Buscar a Dios en tiempos sin Dios

Por Gustavo Flores Quelopana
Fuente: Librosperuanos.com
Enero 2017

Vivimos en tiempos sin Dios, ¡qué duda cabe! El ateísmo práctico se ha vuelto moneda corriente. El ser del hombre se ha tornado exclusivamente histórico. La dimensión de lo trascendente y lo divno parece haberse esfumado.
 
El mundo actual ya no arranca desde el ser, arranca desde la nada. Es natural, entonces, que se imponga el espejismo que este mundo se ha vuelto ininteligible, ha perdido fundamento. Perdieron validez las categorías griegas de teoría, logos y ser; y la categoría cristiana de la creación. En su lugar priman la praxis, lo artifical y el devenir. A esta circunstancia el Evangelio le denomina la Edad de la Apostasía o de la incredulidad. Por ende, no vivimos tiempos postcristianos sino anticristianos.
 
A pesar de ello, Dios no cesa de derramar su Gracia sobrenatural en pensadores, beatos, santos, mensajes sobrenaturales y vida cotidiana. Así, después del positivismo se abrió un breve interregno filosófico que planteó una vuelta a la tradición metafísica (Bolzano, Rosmini, Gioberti, Gratry) aunque la elaboración de grandes sistemas metafísicos se mantuvo ausente hasta en los filósofos de la esencia y existencia (Husserl, Scheler, Heidegger).
 
Pero la ola espiritual de nuestro tiempo es contraria a la búsqueda de Dios y el retorno al pensamiento metafísico. Ni siquiera el poderoso boquete que abrió la física cuántica con el principio de incertidumbre fue capaz de potenciar una corriente contraria al secularismo imperante. Esto llevó a la filósofa judía-alemana carmelita Edith Stein (Ser finito y Ser eterno) a una postura maximalista dentro de su lucha contra el ateísmo nihilista-cientificista, en la que trató de demostrar que la metafísica sólo da cuenta del ser temporal y debe dejar paso a la mística para dar cuenta del ser eterno. Pero la metafísica ha demostrado desde siempre que es capaz de pensar el ser eterno, aunque resulte insuficiente ante la vivencia de Dios.
 
De modo que el clíma espiritual de nuestro tiempo es francamente antiespiritual, antimetafísico, antitrascendente. Los dioses actuales son estrictamente seculares: dinero, poder y placer. ¡Oh tempore, oh mores! (¡Oh tiempo, oh costumbres!) exclamó en su momento Cicerón. Lo cual no significa que en la presente época materialista y nihilista sea imposible emprender el camino hacia un sincero amor evangélico. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, escribe Pablo (Rom. 5:20). Pero con la posmodernidad muy escasos son los que hacen caso a la gracia que sobreaunda. Y, más bien, se ha dado un paso más desde la antropolatría hacia la nihilatría, donde las sociedades sin absoluto entronizan los caminos sin Dios, enfangan a la conciencia en el charco del inmanentismo, y el único intérprete válido es el incrédulo.
 
En este imperio del hermeneuta relativista lo relevante no es saber cómo es el mundo en sí, sino qué puedo lograr con mi acción al margen de su contenido universal. Kant ya había herido de muerte al mundo de lo en sí con su giro epistemológico. Ahora, Heidegger, Gadamer, Dewey, Quine, Davidson, Ryle, Kuhn, Rorty hasta Vattimo, empujan hacia el precipicio lo en sí para que caiga toda teoría de lo universal y proclamar el reino de lo eventual. El hombre ya no conoce esencias sino valores o creencias. Con estos nuevos sofistas, según Habermas, periclitan todas las esperanzas reformadoras de la modernidad. Pero no se da cuenta que el veneno está metido en la raíz inmanentista de la propia modernidad y a la cual no está dispuesto a renunciar.
 
En realidad, la abolición de la realidad contextual a favor de la textual y discursiva sólo podía resultar seductora para una época bastante deprimida espiritualmente. Sus excrecencias son, por ejemplo, la subjetividad presunta de Barthes, el pragmatismo irónico de Rorty que niega la autoconciencia y la ontología débil de Vattimo. Y es que en realidad el capitalismo cibernético irrealizó lo real en espectro. Los filósofos de la sospecha –Marx, Freud y Nieztsche- elimnaron el sujeto. Hoy, los filósofos textuales eliminan la realidad. Ya el filósofo francés J. Baudrillard (Cultura y simulacro) señala que lo virtual produce lo real anulándolo, donde los contenidos son meras imágenes y donde masas babélicas indiferenciadas como zombis, conectados a prótesis tecnológicas, encabezan un simulacro grosero de infinitud y eternidad.
 
En este crepúsculo apocalíptico de la verdad, en esta época nietzscheana del anticristo, en medio del ateísmo moderno que refleja la hemorragia de subjetividad, en el reemplazo del absoluto trascendente por una nihilista multiplicidad de mónadas, se desprende la interrogante dramática y gravitante de nuestro tiempo: ¿Es posible buscar a Dios en Tiempos sin Dios? ¿No era acaso el hombre la criatura con vocación de trascendencia? ¿No demuestra la actual era de la apostasía que el hombre puede vivir sin confesión religiosa pero no sin el acto de trascendencia? ¿Acaso no son los ídolos del mundo secularizado los substitutos hacia los cuales se dirige el acto humano de trascendencia? ¿Puede el acto humano de trascendencia vaciado de todo contenido trascendental recuperar la búsqueda de Dios? ¿Qué fuerzas culturales hay que derribar para posibilitar que el acto de trascendencia recupere su dimensión trascendental?
 
Ya otros pensadores pusieron énfasis en que el hombre secular en esta era inmanentista no pierde su acto de trascendencia (Alfred Müller), que el conocimiento de Dios depende el sentido de lo divino (Padre Gratry) y hablando de la máquina se ha indicado que es el orden político-financiero inhumano el que traba expandir sus beneficios (Lewis Mumford).
 
Es por ello que cobijo la convicción de que el problema actual de Dios reside principalmente en el hombre. Y con ello no aludo a ninguna limitación endógena sino a una cultural. Por ello, no concuerdo con aquellos teólogos que creen solucionar el problema proponiendo una imagen divina centrada más en lo inmanente que en lo trascendente (H. Vorgrimler, Doctrina teológica de Dios). Con ello no rompen con la raíz de la desviación de la modernidad. Al contrario, la fortalecen. Es verdad que es necesario sentir a Dios unido a la historia y la libertad humana. La teología de la liberación lo demuestra con abundante tinta. Pero reducir a ello la dimensión divina equivale a recortar bastante la misma doctrina de la Encarnación.
 
Con esto quiero decir que la humanidad actual se encuentra aherrojada por un modo de pensar engañoso, falaz y dañino que no solamente lo aleja de Dios sino que incluso suprime su búsqueda. Este modo de pensar extraviado no tiene su raíz en el capitalismo, la máquina, la ciencia, el humanismo secular, el ateísmo, el nihilismo, la inversión de los valores, los cuales son consecuencias de algo más profundo.  
 
La lucerifenización de nuestro tiempo nace de la doctrina moderna de la autonomía de la razón. Y verdaderamente la razón humana es autónoma respecto a lo finito más no de lo infinito, de Dios. El daño que se infiere la razón humana al negar su lazo con lo infinito y eterno sólo puede ser medido por la inflación de su ego y la pérdida de la vida eterna. Pues, la mayor enfermedad de la inteligencia es no poder dirigir su voluntad hacia la virtud, hacia lo máximante bueno que es Dios. Pero sobretodo, el hombre no solamente es razón también es también Fe. El hombre comprende a Dios por la razón, pero lo vive con la Fe. Y dejar de lado a una de ellas significa dañar el propio ser del hombre.
 
Ciertamente que es un gran privilegio que Dios permita al hombre comprenderlo mediante la razón. Así, se puede cavilar el argumento ontológico, parafraseando a San Anselmo, que lo posible no es lo real pero lo máximamente real es lo máximamente pensable, por tanto Dios existe. Esto no significa pasar injustificadamente del orden lógico al orden ontológico, como argumentaba Kant, porque no todo lo pensable ni todo lo posible es real pero sí todo lo máximamente real es pensable y posible. Y siendo Dios lo máximamente real es lo máximamente pensable y posible. Es decir, Dios no es una idea como cualquier otra, como cree el racionalismo, es la idea máximamente pensable que solamente puede provenir de una mente infinita.
 
Por consiguiente, cómo puede la razón finita juzgar a la mente infinita. Solamente lo puede hacer a partir de una razón divorciada de lo trascendente y entregada al propio orgullo. Es por ello que se puede colegir, que la razón no es patrimonio de la lógica sino que es propia de las imbricadas aristas de la existencia humana. Y en verdad, la cultura es otra forma de tocar lo infinito porque su camino nunca concluye.
 
Pero el espiritualismo sin Dios y sin mundo apegado solamente a las esencias ya demostró toda su peligrosidad con la propia vida trágica del Nietzsche español Ángel Ganivet. Profetizó el totalitarismo, el hombre máquina, la destrucción de la naturaleza, el despertar del pueblo árabe, condenó el artificial tiempo industrial, se anticipó al nihilismo, pero la sequedad de su espíritu lo llevó al suicidio.
 
Y hablando de la necesidad de la Fe no es difícil reconocer que el punto de quiebre en la historia de las religiones es, incluso dentro de las religiones monoteístas, el cristianismo. Y lo es por una razón fundamental: en el cristianismo se invierte el sentido del agóncósmico (impulso) que corre hacia lo divino. El sentido del amor en la antigüedad es una aspiración de lo inferior a lo superior, pero en el cristianisnmo lo superior desciende a lo inferior para hacernos igual a Dios.
 
Es por eso que la esencia del amor antiguo no crea sino simplemente atrae. En el cristianismo Dios no tiene sobre sí ningún logos, sino que debajo de su acto amoroso está el logos. Heidegger en un franco retroceso al agón griego hace que el ser no descienda, sino que el ente ascienda. El ente aspira del no-ser al ser. Por eso, en este pensador alemán no hay acto creador sino únicamente participación (μέτεξις).
 
Por consiguiente, no es Dios el que se apartó del hombre, ha sido el propio hombre el que se apartó de Dios. ¿Pero este apartamiento del hombre respecto a Dios y la configuración de una era sin Dios representan la pérdida del sentido de lo divino, el extravío del horizonte de la trascendencia o, simplemente, la obliteración momentánea de la conciencia religiosa en el hombre?
 
Muy agudamente Paul Hazard señala que el asalto a la razón y la crisis que experimenta la conciencia humana en el pensamiento moderno acontece en un lapso de treinticinco años, 1680-1715, en el que la civilización occidental labra su propia ruina al convertir en fundamento absoluto a la razón humana autónoma (La crisis de la conciencia europea). Quizá podemos discrepar en el pequeño detalle de la cronología pero es difícil no estar de acuerdo en lo substancial, a saber, algo grave sucedió en el horizonte mental del hombre moderno.
 
Y es que la modernidad lleva en su raíz la renuncia al ser y su reemplazo por lo óntico. Pero lo óntico dejado a su suerte se disuelve en lo relativo, efímero y transitorio. Vanidad de vanidades, reza el Eclesiastés (12:8-14). El engrandecimiento del ente deviene en pura locura y desvarío al no tener en cuenta su verdadero fundamento inmutable que es Dios. Así, el relativista sólo está atento al cambio pero no a lo permanente en el cambio. Esto nos lleva a la profunda sospecha de que la modernidad subjetivista es en el fondo un resentimiento metafísico a partir del cual se efectúa la inversión del valor (ver mi obra: Resentimiento metafísico e inversión de los valores en la modernidad subjetivista, 2014).
 
El más hondo resentimiento es el que falsifica todos los valores, donde los valores mismos son calumniados. Esto lo demostró con brillantez Max Scheler (El resentimiento en la moral) en un profundo desenmascaramiento del resentimiento nietzscheano. Lo cual tiene un trasfondo metafísico. “Odio la mera presencia”, escribía Goethe. Y esto es vinculado en las Sagradas Escrituras con el no amar como origen de todas las culpas. La Soberbia o carencia absoluta de humildad acompañada de Odio, es la esencia absoluta de la rebelión de Satanás. Equivale a lo finito y relativo reclamando para sí los títulos de lo infinito y absoluto.
 
Esta locura metafísico-moral anida perniciosamente en la raíz del giro de la modernidad, presidiendo la edificación luciferina del mundo junto a la desmalignización del mal y la malignización del bien. De esta manera, el “todo vale” de la posmodernidad no sólo representa el calumniamiento de los valores, sino una profunda falsificación metafísica del mundo. Pues, la moral y la metafísica no se basan en el resentimiento –como cree Nietzsche y su sucedáneo Heidegger-, sino en la eterna jerarquía del valor y del ser.
 
Sobre el extravío del horizonte de la trascendencia y el predominio del horizonte de lo inmanente también es señalado por otros pensadores. Esta convicción deja entrever Zubiri cuando destaca que, en cierto sentido, el griego filosofa desde el ser, y el europeo occidental desde la nada (Sobre el problema de la filosofía.Revista de Occidente, n° 115, 118). Julián Marías es firme en su discrepancia con aquellos que han tratado de convertir a la filosofía en saber estricto (Kant, Hegel, Husserl), cuando la filosofía es un saber distinto, en constitución permanente, trascendental y accesible a la reflexión (Historia de la filosofía).
 
Pero de todos ellos es J. Hirschberger (Historia de la filosofía) el que mejor deja retratada la radiografía filosófica del extravío del horizonte de lo trascendente cuando señala que el racionalismo y el empirismo fueron las dos vertientes de la filosofía moderna –herederas del nominalismo medieval- que al negar las esencias inmutables y convertir lo fáctico en lo único válido produjeron la gran ruptura metafísica en lo filosófico y cultural.
 
Si se trata, entonces, de un fenómeno cultural es oportuno citar a Marx, para quien no es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino que es su ser social la que determina su conciencia (Prólogo a la Contribución de la Economía Política). Es decir, la sociedad y la cultura es la que inculca una determinada manera de pensar, sentir y actuar en los individuos. Lo cual no significa que la conciencia sea un mero reflejo pasivo, sino que es también una fuerza activa sobre el ser.
 
Así, por ejemplo, nos dice el sociólogo y pensador polaco Zigmunt Bauman en su dura crítica al salvaje capitalismo neoliberal, que la modernidad extiende sobre las conciencias individuales los llamados “tiempos líquidos”, donde nada es permanente y todos es fugitivo (Modernidad líquida, 2002). Por supuesto, dicha metáfora de la liquidez es adecuada sólo en parte a una modernidad sin valores permanentes, porque lo que se vuelve sólido son los antivalores.
 
Pero parecido al delincuente que recubre los valores positivos para que luzcan débilmente, la cultura posmoderna anatemiza la unidad de la razón para culminar en una mera “voluntad de verdad”. Liberar lo dionisíaco, el azar, la casualidad de una voluntad de poder que trasmuta los valores y adopta el nihilismo. En el fondo este ímpetu de ir más allá del bien y del mal es una fetichización de la voluntad de poder que termina disolviendo lo normativo y divorciando la Libertad de la Justicia. Justo lo que ha acontecido con el neoliberalismo y su brutal desigualdad ecuménica.
 
El fin del ateísmo y del nihilismo no llegará con la disolución de la estabilidad del ser y su conversión en valor de cambio. No habrá real amanecer postmetafísico planetario si es que antes no se recupera la dimensión trascendental en el acto humano trascendente. Superar el nihilismo como experiencia crepuscular de Occidente requiere no sólo la abolición de instituciones obsoletas (capitalismo, estado, tecnología antiecológica, etc.), sino que exige una pragmática unida al pensar metafísico. Y eso lo proporciona de modo coherente el cristianismo.
 
Pero aquí retornamos nuevamente al punto del principio. El problema es el hombre. Una humanidad que se mantenga firme en la presecución de los ideales es casi imposible. El hombre es una criatura lábil, proclive al mal. La experiencia del Holocausto nos lo demuestra. Personas decentes, cultas y con valores pueden incurrir en la banalización del mal, tal como lo demuestra Hannah Arendt (Los orígenes del totalitarismo) y punto en el que estuvo de acuerdo K. Jaspers. Pero no se trata de asumir un cariz pesimista, más es necesario reconocer que sin una visión providencial de la historia tampoco hay medio de superarlo.
 
Por este camino avanzó P. Ricoeur (Finitud y culpabilidad) al enlazar una ontología de lo finito con una filosofía del símbolo, porque éstos son el lazo que une al hombre con lo sagrado. Pero no es posible elevar la ontología de la finitud hasta lo divino sin la oración y la vida virtuosa. Ambas son las bases para elevar el alma a Dios. Pues no sólo hay una simbólica del mal, hay también una simbólica de Dios. Y ésta reside en los sacramentos. Su infusión y efecto es sobrenatural.
 
En conclusión, ¿Cómo buscar a Dios en una Edad sin Dios? En primer lugar, recobrando ontológicamente nuestra dimensión de criatura. Lo cual lleva, en segundo lugar, a recuperar metafísicamente un sentido de finitud y un deseo de infinitud que sólo puede saciarse en Dios. Pero moralmente como la voluntad humana es frágil, y esto en tercer lugar, hay que recurrir a la oración para que nuestra libertad sea asistida por la gracia divina. La pragmática que ha de derivarse de este giro, en cuarto lugar, es la reconquista de una civilización de amor y justicia, que deja la visión intuitiva de Dios para la otra vida.
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