Jorge Eslava
Reynoso, escritor y maestro Reynoso, escritor y maestro

Por Jorge Eslava
Fuente: Jorge Eslava Calvo

Desde el día en que sustraje Los inocentes de la biblioteca de mi padre y lo leí casi a escondidas, quedé sumergido en una especie de fango sagrado. Uso esta frase para describir la más ordinaria realidad ennoblecida por la magia poética. Pongo por testigo a mis manos que, con temblor y sin pausa, pasaban las página de ese universo representado por las palabras, que a ratos conocía y desconocía como ocurre siempre con nuestros sentimientos. Yo tenía entonces catorce o quince años y mis ojos no querían salir -tampoco hubieran podido- de las calles salvajes, de la luz mortecina de los billares, de la ternura bruta de los bares de ese libro que mi padre, con prudencia, me había proscrito visitar diciéndome: "en unos años más podrás leerlo".

Es fácil imaginar ahora cómo, cautivado por la lectura, fui identificándome, a retazos, con cada uno de los personajes. Supe ser "cara de ángel", "el príncipe" o "el rosquita" porque todos somos inocencia y pecado durante la adolescencia. También es fácil imaginar aquellos sobresaltos que pudo haber sentido el muchacho que fui y que leía, como tantos de mi generación, a Emilio Salgari o a Edmundo de Amicis. Debió ser por esos días una experiencia de exaltación, de intenso júbilo y perversidad. Pero como todo lo vivido, que nunca es inmutable, ha ido con los años adquiriendo nuevos contornos y mudando de significados.

No pude haberlo percibido entonces, pero ahora tengo una certeza: Oswaldo Reynoso es un clásico vivo de nuestras letras, gracias al prodigio que significa Los inocentes. Basta recordar lo que era la literatura en lengua castellana -adviértase que no hablo sólo de la literatura peruana- hace más de cuarenta años. Adelantado a los virtuosismos del boom latinoamericano, Reynoso despliega con maestría todas las técnicas narrativas. Construye ejemplarmente personajes de categoría humana: bullen de movimientos instintivos o gesticulan apenas o aman como una enfermedad incurable o se hunden en el marasmo de la soledad. Por fuera y por dentro, los personajes de estos relatos de collera representan el arte perfecto de la descripción externa y la exploración psicológica.

No obstante, lo que más me subyuga de ese universo son los dominios del lenguaje. Tal vez desde La casa de cartón, de Martín Adán, no tengamos un libro de narrativa cuyas palabras encierran tanta belleza. Dirán los entendidos: el libro de Adán, aunque pecaminoso, emplea un lenguaje refinado y aristocrático. No así el libro de Reynoso: su lenguaje exuda el miasma de la pobreza, los reflejos de la calle, el vicio de fingirse lo que no se es. Por eso la jerga que emplea, entretejida y luminosa, actúa como una máscara que más revela que oculta.

Bajo el impositivo de este lenguaje magnífico, Los inocentes cumplirá pronto medio siglo y en un tiempo más -para acabar con los números redondos- se celebrarán los sesenta y dos años de su publicación o los ochenta y siete años; mas adelante se organizarán congresos por el centenario y el libro conservará -estoy seguro- la potencia de su rabia y de su desolación. Es por eso que, cada vez que releemos el libro, renace nuestra adolescencia. Porque hay pocos libros que atraviesan el tiempo, airosos como una espada de luz, y actúan sobre el espíritu mejor que la ciencia médica.

La maestría de Reynoso en el campo del lenguaje había ya asomado en Luzbel (1959), único poemario publicado por el autor y que exhibe la misma vocación estética de irreverencia y sutileza mostrada en Los inocentes. Cuando aparece la novela En octubre no hay milagros (1965), la crítica y el público reaccionaron entre fascinados y horrorizados ante el inmenso cuadro expresionista de una Lima esperpéntica, acosada y vencida por un vértigo desesperado de degradación moral y política. Unos años después -y desobedeciendo los cánones literarios- publica un libro singular y sorprendente: El escarabajo y el hombre (1970). Breve novela parabólica, con aires de cómic, que plantea en dos instancias alternadas el drama de la condición humana. Los eunucos inmortales y En busca de Aladino, compuestos luego de su residencia en China, representan no sólo la vuelta física del autor sino el reencuentro con su escritura inconfundible; es decir, un lenguaje que nos da placer, pero que nos deja siempre la sensación de un aura de angustia y malignidad.

Me ha dado mucho gusto recibir la tarjera de esta noche, porque el homenaje consagra al escritor y al educador Oswaldo Reynoso. Creo que en él, la devoción por la literatura es complementaria a su preocupación por la enseñanza. Hay que ver la legiones de escritores jóvenes que lo buscan y él, con sagacidad y paciencia, los orienta y revisa puntillosamente sus escritos. Casi como un profesor de aula corrige el cuaderno de un alumno de primaria. Y aún queda por estudiar la poderosa influencia de su estilo en la poesía de los setenta y en la narrativa de las últimas décadas.

Quiero recordar unas palabras escritas por Washington Delgado y en ellas al hombre sabio que fue este gran poeta y amigo: (Reynoso) posee una honda y cierta vocación pedagógica: ha sido profesor en varios colegios de Lima, en la Escuela Nacional de La Cantuta, en Venezuela -contratado por el Ministerio de Educación de ese país-, actualmente enseña en la Universidad de Huamanga; pero Oswaldo Reynoso no es un maestro que se limite a transmitir unos conocimientos e informaciones más o menos valiosos, sino que procura y consigue llegar al alma de sus alumnos."

Puedo dar fe de ello, pues en los últimos tiempos he tenido el privilegio de trabajar con Oswaldo en el Ministerio de Educación. Él ha reivindicado, para mí, la dimensión de una conciencia revolucionaria que construye con actos y palabras una nueva sociedad. Quiero darle las gracias, en nombre de sus amigos y lectores, por esta profunda lección de probidad y belleza.

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