violencia aún no era memoria. Estaba viva todavía. Toledo acababa de tomar posesión como presidente; el Banco de la Nación, al que un año antes se prendió fuego para entorpecer la marcha de los Cuatro Suyos, seguía carbonizado; caminar por la calle Tarata en Miraflores aún tenía algo de doloroso paseo. Me llamaban la atención las grandes tiras de masking tape en forma de X pegadas en las ventanas de los edificios y que después sabría que estaban ahí para reforzar los cristales y evitar que estallaran en pedazos bajo la vibración producida por las explosiones.
Vendrían años de trabajo. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación produciría su trágico informe y comenzaría la ardua tarea de reparar los daños, de resarcir a las víctimas y señalar a los verdugos, si es que eso fuera posible. Poco a poco el dolor maduraría en el análisis de lo que había pasado, pero a veces también en el olvido que nos juega muy malas pasadas, ayudado por los medios de comunicación masiva que la dictadura había dejado en un estado deplorable.
A los cuatro o cinco años, comenzaría a surgir una literatura basada en esos largos años de violencia que parecían haber terminado. Los escritores, que a veces son células particularmente sensibles de nuestra sociedad, comenzaban a elaborar para nosotros, historias, tesis que ayudaran a los peruanos a entender los años de dolor, a superarlos, pero al mismo tiempo, a mantener la esperanza de justicia; a no olvidarlos, a combatir el olvido de la televisión, porque si olvidamos el dolor, sin duda volveremos a padecerlo. Así se comenzó a hablar de una “literatura de la violencia”, y empezaron a apilarse volúmenes en el estante de la memoria herida. Aunque se habla incluso de una “moda”, representada por estos libros sobre el terror que padeció el Perú durante los años ochenta y especialmente los noventa, esta corriente narrativa está lejos de haberse cerrado. Estamos aún en los albores de una visión literaria madura, acabada, sobre esa etapa de la historia reciente del Perú, porque aún falta mucho por entender, y porque las contradicciones socioeconómicas que están detrás del conflicto (la desigualdad, el racismo, la pobreza, la falta de educación), aún están lejos de resolverse.
Entre los muchos libros sobre la violencia que se han escrito hasta ahora, los hay que han ganado premios, proyectando a sus autores hacia otros públicos, pero están también otros que han sido escritos (y publicados) solo por buscar una salida comercial fácil, aprovechando una lectoría ávida de entender su pasado, pero también de conocer el detalle morboso de los horrores. Ha transcurrido más de una década durante la cual ha nacido una nueva generación de peruanos y quienes eran niños entonces son hoy los jóvenes adultos cuyos hombros cargan el crecimiento económico y el desarrollo de los que parece gozar el país. Pero la tarea de contarnos nuestra propia historia, insisto, está lejos de haber terminado.
La novela Gritos en silencio de Isabel Córdova Rosas representa, desde mi punto de vista, un nuevo momento en la línea de tiempo de lo que hoy conocemos como literatura de la violencia, y trataré de explicar por qué.
Hace dos años, el nombre de Isabel Córdova, una extraordinaria escritora peruana, era aún poco escuchado en el Perú. Afincada en España desde los años ochenta, su obra se desarrolló y alcanzó la madurez en tierras ibéricas, cuyos lectores fueron conquistados desde muy pequeños por las historias de Isabel. Pero en el Perú, Isabel solo estaba presente en los escritorios de los académicos y los críticos, sin alcanzar una difusión que le permitiera llegar hasta el público grande. Junín, su tierra natal la ha tenido mucho más presente, pues ha sido una querida maestra y una importante funcionaria cultural, que dejó huella con su gestión a favor de las manifestaciones culturales locales. Sin embargo, el Perú literario no la tenía a mano. Es decir, uno no podía simplemente ir a una librería y comprar un libro suyo, uno de los treinta y tantos que ha publicado, de los que muchos han sido traducidos a idiomas tan sorprendentes como el griego moderno.
Tuve el privilegio, hoy orgullo, de poner un grano de arena para revertir esta situación. Como editor en el Perú de la editorial española que había publicado muchos de los libros de Isabel (una editorial especializada en literatura para niños y jóvenes), tuve la oportunidad de leerlos, de interesarme por ellos y, poco después, gracias a la amabilidad y al pródigo cariño de Isabel, tuve la suerte de publicarla de nuevo en el Perú, convirtiendo su novela Tinko y Gabi en el Amazonas en uno de los primeros títulos de la sección peruana de una prestigiosa colección: El Barco de Vapor. Pronto tendríamos a Isabel en el Perú de vuelta, contando con su visita en la feria del Libro Ricardo Palma del año 2009, desde donde arrancaría el reconocimiento público que hoy la editorial San Marcos corona con la publicación de Gritos en silencio en su interesante nueva colección: Ágora. Gracias a este libro, tenemos el orgullo de contar con la primera novela publicada por Isabel para un público no infantil, demostrándonos que la literatura infantil no es un subgénero si es capaz de conducir a la autora a una novela de la crudeza y actualidad de Gritos en silencio.
En esta novela, Isabel se plantea un escenario específico para establecer sus puntos de vista, sus ideas y sus sentimientos acerca del conflicto armado, que vivió con el sufrimiento con que los emigrantes vivimos los problemas de nuestros lejanos países de origen. Un camión de la muerte traslada a un grupo de detenidos (sin más pretexto, como nos mostrará la autora, que estar en el lugar equivocado en el momento equivocado) a una muerte segura. La novela entera trascurre durante el viaje que el camión realiza desde Lima hasta las cercanías de Ayacucho, y su argumento se concentra en la descripción y conocimiento de los personajes que viajan en él, tanto de los militares que conducen el llamado “operativo”, como de los prisioneros que se comunican entre sí en voz baja, a hurtadillas de sus captores, y desarrollan un sentimiento colectivo básico: la solidaridad ante el destino funesto que les espera.
Aprovechando una coyuntura que la escritora plantea como nudo de la historia, los prisioneros logran poner a salvo a una de las mujeres que conforman el grupo: Julia, la más joven, la cual se ha aprendido de memoria los nombres de cada uno de sus compañeros de infortunio y buscará la manera de realizar una denuncia que detenga la crueldad a la que han sido sometidos, la injusticia que los está convirtiendo en víctimas. No me detendré en más detalles de la novela porque no quiero echar a perder su lectura por ustedes: Isabel cuenta la historia siempre mucho mejor de lo que yo podría sintetizarla. Trataré más bien de señalar el par de ideas que la marcan como el inicio de una nueva etapa en la literatura de la violencia.
En la presentación que se realizó el día de ayer en la Casa Museo de Ricardo Palma, participaron eminencias de la talla de Ricardo González Vigil y Nelson Manrique, académicos como Manuel Pantigoso, y el editor de la obra, Sandro Bossio, que encabeza la colección Ágora de Editorial San Marcos. Todos ellos señalaron elementos sustanciales de la novela de Isabel, dejándome sin más remedio que repetir hoy lo que ya ellos nos habían hecho ver ayer. Bossio hablaba de la literatura de la violencia y del lugar que en ella ocupa Gritos en silencio; González Vigil mencionaba la construcción del argumento en relación con la trayectoria de la autora y su visión particular; Pantigoso y Manrique, sobre las aportaciones de la novela a la comprensión del fenómeno de la violencia. Pero ninguno de ellos tocó un punto que me parece central y esto me ha permitido conservar la oportunidad de decir algo que me parece muy relevante en torno de la novela de Isabel, y es que se trata de la primera novela sobre la violencia en el Perú escrita desde la perspectiva de la mujer. No solo porque es mujer su autora; no solo porque es una autora que no se cansa de denunciar los mecanismos de manipulación del machismo (una de sus personajes en la novela nos lo demostrará mediante la descripción de su relación de pareja), sino muy especialmente porque sus personajes más relevantes, tanto los principales como los secundarios; los mejor construidos, aquellos que nos permitirán mantener la esperanza de vida hasta la última página mediante la identificación real con personas de carne y hueso, esos personajes entrañables que solo pueden salir de la pluma de Isabel Córdova, son todos mujeres. Julia, que logrará escapar y que obtendrá la ayuda de otras mujeres dramáticamente cotidianas; la madre de Pelayo (otro de los prisioneros); Elsa Amador, la activista de los derechos humanos que dará forma pública a la gesta de Julia; Antonia y Lidia, las otras dos prisioneras. Son ellas quienes llevan sobre sus hombros el peso de la historia; quienes pueden soportar con mayor entereza el negro destino que los amenaza. Ya Alonso Cueto nos había dado un personaje femenino entrañable en su novela Grandes miradas, pero su Gabriela está basada en una persona y una historia verdaderas, y han sido construidos con la dureza propia de literatura masculina: una mujer como la entienden los hombres en un mundo hecho y dominado por ellos.
En cambio, las mujeres de la novela de Isabel Córdova tienen la ventaja de que han sido creadas desde la óptica femenina más pura, por lo que más que explicarnos el mundo nos permiten entenderlo a través de los sentimientos, a través del calor materno, de una ternura básica que nuestra sociedad, desgraciadamente, solo le permite a las mujeres, restándonosla a los varones.
Esta ternura fundamental está en la prosa de Isabel como componente natural de su estilo. Nuestra autora se construyó como novelista dirigiéndose a los niños. Su libro infantil Pirulí, que alcanza alrededor de cuarenta ediciones, nos da una pista de la profundidad que Isabel tiene acerca de la naturaleza femenina, al contarnos la anécdota de una madre que no logra encontrar a su hijo perdido pues no puede dejar de describirlo como el más hermoso del mundo, y todos a quienes les pregunta solo han visto por ahí a un niño desaliñado, sucio y llorón por encontrarse perdido.
Con esa destreza que le ha permitido ingresar al mundo de los niños como si fuera el propio, la misma con la que los hipnotiza cuando tiene encuentros con ellos en colegios y teatros (la misma con la que nos convierte a sus amigos en casi hijos y vela por nosotros), con esa ternura traducida en prosa, nos permite transitar a bordo de un camión de la muerte y, como si fuésemos nosotros mismos los pasajeros, nos hace vivir el dolor de las víctimas; la saña de los verdugos, la irracionalidad de la guerra, pero también la persistencia de la esperanza. Y esto es inédito en la narrativa de la violencia en el Perú, porque en las páginas de Isabel no falta la humanidad incluso en el peor de los escenarios, como cuando uno de los soldados cede su comida a los hambrientos prisioneros.
Cuando dejé México para vivir en el Perú hace una década, mi país daba señales de una profunda descomposición producto de una combinación de factores entre los que destacan la desigualdad económica, la corrupción en todos los niveles de la sociedad y el rápido crecimiento del negro negocio de las drogas. He pasado estos diez años viendo desde aquí cómo mi país se hunde en el fango de la guerra sucia, a manos de fuerzas, tanto públicas como criminales, tan crueles como lo fueron en el Perú, no tan lejano, de la violencia. Quizá incluso peores si tomamos en cuenta que, a diferencia de los movimientos políticos armados, los narcotraficantes no creen más que en el dinero y el poder por sí mismos, sin siquiera una ideología que le dé algún sentido, por absurdo que sea, a la muerte.
En este trágico contexto, la literatura mexicana se encuentra en estado de shock, sin alcanzar realmente a producir obras que permitan entender lo que sucede, mucho menos combatirlo a través de la inteligencia y la razón. La literatura mexicana hoy está varada en la idea de que la realidad, con toda su crueldad y su rabia, y su locura, supera a toda ficción, y los escritores, parados, apenas pueden dar la crónica de la barbarie de un país en que se acumulan cuerpos asesinados que quedarán para siempre como una cifra sin nombre.
Esta novela de Isabel Córdova, Gritos en silencio, me da la esperanza de ver pronto en mi país, como está sucediendo en el Perú, que la razón y el amor pueden apartar a la barbarie.