Gustavo Flores Quelopana
Educación Valores y Posmodernidad Educación Valores y Posmodernidad

Por Gustavo Flores Quelopana
Fuente:

La Facultad de Ciencias Histórico Sociales y Educación de la histórica Universidad Pedro Ruíz Gallo de Lambayeque, que bajo el amparo y guía de los manes de José Russo Delgado, cuya insigne memoria preside el Círculo de Estudios Filosóficos “Russo Delgado” y asesorados doctamente por el profesor Lara, ha tomado últimamente un vuelo tan notorio, me ha requerido para que en esta solemnidad, y dentro de límites de tiempo muy precisos, diga algunas palabras sobre “la Educación, los Valores y la Posmodernidad”. Hace poco he tratado* con algún detenimiento en tres obras (La Hermenéutica posmoderna del hombre sin absolutos, La Erosión Posmoderna de la sociedad posmetafísica y El Deus in terris) las cuestiones indicadas, y al final de la primera obra concluía reclamando superar el horizonte retórico de la posmodernidad mediante la recuperación del diálogo con el Absoluto, cuya pérdida es causa del desvarío subjetivizante de la cultura occidental, en la segunda obra añadía la impresión casi perentoria que para superar el olvido nihilista del ser había que emprender el rescate de la metafísica de las esencias, que posibilite un verdadero giro metafísico que concilie lo finito con lo infinito y en la tercera señalaba que el deus in terris representa el relativismo extremo del hombre sin verdad de la presente posmodernidad.

Sin embargo antes de cuanto yo haya de decir como filósofo, permitidme expresar el sentimiento casi punzante que sobre mí ejerce el momento, este momento nuestro, lleno de dificultades turbias. ¡Nunca, en ningún tiempo de la historia fue más evidente la crisis y el deterioro de la educación mundial! ¡Nunca, en ningún tiempo de la historia conocida, la humanidad se halló en tan grave peligro de hundirse! ¡Nunca, como hoy, es más necesaria y más difícil la formación de una élite del pensamiento! No encuentro otras palabras para expresar mi verdadero pavor ante el creciente abandono de los valores y la pérdida del humanismo, crepúsculo gris e informe que afecta no sólo este o aquel país, sino a todo el mundo llamado civilizado. Pues, no sólo la filosofía ha renunciado a buscar la verdad para limitarse a un juego de interpretaciones, sino que se experimenta en las escuelas un aumento de la violencia y de las drogas sino una dramática caída de la vocación por la enseñanza, especialidad a la cual se viene acudiendo más por razones de subsistencia que de apostolado, además se vive al mismo tiempo una escalofriante crisis del “afán por el saber” por parte del estudiantado, donde reina una espantosa indiferencia hacia el conocimiento, indiferencia que es a su vez sobornado por teorías educativas constructivistas que reemplazan una efectiva asimilación de conocimientos por la motivación.

De modo, que al fin y al cabo nos enfrentamos con un cóctel verdaderamente letal: una filosofía posmoderna que renuncia a la búsqueda de la verdad, métodos educativos constructivistas que desplazan al aprendizaje como eje del proceso educativo para reemplazarlo por la motivación de una escuela supuestamente democrática, una legión de profesores sin auténtica vocación de maestros, aunado a contingentes de estudiantes verdaderamente indiferentes al saber escolar. Si la educación tradicional sustituyó la educación por la instrucción, el aliento por la rutina y el apostolado por la tarea, la escuela nueva extravió la disciplina interna por una libertad permisiva, desembocó en el esfuerzo sin ideales y en el oprobio de la creatividad sin sentido superior.

Pero no basta con una recuperación del sentido misionero de los educadores, porque esta situación de crisis instructiva no es responsabilidad exclusiva del sistema educativo, sino que ella misma se encuentra arrastrada por un fenómeno mayor que la desborda y que involucra el deterioro de otros valores sociales fundamentales como la familia, el trabajo, la justicia y la libertad. Ya lo indicaba nuestro insigne pedagogo Emilio Barrantes: “La Educación va más allá de la escuela y comprende a toda la sociedad. La comunidad es la Gran Escuela que forma al hombre. Por ello es necesario mejorar la sociedad para que sea la gran escuela de humanismo, autorrealización y libertad”.

Pero preguntémonos qué sucede en las mentes de los niños y jóvenes cuando esa Gran Escuela llamada sociedad en vez de inculcar valores y en vez de poner como ejemplo a prohombres entroniza en su lugar a ídolos de barro y de moda, cómo puede apreciar su aprendizaje una juventud que ve amasar caudales de dinero a personas sin educación y sin escrúpulos y no obstante estos seudo valores son diariamente promocionados por la lucrativa incultura de los medios de comunicación.

En realidad en el proceso educativo estamos involucrados todos los individuos, porque no sólo se trata de algo que compete al profesor sino que implica a la comunidad, la sociedad y es la vida la que educa. A esto se le llama “educación espontánea o no intencional”, como aquella que desborda la escuela y comprende a todo el ente social.
La escuela no debe limitarse a ser una institución sino que debe involucrar a toda la comunidad como la gran escuela de humanismo, realización y libertad. El saber académico es tan necesario e importante como el saber extrauniversitario, debiéndose superar el desdén injustificado hacia éste para que no se repita cómo el gran Julio C. Tello por no ser arqueólogo profesional fue tildado de “huaquero” por ciertos distinguidos colegas. Así, desde el periodista, que suele parapetar bajo el paraguas de la irrestricta libertad de expresión las más ignominiosas y degradantes expresiones de deshonor, hasta el empresario, que bajo el pretexto de la libertad de empresa se limita al pago de impuestos, todos estamos comprometidos en la construcción de una sociedad más justa e igualitaria.

Entonces, si la educación trasciende la escuela y aborda toda la comunidad es imperioso plantearnos la interrogante ¿Qué es la Educación? Toda auténtica Educación es Humanismo, escuela que sólo instruye no humaniza y no cumple la elevada misión de la educación. Ser educador no es ser portador de un saber, sino en primer lugar de una forma de ser. De ahí que el educador no es el que enseña un oficio, sino el que enseña algo mucho más difícil: enseña a vivir con libertad y con justicia, es el que ayuda en consecuencia a perfeccionar el cuerpo y el alma y se propone por consiguiente combatir la miseria humana. Por eso que el Tahuantinsuyo fue una cultura educativa, no fue la Arcadia con la que sueñan los románticos neoindigenistas y ultranacionalistas, sino que fue una teocracia imperial, despótica y guerrera, pero que en su organización social hizo de la comunidad una gran escuela de honradez, veracidad y trabajo. Fue así la Atenas y la Roma de América del Sur como lo afirmó nuestro Inca Garcilaso.

Pero si la esencia de la educación es el humanismo sin embargo de qué Humanismo se trata. Ciertamente que la palabra humanismo es un vocablo ambiguo, lo que aparece claro es que quien lo pronuncia compromete toda una metafísica, siempre y cuando tienda esencialmente a hacer al hombre más verdaderamente humano desarrollando las virtualidades en él contenidas para convertir las fuerzas del mundo físico en instrumento de su libertad. Ya lo dicen los Evangelios, la Creación fue entregada al hombre no para destruirla sino para dominarla dentro de un espíritu de justicia y santidad, en una relación ni servil ni instrumental.

En el hombre hay algo más que el hombre, el hombre está en el tiempo pero no es del tiempo, su fin no se agota en la vida temporal y sin embargo no todo humanismo reconoce esto. Así entendido, la educación es inseparable del humanismo pero en la civilización de la modernidad esto no es fácil de entender porque es una época atrapada por el materialismo, el consumismo y el nihilismo. Esta tragedia afecta a la educación humanística desde la Reforma –que concibió una teología de la gracia sin la libertad- y el Renacimiento –que concibió una metafísica de la libertad sin la gracia-. Estos fueron el punto de partida de los humanismos antropocéntricos que terminaron por sustituir el culto del Hombre-Dios por el puro Hombre, el hombre se convirtió en un Deus in terris, en un pequeño diocesillo, autónomo y autocrático que finalmente proclama en la actual cultura posmoderna la era del posthumanismo y la muerte del propio hombre.

De modo que podríamos decir que el golpe mortal a la educación humanística está representada por dos variedades de humanismo luciferino: el humanismo antropocéntrico de los siglos XVII, XVIII y XIX y el Humanismo Tecnológico de los siglos XX y XXI. Sobre todo éste último, el humanismo tecnológico representa la capitulación de lo humano ante la razón técnica, es el momento de la rendición de lo humano ante el poder de la máquina, el hombre deja de poner su fin último en sí mismo y lo pone en el artilugio técnico y no pudiendo soportar más el vacío y la soledad de una conciencia y un mundo vaciado de lo trascendente, emprende una cruzada incesante para hacer surgir una humanidad completamente insensible y anética mediante la Globalización y la cultura posmoderna.

En este sentido, hay que destacar por un lado, que la educación está relacionada con factores extraeducativos, y por otro lado, la educación está comprometida con la renovación de la vida espiritual y de la vida moral, en esto consiste su trabajo por la transformación del orden temporal. Sin caer en el peligro de encerrarse exclusivamente en el claustro de la vida interior y de las virtudes privadas la educación necesita contribuir a la elaboración de una nueva filosofía social, política y económica, no limitada tan sólo a principios universales, sino ser capaz de descender hasta las realizaciones concretas.

Hay que tener esto presente por cuanto que el debate de la educación actual está atravesado por dos fenómenos culturales que la influyen y la inundan, a saber: la Globalización y la cultura posmoderna. Sin eufemismos ni tecnicismo económicos hay que afirmar que la Globalización neoliberal es un fenómeno nuevo, al que antropológicamente se le puede denominar como el triunfo del hombre anético, sin valores, pragmático y consumista, y económicamente se define como el triunfo del Hiperimperialismo.

¿Qué es el hombre anético? Es aquel que enarbola la falsa insignia del sujeto libre, pero que en realidad nos conduce hacia la idea de libertad en su forma más abyecta, a saber, separada de la organización justa de la sociedad. ¿Qué es la globalización? Antropológicamente la globalización encarna una individualidad mutilada, porque vive indiferente a la desvinculación de la libertad con la justicia. Económicamente se trata de una nueva era de los monopolios megacorporativos que gozan de la gran autonomía del capital transnacional, su hegemonía real ya no corresponde a ninguna potencia nacional en particular, sino a las megacorporaciones estatales privadas. La globalización viene a ser sólo una de las características del supercapitalismo en una nueva fase evolutiva posterior al imperialismo y que encarna la metamorfosis del capital monopólico en capital megacorporativo post-estatal. El capitalismo que tenemos enfrente es una nueva mutación del capitalismo monopólico en capitalismo de las megacorporaciones privadas, cuya legitimación no necesita de las aduanas de los Estados-nación que ahora son rehenes de aquellas.

Son las condiciones económicas de la sociedad industrial moderna, y no la educación que sólo es trasmisora, la causante de las crecientes perturbaciones de la salud mental de la sociedad actual, porque si bien el capitalismo ha cambiado sin embargo un hecho se mantiene imperturbable: que el hombre deja de ser un fin en sí mismo y se vuelve en un medio para un gigantesco mecanismo económico impersonal que lo vacía de toda vida interior. Pero bajo el hiperimperialismo se producen dos fenómenos nuevos: el fenómeno de la extinción del trabajo, que de coyuntural se ha tornado estructural, y las nuevas tecnologías, las cuales hacen que el hombre no sólo deje de ser un fin en sí mismo, sino que incluso haya dejado de ser un medio para el gigantesco mecanismo impersonal que lo enajena. Esto es, que bajo el hiperimperialismo el hombre sufre una más profunda enajenación de sí mismo al verse prescindible de un sistema que otrora lo necesitó. El resultado es una enajenación donde la persona ya ni siquiera se siente como cosa ni mercancía, el sentido de su propio valor ya no depende del mercado que lo excluye, sino de las fantasías de un mundo virtual y cibernético que se constituye en la nueva autoridad anónima que diluye su identidad y convicciones personales.

Hay que decirlo con claridad: la civilización tecnológica por sí misma es incapaz de fundamentar una región independiente de valores, necesita como contrapeso una cultura espiritual intensificada. El Humanismo Tecnológico mutila al hombre de su vida interior, dejándolo inerme en medio de una sociedad de la sensación, de una sociedad transaccional sin valores, que reemplaza su capacidad creadora por su capacidad consumista de los medios tecnotrónicos a su alcance. El hombre anético es el hijo legítimo del predominio de la civilización tecnológica, de la cultura técnica sobre la cultura humanística. Por ello, la educación tiene ante sí la grave y urgente cuestión del Saber, que no es un problema puramente técnico y está en el corazón mismo de una reforma del hombre. El problema de la Educación es el problema de la Cultura, porque la creciente industrialización del mundo contemporáneo hace inevitable la especialización y vuelve innecesario el ideal de la formación humana completa.

Si bien la palabra cultura puede designar a la civilización más evolucionada, como las formas de vida social más toscas y primitivas, sin embargo en ninguna parte las gentes han sido más infelices que en las culturas tecnotrónicas actuales. Drogadicción, alcoholismo, suicidios, homicidios, violencia, pandillaje, maternidad de jóvenes adolescentes son plagas que expresan el fracaso de las modernas sociedades crueles y violentas que se eclipsan en un carpe diem estetizante y ramplón. Masas babélicas indiferenciadas, telepolitas domésticos conectados a prótesis tecnológicas, pueblan una civilización moralmente neutra que celebra el vacío de la historia, la reducción a la nada y las exequias de la verdad. El apocalipsis de los medios virtuales y cibernéticos termina anulando la autoconciencia humana, y así la escenografía de la cultura posmoderna actual es el consumo ansioso, sin sentido de la vida, de liquidación total de toda profundidad, proliferación de la anomia, la insignificancia y la estupefacción mediática. Preguntémonos, entonces, si acaso ¿es posible esperar en este contexto de sujetos mediumnizados por el escepticismo bufonesco del antivalor de la posmodernidad que se cumpla la elevada misión humanística de libertad y autorrealización personal de la educación?

Hasta resulta risible en este mundo cínico y ramplón hablar de esperanzas reformadoras. En la sociedad del espectáculo y de las luces de neón han periclitado las esperanzas de reforma de la modernidad, se debilitó el principio de realidad, ya no hay realidad contextual tan sólo hay realidad textual o discursiva, la conciencia se declara emancipada de Dios, la Verdad, la Historia y el Ser. Lo universal ha sido sustituido por lo individual y al fracaso de las ideologías le ha sucedido el spleen decadente de los particularismos especulativos. De modo que la escuela posmoderna ya no puede ser asumida como trasmisora de verdades sino tan sólo de creencias e interpretaciones que se disgregan en contenidos sin fondo ni realidad. Con la abolición del sujeto ya no es posible la educación formadora ni humanista, sino tan sólo una educación en función del consumo, el espectáculo, lo efímero, el placer, el dinero, lo ludopático, el hedonismo y el sexo.

Predomina entonces un indeterminismo ético en el que cada cual elige su forma de vida, la libertad es concebida sin límites y ello acentúa una libertad sin responsabilidad. Suena la hora de la decadencia del hombre autónomo, el deus in terris es el momento del autocratismo autodestructivo del hombre actual. El mundo orwelliano y kafkiano de la angustia opresiva queda como niño de pecho al lado de las pesadillas orgiásticas del divertido e irresponsable hombre light cosificado posmoderno. Se ha instaurado nuevamente una concepción sofística del mundo.

Para la cultura posmoderna los nuevos enemigos de hoy son la verdades fuertes de ayer: lo absoluto, el ser, la verdad y los valores de raigambre metafísica; en su lugar se entroniza la palidez meliflua y lánguida de una hermenéutica relativista donde se proclama que no hay «problemas de la filosofía» sólo hay un conjunto de problemas interrelacionados entre la mente y la realidad, o el lenguaje y la realidad. La destrucción profunda a la metafísica de las esencias, que veía el eidos como algo real y no como un producto subjetivo de la mente humana, se ha constituido en el asalto a las distinciones entre los juicios analíticos y sintéticos, cuestiones conceptuales y cuestiones empíricas, lenguaje y hecho, han vuelto difícil la formulación de tales problemas. Ya no tiene sentido hablar de los problemas de la filosofía, porque a partir de la crítica de Davidson ha sido eliminado el problema de la relación entre mente y realidad y entre pensamiento y representación.

Todo deriva hacia una filosofía individualista de lo que denomino el deus in terris, prototipo cínico de la burguesía posmoderna, defensora del statu quo social y de una posición cínica: si no hay fundamento todo está permitido, se llega a un relativismo extremo del hombre sin verdad y, si el único criterio válido es la práctica social de las sociedad liberal burguesa, entonces se está defendiendo la preponderancia de los privilegios de un modelo social en un insensible darwinismo donde se enseñorea neonietzscheanamente la ley del más fuerte.
Frente a esto hay que sostener que el relativismo extremo de la filosofía posmoderna está atrapado en el círculo vicioso de aceptar lo que rechaza: los fundamentos, pero con la diferencia que éste ya no es absoluto sino relativo. Las filosofías de la «diferencia» basadas en la fragmentación y la multiplicidad, llamado también «pensamiento débil» o «condición post-moderna», asumen que del ser como tal ya no queda casi nada, no hay principio de realidad ni presencias permanentes, sino sólo interpretación de la interpretación.

Esto es puro nihilismo. El nihilismo posmoderno es a la vez un nihilismo epistemológico, que afirma la imposibilidad de conocer la existencia una realidad exterior, un nihilismo ontológico, que niega la existencia de nada permanente en lo múltiple, y un nihilismo moral que niega la existencia de valores morales. No es extraño que un signo de la devastación espiritual de nuestro tiempo se refleje en el fenómeno Tolkien y su trilogía El señor de los anillos, donde la lucha entre el bien y el mal acontece en medio de la total ignorancia de la causa primera, lo cual es un indicador de haber perdido contacto la razón con las profundidades del ser.

El nihilismo para Nietzsche es el cumplimiento del largo proceso de decadencia de la metafísica occidental que coincide con el movimiento histórico propio de la cultura occidental. El que se inició con el socratismo, se prolongó con el platonismo y culminó con la religión judeo-cristiana, fue fruto de una plena inversión de valores iniciada desde Sócrates, que puso la vida en función de la razón en lugar de poner la razón en función de la vida. Heidegger considera que el proceso del nihilismo surge de la separación entre el ser y el ente y del consiguiente olvido del ser, que la metafísica, la ciencia y la técnica sustituyen por el problema de la dominación del ente.

Pero en todo esto hay un grave equívoco de base. Heidegger, que compartiendo los prejuicios de Aristóteles tergiversó a Platón al sostener que toma el ser como idea o concepto, habló de la consumación moderna de la metafísica y de su olvido nihilista. En realidad Heidegger piensa como Nietzsche que fueron Sócrates y Platón, filósofos de conceptos que sometieron el ser al yugo de la idea. Precisamente esta tergiversación está relacionada con la forma posmoderna de la ontología como filosofía antiesencialista y viene a ser en sí misma el reemplazo de la teoría del conocimiento por la hermenéutica.

Occidente con la filosofía posmoderna pretende la superación de la metafísica a partir de su negación nihilista, pero su superación no puede acontecer a partir de su negación nihilista porque la metafísica es parte indesarraigable del hombre y de las cosas. Es por eso que la superación posmoderna de la metafísica implica algo más que derribo del platonismo, derribo según el cual las cosas sensibles son el mundo verdadero, y las cosas suprasensibles el mundo ilusorio.

De modo que ¿Cómo superar el actual olvido interpretativo del ser? El problema actual de la metafísica no es de olvido sino de llegada. ¿Cómo llegar a ella? Hay que desandar el camino del fenomenalismo empirista, que redujo el ser a lo fáctico, no sólo hay que buscar el ser en la esencia, sino también el ser en sí, más allá de toda esencia sin terminar en un puro concepto trascendente. Hace falta una pragmática crístico-humanística, porque el hombre es punto de partida para llegar a lo infinito, que imponga un giro de lo lingüístico-epistémico a lo metafísico-escatológico y reconozca que no existe verdadera emancipación del ser humano si de ella excluimos la dimensión de lo trascendente y eterno.

Y entonces ¿qué debemos hacer? ¿Es acaso posible pensar en un nuevo paradigma que revitalice la educación y la cultura entera? Sí, es posible. Y para ello es necesario tomar conciencia que el hombre es un ser insuficiente, pues su acción voluntad e inteligencia son vanas separadas de Dios. Nuestro ser solamente es pleno conociendo y cooperando con Dios. Sin Dios muere la verdadera esperanza superior, el mundo se desvitaliza y se sigue el menor esfuerzo, lo light y ligero. Entonces se da pie para que surja una generación que se hunde en la desesperación, la presunción, y que se dispersa en todo tipo de futilidad. Este desequilibrio monstruoso, ya atisbado en el Fausto de Goethe, ha demostrado ser gravísimo para la personalidad del hombre que ha conquistado el mundo pero que se ha perdido a sí mismo.

Hay que oponer a la inercia espiritual contemporánea el paradigma crístico-humanístico, el cual tiene el sentido de una cura, que puede hallarse en no sustraer lo trascendente de lo humanístico inmanente. Sólo así es viable superar el asalto posmoderno a la razón natural y dar el brinco existencial hacia la razón auxiliada por la Revelación, por la cual también Dios nos busca para darnos la verdad. En este sentido la filosofía no es enemiga de la teología por cuanto ésta se basa en el reconocimiento de que la naturaleza humana finita requiere de la Revelación para llegar a Dios.

Hay que colocar la superestructura secular sobre fundamentos metafísicos religiosos, no para resucitar el ideal medieval que es ahora un ens rationis incapaz de existir, sino para iniciar un nuevo ciclo de cultura en que la ciudad temporal se base en la unidad fraterna de criaturas libres unidas a Dios por la gracia. No hay otro camino ante la disyuntiva del robotismo y la deshumanización posmoderna del hombre que devolver al hombre su dimensión trascendente para superar el deus in terris, poner las cosas al servicio del hombre y no a la inversa. Sólo así podrá la educación recobrar su misión social: recuperando los valores trascendentes y eternos de la cultura humanística.

En consecuencia el educador no puede sentirse feliz al repudiar el estudio de lo infinito, porque esto liquida el humanismo y porque además el hombre no puede ser entendido sin tener en cuenta sus relaciones con lo ilimitado. De modo que la verdadera misión social de la educación no puede estar divorciada del verdadero humanismo, el cual no es antropocéntrico, secular, ni naturalista, ello es hominismo del deus in terris, sino que parte del reconocimiento que el mejor punto de partida para una verdadera acción educativa es el fundarse en las verdades fuertes, pues sin las verdades fuertes de la metafísica de las esencias asimiladas por el cristianismo no es posible edificar un mundo valorativo. En el hombre hay algo más que el hombre, dado que el hombre es el ser finito plantado en lo absoluto resulta ser el buscador de Dios, la única criatura que vivirá la muerte no como fin de la vida sino como fin de las vacilaciones en torno a Dios y cuyo final de su existencia es la posibilidad de la contemplación directa de la faz de Dios.
 

* Gustavo Flores Quelopana, Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía, Lima, junio 2008.

Boletín semanal
Mantente al tanto de las novedades ¿Quieres ver nuestro boletín actual?
Ingresa por aquí
Suscríbete a nuestro boletín y recibe noticias sobre publicaciones, presentaciones y más.