Panorama actual del cuento ancashino Panorama actual del cuento ancashino

Por Ricardo Ayllón
Fuente: Librosperuanos.com
Febrero 2013

1. Introducción
Ingresar en el amplio paisaje de la narrativa corta ancashina constituye una tarea difícil. Semejante labor, sin embargo, abre la esperanza de develar un importante flanco en la pluralidad social de nuestro país, puesto que Ancash cuenta con la generosidad de poseer una de las más sugestivas variantes culturales, donde la serenidad de los horizontes marinos y la rudeza de la cordillera andina, en armonía con la heterogeneidad de su gente y la idiosincrasia de ésta, sirven de referentes legítimos para la elucidación de su multiplicidad literaria.

De otro lado, y según se desprende de nuestras indagaciones, no se ha plasmado hasta el momento un estudio que se detenga, con especificidad, en la descripción y el análisis del cuento ancashino de procedencias andina y costeña de manera conjunta. A partir de esta entrega, invitamos a concretar aquella visión integral y equitativa que hace falta.

2. Recuento histórico
Cronológicamente, la producción de los narradores ancashinos, dentro del terreno específico del cuento escrito y tomando como referencia lo desarrollado por los exponentes limeños, se remonta también a lo que determinaron en principio el Costumbrismo y el Romanticismo. Según lo detallado por los principales investigadores de la literatura ancashina, fue el huarasino Víctor Manuel Izaguirre (1863­-1897) quien hacia las últimas décadas del siglo XIX entregó textos costumbristas a modo de relatos, mientras que el caracino Celso Víctor Torres (1859-1919) cultivó el género de la tradición a la mejor manera de Ricardo Palma, convirtiéndose además en uno de sus más fervientes colaboradores. Pero el cuento iniciado dentro de los parámetros de lo moderno y con todas las particularidades de lo que desarrollaron paralelamente Abraham Valdelomar o los primeros indigenistas peruanos, tiene en Ancash como principales exponentes a Aurelio Arnao (1868-1940), José Joaquín Ruiz Huidobro (1885-1945), Ladislao F. Meza (1893-1925) y Teófilo V. Méndez (1894-1954), quienes cumplieron la magnífica labor de tender el manto para que Ancash comience a concretar un sólido devenir narrativo.

No obstante, fue la significativa presencia de Carlos Eduardo Zavaleta (1928) la que insufló vitales y renovados aires al cuento no sólo regional sino, y principalmente, nacional. Su aporte en este aspecto es ampliamente reconocido pues introdujo en nuestro país los nuevos enfoques que comenzaron a manifestarse en Europa y Norteamérica durante las primeras décadas del siglo XX, a partir del trabajo  de Joyce, Dos Passos y Faulkner. Con referencia a la costa, teniendo como antecedente lo entregado por el casmeño Jaime López Raygada en los inicios de la década  de 1940, las expresiones más evidentes de una cuentística en verdadero auge se produjeron recién durante la década del 60 en el puerto de Chimbote.

Pero la dimensión narrativa de Ancash no es apreciable solamente por tan significativos aportes, sino además —y preferentemente en la zona andina— por el valioso legado y presencia de la tradición oral, que actúa como legítimo sedimento en la realización de una cuentística con rasgos de autenticidad. Es oportuno señalar que dicha tradición, entrelazada con elementos propios de la transculturización y la modernidad, constituye el mejor argumento para sacar a la luz uno de los principales componentes de la identidad literaria ancashina. Son muchos los exponentes de las letras en este departamento que, conocedores y patrocinadores de la rica tradición oral, han trabajado  —y continúan haciéndolo— en la recopilación de historias populares, leyendas prehispánicas o anécdotas pueblerinas. En esta labor es notoria la presencia de Marcos Yauri Montero, quien, además del reconocimiento alcanzado por su novelística, se ha convertido durante las últimas décadas en el más serio e inquebrantable compilador de este legado.

El devenir de la historia nacional ha hecho de Ancash un producto cultural de reconocibles desniveles, lo que se origina y revela en fenómenos de diversa índole, magnitud y antigüedad, como la conquista española y sus consecuentes complejidades socioeconómicas y étnicas, los conflictos caudillistas de inicios del siglo XIX, la Guerra del Pacífico, la revolución campesina de 1885, la pervivencia de costumbres ancestrales y su ineludible aleación con elementos occidentales, hasta sucesos propios y recientes del siglo XX, como el avance de las ideologías, los movimientos populares, la migración andina, el “boom” pesquero, el desarraigo social, la explosión demográfica, las luchas laborales, la violencia subversiva y los actuales perjuicios de la denominada globalización.Y ése ha sido también el rostro de su literatura. Tanto en poesía como en narrativa, los temas han adoptado estéticas que responden a referentes históricos, a las intenciones sociales del autor, su tradición cultural, o a su modo restringido o inmoderado de ver el mundo.

Plasmar tales particularidades es también tarea del cuento que se practica en Ancash sobre la base de referencias intrínsecas de lo ancashino, como el manejo lingüístico (español quechuizado), la excesiva presencia del paisaje, la tipología anímica y fisiológica del hombre andino y costeño, o la historia regional. Ello sin descuidar, de ningún modo, el tratamiento estilístico: desde lo hecho dentro del Costumbrismo hasta la clara intención de manejarse a partir de las múltiples viabilidades ofrecidas por el dominio técnico y las estrategias experimentales, pasando por las precisiones del cuento tradicional, las despejadas posibilidades de géneros liminares como la semblanza y la crónica, la sencillez de la categoría infantil, las insólitas perspectivas de lo fantástico, o los anchurosos matices de lo testimonial y autobiográfico.

Para la elaboración de este rápido repaso he seguido los parámetros que se desprenden de un proceso de revisión, buscando a aquellos cuentistas ancashinos cuyo sólido y dinámico oficio revele no sólo una notable actitud vocacional, sino además la preocupación estética, el nivel lingüístico y el traslúcido cuidado en las propiedades intrínsecas del cuento, sin soslayar, por supuesto, los alcances de alguna reciente aunque promisoria trayectoria. Es necesario señalar además que tal perspectiva se sostiene en el convencimiento de que buena parte de los narradores seleccionados no ha tenido que salir de su localidad de origen para que valoremos la calidad de su trabajo, argumento que aspira a proponer una sincera pero saludable confrontación con las disfunciones provocadas por el centralismo limeño. Es oportuno aclarar que el presente panorama es por el momento referencial y se irá solventando con la investigación, conforme siga internándome en el dinámico proceso del cuento ancashino.

3. Ande y ficción. Una convivencia fascinante
Rosa Cerna Guardia, fiel a su vocación magisterial, ha centrado su obra en la literatura para niños, desde donde registra una expresión sencilla y el empeño por irradiar una fina sensibilidad, armonizables con elementos temáticos e intencionales que ha hecho casi propios, como la oralidad (rondas, adivinanzas, trabalenguas, canciones, etc.), el paisaje, la religiosidad y esencialmente la fantasía, como se evidencia en el excelente conjunto El hombre de paja (1973). En el ámbito ancashino, su lenguaje intenta evitar quechuismos o modismos propios de la región y parece más bien apoyarse en lo evocativo, característica que es inteligentemente utilizada desde una visión que procura ser universal.

Los cuentos escritos por Carlos Eduardo Zavaleta que captan a Ancash como escenario vital, representan una sugerente armonización del ámbito rural con el cosmopolita, sobre todo a partir de la construcción de sus personajes, a quienes suele asignarles conflictos propios y con tal conjugación, buscando así una perspectiva integral de la realidad peruana. Este logro se sostiene además en el cuidado que presta a los rasgos psicológicos de sus protagonistas, sin desatender obviamente elementos propios de su entorno o problemática social. Los personajes elegidos no son necesariamente campesinos sino más bien mestizos habitando el Ande, quienes confrontaron o comienzan a afrontar en el interior  de los relatos el peso de una pluralidad sociocultural no sólo peruana sino también, en ciertos casos, global. Y esta característica definitivamente se desarrolla y alcanza el mejor de sus niveles gracias a la amplia visión que Zavaleta logra con sus viajes y estancias en diversas partes del mundo. A partir de ello resulta bastante ilustrativo el volumen que agrupa sus cuentos relativos al Callejón de Huaylas, Pueblo azul (1996), en el que hallamos además el inicio de su inquietante incursión en el cuento brevísimo.

Quien desarrolla también, y muy hábilmente, el cuento breve, es el caracino Román Obregón Figueroa, narrador que desde el conjunto Un cuento la vida (1997) plantea una interesante mixtura temática aunque desde un referente espacial pueblerino. Su preocupación también es  diversa, y sin embargo más de las veces —sobre todo en los cuentos brevísimos de Taller de bagatelas (2005) y Bazar de miniaturas (2005)— parece dejamos en las puertas de una plausible moraleja. No obstante, Obregón destaca por su evidente determinación de procurar siempre el cuento, atendiendo en cada uno de sus textos a las exigencias sistémicas de lo ficcional, aun cuando practica en ocasiones la transparencia del estilo testimonial.

En Los hijos de Hilario (1998) de Macedonio Villafán se suele encontrar lugares comunes con la de Colchado si se mira desde el estrecho enfoque del  tema o el uso del lenguaje. No obstante, es justo destacar que Villafán procura incidir en el fenómeno demográfico nacido a mediados del siglo pasado, que es el desplazamiento del campesino andino hacia las grandes urbes, fenómeno enfatizado en la novelística última de José María Arguedas y recogido por más de un narrador en la actualidad. Desde esta perspectiva, Villafán considera que hoy debería hablarse de un neoindio, aquel que no pierde su identidad aun hallándose en los distintos ámbitos en los que actualmente se mueve, como son: el campo, que ahora se encuentra transformado y donde se respira una nueva mentalidad; la ciudad, donde el indio va adquiriendo nuevos perfiles dentro del contexto de su condición social y personalidad; y las grandes metrópolis del mundo, en las que seguirá persistiendo en una autenticidad que se verá confrontada con manifestaciones propias de la multiplicidad cultural.

Edgar Norabuena Figueroa ha ido bastante rápido. No obstante su juventud, ha obtenido un sinnúmero de premios en narrativa que nos ofrecen la certeza de que estamos ya no frente a una promesa, sino a una nueva realidad de la narrativa corta ancashina. Su estilo es de cierto modo la continuación de lo entregado en Áncash por Óscar Colchado y Macedonio Villafán, aunque por la fuerza de la expresión y la audacia en los temas podríamos emparentarlo, en términos nacionales, con Dante Castro y Cronwell Jara. Al leer sus libros El huayco que te ha de llevar (2007), Danza de vida (2007), Con nombre de mujer (2008), entre otros, reconocemos en él a un privilegiado testigo y dedicado trabajador de los mitos y sucesos que configuran el particular universo de su tierra de origen, aunque con la desenvoltura de un verdadero hombre de su tiempo y un observador atento a los trastornos sociales a los que se ha visto sometido el indio en los últimos años; todo ello dentro de un estilo que no descuida las técnicas narrativas más modernas.

4. Como el sol en la bahía. El cuento de la costa.
Julio Ortega se abre paso con la publicación de Las islas blancas (1966), conjunto de relatos que constituye uno de los más sólidos referentes para conocer una realidad distinta de la abordada por Zavaleta, aquella de una localidad (un puerto) que bulle y se vivifica con la marejada de la intensa y perturbadora actividad pesquera, en la que se entremezclan conductas y comportamientos cual sugestivo caldo de cultivo, ineludible a los ojos del creador. Ortega, sin embargo, sorprende no por el énfasis en el enfoque social, sino más bien por la acertada exposición de esa vitalidad casi íntima que representa para él la atropelladora esperanza de un Chimbote edificando aún su porvenir. Por esta razón consideramos acertada la técnica inyectada al estilo de los relatos, aquella que se entiende mejor con el estrato social de la mayoría de los personajes, es decir una fórmula que empata con el ritmo ágil de su tráfago y convivencia.

La obra narrativa de Antonio Salinas es brevísima, sin embargo con el conjunto de cuentos EI bagre partido (1985), único libro que publica en vida, consigue destacar en el ámbito de la región gracias al sobresaliente manejo de un impetuoso estilo y un excelente resultado temático. Ello lo lleva a convertirse en un autor de amplio espectro interpretativo, pero siempre bajo un signo social mejor comprensible en la década en que apareció el libro, puesto que hallaremos muy marcada su inquietud cuestionadora desde un referente coyuntural propio de nuestra reciente y convulsa historia nacional. Esto no desmerece los aciertos de su oficio, pues es fácil distinguir en su trabajo un audaz manejo en la expresión que revela su particular atractivo.

La aparición de Del mar a la ciudad (1981), de Óscar Colchado Lucio, en el panorama de la cuentística nacional, se hace novedosa gracias a que su autor consigue combinar acertadamente un escenario costeño y popular, como la ciudad de Chimbote, con ciertas pinceladas mágico maravillosas, mejor distinguibles —hasta ese momento— en el ámbito andino. Sin embargo, gracias a su incursión en este escenario, el andino, su narrativa alcanzará mayores méritos y gran notoriedad. En su libro Cordillera Negra (1985), muestra desde varios cuentos los ingredientes exactos para comprender su propuesta de brindar una visión atávica a través de la cultura oral, las antiguas divinidades, los fenómenos sobrenaturales y toda la gama de elementos afines que refuerzan la importante perspectiva manejada por Colchado sobre el hombre andino.

En 1997, el poeta Dante Lecca incursionó en la narrativa con el libro de cuentos Sábado chico, a través del cual ofrece al lector la visión actual de un Chimbote que asoma inconfundible. Es cierto que otros autores entregaron libros de cuentos íntegramente ambientados en el puerto (como Julio Orbegozo Ríos), fertilizando cierta orientación localista; sin embargo, Lecca nos ofrece —y refuerza esta entrega con la publicación de Señora del mar (1999) y El zarco y otros cuentos (2005)— el atractivo de una temática diversa que sabe cobrar vida a partir del buen manejo de la subjetividad de los personajes y la beneficiosa intención de manifestarse total desde la bruma y el vértigo de la idiosincrasia chimbotana.

Los libros de cuentos de Enrique Tamay contienen características representativas de una expresión que ha sabido encontrar su propio cauce, tomando como punto de partida el inquietante saldo del realismo mágico. Para ello es acertada su preferencia por los breves espacios territoriales, es decir los pequeños poblados y los caminos olvidados, parajes que no dejan de pintar la esencia de la personalidad latinoamericana. Tamay recrea escenarios en los que sus personajes se enlazan estrechamente por el parentesco y la vecindad. Es justo destacar además sus esfuerzos por la perfección estilística y la brevedad. Tamay ha ido manejando un mismo conjunto de cuentos, cuya primera versión es de 1988 (con el nombre de Abriendo la puerta), la segunda del año 1991 con el título de Por el pasadizo, hasta la más reciente, de 2009, denominado La historia del supuesto medio hermano de mi media abuela, donde se distingue ya un trabajo expresivo mejor logrado.

Ítalo Morales es dueño de una joven trayectoria que lo perfila como uno de los prospectos más serios de la cuentística ancashina, por eso resulta oportuno subrayar sus evidentes logros y su afán por ser enfático en la estética de la palabra escrita. Sus primeras preocupaciones son las estrategias narrativas y las cargas anímica y emocional de sus personajes. Además libros suyos como el de microficciones, El aullar de las hormigas (2003), y dos complementarios con los títulos de Camino a los extramuros (2005) y Destierro de Abel (2008), presentan un decisivo interés por desnudar los desmedros de nuestra sociedad casi deshumanizada.

El año 2003, Roger Antón sorprendió con un inusitado premio de narrativa: el primer puesto en los Juegos Florales de Cuento de la Universidad de San Marcos. Tal reconocimiento nos hizo seguir de cerca su joven trayectoria y descubrir en las nueve historias de su único libro de cuentos publicado, El Paraíso recuperado (2009), un oficio de pulso seguro y contundente, ejercitado sin duda con absoluta responsabilidad. En el referido libro hallamos textos que transparentan fluidez y vibración tan naturales que logran conferir al autor personalidad propia.

Con el precedente de los conjuntos narrativos Aventuras en marea caliente (1997), y De color rojo (2003), Teófilo Villacorta Cahuide, representante de la narrativa en Huarmey, entrega en el 2011, Volver al mar como en los sueños, donde se plasma acertadamente el ambiente, la concepción y los dramas internos del mundo de la pesca artesanal. Imágenes de violencia, escenas de acción plena, actitudes humanas que nos seducen por su contundencia, arrastrándonos luego por un hilo narrativo en que el autor salpica luego con reflexiones, raccontos y descripciones diversas, conforman un clima que nos sujeta a la sensación de estar frente a una narrativa donde el mar se constituye en un consistente ordenador de la existencia. Resalta, asimismo (en el mismo libro), un grupo de relatos breves con tendencia a que los sucesos estén más consignados que descritos, puestos allí como buscando sitio para la delineación lírica, a manera de retratos en sepia sobre momentos específicos del transcurso vivencial de sus protagonistas.

5. Coda
El presente panorama es solo referencial y no desoirá las discrepancias que se presentarán, pues hemos engendrado seguramente la ausencia de algunos nombres, importantes para quienes siguen de cerca el proceso literario ancashino. Aun así, no soslayamos el trabajo de un buen número de narradores cuyo esfuerzo los hace dignos de una trayectoria que no perderemos de vista. En el caso de Chimbote, y cumpliendo meritoria labor creativa, se encuentran Gonzalo Pantigoso, Sixtilio Rojas, Julio Orbegozo Ríos, Augusto Rubio, Jorge Alva Zuñe, Gustavo Tapia, Leonidas Delgado León, Marco Merry, Brander Alayo Alcántara, Félix Ruiz Suárez, Víctor Raúl Plasencia, Christian Ahumada, Juan López Morales, Giancarlo Casusol y Freddy Arteaga Canessa. Tuvieron presencia significativa también, Rogelio Peralta Vásquez, Pietro Luna Coraquillo, Maynor Freyre Bustamante y Marco Cueva Benavides. Mientras que por el lado del ande, los principales exponentes residen en las localidades más reconocibles del Callejón de Huaylas, donde distinguimos autores como: Rómulo Pajuelo Prieto, Luis Castillo Izaguirre, María Ames Márquez, Francisco Gonzáles, Domingo Huamán Sánchez, Javier Cotillo Caballero, Edgar Cáceres Flor, Eber Zorrilla Lizardo, Daniel Gonzales Rosales, así como los desaparecidos Carlos Valenzuela Guardia y Teófilo Maguiña Cueva, entre otros. De otra parte, procedente de distintas provincias ancashinas, existe otro importante grupo de cuentistas, entre ellos: Guido Vidal Rodríguez, Maurilio Mejía Moreno, Elmer Neyra, Américo Portella Egúsquiza, Nilo Espinoza Haro, Áureo  Sotelo Huerta y Ólger Melgarejo, la mayoría de ellos con residencia definitiva en Lima.

El importante trabajo de tan numeroso grupo de narradores abre la pauta de una manifestación cuentística con visos de tradición. El camino no sólo está abierto, sino que sigue un derrotero donde es factible distinguir una identidad que se reconoce a sí misma y que se torna sólida e imprescindible no sólo para los hijos de Ancash, sino también para todo aquel que ha decidido seguir de forma atenta y exhaustiva el proceso integral de la narrativa peruana. Con este breve recuento busco dar a conocer su expectante y sólida presencia al evidenciar sus logros con un ejercicio serio y consecuente.

Es necesario un urgente y decisivo proyecto descentralizador que fecunde el sincero interés por moldear en el Perú una visión narrativa imparcial; esto, mediante un proceso que se revierta hacia nuestras regiones y busque no sólo sumar sino también conjugar expresiones que configuren una auténtica conciencia literaria. Por eso consideré válido aproximarme a mi referente más cercano, el departamento de Ancash, intentando ofrecer un modelo a escala de las características que sustentan las narrativas regionales y a las que no se les puede negar el derecho de ser valoradas y reconocidas, considerando que muchas constituyen un verdadero corpus y muestran real singularidad dentro del actual contexto de la literatura nacional.

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