José María Arguedas
La larga despedida de Arguedas La larga despedida de Arguedas

Por Iván Herrera Orsi
Fuente: El Comercio, Lima 27/11/2011
http://elcomercio.pe/impresa/notas/larga-despedida-arguedas/20111127/1339812

El 28 de noviembre de 1969, José María Arguedas tomó la decisión fatal de dispararse en la sien. El 2 de diciembre falleció. En las siguientes líneas, un recuento de lo sucedido aquel infausto día.

Unas planchas de calamina cayeron al piso: eso es lo que pensó Andrés Solari Vicente cuando sonó el disparo. Aquel viernes 28 de noviembre de 1969, un camión estuvo descargando materiales para la ampliación del pabellón de Sociales de la Universidad Nacional Agraria La Molina. El pabellón funcionaba en lo que fue una casa hacienda. Hace 42 años, mientras se ponía de acuerdo con unos compañeros sobre el contenido de un boletín cultural, lo más natural fue que el estudiante Solari interpretara el estruendo como un incidente de albañilería.

¿Cómo imaginar otra cosa? Apenas un rato antes –a Solari le parecieron cinco minutos– se había encontrado con José María Arguedas, vestido con un traje azul oscuro pero sin corbata. Arguedas le había enseñado un par de cursos de antropología, y con frecuencia se dejaba acompañar hasta su despacho por él y por otros universitarios, a quienes escuchaba como si realmente tuvieran algo interesante que decir.

Ese viernes el antropólogo y novelista había entrado al ambiente donde el alumno preparaba el boletín, y desde allí hizo varias llamadas telefónicas. “Solari, quiero hablar contigo. Te espero en mi oficina”, repite desde México el hoy catedrático de Economía al repasar aquel diálogo final. Y se lamenta de que el boletín le demorara tanto.

ORACIÓN EN EL MAIZAL
“El último año de Arguedas, su obsesión era terminar su novela”, explica Carmen María Pinilla, socióloga y especialista en la vida de este escritor. Se refiere a “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, un proyecto que inició en 1966 por su interés en recopilar los mitos de los migrantes andinos en Chimbote y que lo empujó a recorrer innumerables veces los arenales de dicho puerto pesquero en su Volkswagen. Para noviembre de 1969, la licencia que le dio la universidad para que se dedicara a tiempo completo a la investigación había vencido y hacía rato que su historia se había entrecruzado en su manuscrito con una trama más sombría.

“Escribo estas páginas porque se me ha dicho hasta la saciedad que si logro escribir recuperaré la sanidad. Pero como no he podido escribir sobre los temas elegidos, elaborados, pequeños o muy ambiciosos, voy a escribir sobre el único que me atrae: esto de cómo no pude matarme y cómo ahora me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia, molestando lo menos posible a quienes lamentarán mi desaparición y a quienes esa desaparición les causará alguna forma de placer”, anotó el 10 de mayo de 1968, dos años después de un primer intento de suicidio. Estas líneas son parte del texto conocido como el Primer Diario, que él decidió incluir en el libro que no vería publicado.

José María Arguedas llevaba demasiado tiempo muriendo. En una carta a su hermano Arístides, en 1944, se acordaba de las noches cuando niño en que despertaba llorando a gritos, y su padre debía levantarse y sacarlo al corredor para que la vista del cielo y el beso del aire frío lo calmaran. En un discurso contó de una ocasión en que su hermanastro –un tipo que una vez lo obligó a presenciar una violación– le arrojó un plato de mote en la cara . “Me dijo: ‘no vales ni lo que comes’. […] Yo salí de la casa, atravesé un pequeño riachuelo, al otro lado había un excelente campo de maíz, me tiré boca abajo, en el maíz, y pedí a Dios que me mandara la muerte”.

LA PUERTA
El ex portapliegos de la Universidad Agraria Rolando Jáuregui Silva tiene ahora cerca de 70 años. Pasa sus años de jubilado en su casa de Musa, una urbanización del distrito de La Molina fundada por trabajadores de ese centro de estudios. Mientras escribimos esta crónica, se encontraba de viaje, por lo que no pudo recibirnos; sin embargo, en el 2008, nos concedió una entrevista telefónica. Él fue el primero que encontró a Arguedas después de que se pegara un tiro en la sien izquierda en un baño de la facultad.

“Estaba en una oficina esperando una orden para llevar o recoger un documento, y escuché una detonación. ¿Qué habrá pasado?, me pregunté. No le di mucha importancia. Tenía que irme a lavar las manos. La puerta del baño estaba entreabierta. La empujé y no se abría. Escuché un ronquido. Cuando por fin entré, vi a este señor tirado en el piso. No vi sangre. Ni siquiera me percaté del arma. Yo nunca había visto un muerto ni nadie que se hubiera disparado”, dijo.

A esa hora, 5:30 p.m., al inicio del fin de semana, los profesores y empleados ya estaban de salida. Rolando, entonces de 27 años, se encontró con un grupo de alumnos. “¡Ha habido un accidente! ¡El doctor Arguedas!”, les avisó.

–Nos dijo que José María estaba herido en el piso del baño. Avisamos a quien pudimos. Vinieron el rector, el médico, un policía; lo levantamos hasta una camioneta de la universidad. Fuimos Julio Cárdenas [otro estudiante], el chofer y yo, con José María, hasta la avenida Grau, al policlínico de emergencias que estaba al lado del Hospital Obrero. José María estaba inconsciente. Teníamos las manos y la ropa ensangrentadas –narra Solari.

RECADOS Y CANCIONES
Lilly Caballero de Cueto, promotora de la educación inicial en el país y madre del novelista Alonso Cueto, se enteró del suceso en un avión, cuando regresaba a Lima tras inaugurar una biblioteca popular en Tambogrande de la cual fue elegida madrina. Abrió un periódico y la noticia le heló el corazón. Lilly y su esposo, el educador Carlos Cueto Fernandini –ministro del primer gobierno de Belaunde y fallecido poco después del golpe de Velasco–, fueron durante décadas amigos cercanos de Arguedas. A él le dedicó su poema “Llamado a algunos doctores”. Con ambos pasó largas veladas junto con Celia, su primera esposa, en la peña Pancho Fierro, un pequeño local de Barrios Altos convertido en centro de difusión del arte andino. Los Cueto esperaban todos los martes la visita de Arguedas a almorzar.

Cuando Lilly llegó a casa, cargada de maletas y de angustia, la cocinera Virginia la recibió con la novedad de que don José María había llamado durante su ausencia. “Preguntó por usted, le mandó largos saludos, dijo que la quiere mucho y que no lo olvide”, le comentó la mujer, con quien el escritor solía conversar en quechua.

Los días anteriores al suicidio, Arguedas se abocó a hacer preparativos y encargos velados; y en los encuentros con los amigos dejó regadas pistas que solo cobrarían sentido más adelante. Uno o dos fines de semana antes de apretar el gatillo, recibió a María Rosa Salas, la ex esposa del poeta Antonio Cisneros, en su casa de Chaclacayo. Era un chalet ubicado en un condominio campestre que alguna vez funcionó como hotel. Carolina Teillier, hija de Sybila Arredondo, la segunda esposa de Arguedas, recuerda que este lugar situado a un paso del río parecía ideal para vencer el insomnio que lo aquejaba, si no fuera por el ruido con el que se anunciaba el tren aun de noche.

María Rosa, quien lo conocía desde que tenía 16 años, paseó con su anfitrión por los jardines conversando de un pleito que él había tenido con el narrador argentino Julio Cortázar; pero, esa tarde, el interés de Arguedas estaba centrado en la música. María Rosa estudió canto y música antigua, animada y apoyada por él; y es dueña todavía de una conmovedora voz de soprano. Arguedas, quien había aprovechado sus viajes para registrar el folclor andino, sacó su grabadora con ilusión, entonó para ella tristes y bellos cantos en quechua, y le corrigió las inflexiones. El posterior shock emocional mantuvo el caset olvidado por años en un mueble de la casa de María Rosa.

El antropólogo Alejandro Ortiz Rescaniere –hijo de José Ortiz Reyes, amigo y antiguo compañero de prisión de Arguedas– dice que, a mediados de noviembre de 1969, el escritor también le propuso grabar unas canciones, pero se echó para atrás al notar su desgano. Por esas mismas fechas, Arguedas dejó para él, en la oficina de su padre, una caja con apuntes de sus investigaciones. Hoy asume que pretendía legarle su puesto en la Agraria. Aquella vez se cruzaron en la puerta de la oficina e intercambiaron un par de palabras sobre el trabajo en Chimbote. “Hay un material formidable… ¡Y yo con ideas suicidas!”, se admiró el propio Arguedas.

Alejandro no lo tomó en serio. Creció viendo a Arguedas como el tío reilón y bromista que jugaba con él y que gozaba contando chistes. Recién cuando el autor de “Los ríos profundos” se mudó una temporada a su casa, luego de que se separara de Celia Bustamante, comenzó a escuchar sus confidencias y a asomarse a sus sombras. Su padre renegaba a veces de que su amigo se quejara tanto. Ahora que había suspendido sus estudios en París y había retornado a Lima a insistencia de Arguedas –le había pedido que lo ayudase en un proyecto antropológico–, Alejandro lo encontró algo más solemne, aunque todavía dispuesto al chiste y a la carcajada. Lo único que le extrañó de él en ese tiempo fue que, en un restaurante al que acudieron en una salida imprevista, se mostrase inusualmente frío con un niño lustrabotas, como si alguna preocupación lo distrajera. Seis días después se entendería el motivo.

Al anochecer del 28 de noviembre de 1969, el lingüista Alfredo Torero condujo una hora desde La Molina hasta el Centro de Lima, con dos o tres sobres que José María le había confiado y con el presentimiento de que, mientras él manejaba, su amigo se había matado. Una noche de abril de 1966, Arguedas había tratado de acabar con su vida tomando barbitúricos en el Museo de Historia, en Pueblo Libre, apenas un poco después de que ambos habían estado juntos allí, conversando, entre otros temas, de ideas de suicido. En aquella oportunidad había dejado unas cartas en las que explicaba su decisión y Torero estaba seguro de que el contenido de las que ahora llevaba era similar.

ÚLTIMA CHARLA
Torero se había vuelto muy cercano al escritor en los últimos tres años. Compartían el despacho en la universidad, las ideas socialistas y el amor por el quechua. Aunque en general lo había visto en paz, algo en sus actitudes y en sus palabras lo hacía adivinar lo que pretendía. Torero lo cuenta en un libro suyo: aquel mismo viernes pasaron alrededor de nueve horas charlando; buscaban en auto y a pie lugares tranquilos en el campus. Dos días antes José María le había pedido hablar, pero llegado el momento no planteó un tema definido. Trataron de Cuba, de la nueva ley universitaria, del gobierno militar, de la guerra de Vietnam, de las clases en la Agraria, de su infelicidad con Celia. Torero le sugirió que solicitara el cambio de un curso que querían asignarle y con el que no se sentía a gusto. Él respondió: “De todos modos, no voy a dictarlo”.

Y ahora llevaba consigo, hacia la librería de la plaza San Martín, en la que trabajaba Sybilla, los sobres que Arguedas le había encargado al despedirse. Esa misma semana, en la casa de Racila Ramírez –una cantante puquiana muy amiga de Arguedas–, este les había mostrado una carta que había escrito para el dirigente sindical trotskista Hugo Blanco, quien se hallaba encarcelado. En ella le decía, al expresarle su esperanza de un cambio social en el país: “Si ahora muero, moriré más tranquilo”.

En su libro, Torero cuenta que, al quedarse solo con Racila, compartieron su temor por un desenlace funesto. Racila –hoy de 87 años– no lo recuerda, pero sí recuerda que Arguedas pasó casi toda la víspera con ella y su familia, con quienes solía jugar casino, y lo notó turbado. En un cuarto que le prestaron, tocó una y otra vez un disco de música andina; y a Arístides, el hijo de Racila, le pareció verlo llorando.

Dime por dónde sale el sol
y por dónde sale la luna./
Dime cuándo se esconde
la luna y cuándo se esconde
el sol. / Por ese mismo camino
me iré yo.

Esa noche él tenía ánimos de quedarse hasta tarde. Les dieron las 2:30 de la madrugada contando chistes. Cuando al fin se despidió y ya caminaba hacia su Volkswagen, dejó olvidado su maletín de mano. Al alcanzárselo, Racila lo notó extrañamente pesado. “Es mi remedio”, le explicó. Y le pidió que al día siguiente cocinara quinua.

EL VIOLINISTA
Máximo Damián, amigo suyo desde 1950, también lo esperó en vano para comer el 28 de noviembre. Se habían encontrado el domingo en una fiesta costumbrista en Balconcillo, en la que José María cantó y bailó, exultante, y bebió chicha con cancha molida como un indio. Esa semana volvieron a coincidir en el centro y Arguedas le habló de un posible trabajo. Le dijo que el viernes en la noche quería ir a su casa. Así que Máximo Damián hizo preparar tinki y papa con queso. “Contento lo esperaba”, afirma, con sus ojos grises clavados en otro tiempo. Dieron las 8, las 9, las 10. A las once de la noche, apagó las velas.

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