El Sentido de la Vida y Metafísica El Sentido de la Vida y Metafísica

Por Gustavo Flores Quelopana
Fuente: Librosperuanos.com
Lima, mayo 2012

Todo derecho que no lleva consigo un deber,
no merece que se luche para defenderlo.
M. Gandhi


1.    El horizonte metafísico

El hombre de la civilización occidental, especialmente, vive sumido en un mundo sin sentido. Pero afirmar que el problema del sentido de la vida no se resuelve en el descubrimiento de una oculta verdad metafísica sino en la vida misma es falso y descaminador por las razones siguientes.

Primero, porque esto equivale a reducir la realidad del mundo a la existencia, cuyo vivir es un continuo hacerse, pero el mundo se compone tanto de esencias como de existencias. Segundo, porque el existir mismo no es un descubrimiento sino una condición preontológica que hace posible el descubrir mismo. Tercero, porque el problema del sentido de la vida tiene una dimensión fenomenológica y otra metafísica, como horizonte en el cual la primera se da y desenvuelve. Cuarto, lo de “oculto” proviene de una mala comprensión de la metafísica de las esencias, que divorcia el mundo ideal del mundo real. Este yerro tiene su base en el mismo Aristóteles que la emprendió contra el mundo de las ideas platónico, pero en verdad la esencia aristotélica jamás pierde el contenido platónico. El sesgo aristotélico de la nueva ontología de N. Hartmann teme también que la antigua ontología se quede sin tocar la esencia por confundirla con el concepto, y en esto coincide con Heidegger, el cual lanza el anatema contra la metafísica porque cree que desde Platón se toma el ser como esencia, idea o concepto. Pero el ser nunca es esencia de algo sin un ente. De modo que hay que librar al ser de su olvido nihilista.

Pero la esencia es esencia no por ser universal, sino que es universal porque es esencia (eidos). La verdad total nunca será posesión del concepto, lo cual está dicho en la alegoría de la caverna. En este sentido, la única novedad aristotélica es aportar el género específico al concepto. Para Aristóteles el género es anterior y más conocido, y esto no es lógico sino metafísico, es el eidos platónico. Por lo demás, Aristóteles no ofrece una doctrina formal del concepto, recoge lo de Sócrates y Platón, quienes afirmaron que el concepto es universal, necesario y acopia lo esencial. El concepto es una definición por género próximo (animal) y diferencia específica (racional). La definición es un concepto específico, pero nunca definió lo que era género o especie. Aristóteles repite que el concepto recoge la ousía de la cosa, atribuye al concepto una función predicativa y sugiere que si capta la esencia debe corresponder a la verdad. De manera que todo el sentido de la metafísica aristotélica sería levantarse desde la substancia singular concreta a la substancia incondicionada del primer motor inmóvil. La realidad finita de las cosas y el hombre está religada con el ser infinito 1.

En la opinión que desliga el sentido de la vida de la metafísica prima un nominalismo que se queda con la substancia singular concreta para descartar la substancia incondicionada. Postura que caracteriza justamente a la filosofía de la modernidad tardía en su extremo subjetivismo, voluntarismo, individualismo y sinsentido de la vida, la cual rompe la religación del sujeto con el mundo y el ser. El logos de este nominalismo subyacente es un puro formalismo y funcionalismo que deja al hombre solo con su interpretación, hijo de su pensamiento e imaginación.

A propósito, el subjetivismo medieval de un Abelardo, por ejemplo, no es relativismo ni perspectivismo moderno, para el que no existe verdad absoluta y hace de lo verdadero mera creación humana, el pueblo o el partido. Abelardo frenó el subjetivismo ético al admitir normas objetivas, el hombre interpreta el ser pero no lo crea, no duda de lo real sino de nuestro conocimiento de lo real. En otras palabras, su nominalismo es distinto al nominalismo del siglo XIV. Con Scoto y Occam vuelve el espíritu escéptico de Abelardo, pero se va más lejos al sostener, como Antístenes, que sólo se conoce lo individual y no lo universal. Tampoco hay universales en Dios, él sólo crea lo individual, las ideas son las cosas individuales. Ya Occam se mueve en la visión naturalista de Aristóteles. El nominalismo en temas científicos naturales destaca la estructura de la substancia material, gravitación, caída, matemática de las latitudes formales y explicación del movimiento sin referirlo a una conexión eidético-ontológica, quedando libre el criterio cuantitativo dimensional de la naturaleza. Es decir, el nominalismo del siglo XIV acentúa más lo individual y lo subjetivo, revelando una íntima continuidad entre la edad media y la edad moderna, y presagia las ideas futuras de Copérnico, Galileo y Descartes. En otros términos, ni la filosofía escolástica es más que oscuridad ni la filosofía moderna es más que error. El otoño de la edad media fue más maduro que la primavera renacentista y el estío de la Ilustración, y sus frutos los dio durante el idealismo alemán.

En el rechazo de la dimensión metafísica del sentido de la vida se ubica el fracaso de la asimilación de la categoría de lo posible de Kierkegaard, quien señaló la existencia como posibilidad que puede no ser. En cambio, la modernidad tardía proclama la soberanía absoluta de la realidad finita, conciencia puesta de relieve por el existencialismo; trivializa el carácter incierto de la existencia humana, señalada por el pragmatismo; compensa con las creencias y el sentido común la falibilidad esencial del conocimiento humano, destacado por el positivismo lógico; y se regodea hedonísticamente en la realidad como totalidad imperfecta, que el espiritualismo, neocriticismo y realismo señalaron. El resultado más general de toda esta disolución ha sido la traición al impulso humano hacia la verdad. Y en el corazón reptante del nihilismo de la modernidad tardía late pétreamente el ronco estertor del escepticismo dogmatizado.

Pero, en realidad, la vida misma no puede encontrar su sentido sin reconocer el horizonte metafísico en que se mueve, y el asunto es que la modernidad tardía se ha quedado sin horizonte metafísico. Es por eso que el problema del sentido de la vida tampoco puede primariamente ser un asunto moral, porque la moral es parte de la visión del mundo y no al revés. Personajes únicos, grandiosos, irrepetibles y suprahistóricos, como Sócrates, Buda, Confucio y Jesús, con su afán de salvar a la humanidad provocaron una nueva moral pero como consecuencia de sacudir los cimientos metafísicos del sentido de la vida. No todos fueron filósofos pero sus enseñanzas son susceptibles de ser vertidas en lenguaje filosófico. La finalidad primaria de todos ellos es la salvación, ya sea por el saber, la liberación, el buen gobierno o la fe. Su influjo inmenso y transformador sólo se puede medir porque su significación trasciende la realidad histórica y representan una extraordinaria realización de la condición humana.

2.    El monismo inmanentista y la univocidad del ser

Ahora bien, podemos preguntarnos si ¿se puede coincidir con el nihilismo en su rechazo del absoluto que trasciende la vida misma, y discrepar con él para ubicar lo sagrado en lo inmanente?

Esta solución secular del culto a la humanidad y a la naturaleza tiene su precedente en el panteísmo. No es, claro está, la postura de Confucio, quien deposita su confianza solamente en el buen gobierno y en el amor al prójimo, razones por las cuales se ganó el reproche de Lao Tsé por no fundarse en el tao. Tampoco es la de Buda, quien confía en la liberación por el abandono del mundo desde el mundo y quien jamás cedió a las preocupaciones metafísicas de su discípulo Ananda. Menos aun son las posiciones asumidas por Sócrates y Jesús. Por lo demás, la profunda importancia de lo inmanente, y no precisamente su sacralización, es lo característico de la filosofía china. Ni siquiera en la filosofía india el panteísmo es la tendencia predominante, donde el motivo principal de su pensamiento es elevarse sobre el mundo para lograr la quietud de lo real verdadero.

En cambio en el pensamiento occidental el panteísmo ha tenido una gran importancia y especialmente desde la modernidad, más precisamente con Spinoza y Schelling. ¿Por qué? Al respecto, no se puede decir2  que Oriente y Occidente comparten la misma metafísica dualista entre lo material y lo inmaterial, dualismo que es ahora en occidente entre “significado” y “mundo sígnico”, porque dualismo no es toda contraposición entre dos tendencias irreductibles entre sí, sino la explicación del universo desde dos principios o realidades irreductibles. Así, se puede asumir una posición dualista en el problema de la relación alma-cuerpo, sin serlo en la explicación del universo. No obstante, sí se puede aseverar que en el tercer milenio el pensar filosófico occidental marcha hacia la afirmación de la “supervivencia genética y cultural” de la persona, más cercana al taoísmo y al confucianismo de la filosofía china.
Es decir, en el nihilismo de  la modernidad tardía se reafirma un inmanentismo de la realidad finita estrechamente ligado a la pérdida de sentido de la vida. Pero esto ya no es un dualismo sino un monismo inmanentista, distinto al monismo místico de Plotino, al monismo cristiano y al monismo panteísta de Spinoza y Schelling.

Ahora bien, existe una diferencia entre un panteísmo acosmista y un panteísmo ateísta, según se coloque el acento sobre Dios o sobre el mundo. Este último puede estar de acuerdo, incluso, en mundanizar lo sagrado para elevar al hombre, en vez de sacarlo de la vida hacia un paraíso teológico o laico. Pero en realidad no sólo el primado de la Naturaleza está en su base, sino que el principio profundo que la rige está en el concepto de alienación. Esta establece una oposición irreconciliable entre la existencia de Dios y la del hombre. Por eso reclama mirar nuestra existencia humana antes que creer en reinos o ideales que le den sentido. Más aun sostiene que lo eterno es ajeno a lo humano porque se basa en el desprecio del hombre mismo. Afirmar a Dios es degradar al hombre como cosa u objeto.

Esta es precisamente la tradicional idea que se le ha atribuido a Hegel de que el hombre se aliena mientras no se reconoce como absoluto, autónomo y autárquico. Pero dicho supuesto parte del equívoco de la univocidad del ser, esencia misma del panteísmo, que no comprende la existencia de Dios y coloca las dos existencias en el mismo orden. Para el panteísta no podemos pensar el sentido de la vida sin mirar a la vida misma, y esto es comprensible dentro de su criterio unívoco del ser, pero la realidad es que el ser tiene un criterio multívoco y jerárquico, en cuya cúspide está un Dios trascendente que no aliena a su criatura, la cual es libre pero no absolutamente.

De modo que la realidad finita humana es sierva no sólo de Dios sino de muchas cosas, es un ser dependiente e independiente a la vez. La existencia humana es una posibilidad de no ser dentro de facticidades que la limitan. Pero esto no significa que sea una imposibilidad radical, como afirmaron Heidegger, Jaspers, Barth y Sartre. Es decir, la libertad humana no coincide con la necesidad y por tanto se no anula a sí misma, esto es, no se revive el fantasma hegeliano de la reducción de la realidad finita a la realidad infinita.  

En otras palabras, por el criterio multívoco del ser la realidad humana es libre pero no absolutamente, su existencia no está en el mismo orden que la de Dios y por tanto la libertad del hombre -aunque sierva de Dios- es libre ante Dios, y no colisiona con la libertad divina porque no es lo mismo la determinación finalista y la determinación causal física. Afirmar lo contrario equivale a exagerar la omnipotencia y providencia de Dios, como lo hace el pensamiento protestante. En este sentido, no es extraño leer a un autor como Ortega3  -que tiene un escaso sentido para los valores religiosos trascendentales- al decir que la esencia humana es” estar radicalmente desorientado”, vivir es “proyectar lo que vamos a ser” y frases por el estilo, que nos retrotraen a la divinización autárquica hegeliana de la naturaleza humana.

No hay duda que con Hegel cobra vigor el pensamiento metafísico, pero la imagen tradicional de él le atribuía que al borrar la distinción entre Dios y Mundo también hace naufragar la realidad trascendente. Lo cual es equívoco. Y en este punto se puede ver nítidamente que hasta el momento la modernidad tardía no ha realizado la completa inversión del hegelianismo, ni lo hará, sometida como está al dictado del reconocimiento del hombre como deus in terris o diocesillo terrestre4 porque dicho principio hegeliano de alienación se sigue reproduciendo mal comprendido. Aquí hay que decir lo siguiente. La aportación más importante a la concepción filosófica del cristianismo de la doctrina de Dios y de la Trinidad proviene de Hegel. La Iglesia en el Concilio Vaticano I (1870) en su énfasis por refutar el tradicionalismo y el racionalismo, asoció a Hegel apresuradamente con el panteísmo, pero la realidad es otra y más matizada.

Hegel no ve a Dios como un ser abstracto, que existe más allá del mundo concreto y de la autoconciencia humana, sino que toda la realidad está determinado por el Espíritu que es Dios. Lo específico del Espíritu de Dios es estar en el otro, lo cual no niega la trascendencia de Dios en sí, es decir, antes de la creación del mundo y de los hombres, pero aquí sólo sería Dios un concepto absoluto y por ende insuficientemente definido. Dios va más allá de la generalidad de la pura idea y en su vitalidad da lugar al proceso de su manifestación objetiva. Así, de la generalidad de su primera forma del “reino del Padre” pasa a la objetividad de su segunda forma del “reino del Hijo”, que involucra la creación del mundo y la encarnación, con lo cual el “Hijo de Dios” no se circunscribe a Jesús de Nazaret, sino que designa toda la “dimensión de la finitud”. Pero en la muerte de Jesús culmina la “finalización de la conciencia” y en la Resurrección se realiza el salto de la finitud en infinitud. Así la idea divina se cumple en la realidad en el “Espíritu existente” de la “comunidad cristiana”.

En otras palabras, el Dios de Hegel no es una fuerza impersonal panteística, sino un Dios personal que encuentra su autocumplimiento en la autoconciencia que sintetiza la “universalidad” y la “particularidad”. Y este aporte hegeliano no ha sido recogido adecuadamente por la Iglesia, que aun en Concilio Vaticano I y Concilio Vaticano II se mantiene aferrada a la visión teísta, trascendente, lejana e imparticipada  de Dios, lo cual no responde a la historia concreta de la revelación de Dios y que omite su entroncamiento con el destino humano.

De manera que no hace falta otro Dios, sino esclarecer al mismo Dios en una nueva imagen que haga ver la estrecha conexión entre la trascendencia e inmanencia de Dios y su íntimo nexo con el destino humano. La consecuencia de esta nueva imagen sería de inmediato devolverle al hombre el protagonismo de su propia historia, haciéndolo rechazar toda pasividad ante la autoridad y potenciando su lucha por un orden social justo. Orden que brilla por su ausencia en la presente crisis desatada en Europa y Estados Unidos por la megacorporaciones financieras, y cuyo peso de una posible solución se hace recaer sobre los hombros de los inocentes ciudadanos. Esta pobreza que nace del abuso no sólo debe pagarla el capital y no los trabajadores, sino que será siempre recurrente dentro de un sistema cuyo valor máximo no es la persona sino la ganancia.

Entonces, si lo más profundo del problema del sentido de la vida es su dimensión metafísica en consecuencia se puede afirmar que recuperar el sentido de la vida atraviesa por la recuperación de la metafísica; pero recuperar la metafísica equivale a romper con el dios inmanente, del idealismo panteísta, y con el criterio de univocidad del ser, que está detrás de este concepto. Todo lo cual significa que la recuperación del sentido de la vida en la modernidad tardía, exige a ésta dejar atrás su supuesto fundamental: la autarquía absoluta de la realidad humana. Pero junto a ésta superación se debe dar la reafirmación de la trascendencia, la cual devuelve a Dios y a la criatura a sus respectivos órdenes (eternidad-temporalidad).

Pero esta reafirmación de la trascendencia carece completamente de sentido sin enfatizar la manifestación inmanente de Dios, lo que ennoblece la lucha humana por divinizar la vida en la tierra. La trascendencia del paganismo es alienante porque desestima el mundo de la inmanencia. En cambio la trascendencia del cristianismo lejos de alienar a su criatura que es libre, hace posible un humanismo con Dios, porque es una trascendencia que encuentra en la inmanencia un lugar especial, a saber, el de la muerte y resurrección de Dios mismo. De entre todos los entes, es el hombre la única criatura que se plantea el problema de Dios, y es así porque él mismo tiene también, a semejanza de su Creador, una dimensión inmanente y trascendente. Es parte de los dos mundos y debe vivir ambos en conexión. Recortarlos es no sólo regresionar al panteísmo unívoco, sino, desconocer que su vida sólo tiene pleno sentido como finitud plantada en lo absoluto.

Si Dios es una infinitud enraizada en lo finito, el hombre es una finitud arraigada en lo infinito. Aquel que sólo ve a Dios en el topos uranus no ve a Dios, porque Dios está especialmente en su creación y en el prójimo. No se puede amar a Dios sin amar a sus criaturas, de lo contrario se incurre en escapismo gnóstico o en la horizontalidad inmanente de la modernidad unívoca. La modernidad aspirando a reivindicar lo terrenal ha negado su contenido trascendental y el resultado ha sido la relativización y trivialización de lo inmanente en una vida sin sentido.

3.    Las soluciones orientalistas

Si bien cada vida es única y singular sin embargo está inserta en una determinada tradición cultural. Hoy estamos ante un viraje profundo: la globalización ha acercado muchas tradiciones culturales, pero no se puede negar que también se está produciendo un choque intercivilizatorio en el contexto de la reconfiguración del orden mundial.  Tanto es así que ya se comienza hablar de una alianza euroasiática entre Rusia y China para detener el hegemonismo norteamericano-europeo sobre Medio Oriente.

Es decir, lejos de aproximarse la homogenización entre las civilizaciones lo que se viene es una eventual confrontación, tal como lo predijo hace un tiempo Samuel Huntington5.

No obstante, la agudización de la crisis de la razón universal ha hecho que muchos occidentales adopten una solución oriental, ya sea taoísta, búdico o teosófico, al sentido de la vida, como si la tradición cultural fuese una prótesis intercambiable. También lo transcultural produce casos notables de desorientación de la propia identidad cultural. La cuestión es aquí preguntarse sobre la legitimidad de soluciones transculturales para el sentido de la vida. No es difícil adoptar una tradición ajena a la propia, lo dificultoso es legitimarla en la propia tradición vernácula contrapuesta. Las dificultades que esto entraña es la razón por la cual se atribuyó el fracaso de la tradición oriental en suelo occidental. Las condiciones de la vida occidental impidieron que el budismo y el hinduismo florecieran como fenómenos espontáneos, y tuvieron que refugiarse en pequeñas comunidades sin repercusión social.

Esto nos retrotrae a las agudísimas reflexiones de Walter Schubart6 cuando escribe que existe una profunda antítesis entre Oriente y Occidente. Se trata de dos tipos de almas con distinta profundidad metafísica. El de Occidente es antropocéntrico, tiene sed de inmortalidad personal, asume la vida como única, tiene sed de ser. En cambio el de Oriente tiene sed de no ser, cree en la reencarnación, aspira a la Nada y es cosmocéntrico. El alma china es armónica, la hindú ascética, la occidental heroica. No sabemos si llegarán algún día a sincretizarse o permanecerán antípodas. Por su parte, la cultura occidental es heroica y tiene una fase gótica y otra prometeica. Pero la era prometeica es ya vieja y sobrevendrá la era del arquetipo mesiánico (amor y fraternidad). Para que llegue la casa ecuménica hará falta una guerra mundial universal (¿o un desastre apocalíptico?).

Como ejemplo de la reducida repercusión de la soluciones orientalistas en suelo occidental tenemos el caso de más de un siglo de predicamento de la Sociedad Teosófica –estrechamente ligada a la masonería-, impulsada por Mme. Blavatsky y Annie Besant y secundados por Leadbeater, Sinnett, Arundale, Jinarajadasa entre otros, ha terminado en un minúsculo grupo de miembros esparcidos por diversos países del mundo occidental pero sin mayor repercusión, como los rosacruces, la antroposofía y demás sociedades secretas. Su objetivo supremo era formar el núcleo de la fraternidad universal sin distinción alguna, revelar que el alma es inmortal, compuesta de un cuerpo mental, un cuerpo astral y un cuerpo físico, que puede recibir la ayuda de Maestros supremos para lograr la evolución del hombre perfecto, investigar los poderes latentes del hombre, el cual puede romper la cadena reencarnacionista para existir con el cuerpo causal en la esfera de la realidad eterna.

Esta mezcla informe de hinduismo con el budismo, que combina filosofía, religión y ciencia, lejos de proporcionar un sentido de la vida terminó no sólo en una intrascendente diáspora de pequeñas sectas y mezquina lucha de egos, sino que reproduce el mismo destino mágico-vulgar del gnosticismo del siglo II.

El gnosticismo es un tipo distinto de religiosidad de carácter cíclico y egocéntrico, que implica una antropología, cosmología y soteriología que enfatiza la importancia de lo intemporal. Termina aislando al individuo en un solipsismo egoísta. Es además, un fenómenos general de la historia de las religiones y no sólo compete a ciertos gnósticos paganos heréticos, hay también gnosis cristianas ortodoxas (Orígenes, Clemente, etc.)7. La teología doceta es de carácter gnóstica. El docetismo fue una secta cristiana de la antigüedad que sostenía, como el orfismo y el pitagorismo, que la materia era mala, baja e impura, por tanto Cristo no encarnó realmente, su cuerpo era apariencia. Por ende, crucifixión, resurrección y ascensión fueron ilusorias. El Corán, por ejemplo, acepta el docetismo y su cristología gnóstica.

El estudio del pensamiento orientalista, emprendido por ejemplo por Christian Jambet8, subraya que la lógica de los orientales es una lógica de lo imaginal, la cual hace sensible el otro mundo, lógica que tiene su inspiración en el neoplatonismo, gnosticismo, docetismo y especialmente en el deseo de éxodo que se corresponde con el ascenso del alma al mundo sutil. Ahora bien, la gran limitación del neo-gnosticismo occidental actual, que en el fondo es un neo-docetismo,  es no someter a crítica la idea gnóstica dualista de la preexistencia del alma y de la materia, ésta última dotada de un carácter maligno, sin lo cual el docetismo se derrumba. Lo que Puech, Jambet y Corbin subrayan bien es que se trata de una aspiración a trascender el tiempo por un esfuerzo de éxtasis personal, pero no llegan a advertir que por eso mismo es una actitud racionalista (la mente humana por su propio esfuerzo se eleva a Dios o a lo trascendente), que se condice con el secularismo de la modernidad laica y descreída.

Entonces, en medio de la imperante sociedad de la sensación y hedonista posmoderna, la actitud existencial teúrgica, esotérica, aristocrática y despreciativa del cuerpo condenaba a la gnosis al fracaso como solución al sentido de la vida. Y una razón teológico-filosófica de fondo que la aislaba de la tradición religiosa occidental era su negación de la posibilidad de la teología de la encarnación. Sin teología de la Encarnación no existe posibilidad para el gnosticismo de reivindicar la materia, lo terrenal y lo inmanente.

En la sociedad moderna el hombre arreligioso encuentra gran atracción por los misterios y lo oculto, pero las organizaciones esotéricas son de una deplorable pobreza espiritual que tampoco ayudan a espiritualizar su vida drásticamente desacralizada9. Entonces, en la actualidad esta búsqueda de satisfacción de las necesidades religiosas inhibidas se encuentra en la “religión a la carta”, las sectas, el sexo, el dinero, el poder, las drogas, el fanatismo deportivo, los ídolos de la música popular, el afán de novedades, entre otros. Pero todo esto deja vacio al individuo porque no da cuenta de la íntima necesidad humana de transmutar el sentido de la muerte. Toda vida humana auténtica busca una transmutación espiritual que confiera a la muerte la función positiva de preparar un nuevo nacimiento, y esto por lo general se conseguía a través de la religión y la filosofía; pero toda vida humana inauténtica, si no opta por lo mágico e idolátrico, suele desvirtuarse sumergiéndose en el tráfago de lo superficial, contingente y eventual, cuando no en una confusa mezcla de ciencia y religión.

Desde un punto estrictamente filosófico –aunque orientalista- hay quienes sostienen, como Miguel Polo Santillán10, que en este fluir de lo cotidiano no todo es superficial y se puede desarrollar una conciencia atenta a las cosas que uno piensa, siente y hace cuando están ocurriendo, de manera semejante al retorno a la simplicidad del taoísmo, a la captación de lo presente por el budismo zen y al autoconocimiento enseñado por Krishnamurti. Y así Polo, apoyándose en estas tradiciones, contrapone la “mirada atenta” a los marcos narrativos, las creencias y los valores. Para él no hay necesidad de recurrir a Dios ni a valores superiores que constituyen una evasión. La “vida atenta” basta para construir un mundo feliz y armonioso con el otro. Afirma que es una forma de vida y no un ideal, que está entre el racionalismo y el nihilismo.

Sin embargo, Polo deja sin fundamentación óntico-ontológica a la “mirada atenta”. Esta mirada atenta que nos permite el autoconocimiento no sólo exige mucha energía mental, sino que implica valores y marcos de referencia sobre los cuales juzgar y discriminar. La “mirada atenta” no es una entelequia abstrusa, sino que está signada por estructuras fenoménicas, existenciales, eidéticas y de valor que le da sentido. Además, esta adhesión suya a la ilusoria experiencia de eternidad presentada por Krishnamurti merece un breve comentario.

Primero, el Krishnamurti de Polo es el Krishnamurti de José Russo11, según la cual éste es un redivivo Sócrates del “conócete a ti mismo”, en vez de preconizar la unión del yo con el universo. Segundo, otra coincidencia con esta ética de la autognosis, que Russo le atribuye a Krishnamurti, es su rechazo de un Dios providente y omnipotente que limita nuestra libertad personal, y en esto revela estar atrapado en el concepto hegeliano de “alienación”. Tercero, considera que reencarnación y resurrección son racionalizaciones consoladoras ante el temor a la muerte. Es decir, rechaza y carece de una teología de la Encarnación. Cuarto, dice no rechazar lo inmanente ni lo trascendente pero se trata de la trascendencia del ego hacia una trascendencia mayor, pero dentro de lo inmanente. Su sentido unívoco del ser, propiamente panteísta, es inocultable. De modo que Polo no logra salir de los marcos desacralizados y descreídos de la cultura moderna, que paradójicamente coincide con el inmanentismo atávico de la filosofía china y del budismo primigenio oriental. Quinto, su vitalismo de autognosis preconiza disolvernos en conexión con el cotidiano vivir, sin embargo no precisa cuáles son las estructuras de la cotidianidad auténticas e inauténticas. Sexto, descarta que pueda haber una verdadera mirada atenta creyendo en Dios. Y en esto, nuevamente, se muestra dependiente de la categoría hegeliana de alienación.

En realidad, la filosofía moderna sometió a la teología y a la ética a una crítica despiadada con la herramienta de la razón. La visión mecanicista de Descartes llevó a prescindir de Dios, el panteísmo de Spinoza ayudó a la secularización, la lógica del corazón de Pascal fue un precario baluarte de la fe al prescindir de la razón, en Leibniz su Dios plotiniano depende de la esencia divina, los enciclopedistas destronaron a Dios como Juez providente y en su lugar colocaron a la humanidad, Hume pretendió demostrar que la religión natural no es más que un sueño filosófico, Kant consideró pelagianamente a la religión como moralidad, Schleiermacher sabelianistamente rechazó la Trinidad, Hegel convirtió la Trinidad en dialéctica del Espíritu Absoluto y es señalado por la Iglesia de disolver a Dios en la inmanencia –ya vimos que esto no es exacto-, Nietzsche declara la muerte de Dios por antivital, Kierkegaard rechaza la prueba objetiva de la existencia de Dios, critica el concepto popular de Dios-amor y en el centro de su fe coloca la paradoja de la Encarnación.

La crisis tenía que llegar a la teología tanto protestante como católica, así K. Barth afirma que Dios sólo es cognoscible por la gracia y no por la razón natural, P. Tillich estima que Dios es suprapersonal y el nuevo ser es el hombre divino, R. Bultmann negará rotundamente lo sobrenatural, Robinson afirma que la teología debe ser secularista; mientras que en el lado católico, Dewart sostiene que hay que deshelenizar el dogma, Dupré considera que deben crearse nuevos símbolos religiosos, Rahner pretende que el Dios inmutable puede hacerse otro que deviene, y para Letter el hombre es el llegar a la unión hipostática de Dios. Ahora es la visión cuántica la que pretende prescindir de Dios basada en la hipótesis del multiverso, geometría no conmutativa, geometría cuántica, una reconsideración del ajuste fino y una creación ex nihilo sin Dios. La estrategia es que a partir de temas controvertibles de la cosmología actual se desahucie a la teología natural de la cosmología moderna.

Ante tan pesado lastre racionalista y crisis de la fe no es extraño, entonces, encontrar en el mismo orbe occidental soluciones filosóficas que viren hacia la tradición oriental, especialmente china, caracterizada por su tendencia a la armonía, pero a una armonía fundamentalmente inmanente. Esto es lo que acontece en la propuesta sino-orientalista de Polo, donde no hay el sentimiento gnóstico de la vida, con su deseo de separarse del mundo material y ascender a lo Uno, pero se trata de un constructivismo intuicionista de tendencia sino-orientalista, por el que se busca explicar el sentido de la vida adecuándolo a la doctrina de la vida atenta.

Predomina en él, muy occidentalmente, la hermenéutica desmitificadora de la sospecha sobre la hermenéutica remitificadora de la escucha, pero sólo para rechazar el teísmo, pues la vía dorada de la vida atenta implica la conexión con nosotros mismos, con los otros y con la naturaleza.  Sus elogios a la simplicidad del Tao, que se traduce en la conciencia atenta del fluir de lo cotidiano, hace pensar en una interpretación panteísta con su inseparable criterio unívoco del ser. Cabe preguntarnos también en qué medida la ética del no hacer que implica el taoísmo puede conciliarse con el espíritu prometeico del hombre occidental. En todo caso habría que darle la vuelta a éste como a un guante, y esto, de por sí, equivale ilusamente casi al cambio completo de su tradición cultural.

Pero también en Polo no hay una comprensión no religiosa de Dios, como la busca Bonhoffer en su esfuerzo secularista,  sino, la ratificación de la “muerte de Dios”, en el sentido de la desacralización del mundo cósmico e histórico. O sea, ratifica los pareceres de Nietzsche (hundimiento definitivo de Dios en la historia), y de Sartre (pérdida de la experiencia divina en nuestra época), y se distancia de las interpretaciones sobre la muerte de Dios de un Hegel (muerte de Dios como un elemento del proceso divino) o de un Lutero (padecimiento real de Dios en la cruz de Jesús). Luego se ha sostenido que la crisis de Jesús en la cruz representa la muerte eterna de Dios (Moltmann). Es decir, en Polo se excluye de plano que la verdadera creencia en Dios, es decir, sin idolatría, implique una mirada atenta al mundo. Así, su planteamiento ante el problema de Dios puede entenderse también  dentro del itinerario que le ha tocado recorrer a la teología de Dios en el mundo occidental.

La teología de Dios demuestra que a través de la historia la Revelación sobrenatural de la Palabra ha tenido que luchar contra la secularización inmanente del pelagianismo y del monoteísmo sabelianista. En consecuencia, por su asunción del panteísmo monista del taoísmo Polo se halla próximo al monoteísmo sabeliano y al inmanentismo pelagiano. Esta extraña combinación es posible gracias a la migración a otra tradición cultural-filosófica. Pero nos preguntamos, ¿qué tipo de reintegración con el ser se puede pretender si el límite de la trascendencia es la trascendencia del ego?, ¿cómo puede ser lo cotidiano una experiencia auténtica del vivir si previamente no se han despejado sus estructuras inauténticas que la inundan?, ¿no constituye una evasión mayor, que el Dios providente y los valores superiores, recurrir anatópicamente a una tradición cultural extraña?, ¿una sociedad desarticulada y fragmentada está en condiciones de emprender una “purificación de la mente” o de ser arrollada por una “recolonización mental china”?, ¿a qué se religa la “actitud atenta” en un contexto dominado por el egocentrismo y el narcisismo?, ¿puede la “vida atenta” resolver el problema del sentido de la vida si se limita solamente a posibilitar el sentido dejando a los demás la afirmación de instituciones con sentido?, ¿acaso esta inacción social no lo hace caer en el ontologismo abstruso, el moralismo infecundo y en el psicologismo estéril?

Justamente por ello, su esfuerzo no logra escapar de la perspectiva inmanentista de la modernidad desacralizada y descreída. En este sentido, la propuesta de Polo no logra salir de las garras egolátricas de una modernidad que expresa combatir.

Como vemos, la carencia o rechazo de la teología de la Encarnación, que en el fondo refutaría el sentido unívoco del ser, conduce a una teosofía del ascenso del alma a lo Uno o a un inmanentismo filosófico de lo verdadero como únicamente lo terrenal. La mirada atenta de Polo es otra variante de esto última.
En otros términos, si las soluciones orientalistas al sentido de la vida en Occidente resultan desarraigando al hombre de su propia tradición cultural, entonces profundizan su alienación, ahondan la irracionalidad de la totalidad del sistema imperante, presentan soluciones ilusorias al pretender la eternidad en la inmanencia, resultan impracticables por exigir una fuerza mental que lo aíslan del cambio efectivo del sistema social y termina acentuando la secularización de la modernidad tardía y el olvido del ser y de Dios en una inmanencia sin trascendencia verdadera.

4.    No es un asunto meramente valorativo

¿Es el problema del sentido de la vida básicamente un asunto valorativo? ¿Qué hay detrás del valor para que sea posible darle sentido a la vida? ¿Por qué hay valores incapaces de suscitar una vida con sentido? ¿De qué depende que un valor se convierta en sentido de una vida? ¿Es lo mismo “sentido” y “valor”? ¿No es el “sentido” la dimensión previa al “valor”? Si así fuese, el valor por sí solo sería capaz de llevarnos hacia una vida con sentido, sin embargo, no lo es.

El sentido de la vida no es un asunto primariamente valorativo, sino un problema ontológico del ser. Cambiar el cartesiano “pienso, luego existo” por el existencialista “existo, luego pienso” apenas varía la perspectiva subjetivista, porque la peculiar tendencia de la cotidianidad del hombre es creer que su valor es el correcto. De modo que el sentido de la vida no se resuelve con los valores, sino en el esclarecimiento ontológico del valor mismo.

Alfonso López Quintás12 estudia la relación entre valores y sentido de la vida, es decir su perspectiva es axiológica, pero en ella siguen en la oscuridad los fundamentos ontológicos de los valores. Los valores por sí solos no son capaces de restituir el sentido de la vida porque son determinaciones de una cosa, se adhieren a las cosas, se asientan sobre la realidad de las cosas, se quedan en las determinaciones ónticas de un ente.

Es necesario volver a sumergir la reflexión sobre el valor en lo verdadero o existente, meditación por lo demás de raíz platónica, mantenida a lo largo de toda la Antigüedad y la Edad Media. Pues la reflexión autónoma sobre el valor, unida de la mano con la reivindicación de la existencia finita, dio importantes frutos pero terminó desconectando el valer del ser, dentro de una anarquía axiológica consumada en el nihilismo de raíz relativista y nominalista. Pero si el valor está unido al ser, entonces no puede ser sometido a una arbitrariedad subjetiva, pues lo que posee más ser tiene la mayor dignidad metafísica, es estimado y deseable, el ser es por antonomasia lo deseable, aquello a que lo inferior aspira.

Esta es la concepción platónica del valor cuya moderna investigación concibe el valor como algo absolutamente independiente de las cosas, son entidades ideales, seres en sí, situados en una esfera ontológica y metafísica independiente.

El valor está ligado al ser. Es más, Dios es el valor último y el valor supremo. Hombre y mundo son en el ser, la verdad y el valor por Dios, encarnación del ser y el valor mismo. En cambio, al no tomarse en cuenta el ser en su mayor dignidad metafísica el valor termina secularizándose. De manera que el valor en su sentido original alude a Dios mismo, quien hace posible los modos derivados del valor. Lo contrario es el nominalismo ético, donde el valor depende del deseo o de los sentimientos de agrado o desagrado. El valor se funda entonces en la subjetividad, en la reducción de todos los valores de orden superior a los valores de orden inferior. Scheler, con su “teoría de la apreciación”, representa una posición intermedia entre el absolutismo y el nominalismo de los valores. El valor moral está dado sólo en o mediante aquella apreciación, cuando no es producido por ella.

Como se advierte la cuestión ética es una trasposición de posturas gnoseológicas y metafísicas y, por ello, el sentido de la vida no es un asunto primariamente valorativo, sino un problema ontológico del ser. La profunda crisis espiritual que vive la humanidad occidental, especialmente, no se resolverá con la asunción de valores si éstos no van acompañados de una clara visión metafísica que los arraigue en Dios. La vida misma no puede alcanzar su más alto sentido sencillamente abriéndose a los valores, como supone López Quintás, porque el valor mismo puede ser tomado como una preferencia subjetiva del individuo. Por eso hay que partir del reconocimiento de las verdades eternas, fundadas en un sujeto absoluto llamado Dios. De lo contrario se deriva hacia el subjetivismo de las verdad, donde sin el hombre no hay verdad, sin descubrimiento no hay verdad. Es cierto, por ejemplo, que las leyes de Newton se volvieron verdad por obra de su descubrimiento, pero esto no significa que no fueran verdad antes que Newton las hiciese accesibles. En otros términos, una cosa es la verdad para el conocimiento y otra es la verdad como realidad. Es por esto que no se puede decir que sin descubrimiento humano no hay verdad, la realidad es verdadera en sentido ontológico aun cuando el hombre no lo descubra. Verdad no sólo hay hasta donde y mientras el hombre es, sino que la verdad es incluso sin el hombre. Volvemos a decirlo: Verdad en su sentido original alude a Dios mismo, el cual no depende del hombre. Heidegger13 advirtió que no pertenece a Aristóteles la tesis de que el juicio o la proposición sea el lugar original de la verdad, pero de aquí extrajo la conclusión errónea de que era más bien el juicio el que se basa en el “estado de abierto” del dasein, cuando en su lugar se basa en el estado de abierto de la realidad misma. En una palabra, no es el hombre el que hace posible la verdad sino Dios mismo. Sólo no tomando el valor como una preferencia subjetiva del individuo, sino, reconociendo que el ser de mayor dignidad metafísica es digno de ser estimado, es que es posible revertir el sinsentido de la vida sobre la base de la disolución del olvido del ser en cuanto ser. Suponer lo contrario ha conducido a la edificación de una vida y de un mundo sin contenido ético, anético. Lo anético es una exacerbación de lo pragmático en lo moral.

A propósito es preciso señalar que es muy general afirmar que el hombre moderno se ha constituido en torno al problema de emanciparse del dominio que ejercía la Iglesia como depositaria de la verdad absoluta. Más preciso es destacar que el hombre moderno ha pugnado legítimamente por una razón de ser y propósito del conocimiento basada en la autonomía humana. Pero este esfuerzo ocultaba una lucha de base no contra Dios sino contra la imagen demasiado teísta de Dios.

En otros términos, el hombre moderno es el que con mayor nitidez ha sentido la incompatibilidad de su autonomía con la libertad absoluta de Dios, pero eso era debido a que la Iglesia se mantuvo aferrada desde Nicea a una imagen demasiado absoluta, lejana, remota, ahistórica de Dios, en vez de poner énfasis -incluso en la praxis- en el mensaje del Dios encarnado y hecho hombre, en la mística activa de Jesús.

Lo que la voluntad emancipatoria del hombre moderno reclama es una nueva imagen de Dios, más histórica, inmanente y cercana al sufrimiento humano, demanda poner en práctica la prédica de caridad activa Jesucristo, estar junto con el débil y el oprimido en la edificación de un mundo mejor. En consecuencia, es más preciso decir que el hombre moderno se constituye en torno al problema de emanciparse del dominio que ejercía la imagen demasiado trascendente de Dios defendida por la Iglesia como verdad absoluta.

Pero existe además otro elemento que configura la conciencia del hombre de la modernidad tardía y es el que está relacionado con la conciencia apocalíptica suscitada por el calentamiento global y el cambio climático. En medio de la hoguera del infierno que recalienta la tierra, Sloterdijk14 ha intentado mostrar que el hombre apocalíptico se ve así mismo como espectador del Juicio Final. Partiendo de una fenomenología del espacio vivido parte de la idea de que la esfera es el espacio humano por excelencia, comenzando por el útero, la caverna, la redondez de la tierra y la globalización actual. Esto es como decir que el hombre y su burbuja componen una unidad por antonomasia. Pero la verdad es que no sólo en Grecia, sino en la India, China y en otras civilizaciones esta burbuja varias veces ha estallado con la idea de un Dios ordenador, un principio indeterminado (apeiron) o un Dios Creador. Lo cual no invalida la esferología y sí, más bien, lleva a pensar en el impulso matricida de acabar con la esfera, salir de ella, como si el hombre buscara una nueva adultez, un nuevo nacimiento, una regeneración, una plena realización. No hay duda que el hombre tras su pragmatismo encierra un hondo misticismo, signado en su impulso por la regeneración y el nuevo nacimiento. Esto es ya asunto de la soteriología y la escatología. Sin embargo, tras la ilusión de dominar la naturaleza, el hombre contemporáneo es aprisionado por la sensación de encontrarse más a su merced que nunca. Ahora es cuando es más fácil convencernos de que la “Naturaleza” no es algo de lo que se puede hacer un uso arbitrario, pues la verdadera naturaleza es una naturaleza salvaje, libérrima, autónoma.

El ideal baconiano de “arrancar a la naturaleza sus secretos” y de hallar un nuevo paraíso en manos de la ciencia está fracasando rotundamente. El concepto de “desarrollo sostenible” se ha revelado como un error fatal, que demostró ser el talón de Aquiles de la Cumbre de Río y de la estrategia de sostenibilidad. El círculo vicioso de deforestación, erosión, destrucción de reservas de agua, emisión de gases invernadero, sequías, hambrunas, nuevas epidemias desconocidas, asteroides que se acercan peligrosamente, mercado que impera sobre la ciudadanía y la cortedad de tiempo para encontrar en el breve plazo soluciones tecnológicas imprevisibles a través de la  geoingeniería, incrementa la convicción de que se requiere un salto cuántico para evitar que la humanidad se convierta en la plaga que destruya al planeta15. Entonces se requiere la domesticación del horror expresada en las visiones apocalípticas de Hollywood y en la explotación de los calendarios ancestrales, como el calendario ritual maya que calcula la gran catástrofe de la humanidad para el 21 de diciembre del 2012. Cine, documental y literatura, lastimosamente no inventan el tema del cambio climático, porque los casquetes polares y los glaciares se derriten de verdad y de modo dramático. Y es que cuando la esperanza se va agotando en un mundo sin Dios, entonces lo que queda es acostumbrarse al desastre inminente de la crisis presente. Mientras que la mentalidad apocalíptica del creyente es de carácter salvífica, la del hombre nihilista es perdicionista, autoaniquiladora y nadificante, en una palabra mefistofélica.  

En suma, el sentido de la vida es un asunto intensamente metafísico-religioso y no meramente pragmático, porque afecta directamente las relaciones de lo inmanente -consigo mismo- y lo trascendente. La inmanencia es sólo una de las dimensiones de lo finito, la otra es la trascendencia. Pero la trascendencia de la finitud no es la trascendencia en sí, y la inmanencia de la finitud no es la inmanencia de la trascendencia en sí. El Dios de cristianismo es una trascendencia que cumple su designio como una inmanencia que vuelve a unir ambas dimensiones. La humanidad de lo divino lejos de representar el hundimiento definitivo de Dios en la historia, más bien encarna el contenido trascendental que tiene la inmanencia para Dios. Hay trascendencia en la inmanencia y hay inmanencia en la trascendencia  (creación, encarnación, resurrección). Y no obstante ambos ámbitos no se confunden aunque se intercepten. Es decir, en el proceso de lo divino no sólo el hombre va hacia Dios, sino que también Dios viene al hombre, no sólo como omnipotente sino también como hombre. La humanidad de Dios se revela así como el propósito misterioso de una libertad que sacraliza el mundo. En cambio, la modernidad con su valioso intento de reivindicación de lo finito y terrenal derivó hacia la negación de las relaciones de la finitud con lo absoluto, terminando en el aislacionismo solipsista del individuo.

El desafío del presente es reconocer que el fuero de la finitud cumplida no sólo no se agota en lo inmanente ni se realiza en lo trascendente, sino que se consuma en una trascendencia encarnada en lo terrestre. En otros términos, la finitud requiere verse como  la encarnación de lo absoluto que la justifique, la hermane y la salve.

Lima, Salamanca, Mayo 2012

Notas
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1 Cf. Alberto Wagner de Reyna, El concepto de verdad en Aristóteles, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza 1951. Para el autor lo lógico y lo real son diversos –no están en el mismo plano ontológico- pero idénticos en el sentido de la verdad, esto es, del conocimiento como captura del ser en su descobertura.
2 Como lo hace Rom Harré en su libro 1000 años de filosofía, Santillana, Madrid, 2008.
3 Ibid, 29, 44.
4 Véase mi libro: Nihilización del deus in terris, IIPCIAL, Lima, 2008.
5 Samuel Huntington, El choque de civilizaciones, Paidós, Madrid, 1997.
6 Walter Schubart, Europa y el alma de Oriente, Ed. Poblet, B. Aires, 1947.
7 Cf. Henri Charles Puech, En torno a la gnosis, Taurus, Madrid, 1982. .
8 Christian Jambet, La lógica de los orientales. Henry Corbin y la ciencia de las formas, FCE, México, 1989.
9 Cf. Mircea Eliade, Iniciaciones místicas, Taurus, Madrid, 1984.
10 Cf. Miguel Polo Santillán, Indagaciones sobre el sentido de la vida, UIGV, Lima, 2011.
11 Cf. José Russo Delgado, Krishnamurti. Los grandes temas. UNMSM, Lima, 2002.
12 Alfonso López Quintás, El sentido de la vida, Revista Consensus, UNIFE, vol. 11, nº 1, Lima, 2006.
13 M. Heidegger, Ser y tiempo, FCE, México, 1993, p. 240.
14 Cf. P. Sloterdijk, Esferas III: espumas, esferología plural, Siruela, 2006.
15 La idea del hombre como ser decadente y animal enfermo (Lessing, Klages, Daqué, Frobenius, Spengler) encuentra actualmente desarrollo en la obra de Ricardo Paredes Vasallo, La Plaga Humana (Pies de Plomo, Lima 2008), desastre que lo asocia con la creencia en Dios y cree encontrar la solución en la idea rousseauniana de retorno a la naturaleza. Sin embargo, cabe preguntarnos si estamos preparados para dicho “retorno”, qué garantiza que no iniciaríamos un nuevo ciclo “destructor”, bajo qué parámetros conceptuales puede este “nuevo hombre” sin Dios dejar de ser una “plaga”. Lo que a esta tesis le sobra de destructora le falta de constructora.

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