Martín Adán
El poeta genio<br>Acercamientos a Martín El poeta genio
Acercamientos a Martín


Por José Vadillo Vila
Fuente: Variedades Nº 239, Lima 22 agosto 2011

Un poeta insólito de América Latina y el Perú, que como Vallejo fue revolucionario del verso. Así fue Martín Adán.
Sus obsesiones, sus ideas recurrentes, su soledad persistente, sus deseos de que se conozca más a Rafael de la Fuente y no al bardo increíble que habitaba en él.

La leyenda de un poeta genio encerrado en manicomios, en hospitales, en la bohemia y el alcohol desde los años cincuenta, hermético como su escritura, lo persiguió por esa Lima que ya no está.

Por 17 años, por ejemplo, vivió en el pabellón 2 del Larco Herrera, el sanatorio donde se recluyó voluntariamente, y donde escribió su tesis De lo barroco en el Perú (1938). "Fui en busca de la cordura que me hacía falta", le dijo a un periodista. Y a otro hombre de prensa le repitió esa frase que ya parece perro sin dueño: "los cuerdos están en el manicomio y los locos en la calle".

Lo de poeta genio le venía a Martín Adán desde que jovenzuelo, a los 17 años, escribió la novela poética La Casa de Cartón (1928). Para engrosar su leyenda, dicen que la redactó en hojas de recetas médicas; y luego su amigo, el también poeta Emilio Adolfo Westphalen, la transcribió a máquina. El libro apareció con prólogo de Luis Alberto Sánchez y colofón de José Carlos Mariátegui. Y lo catapultó como uno de los grandes representantes de la vanguardia latinoamericana.

Lo de su hermética poesía, ni él mismo se lo creía. "(Mi poesía) viene a ser el intento constante de penetrar hondamente en la palabra, en su significado y en su sonido", le explicaba a Lorena Alvariño, allá por 1979. Y ponía como ejemplo su Travesía de extramares. Sonetos a Chopin, de 1950.

Martín Adán (1908-1985) gustaba de tirar por el piso el Parnaso de los bardos. "Yo mismo he vivido simplemente mi vida, sin relacionarla con la poética", explicaba quitándole la importancia al credo de las letras, afirmándose a sí mismo como "solo un versero". "Creo que mi poesía es simplemente una expresión de sentimientos dentro de formas poéticas tradicionales".

El bardo tenía cejas pobladas como si guardase en ellas sus poemas. "Son un par de arcos, parece unas pieles de zorros de señora aburguesada", las describió el cronista Miguel H. Milla, cuando en 1954 Martín Adán llegó al Cusco, ese año que publicó La Mano Desasida. Canto a Machu Picchu (1964).

Su nombre verdadero era Rafael de la Fuente Benavides y hablaba pausado. Limeño con genes de trujillanos y arequipeños, aunque su sombrero sin tafilete hablaba que había abandonado la grandeza de su apellido por la bohemia. Que se había creado un seudónimo Martín Adán para acercarse a los intelectuales de la clase media baja. Aunque tenía miedo al socialismo. "Yo soy un hombre de derecha y un pacifista", le recordaba al periodista Mario Campos en 1984, meses antes de fallecer. "La guerra es para mí la manifestación constante de la primitividad esencial de lo humano".

El poeta José María Eguren, a quien frecuentaba en Barranco, le presentó a José Carlos Mariátegui, con quien creó su seudónimo, asociando el nombre de un mono con el del primer hombre. Martín Adán visitaba al político e intelectual todos los martes. La única norma que tenía era excluir los temas de política. Cuando le pidieron definir a Mariátegui, con los años, Martín Adán diría que era "un héroe", que consideraba tenía tanto relieve universal como el doctor germano Albert Schweitzer (1875-1965), teólogo, músico, filósofo y médico.

Otro cronista recuerda que un día de setiembre de 1956 se apareció por la redacción de El Comercio preocupado porque había sido designado miembro de número de la Academia Peruana de la Lengua Española. "¿Un poeta elegido académico? ¿Qué raro?". Quería saber si ser académico "¿significará, acaso, que debo escribir versos mejores o peores? (...) Es que yo no produzco. Y ni quiero producir; prefiero quedarme con mis meditaciones. Quiero seguir sufriendo y amando al Perú, yo solo, sin compañía de nadie".

Quedarse en silencio fue una actitud reiterativa a lo largo de la vida del polígrafo. En 1985, en lo que sería su última entrevista, le decía a la periodista Delia Sánchez que si había odiado recibir a los periodistas y los fotógrafos en su vida era porque "todos vienen en busca de Martín Adán, a nadie le interesa conocer a Rafael de la Fuente Benavides". Por ello, varias de las entrevistas que le consiguió su amigo el librero Juan Mejía Baca, prefirió hacerlas por escrito.

Ya tirado en la cama del hospital Loayza, casi ciego, miraba las cosas distintas. "(La soledad) era el castigo más grande y triste para el ser humano". Y aconsejaba a la periodista casarse, tener hijos, algo que él no pudo hacer porque nunca tuvo "un sentimiento profundo" y se pasó yendo de mujer en mujer.

También refinado. Contaba Sebastián Salazar Bondy que lo del "gusto de la más refinada tradición estética de Occidente" le venía a Martín Adán de su formación en el Pensionat de Saint-Joseph de Cluny (donde forjaría su amistad con Estuardo Núñez, Xavier Abril y Emilio Adolfo Westphalen), el Colegio Alemán y la Universidad de San Marcos.

Lo negó tantas veces que debe ser verdad: Martín Adán nunca se sintió padre del poemario Aloysius Acker. Juraba que no eran sus poemas. Y cuando le preguntaron, 50 años después, si volvería a escribir La Casa de Cartón, recordó que sería imposible escribirlo como cuando era adolescente. "El estilo es una de las formas de la edad", decía nuevamente y volvía a sorprenderse por el "constante buen éxito" de ese libro. "Lo escribí siendo colegial, para ejercitarme en las reglas que el profesor de gramática castellana, Emilio Huidobro". Tampoco nunca le apeteció escribir una segunda parte de La casa....

Sin embargo, pese a todo, creía que si volviera a vivir, nuevamente sería poeta y bohemio. "Creo que el hombre nace predestinado, yo nací para bohemio y seguramente volvería a serlo".

Ese hombre que vivió casi sin trabajar (sólo un tiempo laboró en el Banco Agrario de Arequipa, propiedad de su familia), definiría a su familia como un hogar falto de calor. "Mi familia era mi madre, una tía solterona y yo". Y lo que nunca se perdonó fue la muerte de su único hermano menor, "sólo me acompañó nueve años y lo necesité toda la vida".

¿Y cuál sería la mayor desdicha?, le preguntó siete años antes de su muerte, Oswaldo Chumbiauca: "La de vivir eternamente".

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