José María Arguedas
Arguedas: la próxima modernidad Arguedas: la próxima modernidad

Por Julio Ortega
Fuente: El Comercio, Lima 29/05/07 http://www.elcomercioperu.com.pe/EdicionImpresa/Html/2007-05-29/ImEcDominical0729897.html

El debate sobre los modelos de la modernidad, sus agentes y programas en un país multinacional y desigual como el Perú, tuvo en la obra de José María Arguedas una lección creativa que es hoy más actual y, contra todas las apariencias, más universal. Ese debate se produjo en torno a dos ejes: las representaciones del país, debidas a las ciencias sociales; y las interpretaciones culturales, cuyos relatos elaboraron la cultura política de la época. Veinte años después, en la crisis del modelo globalizador dominante, nos falta elaborar el debate del relevo. El país siguió su propia modernización popular (como previeron Anibal Quijano y Carlos Franco); remontó la crisis de la violencia terrorista y la represión militar (que hay que condenar por igual para no repetir); y se debe, otra vez, a su propia versión de lo moderno (heterogénea pero dialogante, jerarquizada pero diversa), que es ahora más mestiza y compleja. A tal punto que este mestizaje nuevo se ha hecho universal (migratorio, transfronterizo) y es parte hoy de un movimiento que reconstruye su espacio cultural operativo entre redes de estrategia asociativa y fuerza renovadora.

El mercado es una de las representaciones de las que Arguedas buscó reapropiarse desde la función humanizadora del diálogo. Aun si el Perú se define en su obra como el raro lugar donde un hombre no puede hablar libremente con otro; no se limita a las evidencias y trabaja las opciones: convocar la fuerza del diálogo, ampliar los límites de la comunicación son las propuestas más creativas de su trabajo.

En Los ríos profundos el mercado es reconstruido como uno de los pocos espacios de diálogo y reafirmación. El mercadillo de las "chicheras" representa las posibilidades asociadas al mercado como espacio cultural: el intercambio, la individualización, la comunicación horizontal. Estas vendedoras de comida y bebida son agentes mediadoras entre clases y etnias y, como tales, propiciadoras de la música y las voces regionales, de ágape y el banquete. Son ellas las que se rebelan contra el Estado en protesta contra el monopolio de la sal, y resultan por eso perseguidas por el ejército. Si el pueblo confirma su carácter de espacio cerrado (está dentro de una gran hacienda), el mercado se abre dentro de esa clausura como su desmontaje.

En cambio, El zorro de arriba y el zorro de abajo un lenguaje profundamente dividido encarna el habla del tartamudo, del pescador envilecido, del burdel degradante, del loco místico. Pero también aparece en el habla de Maxwell, el joven norteamericano que ha cruzado a la otra orilla y ha asumido la cultura andina, como un mestizo cultural, que oscila entre los extremos del puerto pero que anuncia al sujeto mediador. Y esta división se ilustra en las hablas de la migración, formidable agencia del distinto grado de negociación cultural. El lenguaje es oral, y la oralidad es la forma del mundo reciente.

La prostitución es otro "mercado" desnaturalizado, y uno de los ejes de vaciamiento del sentido. La novela encuentra su mejor mecanismo en las voces mismas de los sujetos, en la conversación que reconstruye sus historias, sus heridas, horrores y agonía. El lenguaje no es una conciencia analítica sino una zozobra confesional, una gestualidad dramática, de emotividad cruda e incierta. "Lloraba y hablaba; lloraba y hablaba", se dice de una prostituta.

Pero en esta novela uno de los substratos orales más persuasivos, junto al quechua, es el lenguaje epifánico, esa forma revelada del diálogo, cuya celebración del mundo, postulación dialógica, sentido redentor del sacrificio, comunidad oficiante y comunión ritual, me parece que dan forma interior a las muchas hablas de esta historia de vidas errantes en busca de una morada en el mundo, de un lenguaje de afincamiento. Me ha parecido advertir que ese lenguaje epifánico es lo que en esta novela prevalece del encuentro entre el quechua y el discurso litúrgico. Este mestizaje (conflictivo, nunca armónico) es una redefenición de la cultura política. Es, digamos, la alianza incongruente y magnifica de San Pablo y el Danzarín de Tijeras.

Del burdel al mercado sigue la novela, en los pasos del loco Moncada, hacia el cementerio. La escena dantesca de los pobres de una barriada trasladando las cruces de las tumbas de sus muertos, dramatiza la reorganización del espacio de la ciudad desde la perspectiva de la muerte. Esta escena fantasmática es conjurada por el rezo de tres mujeres: "Dios, agua, milagro, santa estrella matutina...". Esa oración suma motivos de la novela (la hierba que resiste en el abismo, el río Santa que retorna caudaloso), pero también funde algunos de sus lenguajes: el animismo quechua, el salmo católico, el castellano reciente. El imaginario de la migración se construye desde el habla como el trayecto de una subjetividad desarraiga. No demasiado distinta fue la lengua de Dante como metáfora del exilio (peregrinaje) y la intemperie (la caída).

En los documentos que escenifican el suicidio se puede advertir que Arguedas encontró albergue entre los personajes de su novela. Se asumió como parte del peregrinaje peruano (que es una forma mayor de la migración); y lo hizo desde la conciencia trágica, y también paradójica, del suicida que se despide protestando su fe en nosotros, sus lectores.

La Biblia, fragmentos del libro de Isaías y al final una epístola de San Pablo, alimentan a partir de este capítulo, con citas y alusiones, esta inquietante persuasión cristiana. En primer lugar, este plano de alusiones parece darle sentido sacrificial al padecimiento sin discurso de las víctimas de la modernización. En segundo lugar, la vehemencia enunciativa de Isaías, que resuena también tras algunos poemas de Vallejo, se aviene a esta lengua desasida y tremebunda de la novela. Pero, lo que es quizá más importante, este lenguaje bíblico posibilita una mediación entre la vida sin sentido y la muerte sin discurso. Ya que la representación social se agota en su propia explicación, en las evidencias; y ya que el mundo es percibido desde la subjetividad alterada por la violencia social, esta dimensión mítico-religiosa, esta persuasión cristiano-primitiva, posibilita articular la diáspora andina en la modernización como un sacrificio patente y un renacer latente.

"Con el Señor hablo bien, derecho", anuncia don Esteban, declarando su independencia de la práctica religiosa pero afirmando su estirpe cristiana. En su ojo, dice, hay candela que ataja a la muerte. El habla se levanta "contra la muerte", a la que ha jurado vencer.

Los otros interlocutores son el cura Cardozo y Maxwell, el joven norteamericano que se ha mestizado en el mundo indígena. Esta figura de rebeldía y sacrificio parece aludir a la teología de la liberación, que por entonces Arguedas ha empezado a apreciar a partir de su diálogo con el padre Gustavo Gutiérrez. Cardoso cierra el capítulo con la epístola de Pablo: "Si yo hablo en lenguas de hombres y de ángeles, pero no tengo amor, no soy más que un tambor que resuena.".

Por un lado se levantan los mercados de la muerte, por otro los discursos de linaje sacro y mágico, que confrontan a la modernización desnaturalizadora con su fuerza regenerativa y su utopía comunitaria. Una utopía capaz de recuperar para lo humano el espacio revertido, el desierto tan peruano del desvalor mutuo, acrecentado por el mutuo hacer y bien decir.

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