Osmar Gonzales Alvarado
Entre la moral y el futuro<br>Los intelectuales y el debate de ideas en el Perú Entre la moral y el futuro
Los intelectuales y el debate de ideas en el Perú


Por Osmar Gonzales Alvarado
Fuente: Identidades Nº 47, Lima 20/10/2003

En estos años la figura del intelectual se disipa. Hombres públicos en las primeras décadas del siglo XX, sus propuestas delinearon parte del debate social y político de nuestro país. Ahora, que desde diversos sectores se reclama una renovación, no viene mal revisar las distintas posiciones que ubicó el intelectual en el Perú. Hoy, que necesitamos consolidar una cultura democrática, redefinir su rol es tarea urgente. 
 
Aunque necesario, cualquier intento de clasificación de los intelectuales nunca deja de ser riesgoso. La posibilidad de un análisis sesgado y arbitrario siempre estará presente, más allá de las consideraciones que se tomen en cuenta para elaborar la taxonomía: las generaciones a las que pertenecen (José Ortega y Gasset), sus ideologías (Karl Mannheim), la relación que sostienen con la política (Julien Benda), sus tradiciones culturales (Edward Shils), sus visiones sociales (Thomas Sowel), sus núcleos de ideas básicas (Isaiah Berlin), sus tipos de discurso (Raymond Aron), entre otros criterios.
 
El gran filósofo de la Ilustración, Immanuel Kant, propuso diferenciar a los intelectuales de acuerdo con el tipo de moral que los distinguía. Así, reconocía al intelectual de moral privada y al de moral pública (1). Tomo esta distinción como punto de partida para proponer algunas reflexiones con respecto al papel del intelectual en el Perú y los retos que debe afrontar.
 
 
El intelectual de moral privada
 
Este primer tipo de intelectual es aquel que sólo se preocupa por dirigirse a un grupo reducido de interlocutores, es decir, a los que son de su entorno inmediato, que comparten puntos de vista y aceptan una cosmovisión; no le representa una preocupación el deseo de expandir su influencia, pero sí el hacer más férrea e invulnerable la que ostenta; su responsabilidad sólo la proyecta hacia la institución social a la que está adscrito; de esta manera, pretende cierta sumisión espiritual de quienes lo identifican como su representante ideológico.
 
En un contexto de carencia de instituciones con la responsabilidad de regular y sostener el conflicto de ideas, los portavoces de cada tribu intelectual sólo se dirigen a sus cofrades y obvian a los que no lo son, convirtiendo su actividad social en una monótona circulación de posiciones ideológicas ya conocidas en un espacio reducido.
 
Esta manera constreñida de concebir el papel social del intelectual no ofrece ninguna posibilidad para el enriquecimiento del núcleo propio de ideas básicas. Tampoco para ejercer influencia alguna sobre los que piensan de diferente manera y, menos aún, sobre los que no tienen posiciones definidas acerca de determinados temas; es decir, la formación cívica del ciudadano desaparece del horizonte de preocupaciones del intelectual de moral privada. En un contexto así, este tipo de intelectual se desentiende de la necesidad de que sus propuestas alcancen legitimidad social.
 
 
El intelectual de moral pública
 
Este segundo tipo de intelectual, en cambio, ubica a sus interlocutores en un escenario mucho más general y anónimo. No requiere que el punto de partida para el diálogo sea la existencia de una comunidad de principios e ideas, pero sí pretende que sea el resultado de la comunicación. Su objetivo no es asegurar el convencimiento de los ya convencidos, sino educar al ciudadano sin rostro por el bien de una vida social armoniosa y pacífica. Finalmente, no persigue la obediencia servil de los otros, sino la formación de la autoconciencia en cada ciudadano para garantizar la democracia. Este público anónimo o sin rostro supone la construcción de un espacio ciudadano -o demos- en el que impere un principio de igualdad de oportunidades en el acceso a ciertos bienes materiales y simbólicos.
 
Lo único que puede garantizar un impacto amplio en la sociedad y persistente en el tiempo de este tipo de intelectual es la existencia de instituciones eficientes y democráticas, que sean capaces de establecer las reglas de la "carrera" del sujeto de ideas, que provea las razones de su prestigio, lo proyecte hacia el terreno social y enmarque la discusión de ideas propiamente dicha. Para resumirlo, en un concepto acuñado por el sociólogo francés Pierre Bourdieu, de lo que se trata es de construir un "campo intelectual" (2), porque sólo en éste el sujeto de ideas será parte de un todo y no un caudillo sin responsabilidad social. 
 
 
El debate intelectual en el Perú
 
En nuestro país no se ha consolidado el debate público y menos aún el debate intelectual, que es más especializado. En el mejor de los casos es exiguo, precisamente porque el espacio democrático no existe y, lo que es peor aun, porque nadie se preocupa por crearlo. La confrontación de ideas se diluye en la misma medida en que se abre paso una estrecha e inconmovible manera de entender la transmisión de conocimientos: lo mismo para los de siempre. Así, más importante que ampliar la influencia es no perder un feligrés. Los discursos nacionales -los proyectos nacionales- no encuentran las condiciones para fructificar en un terreno como el descrito, que no se beneficia del fertilizante de la circulación de ideas distintas y hasta opuestas.
 
La manera en que se define al público determina también -y en un sentido más amplio y profundo- las formas de relación que se establecen entre representantes y representados, y es poco lo que se ha reparado en este aspecto. En el fondo, el problema de los intelectuales que estoy exponiendo no es de ningún modo exclusivo. Por el contrario, nos permite visualizar crisis mayores que tienen que ver con la viabilidad misma de un país o de una sociedad. Las elites, en general, incluidos los sujetos de ideas, cuentan con una gran responsabilidad social; si es necesario que modifiquen sus estilos de comunicación con los ciudadanos, también lo es que varíen el contenido y la forma de sus discursos.
 
 
Algunos tipos de discursos
 
Los discursos populistas son, en algún sentido, imposiciones y no invitaciones al diálogo; en apariencia, este discurso se muestra como una propuesta amplia -pues incluye a sectores tradicionalmente marginados-, pero en realidad sólo es extensión circunstancial y utilitaria de un campo que se cierra en el mismo momento en que concluye la enunciación. Por ello, no existe precisamente diálogo, sólo emisión y recepción de un mensaje, sin posibilidad de interpelación. El Partido Aprista Peruano es la expresión más fiel -aunque no única, pues se puede incluir también a la izquierda- de este tipo de discurso.
 
Peor aún es el discurso autoritario, que trata de legitimar socialmente el uso de la mano dura. Pero lo más importante de este tipo de discurso no es la apelación a los mecanismos represivos, sino también su pretensión de invadir la mentalidad de los individuos con ideas de inevitabilidad -y hasta, en cierto sentido, de generosidad- de la presencia del caudillo y de su cuerpo armado para solucionar los conflictos. Con este discurso se busca que gran parte de la sociedad renuncie a sus propias capacidades y condiciones ciudadanas, y las cedan a un conductor visto como todopoderoso. El gobierno fujimorista es la representación más acabada de este discurso, y es heredero, a la vez que exacerbación, de los discursos elaborados por los autoritarismos militares y civiles que han poblado nuestra historia política.
 
Por otra parte, hablar de un discurso democrático en el Perú es referirse más a un anhelo que a una realidad. En todo caso, fermenta en algunos bolsones ciudadanos, pero marginales o subsumidos ante el poder. Al no existir un Estado democrático ni instituciones verdaderamente de este tipo, el discurso democrático sólo puede existir estando alejado de ellos, de lo contrario pierde visibilidad social o, peor todavía, es subordinado por el discurso populista o autoritario, y termina siendo tergiversado. De alguna manera, es lo que han pretendido -y pretenden- ciertos sectores frente al informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR): analizar su diagnóstico desde los parámetros característicos de la institución total (3), como es el Ejército, pretendiendo hacer aparecer un discurso particular como socialmente aceptado. 
 
 
Las instituciones voraces y los discursos fundamentalistas
 
La estrecha concepción que impide la creación y expansión de un espacio de diálogo se muestra, en su forma extrema, en las denominadas por Lewis A. Coser como "instituciones voraces"(4). Éstas capturan el corazón y la voluntad de sus miembros y, a diferencia de las instituciones totales, no los recluyen necesariamente en un espacio físico.
Las instituciones voraces portan generalmente discursos "duros" y cerrados, y son, de algún modo, instituciones fundamentalistas (religiosas o ideológicas), pues se caracterizan por el rechazo y la negación a todo lo extraño y diferente. Por ello, no es casual que en este tipo de instituciones fermente lo que Amin Maalouf denomina "identidades asesinas" (5), de lo cual Sendero Luminoso es el caso extremo en nuestro país.
 
En el Perú han predominado las instituciones totales y las voraces, pero no las democráticas. Incluso, propongo que se puede leer la trágica historia de la guerra subversiva de los últimos 20 años como el enfrentamiento entre ambos tipos de instituciones: las totales (representadas por el Ejército) contra las voraces (expresadas por Sendero Luminoso). Evidentemente, la guerra en sí es un hecho no democrático, aunque el problema es que deben ser las instituciones democráticas las que subsanen y reparen sus consecuencias, lo que hasta ahora no ha sido posible llevar a cabo, y que el sólo intentarlo genera nuevos conflictos en un país como el nuestro, envuelto por discursos autoritarios. 
 
 
El intelectual de cofradía y el intelectual nacional
 
En el esquema presentado -de imposibilidad de una comunicación integrada y de creación de un lenguaje más o menos compartido-, resulta explicable que cada cofradía de pensamiento tenga a su intelectual-personaje representativo. Por eso, un intelectual aceptado como representante nacional llama la atención en nuestro país, por ser la excepción que confirma la regla. Es el intelectual clásico, sobre el cual volveré más adelante.
El intelectual de cofradía, en la actualidad, que es el de moral privada, puede tener dos fundamentos en los que basa su existencia: por un lado, la adscripción ideológica, y por otro, la visión tecnocrática de la sociedad. En otras palabras, el ideólogo o el tecnócrata tienen en común su prevención en tanto sujetos sociales: no contaminarse con otros tipos de discursos, quizá porque temen ser invadidos por la duda; tal vez porque, curiosamente, no sienten seguridad de sus certezas o porque no les interesa explorar más allá de lo que saben.
 
Si hubo un tiempo feraz de discusión intelectual con importante impacto social ese fue, sin duda, el de las tres primeras décadas del siglo XX, los años de la república de notables. La contraposición de ideas, de diagnósticos sobre el país, la generación de un espacio reconocido socialmente para el conflicto ideológico y el surgimiento de intelectuales que ocupan un lugar central en nuestra trayectoria espiritual como país es impresionante, amén de los proyectos políticos que sería bueno analizar en otra oportunidad. Las polémicas desplegadas en esos años nos revelan el talante de los intelectuales que predominaban en aquellos años.
 
Cuando José Carlos Mariátegui cuestionó a José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaunde refutó a Mariátegui, Luis Alberto Sánchez discutió con Riva-Agüero, José Gálvez y Mariategui sobre la literatura peruana y el indigenismo; cuando Abraham Valdelomar recorrió todo el Perú y diseminó ideas, criticando el orden imperante, y Víctor Raúl Haya de la Torre expuso su plan ideológico y de acción para todo el país, nos planteamos algunos ejemplos que nos confirman que los mencionados son intelectuales portadores de una moral pública muy elevada; que piensan, hablan y escriben para todo aquel que quiera conocer sus planteamientos. Están muy lejos de ser intelectuales de secta o de moral privada.
 
Pero completamente distanciados del espíritu de los intelectuales mencionados como ejemplos han sido -y son- sus seguidores. Ellos traicionan -paradójicamente al querer ser leales- el ejemplo de sus intelectuales-guías al encerrarse en los discursos fundadores, creando un cerco inconmovible a las ideas y planteamientos extraños: una ciudad letrada, sí, pero medieval, con sus altos murallones de protección contra la piratería ideológica y la invasión de otras miradas. De este modo, las polémicas y los debates van declinando lentamente hasta casi desaparecer por completo.
 
El cierre de la Universidad de San Marcos en la década de 1930, el eclipse intelectual de la década de 1950 (no en literatura, pero sí en cuanto a propuestas de reordenamiento social general) y la perversión de todo espacio de reflexión global en la década de 1990, son hitos que nos marcan el derrotero de nuestro decaimiento intelectual y espiritual como país. Ahora los peruanos leemos poco y, cuando lo hacemos, es sólo a los que nos consolidan seguridades y no a los que nos producen dudas o inquietudes, que son justamente los impulsores del avance del conocimiento. Es decir, el reto de esta hora no sólo es leer más, sino leer con otra perspectiva.
 
 
El intelectual específico
 
El intelectual de conocimiento general ha ido cediendo terreno ante el intelectual de conocimiento específico, es decir, el tecnócrata o experto. Éste, portador de un conocimiento sumamente especializado, se ofrece a la sociedad como un ser descontaminado de cualquier virus ideológico, aprovechando la deslegitimación de los intelectuales de moral pública, a quienes se les acusa de ser los causantes de todas las desgracias de la humanidad, precisamente por sus compromisos ideológicos e incluso partidarios.
 
Al tecnócrata no le interesa educar al ciudadano. Su objetivo es colocarse en las inmediaciones -o si fuera posible, en el centro mismo-del poder, para influir en él y orientar sus decisiones. Hasta el lenguaje mismo que utiliza lo diferencia de los ciudadanos, los que muchas veces se ven obligados a aceptar lo que el tecnócrata dice, no porque esté de acuerdo con él, sino, simplemente, porque no se le entiende.
 
Se supone que el tecnócrata sabe, y los ciudadanos renuncian en beneficio de aquél a sus derechos, como exigir que rindan cuentas, que expliquen o fundamenten sus decisiones. Entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción de las que nos habla Max Weber, el tecnócrata se mueve en un limbo, pues no es responsable directo de las decisiones del poder y tampoco considera que existen verdades que deba defender socialmente.
La ubicuidad transideológica y transpartidaria del experto, por el contrario de lo que aparenta, no piensa en términos globales ni toma en consideración la necesaria reconstrucción de las bases de la convivencia social; sólo le interesa cumplir con sus funciones en tanto profesional con réditos (materiales y simbólicos) casi exclusivamente personales o de grupo; por esta razón no se preocupa en construir instituciones. El tecnócrata es la nueva modalidad, contemporánea, del intelectual de moral privada.
 
 
El intelectual clásico, nacional
 
Había afirmado que el intelectual denominado clásico constituye una excepción en nuestro país. Por un lado, los intelectuales en la actualidad (y sin entrar en casos específicos, sólo de un modo general) exponen lo que piensan para los que saben que los van a leer o escuchar; por otro lado, el público, acotado, está preparado sólo para re-conocer a los que ya siente familiares.
 
Ante tales condiciones, sobresalen las obras de intelectuales como Jorge Basadre o Ricardo Palma, por ejemplo, a los que todos hemos leído y le damos el estatus de propios, es decir, de nacionales. ¿Pero acaso sucede lo mismo con Belaunde, Riva Agüero, García Calderón, Mariátegui, Sánchez y muchísimos más, aun cuando tienen todos los méritos para considerarlos parte de nuestra herencia intelectual y espiritual? Incluso, y lo que es peor, muchos de nuestros compatriotas se pueden preguntar: "¿Para qué leerlos si no son de los míos?". En otras palabras, no sólo entre los intelectuales predomina la moral privada, sino -y esto agrava el problema- que este tipo de moral atraviesa también a la sociedad.
 
En la propia universidad, que debe ser el centro de discusión amplia y de conocimientos diversos, ¿acaso se leen a los autores mencionados, entre otros, y desprovistos de anteojeras ideológicas? Y cuando se hace, muchas veces es de manera superficial, sólo para cumplir con el programa del curso. Más aún, hasta donde sabemos, no existe una materia que trate exclusivamente del pensamiento político producido en nuestro país, menos un curso de sociología de intelectuales peruanos. Así se hace más difícil reencontrarnos con nuestros pensadores.
 
 
Hacia una moral pública
 
Establecer, consolidar y expandir la moral pública son requisitos básicos para alcanzar la democracia. Esto no sólo atañe a los intelectuales, sino también a todos los que tienen alguna responsabilidad de conducción social, como los políticos, empresarios, líderes de opinión, etcétera. Pero la moral pública debe ser también parte de la identidad de los ciudadanos, los cuales deben dar por hecho que el debate y la confrontación de ideas es natural y no significa (no debe, al menos) alteración ni quiebre de la convivencia social; es más, puede ayudar a consolidarla.
 
Evidentemente, en el proceso de formación de una moral pública, que es también una preocupación educativa, los intelectuales deben cumplir un rol sustancial. Pero para que estén en condiciones de llevarlo a cabo, primero tendrán que variar sus formas de relacionarse con los ciudadanos, entre los que se incluyen obviamente los propios sujetos de ideas.
 
 
Notas
 
(1) Aunque me exprese en este texto en tercera persona cuando me refiero a los intelectuales, deseo hacer explícita mi conciencia de que me incluyo en las críticas que formulo. No saco el cuerpo ni funjo de Catón irresponsable.
(2) Pierre Bourdieu, Campo del poder, campo intelectual, Folios, Buenos Aires, 1983.
(3) Tomo el concepto acuñado por Erving Goffman, Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1961.
(4) Lewis A. Coser, Hombres de ideas. El punto de vista de un sociólogo, Fondo de Cultura Económica, México, 1966.
(5) Amin Maalouf, Identidades asesinas, Alianza Editorial, Madrid, 1999.

 

Boletín semanal
Mantente al tanto de las novedades ¿Quieres ver nuestro boletín actual?
Ingresa por aquí
Suscríbete a nuestro boletín y recibe noticias sobre publicaciones, presentaciones y más.