Las campanas al vuelo. Pensar la republica desde el bicentenario

Por Gustavo Montoya Rivas
Fuente: Librosperuanos.com
Diciembre, 2017

“Los días de esta sociedad están contados; sus razones y sus méritos han sido pesados y hallados ligeros; sus habitantes se han dividido en dos bandos, uno de los cuales quiere que desaparezca.”
Guy Debord La sociedad del espectáculo. 1967
 
"En toda crítica estratégica, lo esencial es colocarse en el punto de vista exacto de los actores; es cierto que eso es a menudo muy difícil.
La gran mayoría de las críticas estratégicas desaparecerían por completo o quedarían  reducidas a ínfimas diferencias de comprensión si los autores quisieran o pudieran situarse mentalmente en todas las circunstancias en las que  se hallaban los actores."
Clausewitz  La campaña de Francia de 1815
 
 
¿Qué piensan y sienten los peruanos sobre el Bicentenario? La pregunta no es ingenua. En primer lugar porque la peruanidad es una categoría abstracta. Imprecisa. Remite al olvido. Es triste, melancólica  y condenatoria al mismo tiempo. Habría que precisar a qué tipo de peruanos se hace referencia. Los de arriba o los de abajo. A los ricos o a los pobres. A los andinos o a los costeños. O a la multitud de comunidades amazónicas que claman justamente por esa peruanidad que les es esquiva. Para estos últimos,  la peruanidad se presenta como  derechos negados y esto se traduce en objetos tangibles: escuelas, hospitales, viviendas, vías de comunicación. Claman por el Estado. Sus pares de la costa y los Andes poseen otras percepciones sobre el Estado y los gobiernos. En medio de este aquelarre de coyuntura,  cada quien elabora al paso su discurso sobre la peruanidad y el Bicentenario. 
 
Interesa pensar en voz alta y votar en contra del Bicentenario ya convertido en fetiche. Una mercancía. Un horizonte  temporal que se asume como el final de realizaciones colectivas. La invocación a una comunidad inexistente es grotesca. Es como sumar antagonismos irreconciliables y armonizar expectativas comunes. Votar en contra es ponerse del lado de las mayorías sociales. Justamente aquellas para quienes la República y el Bicentenario son frases huecas. Apenas quizás novedades de la nueva cultura general instalada por el espectáculo y la frivolidad de los medios de comunicación de masas. 
 
A doscientos años de haberse fundado la República, el Perú es un país escindido. Incapaz de racionalizar la reciente guerra civil cuyas cenizas aún humean. El antagonismo, la intolerancia y el encono entre grupos, clases y razas enfrentadas, están a la orden del día. Basta un breve inventario de las declaraciones y el vocabulario de la clase política para concluir que cualquier forma de consenso de coyuntura –menos estructural– es una herejía.  Para no mencionar los niveles de corrupción ya hecha costra. Actores individuales y colectivos encallecidos por la trafa. El arte de delinquir se ha hecho sentido común entre todos los grupos y clases sociales.
 
Si se repara que el diario más leído en Lima es el Trome y uno verifica su contenido, bien se puede descifrar y hacer visible parte de la bestia con la que se convive. Como preguntarse cómo así fue instalado este nuevo sentido común entre esas mayorías llamadas a impugnar y sancionar en las urnas toda la suma de perfidias republicanas. Como si una década de guerra interna no hubiese sido suficiente para cauterizar el racismo, el oprobio y desprecio con que se miran los de arriba y los de abajo. O  la desvergüenza burocrática. El robo y la injuria. 
 
Alguien dijo que este país es irrepresentable. En boca de un peruanista la frase tuvo suerte. Pero entre la academia local ello es insostenible. Es como la mirada. Un país o una ciudad a la defensiva. Da lo mismo. Miradas oblicuas. En el transporte público, en las colas para pagar tributos, en los hospitales, mercados, bancos y agencias públicas o privadas. La mirada sesgada y cargada de sadismo. De envidia y de maledicencia.  No se habla. Basta la mirada.
 
Uno puede tomar cualquier elemento del remedo de  trayectoria republicana y concluir con la circularidad del fenómeno convertido en experiencia. Las mismas frases, los mismos símbolos, las mismas caretas que invocan a una permanente reiniciación republicana desde las alturas. Como si dijéramos que los virreyes se vistieron con atuendos incas y estos luego se arroparon con los brocados republicanos, para finalmente ofrecer un espectáculo cerrado.  Como la Utopía andina.  Esa jaula mental  que oprime la autonomía ontológica. Como ofrecer un compacto ideológico de fatalidad histórica que se hace omnipresente ante la perplejidad de sus protagonistas. Una memoria histórica edificada elásticamente y convenientemente administrada durante las coyunturas de tránsito electoral negociado. Fue así como el Inca Toledo galvanizó diferencias y parches de coyuntura para cambiar todo a fin de que todo permanezca igual. Aquello cuando sobrevino la última coyuntura de movilizaciones de masas. Para después convertir a Paniagua en el último héroe republicano. Un prócer de coyuntura. Esa transición hacia la formalidad democrática es parte de una tendencia. Salvando los anacronismos, una versión contemporánea de Samanez Ocampo. El precipicio social posee múltiples representaciones. Andando el tiempo suele prolongarse en sus realizaciones. Pues nadie ignora que varios émulos de Sánchez Cerro aguardan bajo la sombra. Y con ello, la formalización del fascismo social ya en curso. 
 
El método y las cronologías pueden conducir a extravíos. Y sin embargo ordenan el discurso. A lo menos intentan ensayar una pedagogía política.  Desde Paniagua hasta el actual presidente de lujo, el saldo entre los gobernantes y gobernados es ominoso para los contribuyentes. Para esas mayorías que sostienen el presupuesto público. Para esa nación esquiva  en cuyo nombre se legitima cada cinco años un ritual que apenas logra crear un consenso activo precario.  Basta verificar que muchos de los actores del actual proceso político en curso operan tras las rejas. Los que apuestan por la formalidad democrática y los que claman por patear el tablero. Alberto Fujimori, Abimael Guzmán, Vladimiro Montesinos y Antauro Humala son reclusos con sendas agendas en curso. Uno puede sonrojarse de estos fantasmas o inmutarse ante su presencia. En todos los casos,  las relaciones entre ética y política hace rato que se han hecho trizas. Con el consenso de las mayorías y la gritería de sus barras bravas en el Parlamento. En verdad toda una jauría que clama desde el precipicio. Son los expertos en imaginar titulares para saciar a una plebe urbana díscola y estragada. Estragada por la opresión cotidiana. Por esa mezcla explosiva de fatalidad que todas las mañanas deben sorber de un solo trago. Los noticieros mañaneros actúan con un sadismo calculado. Es como ponerse en la retina de esos profesores de escuelas públicas. Y día a día  contemplar y ver crecer  a esos chicos que son una réplica de esa esfera pública mordaz y cínica.  Asusta imaginar los héroes que habitan sus memorias cotidianas. ¿Qué será de este precoz fascismo juvenil a la vuelta de unos años?  Causa pavor seguir su trayectoria previsible. La historia no garantiza nada ni se casa con nadie.      
 
De vez en vez, los reflectores se solazan con las desgracias habituales para volver a invocar el coro de la fatalidad y la necesaria reconciliación que la nación exige a una ciudadanía domesticada. Una galería de desastres intenta recordar de vez en vez que este es un país más grande que sus tragedias. El ritual anual del friaje en el sur y centro andino más pobre, el fenómeno del Niño y sus secuelas, o los previsibles desastres naturales en la costa. Y en el entreacto, el frenesí de una burguesía lumpen. Cada desgracia es un frotarse de manos por  sus negociados con un Estado gótico. Mientras la corrupción campea y el roba pero hace obras ya se hizo sentido común, los pactos entre la elite capitalista rentista y los administradores gubernamentales de turno se siguen frotando las manos.  
 
Un país moderno para esa franja de liberales de medio pelo.  Son los expertos convertidos en demiurgos.  Es la gestión de una elite de burócratas que ha copado el Estado para aceitar el flujo de recursos a una larga lista de imperialistas de nuevo cuño que hacen cola para expoliar el presupuesto público. Los mismos nombres y figuras van rodando y turnándose en oficinas estratégicas, para desde ahí cumplir con su delicado encargo de modernizar un Estado hecho a su medida,  a costa de saquear, corromper y acelerar las transferencias de valores.  Para ellos,  el Perú es un eterno mendigo sentado en un banco de oro.  Ya son más de dos décadas que el actual Estado ha sido capturado por estas bandas de asalariados. Y su única función es facilitar la expoliación de la riqueza y recursos públicos. Y todo esto, ante la complacencia de una representación congresal que causa vergüenza ajena. 
 
La indignación pública ha perdido su contenido. A ello contribuyen casi como en un ciclo omnisciente, discursos de diverso calibre con hallazgos optimistas. Científicos sociales reifican y maquillan la podredumbre de una sociedad que se cae a jirones. Que hiede.  De pronto se instalan conceptos que apuntan al consenso. Hallazgos que barnizan esa furia y la guerra silenciosa que se vive día a día. La calle, el transporte público, esos hervideros humanos y el fascismo social cotidiano. Esa torre de marfil de los intelectuales está anclada en el salario. Son visiones de conjunto que no han realizado la previa profilaxis ideológica que destila de sus proposiciones. Entonces suponen que en Lima ha emergido una nueva nación que desmiente esa metódica insatisfacción que se encrespa en los márgenes de una república de caricatura. La impaciencia social posee sus propios vericuetos. Y para intuir su trayectoria, a veces es necesario ensuciarse las manos. Caminar por el fango.   
 
Todas, todas las formas de impugnación al actual ordenamiento social en curso  están al alcance de las manos de todos. Desde los aparatos políticos, el lumpen  y crimen organizado, las instituciones públicas y privadas, los ricos y los pobres de este desgraciado país sienten que tienen derecho a violentar las normas. Y no solo es el reflujo de la reciente guerra interna. Es la certeza de un sentido común que posee hondas raíces. Una memoria histórica imperial y monárquica. Ni sus practicantes sospechan que es una herencia de la tribu colonial y republicana. Así se entiende que un libro escrito hace décadas por Julio Cotler tenga plena vigencia. Pero esa herencia colonial  se ha adensado. Ahora también es patrimonio de los que entonces eran objetos. Son los nuevos sujetos y actores políticos y sociales que, desde toda consideración y desde sus propias percepciones,  piensan, y lo peor, sienten que tienen derecho a todo. A todo. Es la cuadratura del círculo entre una libertad  especular y una  igualdad especulativa. Que se negocia.  
 
Es como si esas imágenes dantescas proyectadas con temor y censura por Arguedas en los Zorros hubiesen cobrado vida. Sí pues,  hoy los pobres son fuleros, pisan fuerte y son chuecos. La ensoñación de los que imaginaron hallar la ética protestante andina, han descubierto su negación práctica. Son los herejes y renegados mestizos posmodernos que no guardan fidelidad a nadie. Salvo a su círculo inmediato, donde se reproduce cierta hipocresía estructural y el frenesí por el consumo. Entretanto, los dominados y explotados de estos tiempos  poseen cierto instinto de clase. Ya no emiten cheques en blanco. Que se hagan los suecos es otra cosa mariposa. Mejor se aprende a entenderlos desde las prisiones donde todo se abrevia. Ni la Teología de la liberación tiene vela en este entierro. Cuando la fe de un país se estremece  de perfil, es porque algo oscuro y terrible se viene acumulando. Católicos y evangélicos –no son protestantes– juegan a las escondidas. Las últimas manifestaciones de masas en Lima fueron orquestadas  por reclamos, exacerbaciones e intolerancias éticas y morales. Con mi hijo no te metas, la ideología de género y  contra el feminicidio. El fuero privado ha tomado las calles como escenario  de conflicto. Aquí no se movilizan por  agendas  sociales que debieran exigir una vigilancia a la gestión pública. La corrupción y el sistemático engaño a los electores no merecen la multitudinaria indignación que les corresponde. El final toma la delantera. Y ello es peligroso. Es una bestia que muestra sus fauces con descaro. Anda a la espera de mártires.    Este es un país de remedo. El último reclama la primera fila. No existen depuraciones sociales consensuadas. Lo mismo acontece en las regiones. La moral se ha hecho espectáculo. Basta viajar en un transporte público para captar esas miradas cargadas de un odio metódico. 
 
Claro que a uno le reclamarían un discurso con citas y un aparato heurístico que le dé verosimilitud a sus percepciones. En este país no hay lugar para la heurística que busca establecer certezas. Más bien se requiere de la imaginación histórica que establezca coordenadas sintéticas. La academia intenta remendar o galvanizar los enconos de clase, etnia, región y hasta de género. El reciente debate entre historiadores da cuenta de una agenda que se desliza sobre la superficie. Incapaz de percibir lo que circula bajo los adjetivos y el resentimiento. Un debate casi ingenuo. Como decir que hablaban en un mismo idioma pero con semióticas dispares y enfrentadas. Así como llegó al face por un malentendido, desapareció por efecto del hartazgo y distracción de sus animadores. Con colegio o sin colegio, la memoria de los peruanos de todas las clases y razas posee una matriz heterónoma sólida y encrespada. Son esas memorias dispares y regionales, de grupo y de secta con unas ganas de quinientos años para romperse el alma mutuamente. Intelectuales limeños y provincianos no logran reconocerse sobre un zócalo de intereses y filiaciones compartidas.  El resentimiento de unos y el desdén de los otros posee una larga y densa memoria. En realidad reproducen lo que acontece en Lima y el reclamo de los pueblos y regiones.  
 
El Perú sigue siendo el retrato de un país adolescente, para convocar a un célebre pensador estratégico estigmatizado por una izquierda endogámica y cortesana. Con las excepciones del caso. La historia es, o para hablar con propiedad, el tiempo es arbitrario en países díscolos. Donde una minoría administra con método la gestión de los acontecimientos. Sorprendería verificar la memoria cortesana y monárquica que se tiene del tiempo por estos arrabales.  
 
La historia entonces se presenta como una fatalidad. Es irreversible. Esa es hoy su mayor conquista desde que fueron derrotadas todas las formas de emancipación.  Recientes y pasadas. Pero, cuando la historia como ideología  es cuestionada desde el sentido común de las mayorías, sobrevienen inevitablemente múltiples erupciones de toda índole. El punto de quiebre que anuncia un relevo temporal es cuando una tendencia produce una teoría critica que dé cuenta del abismo y al mismo tiempo proyecte un horizonte alternativo.  Debe cumplir la doble función de negar y afirmar el escenario sobre el que reflexiona.  
 
Y entre nosotros no se puede afirmar la inexistencia de tales experiencias. Muy temprano lo hicieron los Túpac Amaru, el primero y el segundo. Como también forma parte de esa saga el temprano proyecto de autonomía de los encomenderos. La guerra por la independencia escamoteó la agenda de la multitud plebeya, marginada y heterónoma. Luego sobrevino para citar a Basadre un periodo lleno de color y de vida. Fue el tiempo de las guerras civiles y de las movilizaciones de esa plebe armada y chúcara que  asistió marginada a las guerras conducidas por los libertadores.  
 
Los vínculos de cohesión y fragmentación fueron establecidos durante aquellas coyunturas. Una matriz que resiste a la violencia del tiempo.  Como cuando Santa Cruz se atrevió a reestablecer un imperio con brocados republicanos. Pero entonces, ni Castilla, ni Gamarra y sus secuaces dudaron  en ponerse bajo las órdenes del general chileno Bulnes. Se trataba de exorcizar a toda costa la edificación de un proyecto con matriz estatal andina. La guerra del Pacífico abrió otro frente entre las elites y los subalternos. Guerra y nación nuevamente fueron convocadas para  dirimir cuestiones ajenas a los intereses de las mayorías sociales de la época. Ese zócalo histórico al que  muy pocos se atreven a descender, también es un vaciadero de agravios colectivos.  
 
Cuando un país carga sobre sí una historia universal de la infamia, entonces las memorias de sus actores y clases sociales son muy peligrosas. Ajochan el odio y la venganza. Estimulan  conflictos de toda índole y que se ventilan en todos y cada uno de los espacios públicos y privados. Y se consuman con descaro. No es solo contemplar los abismos republicanos y coloniales. Es algo peor.  Y la profilaxis suele ser dantesca. Como esas caries que les ganan la mano a los dentistas.
 
En este escenario político y social soliviantado, conviene ensayar una evocación estratégica sobre las representaciones  orquestadas de la independencia. Pensar la República desde sus rituales y efemérides  funcionales a su legitimidad. Escrutar y discernir sus capas ideológicas y el manto de verosimilitud que lo sostiene. 
 
LAS CAMPANAS AL VUELO
1871, el club electoral Independencia, Manuel Pardo y el Partido Civil
Las efemérides fundacionales y los rituales de Estado constituyen actos de poder histórico cerrados. Una suerte de razonamiento histórico euclidiano que conduce a esas jaulas mentales donde la memoria es motivo de oprobio. Una crítica estratégica a la experiencia republicana exige situarse desde las consideraciones e intereses de sus protagonistas y, sobre todo, de sus beneficiarios. Justamente en las coyunturas temporales en las que echaron raíces. Advertir cómo se instalaron determinadas memorias públicas funcionales al poder y la arbitrariedad social. Desentrañar un compacto ideológico que se reproduce en la complejidad,  trivialidad y la fantasía cotidiana de sus portadores. Escrutar entre los jirones ensangrentados de una máscara republicana infinita. De esos pliegues narrativos con resonancias kafkianas. 
 
1871 no fue un año más donde los sables, la chicha y la pólvora hacían de las suyas. Se cumplían cincuenta años de existencia republicana. La sensibilidad estética de las elites está retratada en la sobria estatua de Hipólito Unanue instalada en el Parque Universitario. Si se contempla esa evocación republicana, es posible advertir cierto fulgor épico presente entre sus gestores. Una juventud y elite nativa que había dado muestras de filiación republicana  durante las jornadas del combate del 2 de mayo. 
 
Fue el inicio de una década a la expectativa, aunque luego sombría. Fue cuando la cornucopia del guano y el zafarrancho del presupuesto público se hicieron trizas. Esa prosperidad falaz encontró en Manuel Pardo a un interlocutor de lujo que con sagacidad lideró un club político electoral denominado justamente Independencia. Cincuenta años después de 1821, emergía un  proyecto nacional que logró desamortizar diferencias étnicas y sociales y aceitar una maquinaria civil inédita. Un grupo político con una ideología bautismal, donde confluían las fuerzas vivas de la sociedad, aunque bajo el liderazgo de una clase propietaria lúcida que reclamaba un poco tarde su peruanidad. Esta es la raíz y el prestigio histórico del civilismo. El primer partido político moderno de la república. Un razonamiento anacrónico sería pensar que el civilismo no podría haber echado raíces fuera del escenario y la evocación conmemorativa a la independencia. Pero el anacronismo aguanta todo. Sobre todo ahora que está de moda la alteridad conceptual de lo acontecido. 
 
1871 fue la primera campanada que proyectó en la mente y en los corazones de ese tiempo, las promesas incumplidas de la independencia. Puso en movimiento razones suficientes para ensayar un rumbo alternativo. Parchó diferencias ideológicas y aplazó enconos sociales y económicos estructurales a fin de cancelar el militarismo y la fragmentación territorial, y sobre todo, cimentar a una clase propietaria con anclaje nativo. Legitimar una burguesía nacional bajo el manto de la épica fundacional republicana. El club electoral Independencia, el Partido Civil y el encumbramiento de Manuel Pardo se apropiaron del aura de la independencia. Precisamente para darle brillo y fabricar un Aladino republicano hecho a sus intereses. 
 
Y la prueba de la hegemonía ideológica que instaló el auroral civilismo fue la movilización de masas plebeyas y las turbas que tomaron las calles de Lima, para ahogar en sangre y escarmentar la asonada de los hermanos Gutiérrez. Un militarismo pretoriano que se negaba a renunciar a la titularidad que ejercía sobre la soberanía pública y el Estado. Expresión visible del profundo malestar de las bayonetas, la pólvora y de la lucha enconada entre elites sociales y económicas despojadas de sus brocados republicanos. Para lo que interesa puntualizar, el civilismo tuvo como partida de nacimiento esa frustración sobre los desaciertos de la joven república y su empeño por hacer cumplir esas promesas que merecieron, décadas atrás, los severos juicios de Bartolomé Herrera. 
 
Cuando Bartolomé Herrera Invocaba la Soberanía de la inteligencia, como instrumento político para estabilizar la gobernabilidad y exorcizar las guerras civiles entre los caudillos, también tenía en cuenta a esas fuerzas sociales y militares que actuaban como  tendencias centrífugas que impedían todo intento por ordenar los intereses y conflictos de facciones políticas y regiones en proceso de reconstitución. Entre la época de Herrera y Pardo, se produjo uno de los periodos más díscolos y violentos. A la fragmentación de la soberanía que se transmutaba de región en región, de caudillo en caudillo, le sobrevino una profunda dispersión territorial que puso en vilo la integridad de la joven república. No fue suficiente ni el guano de isla, ni los ensueños de los primeros liberales para proyectar un horizonte de largo plazo a una nación hecha de retazos.  
 
Con el civilismo y Manuel Pardo se daba inicio a una saga, a una narrativa y un artefacto histórico ideológicamente estructurado que merece ser puesto al descubierto en vísperas del Bicentenario.  Un ideal de Nación y de comunidad  inédito. A Pardo no se le puede negar su genuino interés y compromiso con un país al que lo sentía desde sus entrañas. Solo basta repasar su biografía pública para convenir que no era ningún advenedizo. Se suele fabular con que de no haberse producido el magnicidio en contra de Pardo en 1876  a manos del sargento mayor Melchor Montoya, otro hubiese sido el resultado de la Guerra del Pacífico. Quizás entonces, ni Prado, ni Piérola, ni Cáceres, menos el pérfido Iglesias, se hubiesen negado al liderazgo natural del fundador del civilismo. A veces la ucronía  suplanta la causalidad histórica. 
 
La réplica plebeya al civilismo emergió más tarde durante la ocupación chilena en los Andes centrales. En esa coyuntura tuvo lugar una de las epopeyas republicanas que deberían ser objeto de divulgación más prolífica. Pues fueron obra de esas milicias andinas patriotas que resistieron al invasor y precipitaron el fin de la guerra. Y lo hicieron porque tenían la memoria intacta cuando se  movilizaron durante las guerras de la independencia. ¿Y de dónde provenía ese horizonte utópico republicano plebeyo que animaba a esas columnas de milicianos que resistieron con las armas al ejército chileno? 
 
Sin duda, poseían un recuerdo épico de su participación en la guerra por la independencia, y de las posteriores movilizaciones armadas, donde la titularidad del poder se definía justamente en esos territorios. Fue la época de las guerras civiles de la temprana república. Un periodo donde los galones se ganaban en los campos de batalla. Donde según Basadre, los locuaces criollos de Lima debían rotar y fungir de cortesanos alrededor de los generales serranos. 
A Pardo y el civilismo histórico le sobrevino la Guerra del Pacífico, y con ello el estigma de la derrota y de una memoria histórica fatalista y heterónoma. Lo que se nombra como la República Aristocrática fue el precio que la nación debió sostener por los yerros y la maledicencia de una clase dominante obcecada que cada vez se distanciaba más del territorio al que debía su riqueza. Una elite que mereció quizás las páginas más dignas de una prosa republicana altiva encarnada en Manuel González Prada y comprometida con la defensa de las mayorías sociales de ese tiempo. 
 
1921, La Patria Nueva y Augusto B. Leguía 
Los prolegómenos del centenario de la independencia vieron emerger a un régimen que se perpetuó –por primera vez– durante once años en el control y administración del Estado. Sin olvidar que Leguía fue un civilista disidente, interesa el metódico aprovechamiento que practicó con respecto del primer centenario de la independencia. La Patria Nueva fue el concepto que, de manera abreviada, otra vez remitía a los albores republicanos. En la negación estaba la novedad y al mismo tiempo un horizonte halagüeño. Personalidades como Riva Agüero, por ejemplo, sabían lo que se avecinaba. Pero Riva Agüero, quien partió al exilio, era una minoría de escaparate. Demasiada inteligencia y erudición para un país que muy pronto tocó la barbarie durante la guerra civil de 1932. 
 
La Patria Nueva logró enturbiar mentes lúcidas de diversas procedencias y con legítimas aspiraciones por refundar la república.  Hasta José Carlos Mariátegui aceptó un salario como diplomático en Europa.  El arraigo popular y el encandilamiento de las mayorías sociales con tal régimen, también puede ser explicado desde el embrujo que remitía, otra vez, a hacer cumplir los ideales inconclusos de la independencia. La Patria Nueva de Leguía fue el pesebre de la Generación del Centenario. Haya. Mariátegui, Porras, Sánchez y Basadre serían impensables fuera de esa coyuntura. No es solo el registro de lo obvio. Es la comprobación empírica del faro ideológico que proyectaba la efeméride del centenario de la independencia. Ese autismo ideológico del oncenio también se explica en parte por la certeza que tenían sus gestores. De estar refundando la república. Una nueva independencia. 
 
A diferencia de Pardo, Leguía gobernó en una coyuntura económica internacional  favorable, lo que le permitió practicar un populismo de inversión pública nunca antes visto, y, de otro lado, proyectar un liderazgo con fanfarrias taumatúrgicas. Entonces el pisco y la butifarra marcaban la pauta de la esfera pública. Basta verificar que el monumental acondicionamiento territorial que entonces se consumó en Lima sigue vigente. El centenario de la independencia dio lugar a una transformación radical del paisaje urbano en la capital.  Y con ello, la alteración y el conflicto de las sensibilidades colectivas. La impresión de un país que ingresaba a la ola de una modernización en ascenso. 
 
Leguía, nombrado Maestro de la Juventud, y Protector de la Raza Indígena, resume esa intersubjetividad fascinada por las promesas de una república edificada a medias. Pero que la conmemoración, nuevamente, ejercía su embrujo y actualizaba una nueva costra de alienación cívica. Las promesas y expectativas sociales poseen esa fatalidad diacrónica. Pero también son coyunturas donde el poder y las masas se entrelazan en una ecuación que no posee un zócalo histórico compartido. Son escenarios donde las emociones y sentimientos ocupan el lugar de la racionalidad y del sentido común práctico.  
 
Los festejos por la conmemoración de la independencia entre 1921 y 1924, ubicó al régimen de Leguía en una posición de popularidad inmejorable. Inauguraciones, bailes, festejos, conmemoraciones. Delegaciones internacionales que llegaban a la ciudad, terminaron por convertir a la capital en una fiesta permanente. No había cuando acabar con tanta fanfarria y derroche de pan y circo. Nuevamente, la independencia legitimaba un régimen que ya venía incubando las posteriores furias sociales. Y fue así, una vez más, por la obcecada actitud de maquillar un país que demandaba importantes y estructurales reformas sociales. Atender reclamos atrasados.  Leguía fue ganado por el círculo de aduladores de turno.
 
El estrépito de la caída del leguiísmo y la guerra civil que le sobrevino, no quita lo que aquí se señala. La existencia de una memoria histórica difusa y fragmentada que hunde sus raíces en la heteronomía republicana. Una galería de militares que copan el espacio público, sin que se sepa muy bien el brillo de sus charreteras. Encaramados sobre pedestales de mármol y bronce bruñido. A una ciudadanía premoderna le importan muy poco los ideales que animaron a los señores de la guerra. Y, sobre todo, que sea una fuente de legitimidad contractual de carácter especulativo. El aprovechamiento de este fenómeno no está claro si obedece a la sincronía de los actores con su tiempo. O quizás dependa de las certezas con que cada aventurero salte a la arena. Pero no hay duda que el régimen de Pardo y de Leguía son hitos republicanos que marcaron el posterior devenir de la Republica embrujada, para tomar el título de un libro de Alfredo Barnechea.  
 
A Leguía le sobrevino un periodo de oprobio y de una guerra civil sobre la que se guarda un silencio cómplice. De qué otro modo se podría explicar el ascenso del aprismo como partido de masas sino es después del exterminio de sus cuadros más lúcidos en Chan Chan y el precio en vidas que tuvo que pagar el partido del pueblo a manos de Sánchez Cerro, Benavides y Odría. 
 
El aprismo es el único partido que puede ufanarse con orgullo de esa larga galería de próceres y mártires civiles que intentaron revolucionar el país desde las demandas populares. Y lo hicieron por encima de una dirección que parpadeó y que, en más de una oportunidad, desautorizó y traicionó el ideal revolucionario que latía entre sus cuadros. El antiaprismo de la izquierda y ciertos círculos académicos es sencillamente ahistórico. Hace parte de ese autismo intelectual pueblerino. Si el civilismo fue el actor político dominante durante la República Aristocrática, y entre Pardo y Leguía, el aprismo fue lo mismo pero bajo nuevos escenarios durante el proceso político que discurre entre Benavides y los escenarios contemporáneos. Volvamos al embrujo de las efemérides.
 
Juan Velasco Alvarado y el sesquicentenario de 1971: Otro ensayo de refundación republicana
El sesquicentenario de la independencia halló en el poder y el control de Estado al Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas. La cercanía de tal experiencia puede nublar cualquier modalidad de reflexión o de balance. Pero ello mismo es una seña de la potente huella histórica que dejó el velasquismo. Medio siglo es poco para olvidar fenómenos sociales traumáticos. Peor aún si se atentó contra las gollerías de una clase propietaria parasitaria, obcecada en su convencimiento de expoliación y exterminio de las mayorías nacionales. 
 
Beneficiarios y agraviados convienen en admitir que la primera fase del régimen militar implicó profundos cambios en la estructura de la sociedad, el Estado y las sensibilidades culturales. Desde el inicio se sucedieron una serie de medidas y acciones que pusieron en vilo a las diferentes facciones de las clases propietarias, como también generaron una expectativa sin precedentes entre las mayorías sociales. Los dominados y explotados, en el campo y las ciudades.
 
Expropiaciones de importantes centros de producción, nacionalizaciones de sectores claves de la economía; como la puesta en vigencia de una atrevida agenda de reforma social, no dejó de entusiasmar aún a los que sostenían posiciones radicales. El velasquismo puso en jaque a personalidades lúcidas del aprismo y del movimiento comunista peruano. Muchos de ellos se comprometieron con el régimen. 
 
Previamente y antes que los militares tomaran el poder, en el amplio campo de la izquierda, los movimientos de masas y el sindicalismo, lo que sobrevino fue una fragmentación ideológica que aún aguarda explicaciones de sentido histórico convincentes. Entonces, todas las formas de organización  y aparatos  políticos  de izquierda contemplaban a la lucha armada como una vía legítima y  necesaria. Heraud, Blanco, Béjar, Lobatón, Chan, De La Puente y sus camaradas hacen parte de esa tendencia. Para todos estos revolucionarios, les era claro que el Perú debía ser revolucionado... independizado. 
 
Esos militares reformistas, en muchos sentidos, desamortizaron profundas tendencias de emancipación revolucionarias que el sistema de dominación precapitalista prevaleciente venía acumulando con método. El velasquismo canceló a medias aquel oprobioso sistema de dominación oligárquico intacto en las regiones andinas más atrasadas. A este respecto, existe el consenso  de que la Reforma Agraria que se implementó, fue una de las más radicales, no solo en el continente. Hizo que el Estado ejerciera, por primera vez, su dominio territorial en un país donde prevalecían formas de soberanía locales y regionales, que desafiaban con descaro los textos y la verborrea constitucional. La narrativa  indigenista de Arguedas, Alegría, López Albújar y Scorza retratan justamente ese mundo. 
 
Para Velasco y sus generales, esta era la segunda y verdadera  independencia. Fieles herederos del primer militarismo peruano, aquel cuya legitimidad estaba fundada en las guerras por la independencia. Velasco y sus camaradas nunca pusieron en tela de juicio sobre el carácter revolucionario y emancipador del proceso que conducían.  
 
Tal experiencia de poder, muy pronto reparó que debía construir  un aparato de movilización de masas que cumpliera el doble objetivo de poner en movimiento una pedagogía política para explicar la naturaleza del régimen; y sobre todo levantar un imaginario que lograra establecer niveles de empatía entre los cambios que se realizaban, y le diera un sustento histórico a tales realizaciones. 
 
Por primera vez en la historia, el Estado peruano conducido por militares reformistas y asesorado por un variopinto grupo de intelectuales, convenía en la necesidad de construir una narrativa histórica e ideológica que lograra movilizar a las masas y crear un consenso activo. Pero, sobre todo, se trataba que esa narrativa fuera asumida como propia por los beneficiarios de las reformas. La experiencia de SINAMOS fue a este respecto una iniciativa limite e incompleta al mismo tiempo. 
 
Había que congregar alrededor de una figura histórica y de un concepto ideológico,  todo el compacto doctrinario que el régimen había puesto en movimiento. Esas masas que aclamaban cada gesto de los generales, precisaban reconocerse en un icono histórico que les fuera familiar. Debía reunir las señas del martirio, la épica y la audacia revolucionaria. Muy pronto, casi como la prolongación de lo obvio, ese vacío fue copado por Túpac Amaru II. El rebelde cacique mestizo que puso en vilo a todo el continente y  desencadenó el movimiento social armado emancipador más violento que se recuerde en estas tierras.    
 
Por encima de la historiografía y la académica sobre la naturaleza de la gesta de José Gabriel, su figura fue asociada desde el poder y sus aparatos de propaganda, como el prócer epónimo justamente de la independencia. Si bien había sido derrotado, ello precisamente daba pábulo y justificaba su prolongación. Ahora bajo el liderazgo de militares que incorporaban el componente indígena como matriz histórica en la identidad de una nación que estaba por edificarse. Entonces el quechua fue declarado idioma oficial de la república. A veces los gestos proyectan las entrañas de sus gestores. 
 
El poderoso faro ideológico que Túpac Amaru II proyectó sobre el país aún está en curso. La instrumentalización de que fue objeto durante el velasquismo ha quedado honda y profusamente sedimentada en las mentalidades colectivas. Que un aparato político militarizado haya tomado su nombre para alzarse en armas durante la reciente guerra civil, dice mucho sobre el amplio y peligroso abanico que sugiere su figura. El imaginario plástico y estético que congrega aquel que nunca delató a sus aliados, puede ser difuso o un compacto ideológico al mismo tiempo. En todos los casos depende del sujeto político o social que lo invoca. Sin embargo, tal fenómeno sería impensable fuera del contexto del sesquicentenario, y del autonombrado  Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas.
 
No existe ninguna duda que el Perú antes y después de Velasco no era ni podía ser el mismo país. Ese Perú hirviente que dio lugar a una obra límite como El zorro de arriba y el zorro de abajo de Arguedas, retrata a esa encrucijada histórica. Coyunturas donde se definen tendencias de largo plazo. Que también vio emerger a una atrevida reflexión sobre la fe, en los liminares discursos del sacerdote limeño Gustavo Gutiérrez en Chimbote. Y luego capitalizados en la Teología de la Liberación, que tanto arraigo e influencia ejerciera sobre vastas comunidades de cristianos comprometidos con la opción preferencial de los pobres, una doctrina que subyace en su heterodoxa lectura neotestamentaria. 
 
Para lo que aquí interesa destacar sobre el sesquicentenario, el régimen de Velasco llevó adelante el más ambicioso proyecto estatal de recopilación y publicación  de fuentes documentales directas sobre la guerra de la independencia. Esa Colección Documental, que sobrepasa el centenar de volúmenes, constituye un hito historiográfico sin precedentes. Resulta paradójico que la comisión reunida para realizar tremendo desafío, haya congregado a historiadores de diversa procedencia social y de sensibilidades historiográficas e ideológicas dispares.   Las comisiones que se instalaron, las temáticas que fueron objeto de consideraciones metodológicas, los criterios para movilizar recursos  humanos y materiales, así como las discrepancias  en torno a la estructura general del proyecto, aún aguardan interpretaciones de toda índole. Que den cuenta y expliquen semejante experiencia historiográfica. 
No hay duda que tal experiencia de organizar las bases documentales para un  relato  referido a una coyuntura, solo pudo ser posible en el escenario político y social efervescente creado por el velasquismo. Ni los encopetados historiadores conservadores de la época  se atrevieron a bajar la guardia. La época del sesquicentenario, se ubica en una coyuntura mundial de mudanzas epistemológicas que apostaban por reformar y revolucionar las palabras y las cosas. Las sociedades y los Estados. En suma,  refundar la  coexistencia humana sobre la base de viejos ideales y aspiraciones. La solidaridad, la libertad y la igualdad. Estaban ahí muy frescas las guerras de descolonización en África y Asia, el Mayo Francés, la guerra fría y el enconado enfrentamiento entre socialismo y capitalismo. Y por si fuera poco, la enorme ola carismática de los barbudos revolucionarios cubanos y la figura del Che Guevara, como paradigma del hombre nuevo. 
 
La Colección Documental de la Independencia, constituye el repositorio más rico y prolífico que se haya organizado sobre un periodo. Y lo más destacable. Esa obra fue auspiciada, financiada y asumida como política de Estado por un régimen y como parte de un proyecto de sociedad alternativo. Aunque luego  frustrado  por la contrarrevolución que puso al garete del régimen, a un general dipsómano. A quién Basadre no dudó en endilgarle el epíteto que encajaba con su talante. Un felón. Comprometido con crímenes de Estado y Lesa Humanidad, durante el oprobioso periodo de las criminales dictaduras militares en Chile, Argentina, Uruguay y Brasil.    
 
Manuel Pardo, Augusto B. Leguía y Juan Velasco Alvarado no son simples referencias biográficas que habitan la memoria de los peruanos. Interesa una evocación desapasionada del tiempo social que experimentaron.  La riqueza cualitativa de la evocación histórica, consiste en la depuración del sujeto que busca en lo acontecido, aquello que puede potenciar un pensamiento situado.  Cimentar un pacto social horizontal entre ciudadanos. Este es un país que merece un destino menos oprobioso. Tanta infamia, injuria y desprecio de parte de los elegidos en las urnas, que se burlan una y otra vez, con temeridad, ante la indignación de una nación impaciente.  Y el conocimiento y la memoria histórica pueden adquirir en estas coyunturas, un aura de epopeya y de compromiso ético.  Una epifanía. 
 
La historia,  como disciplina y como experiencia remite a la memoria sin duda. Pero entre memoria e historia existe un extenso trecho salpicado de lodo y fango. Son las imágenes que se van desperdigando sobre un país agotado. Son imágenes construidas desde el poder para aplacar las furias étnicas y las iras sociales. Como también pueden ser las fuerzas vivas de la sociedad que en un arrebato de dignidad, resuelven de una vez por todas y para siempre tanta infamia. Saldar las cuentas con el pasado y vivir con dignidad. Para poder amar libremente.  ¿Una utopía social para un país  al borde del abismo? 
 
FUGA
En los umbrales del Bicentenario, el país ha ingresado a un recodo peligroso y esperanzador al mismo  tiempo. Urge un balance desde los intereses de las mayorías sociales que hacen parte estratégica de un país muy antiguo y diverso. Desde los intereses, necesidades y demandas de los que producen riqueza. Dejar a un lado la indiferencia y perder temor a la autonomía  que es sobre las que se fundan las jerarquías sociales. Urge recuperar lo mejor de nuestra tradición republicana. Aquí aún no ha existido ninguna experiencia  de poder socialista. Entre Pardo, Leguía y Velasco, esas mayorías urbanas y rurales han trazado un horizonte de expectativas. Existe ahí un aprendizaje cualitativo.  Demandan la elaboración no de una, sino de múltiples narrativas que den cuenta de sus logros y realizaciones. De sus extravíos, su ingenuidad, como también de sus símbolos y emblemas que los identifican.    La enorme ola de esperanza y producción de conocimiento histórico social  generada por  la generación de Alberto Flores Galindo y Carlos Iván Degregori, está a la espera de interlocutores estratégicos.  Discrepar es una forma de aproximarse dijo uno de ellos. Perder temor al futuro. Terrenalizar el horizonte utópico. Ensayar todas las vías que pueden conducir a la gestación de una gran épica republicana.    
 
Interesa establecer coordenadas hermenéuticas básicas para   escrutar y resolver los nudos de poder en  la historia republicana. Hallar un centro requiere identificar  regularidades y tendencias.  Por ejemplo, recordar que luego de Pardo sobrevino la catástrofe de la Guerra del Pacífico y sus secuelas que aún hoy perturban a los peruanos. Recordar que a Leguía le siguió la guerra civil de 1932. Rememorar que al concluir la experiencia reformista del velasquismo, en 1980, se inició otra guerra civil  cuyas cenizas aún están hirviendo en la subjetividad nacional y el proceso político en curso. No son leyes históricas. Pero en la reiteración del fenómeno existe una tendencia. ¿Es el destino desgraciado de un país que tiene atracción a los abismos?  ¿Una fatalidad?  No necesariamente. El Bicentenario no es una cábala. Se requiere exorcizar a esos tigres de papel que actúan impunemente y a hurtadillas.   
 
En realidad uno, cualquier peruano, puede tomar un elemento o vestigio de la trayectoria  republicana, y a partir de ello, verificar manifestaciones múltiples de  frustración  social y de hastío ideológico. Desde 1980 en adelante, se ha puesto en movimiento un periodo cuyo desenlace está muy próximo. ¿El país  está preparado  para contemplar el final  de una época cargada de frustración  moral, de enconos étnicos y sociales  irresueltos?
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