José Watanabe
Que estés en los cielos Que estés en los cielos

Por Carlos M. Sotomayor
Fuente: Correo, Lima 27/04/07

José Watanabe era un hombre sosegado, apacible. No necesitaba “agitarse”, como diría el narrador Enrique Prochazka, para demostrar las evidentes bondades de su quehacer poético (La piedra alada, uno de sus últimos poemarios, alcanzaría, por sus elevadas ventas, el rótulo de Best-seller en el siempre difícil mercado español).

El Wata, como lo llamaban sus amigos, desplegaba en cada conversación aquella serenidad y sabiduría oriental que lo hacían entrañable. Tan entrañable que su temprana partida –inimaginable entre quienes lo apreciábamos– nos ha colmado de una inmensurable tristeza. Un cáncer a la garganta nos ha privado para siempre de su compañía.

Quizás pocos sepan que antes de consolidarse como poeta, Watanabe transitó por la Escuela de Bellas Artes de Trujillo y por la facultad de arquitectura en la Universidad Villarreal de Lima. Sin embargo, el destino ya le había reservado un lugar de privilegio en la poesía peruana.

Vitalidad poética

En 1971 obtuvo el premio Poeta Joven del Perú con su ópera prima Album de familia. Emparentado generacionalmente con Hora zero y Estación reunida (dos grupos poéticos que marcaban hegemonía en los setenta), Watanabe no pertenecería a ninguno, a pesar de ser amigo de ambos; reafirmando así, en su insularidad, la particularidad de su voz poética. Bromearía luego, diciendo que si no firmó alguno de aquellos manifiestos grupales quizás fue porque aquel día se encontraba agripado. Pasarían 18 años para la aparición de El huso de la palabra, publicado en 1989 bajo el sello Colmillo blanco. Luego se sucederían Historia natural (1994), Cosas del cuerpo (1999), Habitó entre nosotros (2002), La piedra alada (2005) y Banderas detrás de la niebla (2006). Libros que perfilarían su talento poético, anclado en la contemplación y en las revelaciones. O como lo resumía espléndidamente en unos versos de su último libro: “Entonces vi banderas que alguien, a lo lejos, agitó detrás de niebla./ Quedé deslumbrado y mudo. Ninguna apostilla sobre la belleza hablará realmente de aquellas banderas”.

En Laredo, su tierra natal, aprendería desde pequeño el valor de la contemplación en largas y silenciosas caminatas junto a su padre, como me contaría alguna vez.

“No se puede amar lo que tan rápido fuga./ Ama rápido, me dijo el sol./ Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino, a cumplir con la vida”, reza su célebre poema El guardián del hielo. Conocí a Watanabe a inicios del nuevo milenio y ya en la primera charla el afecto se hizo mutuo. Las visitas a su casa no fueron abundantes –a pesar de la invitación perenne del poeta–, pero por suerte seguí la lección del sol. Y cada encuentro con él, marcaba la renovación de mi aprecio y admiración. Tan sincera y entusiasta como la primera vez que contemplé, maravillado, el deslumbramiento de sus versos.

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