Fernando Silva Santisteban
Agresividad y condición humana Agresividad y condición humana

Por Gabriel Icochea Rodríguez
Fuente: Identidades Nº 89, Lima 18/07/05

La violencia entre seres humanos, por más organizada y dirigida que sea, siempre motivará la reflexión de antropólogos y biólogos. Rastrear estos debates desde el aporte de las humanidades nos ubica en la discusión que plantea El primate responsable, reciente libro de Fernando Silva Santisteban. (*)

La agresividad en la tradición intelectual de Occidente

Antes del siglo XIX, las reflexiones sobre la agresividad fueron limitadas y estuvieron incorporadas, por lo general, en las tentativas de definición de otros objetos. En el pensamiento griego, la descripción de la agresividad formaba parte de una investigación sobre el alma humana. En La República, de Platón, la parte irritable de ésta se hallaba ubicada en el pecho. Pero la agresividad nunca fue un objeto exclusivo de reflexión. No tenía por qué serlo; los pueblos antiguos habían asumido la guerra –la expresión más acabada de agresividad– como un acontecimiento natural. No es cierto, como supone Clausewitz, que la guerra era una forma de hacer política por otros medios. Los políticos del imperio romano promovían la guerra como la vía natural a través de la cual el imperio se consolidaba. La promoción de la guerra era parte de la política y lo fue desde antaño. En verdad, la supervivencia social dependía de que los dirigentes de las sociedades tuvieran una concepción consolidada respecto de la guerra.

Ni siquiera la ilustración griega pudo descartar la guerra como un recurso necesario. Por eso, sorprende el ideal pacifista de algunos pensadores de la Antigüedad.
Cuando Cayo Salustio, el historiador romano, se hacía la pregunta de cuáles eran los ideales de la vida social, se respondía a sí mismo: la paz y la abundancia material. La agudeza de un hombre tan inteligente como Salustio parecía no sólo desconcertante, sino visionaria. Sin embargo, es probable que Salustio pensara en un mundo completamente pacificado por el dominio absoluto de Roma. En los ideales del humanismo se halla una visión positiva sobre la paz. El hombre era un ser pacífico por naturaleza. Las utopías renacentistas –las de Tomás Moro y Tomasso Campanella, sobre todo– incluían la soberanía de una paz interminable. En mi opinión, allí empiezan las dudas sobre la legitimidad de la guerra. El mundo más deseable y menos existente es el que no requería ninguna forma de violencia. Esta paz era diferente a la deseada por Salustio; no estaba fundada en la dominación.

Al interior de teorías contractualitas como las de Thomas Hobbes, el hombre aparece dueño de una orientación natural por la guerra. Sin embargo, esa oscura tendencia es aplacada por la fundación de una instancia artificial (el Estado). Éste iba a monopolizar la violencia y a controlar toda posible agresión entre los hombres. Con Hobbes, hay un tipo de violencia que está legitimada: aquella que sirve para superar otra forma de violencia y que instaura un orden basado en reglas. Se diría que en el estado de anomia se despierta el temor más intenso de la especie humana: el miedo a morir. En lo dicho, hay un empleo casi indistinto de la agresividad con la guerra. Lo cierto es que hay un vínculo entre una y otra. Si vemos Occidente como una suma de catástrofes interminables –un poco al estilo de Walter Benjamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia–, la historia de la civilización ha sido la historia de la guerra.

Formas sociales

La guerra fue siempre un hecho social. La pregunta por la agresividad como una condición natural deberá esperar mucho tiempo. ¿De dónde proviene la violencia del hombre? ¿Hay una instancia biológica? ¿Es la agresividad un instinto?

A través del pensamiento ilustrado se pretendían algunas respuestas que a su manera daban una idea de la agresividad como algo natural o artificial en el hombre. Dos buenos ejemplos son Jean Jacques Rousseau y el marqués de Sade. Aunque una lectura muy simple del primero pretenda presentarlo como un apologista de la imagen del “buen salvaje” –lo cual no siempre está muy claro en su obra– y una lectura del segundo lo muestre como el mentor de una metafísica de la crueldad y la ruptura total de los valores. Pero es mejor ver en Sade una defensa sólida e inédita del nihilismo y, tal vez, una lectura más exigente de Rousseau nos lo muestre como un defensor de un ideal de “soberanía” que contiene muchos elementos de violencia. Por su lado, Sade defiende “lo que siempre se rechazó” (en términos de Nietzsche), pero lo defendido no es sino una moral de unos pocos con poder sobre muchos. En todo caso, en Sade encontramos no sólo la legitimación del uso de la violencia, sino la idea recurrente de que una parte constitutiva de la naturaleza humana es violenta y que se encuentra reñida con nuestras posibilidades de practicar la virtud. Es curioso que los dos autores más heterodoxos de la Ilustración hayan intentado a su manera dar una respuesta a la violencia. La Ilustración estaba empeñada en ver la agresividad como un aspecto irracional que debía ser controlado por la razón. Paradójicamente, sus discípulos más asiduos emplearon una violencia sin límites durante la Revolución Francesa.

He aquí una paradoja que merece atención: el vínculo entre las ideologías racionalistas y sus legitimaciones de la violencia. El vinculo ente razón y violencia es bastante más complejo de lo que se ha imaginado. El prejuicio según el cual desde la razón se crea un orden social cercano a la paz lo refuta la misma historia. Los totalitarismos fueron la prueba más contundente de que los órdenes sociales más organizados por la razón pueden ser los más represivos y violentos.

Maestros de la sospecha

Las respuestas de Nietzsche y Freud apelan a otras instancias. La voluntad de poder en el caso del primero contiene un deseo de superar los límites de la existencia y tiene el estatuto de un instinto. La voluntad puede traducirse en violencia, en dominación. Aunque puede discutirse (como en el caso de todos los grandes pensadores) una diversidad de interpretaciones –desde las nazis hasta las humanistas o románticas–, en Nietzsche hay una idealización del hombre homérico, que es básicamente un guerrero. Según estudios específicos acerca de la agresividad en la obra de Freud, el médico vienés se plantea el problema en diversos momentos. Una primera etapa comprende los trabajos hechos hasta 1913. Cuando formula la teoría del Edipo, cuando descubre la naturaleza de algunos de nuestros lapsus o cuando formula algunas de las interpretaciones oníricas, nos explica en otros términos la agresividad contenida en nuestro inconsciente. Alguna vez, sueña a su hijo muerto en alguna trinchera durante la Primera Guerra Mundial y se explica esas imágenes como la proyección de la envidia que los hombres viejos sienten por la juventud.
Sin embargo, en Tótem y tabú reivindica las buenas razones de una violencia que tiene una función positiva, en la medida en que sirve para regular los impulsos sexuales y protegernos de ellos en la sociedad.

Cuando Freud formuló las categorías –tantas veces cuestionadas por sus discípulos– de instinto de vida e instinto de muerte, ubicaba implícitamente la violencia en un espacio estrictamente individual y “natural”. La postulación de las pulsiones de muerte corresponde a una tercera etapa en la obra de Freud. Después del descubrimiento de la importancia de la sexualidad y del inconsciente, quiere encontrar la fuente de una cierta morbidez en una condición innata. Somos naturalmente destructivos y paralelamente nuestra constitución es un equilibrio entre esta pulsión destructiva y un instinto de vida.

El primate y la agresividad

El reciente libro El primate responsable. Antropobiología de la conducta, de Fernando Silva Santisteban, es un texto cuya organización obedece a los criterios de la divulgación. Esta obra es una reconstrucción de la condición humana a través de varios momentos. Posee las ventajas y las insuficiencias de una obra básica, aunque por momentos se escape de sus límites y postule una propuesta. Toda obra de estas características corre el riesgo de ser excesivamente simplificadora. Sin embargo, ésta se halla escrita con una claridad muy útil para cualquier propedéutica. Los temas básicos de la antropología, como el proceso de hominización, la socialización, la cultura o la imaginación simbólica, constituyen partes esenciales de la obra.

La visión acerca de la agresividad en la obra de Silva Santisteban reproduce en gran medida la postura de Ashley Montagu. La simpatía por los puntos de vista de Montagu se encuentra plenamente justificada. Su libro La naturaleza de la agresividad humana constituye el trabajo más serio sobre el punto.

El panorama de los antropólogos y demás especialistas está dividido entre aquellos que sostienen la existencia de una tendencia innata a la violencia y los que apoyan una visión según la cual la violencia proviene de “estados anímicos provocados por diversas causas”. En el primer grupo, se encuentra el prestigioso etólogo Konrad Lorenz. En su obra, Sobre la agresión, Lorenz toma como principio de violencia, por ejemplo, la tendencia de los animales inferiores cuando defienden su territorio. Es curioso, por lo demás, que el debate haya girado hacia la biología y de allí sea retomado por antropólogos. Ese movimiento se explica porque el debate incluye a todos aquellos que continúan en la senda de buscar la “naturaleza humana” contra aquellos que ven al hombre como un producto de factores relacionales, es decir, como una construcción y que niegan, por tanto, la existencia de dicha naturaleza. Sin embargo, un primer punto en discusión es el carácter instintivo de la agresividad. En general, Montagu niega la existencia de los instintos. Se entiende por instinto una programación innata que se traduce en reacciones ante un estímulo determinado.

Pero, desde el punto de vista de Montagu, una reacción es inmediata, lo cual implica que el hombre no tiene reacciones, sino respuestas. Éstas son reacciones elaboradas desde la inteligencia y el aprendizaje.

La existencia de instintos implicaría, además, un estado de invariabilidad. Debido a que los animales actúan gobernados por un registro de programación previamente establecido por la naturaleza, no varían sus estilos de vida. Las sociedades de los animales funcionan de la misma manera hace millones de años en algunos casos. Esta invariabilidad se funda en el funcionamiento de los instintos que son regulares y frecuentes.

La variabilidad de las sociedades humanas se desarrolla sobre la base de que los instintos deben ser superados. De otro lado, Montagu sostiene que el instinto no requiere de ningún aprendizaje y, de hecho, el cumplimiento de algunos instintos en el hombre requiere de ciertos rudimentos que reflejan aprendizaje. Por lo demás, un apunte importante de Montagu es que los positivistas de ahora (incluidos los científicos como Konrad Lorenz) constituyen una prolongación de la idea del pecado original. Porque bien visto el punto, todas las formas de violencia son aprendidas, incluso aquellas más duras y espectaculares.
 

 

(*) Gabriel Icochea Rodrìguez es filósofo.

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