Julio Ramón Ribeyro
La tentación de Ribeyro La tentación de Ribeyro

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Fuente: Peru21, Lima 30/08/09
http://peru21.pe/impresa/noticia/tentacion-ribeyro/2009-08-30/255066

Julio Ramón Ribeyro se hizo escritor sin importarle los problemas económicos. Mañana cumpliría 80 años.

Kafka pasó parte de su vida lamentándose de su trabajo como oficinista en una compañía de seguros. James Joyce tuvo que ser profesor particular de inglés para sobrevivir. Bukowski fue cartero y boxeador amateur en los ratos en que no estaba borracho. Y Julio Ramón Ribeyro tuvo que dedicarse a oficios como conserje, reciclador de periódicos y cargador de bultos en su larga estadía por Europa. En su caso, fue el precio de sus ansias por ser escritor y no abogado.

La juventud en la otra ribera. Ribeyro (1929) provenía de una familia de clase media que se fastidió cuando se enteró de que quería dedicarse a la literatura. Por eso, insistieron en que estudiara en la universidad –Derecho en la Universidad Católica–, hasta que, en 1952, ganó una beca de periodismo que lo puso en contacto con Europa, lo que en cierto modo resolvió su dilema: “Dentro de un año seré abogado, ¿para qué? Seguiré lo mismo, como ahora, en la sección legal de una compañía, sufriendo la rigidez de la jerarquía, el desdén de los potentados y con cuatro o cinco clientes tan paupérrimos que tengo yo que pagarles los gastos judiciales. La mañana de este domingo está muy bella, y no sé si estudiar mi curso de Derecho Tributario o continuar escribiendo mi novela camusiana (1951, Lima, texto de uno de sus diarios, reunidos en La tentación del fracaso).

Prosas apátridas. Aunque al momento de partir ya escribía –y no poco–, fue en París donde publicó su primer libro de cuentos, Los gallinazos sin plumas. Y viajó por Holanda, Inglaterra y España con una máquina de escribir, una maleta llena de libros, y un tocadiscos portátil. Desde ese momento, no dejó de producir –incluso hasta piezas de teatro–, y solo se detenía para trabajar. Luego fue periodista y consejero cultural del Perú ante la Unesco. En los años setenta se le detectó cáncer, mal que lo aquejó hasta diciembre de 1994, cuando falleció. Días antes de su muerte, ganó el Premio de Literatura Juan Rulfo –el mismo que recibieran, alguna vez, Arreola y Monterroso–. Pero, por su postración, no pudo recogerlo.

Con él se terminó ese entrañable mundo donde todos nos reconocíamos: el niño que no quiere crecer en Por las azoteas, la joven racista y oportunista de Alienación, los ancianos cascarrabias –pero tiernos hasta el fin– de Tristes querellas en la vieja quinta, y la miseria y fatalidad de las personas sin recursos –el dolor se siente más cuando se es pobre– en Al pie del acantilado. Porque Ribeyro era el hombre introspectivo que, cuando escribía, le arrancaba palabras al silencio.

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