José Watanabe
José Watanabe: el guardián del fuego José Watanabe: el guardián del fuego

Por Rocío Silva Santisteban
Fuente: Domingo. La República, Lima 29/04/07

Cosas del cuerpo. “Antes yo llevaba mi cuerpo donde yo quería. Hoy es mi cuerpo el que me lleva a donde él puede llegar, que ya no es muy lejos. El cuerpo me impone sus reglas y a veces su lastre”.

Me dejará la muerte / gritar/ como ahora" y mientras tanto escucho, no un grito sino un susurro, la voz cansina, la dicción suave y lenta como para saborear cada una de las sílabas, la bien pronunciada "d" al final de la palabra dignidad. Escucho el cdrom que viene con el libro La Piedra Alada: la huella de la voz en un surco digital ha podido –¡sí, lo está haciendo!– volverla inmortal. Y parece que estuviera acá al costado, susurrando esas "eses" que dejaron de ser sonoras, y ahora son sibilantes. Y me aferro a la voz del amigo, a todos los libros que he puesto como un altar sobre el escritorio, para negar a la muerte. Y constato una vez más que José Watanabe sabía, con la precisión de un relojero oriental, que cada palabra pesa como el alma humana.

Nacido en Laredo, norteño más de lo que él hubiera imaginado, como muchacho campesino que no llegó a ser, Watanabe miraba a la tierra, la entendía, la escribía y luego dejaba que los otros la veneraran. Por los azares del destino, como él mismo lo solía recordar, la familia completa pudo venir a Lima y así, años después de las carreras de arquitectura y las tertulias en los bares del centro, donde él no tomaba –"cuándo has visto a un japonés tomando, pues, Rocío"– publicó su Álbum de Familia. Miembro de una familia numerosa, casi hijo de sus hermanas, supo entregarnos a través de su poesía los detalles de la vida familiar que, como en Vallejo o Valdelomar, constituyen el núcleo duro de lo que podría llamarse la ternura peruana.

Luego permaneció muchos años callado, quizás demasiados, y como dice en el pórtico de El Huso de la Palabra –y cito de memoria– levantaba los hombros cuando los amigos le preguntaban si estaba escribiendo un libro. Precisamente, este poemario que escribió como homenaje de regreso a la vida es uno de los mejores libros de poesía de los últimos cincuenta años. Sobre todo la sección Krankenhaus, cuyo poema sobre las siluetas de las aves que marcan "el límite de la transparencia del aire" es rotundo como un golpe de realidad. No exagero al decir, como lo saben los colegas que leen y releen la Mantis Religiosa o El lenguado, que "Wata" era uno de los grandes.

Lento como las músicas humildes, buscaba serlo, digamos que ostentaba su propia humildad: su casa de tercer piso en San Miguel, sus costumbres ascetas, su chasquido de boca ante las historias de ganadores. Era un curioso empedernido y hablaba por larguísimas horas de tecnología, arquitectura, arqueología o de películas mexicanas de los años 50, sabía que los otros le prestaban atención y, entonces, se agitaba, tosía, y volvía a permanecer un rato mudo. Habitante de la nocturnidad de la noche, como se dice de Santiago de Chuco para adentro, José Watanabe escribió en la vigilia ocho intensos libros de poesía, y sólo después de que editorial Norma publicara su antología El Guardián del Hielo, gracias a los buenos oficios de la poeta colombiana Piedad Bonnett, las editoriales españolas lo descubrieron, y su libro se convirtió en uno de los más leídos –ojo, que no sólo comprado– en España. Porque, insisto, Watanabe era uno de los grandes.

Le gustaban las palabras con diéresis. Lengüita, por ejemplo. Y las fábulas de animales, insectos y pescados. Cuando reía, codeaba al que estaba parado al costado, y alargaba el labio inferior cuando se resentía por algo, como haciendo un puchero. Y le sacaba poesía hasta a las piedras. Escribió una de las obras de teatro más políticas de los años 90, basada en una tragedia griega, Antígona, que Teresa Ralli interpretó de manera magistral. Y posteriormente, como negando en los hechos su reputado agnosticismo, escribió sobre el Verbo hecho carne: Habitó entre nosotros.

Watanabe quizás haya sido un hombre difícil, no lo sé, trabajé con él escribiendo decenas de hojas deleznables, y siempre mantuvo una profesionalidad que yo envidiaba. Aun en el más banal de todos los trabajos, Watanabe asumía los riesgos, y se comía por completo la historia, retorciéndose con el dolor de sus personajes y gozando con sus diálogos mejor logrados. Este texto les parecerá a algunos una canonización de Watanabe, el obituario que termina en elegía, la historia convertida en hagiografía. No me importa. Como dijo alguien hace mucho tiempo, y estoy convencida de tal hecho, todos los poetas son santos.
 

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