Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

Lo que saben los bebés y nosotros ignoramos
Por Michael Greenberg
 
Originalmente publicado como “What Babies Know and We Don’t”, The New York Review of Books, 11 de marzo, 2010 (http://www.nybooks.com/articles/23694). Traducido por Alberto Loza Nehmad.
 
Reseña del libro de Alison Gopnik, The Philosophical Baby: What Children's Minds Tell Us About Truth, Love, and the Meaning of Life, (Farrar, Strauss and Giroux; 288 pp.).
 
 
El período más elusivo de nuestras vidas ocurre desde el nacimiento hasta la edad de cinco años. Misteriosas y pertenecientes a otro mundo, la infancia y la niñez temprana, más tarde en la vida, están rodeadas de una curiosa amnesia, quebrada por fragmentos de recuerdos que nos vienen mayormente sin buscarlos, sin ningún contexto coherente ni confiable. Con sus evocaciones sensoriales, casi celulares, esos recuerdos parecen residir más en el cuerpo que en la mente, pero son centrales para el sentido que tenemos de quiénes somos para nosotros mismos.
 
Parte del atractivo del psicoanálisis puede ser que, en su búsqueda por encontrar al desvanecido niño en el adulto, vuelve al adulto en un tipo de niño durante una sesión de juego con su analista. La sesión está estructurada según las líneas del juego imaginario, completo con asociación libre y una conversación libre que puede ir por cualquier lado; no obstante, como el juego de la imaginación, la sesión con el analista sigue una serie de reglas estrictas. La finalidad es expresar lo que ha sido reprimido, llenar los espacios en blanco de la narración acerca de nosotros mismos. Sin embargo, tal como han descubierto Alison Gopnik y sus colegas psicólogos cognitivos, esos años son muy difíciles de recapturar, no debido a la represión sino porque los estados de la conciencia y memoria en la niñez temprana son muy diferentes de los que experimentamos después.
 
“Los niños y los adultos son formas diferentes del Homo sapiens”,  escribe Gopnik en The Philosophical Baby: What Children's Minds Tell Us About Truth, Love, and the Meaning of Life [El bebé filosófico: Lo que la mente de los niños nos dice acerca de la verdad, el amor y el significado de la vida], un recorrido a través de los recientes descubrimientos de la ciencia cognitiva acerca de las mentes de los niños más jóvenes. Para comenzar, el lóbulo prefrontal, que desempeña una parte principal en el bloqueo de los estímulos de las otras partes del cerebro y en fomentar la atención internamente guiada y motivada, no se forma completamente en la mayoría de la gente hasta que está en su veintena. La atención internamente guiada, sugiere la investigación cognitiva, no es una capacidad que los niños adquieren completamente al menos hasta la edad de cinco años. Lo que los estimula es lo que está frente a sus propios ojos, los primeros estallidos de información acerca de la causa y el efecto en el mundo físico.
 
Altamente activos en los cerebros de los infantes son la corteza occipital, en la parte trasera del cerebro, que guía la atención hacia el mundo visual, y la corteza parietal, que ayuda a uno a ajustarse a los nuevos acontecimientos. No es sorprendente descubrir que las imágenes de resonancia magnética muestren ambas de esas cortezas iluminarse en los adultos mientras están absorbidos por una película (al mismo tiempo, el lóbulo prefrontal se aletarga). La suspensión de la incredulidad y la veloz orientación a un pasivamente recibido bombardeo de estímulos visuales inesperados, pueden aproximarse a los aspectos del estado de ser del infante.
 
Gopnik especula que la niñez temprana nos prepara tanto para la apreciación como para la creación del arte: el juego imaginario entre los niños nutre la habilidad de contemplar lo contrafactual: los mundos alternativos a partir de los cuales el arte y la invención de todo tipo son principalmente construidos. Esto requiere disciplina para permanecer en el rol imaginario que uno ha asumido, proyectar psicológicamente lo que significa ser una madre, un bombero, un soldado, un prisionero. Si no se siente como si fuera real, el juego se desarma. El juego imaginativo es un ensayo para entender las mentes y las intenciones de los demás, una habilidad básica para la supervivencia.
 
Estas son afirmaciones de grandes proporciones, pero Gopnik las defiende bien, y a veces de manera apasionada. Casi todas las 100 mil millones de neuronas de un sistema nervioso humano están en su lugar al momento de nacer, y en la niñez temprana, las sinapsis (los puntos de contacto entre neuronas, que emiten los recuerdos y las sensaciones) son producidas con vasto exceso. En gran medida, la madurez es un proceso de poda neuronal, un desbroce de la conciencia de modo que lo que es más útil para vivir el día (manejar al trabajo, por ejemplo, o negociar en el supermercado) está fácil e inconscientemente disponible. Nuestras vidas están mucho más organizadas alrededor de la repetición que de la novedad. Las neuronas menos útiles se debilitan y mueren, una forma del olvido.
 
Gopnik nos recuerda que, para darle lugar a su rápidamente cambiante atención, los cerebros de los bebés generan enormes cantidades de neurotransmisores colinérgicos, que son liberados hacia otras partes del cerebro cuando éstas procesan información específica. Para que los anestésicos sean efectivos, deben actuar sobre esos transmisores, lo que puede explicar la concentración relativamente alta de anestesia que los bebés requieren para ser noqueados antes de una operación. Gopnik ofrece la cautivadora idea de que los niños están más conscientes que los adultos, pero también menos inconscientes, porque tienen menos comportamientos automáticos.
 
Este elevado estado de absorción es emblemático de lo que Gopnik llama “la división evolucionista del trabajo, entre los niños y los adultos”. En esta colaboración, el extendido período de inmadurez del niño es consentido, porque le permite desarrollar desinhibidamente las clases de experimentos que finalmente capacitan al adulto, más lento y deliberado, para alterar —o al menos, manipular— la realidad de su mundo. En esta formulación, el niño no está solamente “limitado al aquí y al ahora”. La visión aristotélica entendía que el niño no era importante por sí mismo sino por su potencial. Gopnik invierte esta visión. Ella encuentra que el niño es un miembro con plenas capacidades, con un cerebro diferente que el del adulto, más capaz, con una mayor plasticidad y una habilidad más altamente afinada para beber de la información nueva. El niño es el autor; el adulto, el productor.
 
La idea central de la ciencia cognitiva, en palabras de Gopnik, “es que nuestros cerebros son un tipo de computador, aunque un tipo mucho más poderoso que cualquiera de los actuales”. Gopnik infiere que, como algunos computadores, los infantes tienen mapas causales innatos que les proveen de un entendimiento exacto de cómo funciona el mundo. Como resultado de este mapa,
 
Los niños tienen teorías cotidianas del mundo, teorías cotidianas acerca de la psicología, biología y física. Estas teorías son como teorías científicas, pero son en gran medida inconscientes más que conscientes, y están codificadas en el cerebro del infante, en lugar de estar escritas en papel o ser presentadas ante conferencias científicas.
 
Los infantes son, inclusive, sensibles a los patrones estadísticos. En sus etapas más tempranas, el aprendizaje del lenguaje involucra la predicción estadística de cuáles sonidos son los que probablemente seguirán a otros, un ejercicio inconsciente en la teoría de probabilidades. Gopnik sostiene que esta capacidad para detectar patrones de probabilidades, se extiende más allá del lenguaje —a los tonos musicales en los bebés de ocho meses, por ejemplo— y no está limitada a una parte especializada del cerebro, como creen Noam Chomsky y otros.
 
Un estudio que fascina por el misterio de la comprensión instintiva, encontró que los infantes de cinco años de edad de distintas culturas, comparten una teoría vitalista de la vida, similar a aquella de la medicina tradicional china y japonesa:
 
Estos infantes parecen pensar que existe una única fuerza vital, como el chi chino, que nos mantiene vivos. Ellos predicen que si uno no come lo suficiente, por ejemplo, esta fuerza se desvanecerá y uno caerá enfermo. Ellos piensan que la muerte es la pérdida irreversible de esta fuerza, y predicen que los animales que mueren no volverán a la vida.
 
En los infantes hay una interacción complicada entre las reglas y la moralidad, una sensibilidad sofisticada de la intención cuando se rompen las reglas, y una sutil apreciación de que algunas reglas son importantes; otras, menos. El conocimiento moral, sostiene Gopnik, es un conocimiento imaginativo, un producto directo de la empatía, que los bebés parecen experimentar de una u otra forma casi desde el momento en que nacen. Gopnik cita un estudio conducido por la psicóloga del desarrollo Judith Smetana en los años 80, que contradecía el argumento del psicólogo suizo Jean Piaget , de que el verdadero conocimiento moral no se desarrolla hasta la adolescencia, porque los niños carecen de la capacidad de imaginar las perspectivas de los otros.
 
Smetana presentó a infantes de dos años y medio con una variedad de historias. En algunas historias, una regla preescolar es violada: no poner en orden la ropa o hablar durante el momento de silencio. En otras historias, un niño es golpeado o fastidiado, o algo es robado. Gopnik informa:
 
Inclusive los infantes más jóvenes diferenciaban entre reglas y daño... Ellos... decían que las reglas podían ser cambiadas o podrían no aplicarse en una escuela diferente, pero insistían en que causar daño siempre estaría mal, sin importar qué decían las reglas o dónde se estuviera.
 
Además, los estudios muestran
 
que los niños entienden la naturaleza de las reglas mismas. Los niños... entienden [que]  cuando las reglas especifican obligaciones, entonces uno tiene que actuar como la regla dice. Cuando especifican prohibiciones, uno nunca puede actuar de ese modo. Cuando dan permiso, uno puede decidir sobre motivos independientes, si se actuará de ese modo.
 
Los bebés de nueve meses de edad ya muestran una sensibilidad a la intención: responden más impacientemente ante un juguete que se les niega sin razón aparente, que cuando el adulto no puede darles el juguete por razones que escapan a su control.
 
Los bebés imitan, y la imitación es una manera de adoptar una emoción como propia. La alegría refleja la alegría, la pena provoca pena, no solo como expresión facial sino como un estado del sentimiento entre cuidador y bebé. Permitiéndose un toque de proyección no científica, Gopnik escribe:
 
Es posible que los bebés literalmente no vean una diferencia entre su propio dolor y el dolor de los demás. Quizá los bebés quieren dar fin a todo sufrimiento, sin importar dónde esté sucediendo. Para ellos, el dolor es dolor y la alegría es alegría. Los pensadores morales, desde Buda hasta David Hume y Martin Buber, han sugerido que borrar de esta manera las fronteras entre uno y los demás, puede apuntalar la moralidad. Sabemos que la concepción de los infantes de un ser personal separado y continuo, se desarrolla lentamente en los primeros cinco años.
 
Así, el apego, la empatía y la moralidad son inseparables, aunque ninguno sea inevitable. Aunque la empatía parece ser innata, y los actos espontáneos de altruismo de los bebés son comunes (los bebés de año y medio instintivamente intentan ayudar a un extraño que lo necesita, pese a que no se les haya enseñado a hacerlo), el florecimiento de la empatía no está garantizado. Puede ser ampliado o extinguido como resultado de relaciones y experiencias específicas. Asegurar el apego durante los primeros seis meses, es esencial. A las horas de nacer, los bebés aprenden los rasgos del rostro de su madre, y prefieren ver su rostro antes que el de un extraño. En este intercambio, ser quien cuida al bebé refuerza —y en algunos casos vuelve a despertar— el comportamiento ético en los adultos. Gopnik subraya la “intensidad moral del amor entre padres e hijos”, una intensidad que fluye en ambas direcciones. La relación entre quien cuida al bebé y éste, ella sugiere, es nuestra más efectiva iniciación a la ética. Las principales teorías éticas de la filosofía y la ley surgen del entendimiento fundamental, en la niñez, de que, emocionalmente, otra gente opera más o menos de la forma en que operamos nosotros.
 
La imitación, por supuesto, no es solo un camino hacia la empatía, es también una manera de excluir a los demás, de formar lo que los sociólogos llaman “grupos mínimos” donde una distinción minúscula, arbitraria, se convierte en una razón para la enemistad. En algunos experimentos, “los niños de tres años de edad dicen que ellos preferirían jugar con un niño que tenga el mismo color de pelo y el mismo color de camiseta que ellos, más que con otro de diferentes colores”. Ante el niño con la camiseta equivocada, se retienen la empatía y la preocupación moral. Para seguir la lógica de la infancia temprana como un programa de la conducta subsiguiente, esta dinámica de grupo excluyente, grupo incluyente, se extiende hacia el patio de juego, las calles del vecindario, en la forma de violencia de violencia de pandillas, y hacia el más amplio mundo, en la forma de “limpieza étnica”.
 
No sorprende que la capacidad de mentir efectivamente, no nos venga a la mayoría de nosotros antes de la edad de cinco años, cuando el sentido de un ser interior ha empezado a echar raíces. Mentir, en este contexto, se convierte en una medida de sofisticación: para hacer una mentira creíble, el mentiroso debe entender la mente de la persona a quien está engañando. En un experimento que Gopnik cita, a los niños se les muestra una caja cerrada y se les dice que adentro hay un juguete. Sin embargo, no deben ver por ellos mismos adentro de la caja. El investigador deja el cuarto y, naturalmente, los niños ven adentro de la caja. Cuando el investigador retorna, los niños de tres años insisten en que ellos no han visto adentro de la caja y al mismo tiempo le dicen qué hay en ella. Los niños de cinco años, sin embargo, son capaces de lograr el engaño.
 
Los niños, por supuesto, son notoriamente susceptibles a que se les mienta, principalmente debido a lo que Gopnik llama su “amnesia de las fuentes”. Los niños olvidan de dónde provienen sus creencias. En su laboratorio, Gopnik mostró a algunos niños un gabinete con nueve cajones, cada uno conteniendo un objeto diferente. A los niños se les decía o mostraba qué había en cada cajón, y no tenían ningún problema para recordar esto. Sin embargo, los niños de tres años “a menudo decían que ellos habían visto el huevo en el cajón, cuando a ellos se les había dicho sobre el huevo en el cajón, y viceversa. Los niños de cinco años, por otro lado, podían decirle a una acerca de lo que sabían y acerca de las experiencias particulares que llevaban a ese conocimiento”.
 
Esta brecha entre las percepciones de los niños de tres y los de cinco años, revela mucho acerca de cómo cambia la consciencia de los niños a medida que ellos desarrollan el sentido de una memoria personal, autobiográfica y de un tiempo consecutivo. Antes de la edad de cinco años, los niños parecen experimentar el tiempo de una manera diferente. Son perfectamente capaces de “olvidar” acontecimientos que experimentaron hace un minuto, así como su estado mental cuando ocurrió tal experiencia. Parecen pensar asociativamente, más cerca quizá al estado hipnagógico al que uno se desliza justo antes de caer dormido, que al que está ordenado alrededor de una línea temporal con pasado, presente y futuro.
 
Gopnik intenta penetrar cómo es esta diferente forma de la consciencia. Ella describe un experimento sobre la “falsa creencia”, en el que los niños ven una caja de dulces cerrada que, en realidad, está llena de lápices:
 
Los niños están, comprensiblemente, al mismo tiempo sorprendidos y decepcionados por el experimento. Entonces, les preguntamos qué pensaban que había en la caja cuando la vieron por primera vez. Aunque habían descubierto la verdad con gran sorpresa tan solo unos momentos antes, aún decían que ellos siempre habían sabido que la caja estaba llena de lápices. Habían olvidado completamente su anterior creencia falsa.
 
Esta es la razón de que los niños sean tan peligrosamente sugestionables, y su testimonio, en la mayoría de los casos, debería ser inadmisible en las cortes. Tienen recuerdos excelentemente detallados cuando son encaminados a recordar un acontecimiento específico con una pregunta conducente a ello. Sin embargo, el recuerdo libre les es ajeno, porque depende de una consciencia interior que no poseen por completo. Uno se pone a pensar en la histeria acerca del abuso sexual en las guarderías infantiles durante los años 80 y 90, cuando, después de una interrogación “experta” de los niños, en varios casos los padres y los cuidadores fueron declarados culpables de participar en rituales satánicos, violación, tortura y, en un caso, orgías con extraños. Gopnik señala que los adultos también son susceptibles a las preguntas encaminadoras —en el psicoanálisis, por ejemplo, o durante el interrogatorio de parte de un abogado— con el resultado de que se construyen falsas narraciones que se perciben como un recuerdo real, complementado con detalles sensoriales que el recordador está convencido ocurrieron realmente.
 
Un desconcertante aspecto de las mentes infantiles es su incapacidad para reconocer que los acontecimientos que han experimentado directamente, tienen mayor importancia personal que los acontecimientos de los que se han enterado de otras maneras:
 
Aunque ellos recuerdan que algo sucedió, no parecen recordar qué pensaron o sintieron acerca de ello... Tampoco parecen anticipar sus estados futuros. No proyectan qué pensarán o sentirán después.
 
Cuando se pone énfasis en la fuente de la información, incluso los niños de cuatro años de edad son menos probablemente manipulados o engañados. Sin embargo, el mismo concepto de fuente de información parece eludir por completo a los de tres años. También les es extraño el concepto de un pensamiento lógico internamente impulsado. Los infantes de tres, cuatro e inclusive cinco años de edad negarán que una persona tenga algo en su mente si esa persona no está fijando su atención en alguna acción específica o realizando una tarea visible. Un niño de cuatro años de edad, ofreció una elocuente descripción de esta consciencia cuando le dijo a un investigador:
 
Cada vez que piensas por un ratito, algo pasa y algo ya no pasa. A veces algo pasa por dos minutos y después por pocos minutos nada está pasando.
 
En este estado, Gopnik afirma, aspectos básicos de la consciencia que damos por sentados, tales como “la idea de que sabemos lo que pensamos hace unos pocos segundos, o de que nuestra consciencia es una sola corriente continua, o de que tenemos un ser personal unificado, colapsa...”.
 
Hacia cuando la mayoría cumple seis años, el infante se retira, convirtiéndose en una extraña y en gran medida no recordada abstracción. La memoria autobiográfica —memoria a partir de la cual podemos darle forma a una narración coherente de nosotros mismos— se instala en un observador interior, un “yo” que fluye y que permanece intacto, más o menos, por el resto de nuestras vidas. La memoria autobiográfica y el lenguaje parecen estar íntimamente entrelazados. Sin un lenguaje compartido, no tenemos acceso a la psicología de los demás, y quizá inclusive tampoco a la psicología de nosotros mismos.
 
Esto fue producido por un “experimento” no intencional que involucró a niños sordos en Nicaragua. No fue hasta los años 70 que Nicaragua estableció una escuela para niños sordos. Antes de entonces, los sordos estaban aislados unos de otros y, dado que la mayoría de los niños sordos tienen padres que pueden oír y hablar, la mayoría no tenía ningún medio de comunicación. Cuando la escuela abrió sus puertas, los niños inventaron su propio lenguaje de señales. La segunda generación de niños adoptó este lenguaje como propio. Si uno le pedía a un miembro de la primera generación —de la que inventó el lenguaje—
 
describir el video de un hombre que distraídamente tomaba un oso de peluche de un sombrerero y se lo ponía en la cabeza en lugar de un sombrero, ellos nunca mencionaban que quizá el hombre había cometido un error. Los otros sordos de la escuela comentaban cuán desafortunados habían sido sus amigos mayores para eso de mantener secretos o manipular a la demás gente.
 
Es de señalar que, pese a que tuvieran una poca comprensión de la conexión entre pensamiento y acción, la primera generación de niños sordos aún logró crear un lenguaje funcional desde cero, y que perduró.
 
El bebe filosófico es a la vez un libro científico y romántico, un resultado de la encantadora disposición de Gopnik a imaginarse a sí misma dentro de la consciencia de un infante. Ella compara “la consciencia farol de la infancia... con la conciencia reflector de la atención del adulto común y corriente”. Con la consciencia farol
 
Uno es vívidamente consciente de todo, sin estar enfocado en ninguna cosa en particular. Hay un tipo de exaltación y un tipo peculiar de felicidad que también acompaña estas experiencias.
 
Gopnik compara la conciencia farol con la poesía romántica, la receptividad desinhibida que es el ideal del artista, y el ideal Zen de la “mente del principiante”, donde quien medita abandona el apego a su “Yo” interior. “Los bebes, como Budas, son viajeros en un cuarto pequeño”, escribe. La conciencia farol provoca el sentimiento de que “hemos perdido nuestro sentido del ser personal... al convertirnos en parte del mundo”.
 
Los psicólogos que enfatizan lo “relacional” y los sentimientos de “apego”, pueden encontrar que los experimentos de Gopnik son demasiado controlados y no profusos, diseñados para decodificar patrones del pensamiento del tipo computacional, y para dejar de lado situaciones más abiertas que podrían permitir a los bebés seguir más libremente sus inclinaciones.[*] No obstante, la afirmación de Gopnik de que los psicólogos cognitivos han comenzado a desarrollar “una ciencia de la imaginación”, sigue en pie. Ella nota el sorprendente hecho de que en la Enciclopedia de la filosofía de 1967, haya cientos de referencias a ángeles y la estrella del amanecer, y ninguna a “bebes, infantes, familias, padres, madres y solo cuatro a los niños, en total”. Durante los pasados diez años, la ciencia cognitiva cuidadosamente ha acumulado datos acerca de los cinco años más misteriosos de la vida humana, transformando la visión convencional de los infantes como “zanahorias lloronas”, a otra de altamente capacitados y sofisticados seres que existen en un estado de afinada consciencia.
 
Notas
______________
 
[*] Pat Cremens, experto en el desarrollo de la infancia temprana, me ha suministrado muy invalorables ideas acerca de esta amplio campo de estudio. 
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