Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

Y esa noche Tolstoy salió huyendo...
Por James Meek
Originalmente publicado como “Some Wild Creature”, London Review of Books, 22 de julio, 2010 (http://www.lrb.co.uk/v32/n14/james-meek/some-wild-creature). Traducido por Alberto Loza Nehmad.
Reseña de:
 
The Death of Tolstoy: Russia on the Eve, Astapovo Station, 1910, por William Nickell
(Cornell, 209 pp. Mayo 2010).
The Diaries of Sofia Tolstoy, traducción de Cathy Porter
(Alma, 609 pp. Febrero 2010). 
A Confession, Leo Tolstoy, traducido por Anthony Briggs
(Hesperus, 146 pp. Febrero 2010). 
Anniversary Essays on Tolstoy, por Donna Tussing Orwin
(Cambridge, 268 pp. Febrero 2010). 
 
¿Qué estamos diciendo cuando decimos que alguien “se salió de sus cabales”? La cuestión de estar uno fuera de sus cabales es que la cabalidad aún está allí; uno puede volver. Uno no ha perdido el juicio. Uno está fuera de él. Los rusos usan la misma frase. El adjetivo ruso que significa “loco”, que es el mismo que el sustantivo para “persona insana”, es sumasshedshy, literalmente, “quien está fuera de su juicio”. Sofía Andreyevna  Tolstoy , esposa de Lev Nikolayevich Tolstoy, estuvo fuera de sus cabales en la propiedad familiar de Yasnaya Polyana en 1910. Ella no perdió el juicio. Volvió a él después, y vivió otros nueve años. Pero sí perdió a su marido, quien huyó de ella y murió de neumonía unos días después en la casa del administrador de una estación ferroviaria rural.
 
Aunque William Nickell y los periodistas rusos contemporáneos cuyo trabajo ha explorado para The Death of Tolstoy: Russia on the Eve, Astapovo Station, 1910 [La muerte de Tolstoy: Rusia en la víspera, Estación Astapovo] intentan hacer un enigma de la “compleja y provocativa” huida nocturna del viejo escritor de 82 años de su hogar ancestral, por décadas el conde había estado contemplando la posibilidad de dejar a su esposa, y no parece haber ninguna razón para ver más allá de la carta que le escribió a ella unos pocos días antes de morir, explicándole por qué tenía que irse y no regresaría:
 
Tu estado sobreexcitado, tu cólera y enfermedad... tu presente estado de ánimo, tu deseo e intentos de suicidio, muestran mejor que nada tu pérdida de autocontrol... no es cuestión de que tú realices algún deseo u orden míos, sino de tu estabilidad, en una relación tranquila, sensata, con la vida. Y mientras no tengas eso, la vida contigo no tiene sentido para mí.
 
En los meses antes de que su marido huyera, los celos de Sofía Andreyevna hacia el seguidor de él, Vladimir Chertkov, se convirtieron en manía. Chertkov era un aristocrático ex oficial de caballería que vio la luz tostoyana, renunció a sus privilegios, se convirtió en el principal confidente de Tolstoy y estaba dirigido a convertirse en su albacea literario. Él y un grupo de otros tolstoyanos se instalaron en la propiedad de la más joven de las hijas de Tolstoy, y Sofía Andreyevna se sintió amenazada. Su diario durante esos espantosos meses es autojustificatorio, autoconmiserativo, autodespreciativo, aunque salpicado con momentos de esperanza en que las lágrimas, los besos y las disculpas de Tolstoy significarían que todo sería perdonado. 
 
Ella escribe que Chertkov (la raíz de cuyo nombre es la raíz rusa de “demonio”) es la representación del demonio. Su esposo, escribe, conoce la mejor manera de matarla gradualmente. “Todo es un complot contra mí”. Ella decide matarse, corre hacia el camino y yace en una zanja. Un cochero la regresa. Ella ve a su esposo y a Chertkov sentados en un sofá, “muy cerca a él... Yo no cabía en mí de rabia y celos”. Tolstoy promete nunca dejarla y le dice que la ama. Ella comienza a gritar histéricamente cuando ve la “odiosa figura de Chertkov” acercándose a la casa en un caballo blanco. Le dice a su esposo que quiere leer una carta que él le ha escrito a Chertkov, luego la quema. Ella teme ir a nadar por si vaya a morir. Ansía matarse con una sobredosis de opio, pero no encuentra el coraje, y en vez de ello se recuesta y le dice a Tolstoy que ha tomado veneno. “Me quieren atacar, condenar y traer toda suerte de evidencias maliciosas contra mí por atreverme a defender mis derechos conyugales”. Quiere unirse a su esposo en la terraza donde él está tomando té con amigos; intenta hablar, pero en lugar de su voz ella oye el sonido de “alguna criatura salvaje”. Todos la miran. Se entera de que Chertkov viene de nuevo. Rompe en lágrimas y empieza a temblar. Escucha a su esposo y a Chertkov complotando. “Quizá la imagen de mí yaciendo muerta abrirá los ojos de L. N. contra mi enemigo y asesino, y llegará a odiarlo y arrepentirse de su pecaminoso arrebato con ese hombre”. Ella empieza a creer que Tolstoy y Chertkov están manteniendo una relación homosexual. Invita a un sacerdote a exorcizar de la casa el espíritu maligno de Chertkov. Hace pedazos un retrato de Chertkov y los arroja al inodoro. Dispara una pistola de juguete y comienza el rumor de que se ha disparado ella misma. Encuentra un par de binoculares y espía a Tolstoy encontrándose con Chertkov. Escucha que su marido está yendo a ver a Chertkov y huye por medio del bosque, por las cequias, los campos, con binoculares en mano, hasta una zanja cerca a donde vive Chertkov, y yace ahí en espera. Tolstoy no viene. Ella se agazapa después del anochecer en los terrenos de Yasnaya Polyana y es encontrada, exhausta y helada, y es vuelta a casa, donde se sienta sobre su cama, aún con sombrero y botas para la nieve, “como una momia”.
 
Doce días después, en medio de la noche, el patriarca huye. Tal como él escribió en su diario, se despertó y escuchó a su esposa rebuscando en los cajones de su estudio. Una hora después, ella vino al cuarto y le preguntó por su salud. “Día y noche toda palabra y acción mías tienen que ser conocidas por ella y están bajo su control”, escribió, y empacó y se escabulló, con la ayuda de Sasha y su propio médico. Se guió en medio de la oscuridad con la ayuda de una linterna eléctrica que apagaba a todo momento, no queriendo desperdiciar el trabajo de los obreros que se habían esforzado en fabricarla.
 
Sofía Andreyevna creció en un apartamento en el complejo del Kremlin, en Moscú, donde su padre, Andrei Behrs, era el médico de la corte. Tenía ocho años en 1852 cuando un Tolstoy de 24 años de edad publicó Niñez, las memorias de ficción que lo hicieron famoso, y 18 en 1862, cuando él le propuso matrimonio. Una semana después se casaron y establecieron en Yasnaya Polyana. De los siguientes 25 años, Sofía Andreyevna pasó embarazada 10. Tuvo 13 hijos, cinco de los cuales no llegaron a su décimo cumpleaños. Había felicidad y amor entre la pareja, particularmente en los primeros años; a pesar de la crecientemente talibánica posición de él acerca inclusive del sexo conyugal, siguieron haciendo el amor hasta la vejez. Sin embargo, desde el inicio su matrimonio estuvo interrumpido por celos mutuos, peleas, por la sensación de que uno sofocaba al otro, por el temor de Sofía Andreyevna a que él le escondiese tanto su corazón como su mente, y que, si a su vez ella le escondiese su corazón y mente, a él no le importaría.
 
“Si yo pudiera matarlo y crear una nueva persona exacta a como es él ahora, lo haría con mucha felicidad”, escribió ella unos pocos meses después de que se casaron. Al año siguiente, una adolescente constantemente embarazada por un hombre en la treintena que estaba escribiendo Guerra y Paz, escribió:
 
En un momento de pesar, que ahora lamento, cuando nada parecía importar sino el hecho de que yo había perdido su amor, pensé inclusive que sus escritos no tenían sentido. ¿Qué me importaba lo que la Condesa de Tal en su novela, le dijera a la Condesa de Cual? Después me despreciaba a sí misma. Mi vida es tan mundana. Y él tiene una vida interna tan rica...
 
La diferencia de edades le pesaba a ella. “En este momento me encantaría ir a una danza o hacer algo entretenido. Él es viejo y está concentrado en sí mismo, y yo soy joven y ansío hacer algo desenfrenado. Me gustaría dar saltos morales en vez de ir a la cama. ¿Pero con quién?”.
 
Además de darle a Tolstoy la docena del fraile en hijos [“la docena del panadero” en el original, esto es, el número 13. N. del. t.], ella fue la partera de sus libros, escribiéndolos a mano y, ella afirma, corrigiéndolos y editándolos. El contenido intensamente autobiográfico de la obra de él a medida que salía del escritorio hacia sus manos, le trajeron alegría y tristeza. En Anna Karenina, a ella le encantaban el retrato de Levin, tan parecido a Lev [León], el serio, solitario, tenaz aristócrata que buscaba el sentido de la vida y un camino para ser virtuoso, y su joven novia, Kitty, tan parecida a Sofía; sus peleas y celos estaban envueltos confortablemente en una manta protectora de alegría, bondad y prosperidad con prosapia, en contraste con el peyorativo retrato de una comodona pareja de tramposos, Anna y Vronsky.
 
Y, con todo, a medida que pasó el tiempo, Sofía Andreyevna temió que se estuviera convirtiendo en Anna, en el sentido de estar siendo aguijoneada hacia el suicidio. Efectivamente, si uno está inclinado a leer Anna Karenina, la más grande de las dos grandes novelas de Tolstoy, a través de un prisma biográfico, la convencional fórmula de Levin = Lev Tolstoy, luce inadecuada. Es también verdad que Vronsky = Lev Tolstoy, como Tolstoy pensó que alguna vez fue: jugador, libertino, ansioso de pavonearse en batalla y en sociedad, un hombre para quien la moralidad no era nada y la propiedad lo era todo. De todas las escenas del libro, la que mejor se parece a la posterior vida de los Tolstoy no es una escena Levin – Kitty, sino la riña final entre Vronsky y Anna antes de que ella se arrojara bajo un tren. La maestría de la hazaña de Tolstoy al poner simultáneamente al lector dentro de las cabezas de ambos personajes así como dentro de la suya propia, como si la bola estuviera siendo arrojada de Anna a Vronsky y de éste al narrador, a alta velocidad, sin nunca tocar el suelo, es uno de los momentos supremos del arte de escribir ficción, y es evidencia de que Tolstoy era muy capaz de imaginar qué sentía su esposa en todo momento, si hubiera estado inclinado a ello. El hecho de que Tolstoy luego describiera Anna Karennina y Guerra y Paz como “trabajos sin importancia”, fue un toque genial final y, desde el punto de vista de Sofía Andreyevna, una crueldad. No sorprende que en sus diarios ella elevara el clamor eterno de las amantes de artistas de todas las épocas: si él es tan sensible, ¿por qué es tan insensible? “Mis lágrimas lo avergonzaban”, escribió en 1891. “Si él tuviera un ápice del entendimiento psicológico que llena sus libros, habría entendido el dolor y la desesperanza por los que yo pasaba. ‘Siento pena por ti’, dijo. ‘Veo tu sufrimiento pero no sé cómo ayudarte’”.
 
La casta fascinación de Sofía Andreyevna por el compositor Sergei Taneyev —una oportunidad tardía, como lo veía ella, para disfrutar de la vida social más amplia, más rica de la que se le había privado por décadas de embarazo y crianza de hijos— provocaba en Tolstoy paroxismos de celos. Cuando, en 1889, con su flameante personalidad ascética, de filósofo-profeta renacido, publicó La sonata Kreutzer, acerca de un esposo celoso que asesina a su esposa porque cree que ella está teniendo una aventura con un músico, los chismes de San Petersburgo y Moscú asumían que la esposa era Sofía Andreyevna, y la compadecían. Ella se sintió obligada a ver al zar para pedirle personalmente que el libro fuese sacado de la lista de libros prohibidos. “Si esa historia hubiese tratado sobre mí y mis relaciones con Lyovochka” —el nombre de cariño de Tolstoy— “difícilmente le habría rogado que la hiciera publicar”.
 
La Sonata Kreutzer tiene pasajes —notablemente la escena del asesinato— en los que la más inusual de las habilidades de Tolstoy, su habilidad para tomar el tiempo y dividirlo en una serie de momentos discretos que son perfectamente secuenciales, pero que no se miran entre ellos ni hacia adelante ni hacia atrás, es desplegada con más brillantez que nunca. Cuando el marido toma una daga ornamental para matar a sus mujer, la vaina cae detrás de un sofá y él piensa: “Tendré que sacarla después, sino nunca la voy a volver a encontrar”. El momento no tiene ningún antecedente narrativo ni una consecuencia explícita, pero al romper con las convenciones narrativas de la contingencia, produce el perfecto simulacro del tiempo real. Sin embargo, la mayor debilidad de Tolstoy, su tendencia a predicar, es evidente en el espacio dedicado a los sermones del asesino acerca de los males del amor sexual. Tolstoy, como él lo confirmó después, estaba de acuerdo con el asesino en que su error no era tanto el matar a su mujer, como casarse y tener sexo; en medio de una sociedad pecadora, el asesino habría estado mejor permaneciendo virgen. Dos consecuencias específicas de la prédica de Tolstoy en este caso, fueron registradas por Sofía Andreyevna en su diario. El 31 de agosto de 1909, escribió: “Esta mañana tuvimos la visita de un rumano de 30 años que se había castrado a la edad de 18, después de leer La sonata Kreutzer. Luego se dedicó a trabajar su tierra —solo 6 hectáreas— y hoy estaba terriblemente desilusionado al ver que Tolstoy escribe una cosa pero vive en el lujo” (Tolstoy mismo escribió en su diario: “Un hombre en extremo interesante”).
 
La otra consecuencia fue que le dio a Sofía Andreyevna oportunidades exclusivas para retratar a su marido como un hipócrita. “Lyovochka está en un estado de ánimo extraordinariamente dulce y afectivo en este momento — por la razón usual, ¡oh!”, escribió ella en 1891, siendo “la razón usual” que ellos habían tenido sexo. “Si la gente que lee La sonata Kreutzer tan reverentemente pudiera tener la más leve sospecha de la vida voluptuosa que él lleva, y darse cuenta de que solo ésta lo pone feliz y de buena disposición, entonces derribarían a esta deidad del pedestal adonde la han puesto. Con todo, lo quiero cuando es amable y normal y está lleno de debilidades humanas”.
 
La voz de Sofía Andreyevna cuando escribe sobre el episodio Kreutzer indica la evolución de la idea que tenía de su audiencia; que ella podría estar dirigiéndose a la posteridad o a la audiencia de su esposo, así como a sí misma y a sus descendientes. Desde el inicio, estaba dirigiéndose a Tolstoy. Como preludio a su matrimonio, Tolstoy le preguntó si ella llevaba un diario, cuando ella le dijo que había llevado uno desde que tenía 11 años, él preguntó si podía leerlo. Ella se rehusó, y más bien le dejó leer un cuento que había escrito. En la semana entre la propuesta y la boda, él le dio sus diarios para que ella los leyese. Ella leyó sobre su consumo de alcohol, sus apuestas y aventuras sexuales y sobre el hijo que había tenido con una mujer campesina. Ella estaba, escribió después, “destrozada” por su “exceso de honestidad”.
 
De modo que se puso en movimiento la idea de la lectura mutua de diarios supuestamente personales, y a veces las entradas en los diarios de marido y mujer reflejan el hecho de que ellos estaban hablando entre sí mientras pretendían tener pensamientos secretos. A medida que las relaciones entre la pareja decayeron y se hicieron más formales, Sofía Andreyevna valoró el acceso libre, exclusivo y continuo a los diarios de Tolstoy como una alternativa para el amor y la amistad del gran hombre. La crisis de 1910 fue fundamentalmente acerca de la lucha por el control de los diarios de él, entre ella, por un lado, y Tolstoy, Chertkov y Sasha, por el otro. En un momento, como acuerdo de compromiso, los diarios fueron depositados en una bóveda bancaria en Tula. Sofía Andreyevna perdió sus cabales en 1910, no porque perdiera la mente sino porque pensó que estaba perdiendo la de su marido.
 
La nueva edición de los diarios de Sofía Andreyevna, publicada para coincidir con el 100º. aniversario de la muerte de Tolstoy, es fascinante de leer, pero sí provoca una pregunta: Si hay diaristas en duelo, si la entrada de un diario de uno de los cónyuges rivaliza o contradice o añade a la del otro, ¿es seguro que el libro que queremos es uno que ponga los registros de los eventos de los dos Tolstoy lado a lado? En Febrero de 1895, por ejemplo, los Tolstoy tuvieron una feroz riña acerca de la decisión de él de cederle el derecho de autor de su cuento “Amo y hombre” a una revista llamada El Heraldo del Norte. De acuerdo al diario de Sofía Andreyevna, él amenazó con dejar la casa; ella se convenció de que él estaba enamorado del editor de la revista y se escapó corriendo de casa por la nieve en bata y pantuflas; él salió trotando tras ella en calzoncillos largos y chaleco y la arrastró de vuelta a casa, empapada y congelada. La versión de Tolstoy de los mismos eventos no hace ninguna mención a amenazas de irse o de su intento de regresarla a casa. “Ella estaba muy cerca de salirse de sus cabales y de suicidarse”, escribió.
 
Nuestros hijos salieron a caballo tras ella y la trajeron de vuelta. Ella sufría terriblemente. Era el demonio de la ira, la insana e injustificable ira. La tuve que amar nuevamente y entendí sus motivos, y habiendo entendido sus motivos, no fue tanto que yo la perdonara como que la cosa era tal que no había nada que perdonar.
 
Dos días después, Vanechka, el menor de sus hijos, murió a la edad de seis años. Sofía Andreyevna nunca superó esto. Todo lo que escribió en su diario fue: “Mi adorado pequeño Vanechka murió esta noche a las 11 en punto. Dios mío, ¡y yo estoy aún viva!”. No hay más entradas por dos años. La primera mención de Tolstoy en sus diarios a la muerte de su hijo, fue: “Sepultamos a Vanechka. Terrible. No, no terrible, más bien un gran acontecimiento espiritual. Gracias, Padre. Gracias”. Dos semanas después, escribió: “La muerte de Vanechka fue para mí... una manifestación de Dios, un atraernos hacia él. Y así, no puedo solamente no decir que fue un acontecimiento triste, profundo, sino que directamente digo que fue un acontecimiento alegre, no alegre, esa es una palabra tonta, sino un acontecimiento piadoso, que desenreda la mentira de la vida, acercándonos a Él. Sofía no puede verlo de ese modo. Para ella el dolor, casi físico, de la separación, le esconde la importancia espiritual del acontecimiento”.
 
La gente que, como Sofía Andreyevna, no podía ver las cosas de la manera correcta, siempre había sido una fuente de frustración para Tolstoy, pero sus juicios se hicieron más categóricos después de que él retornara al cristianismo —aunque no, enfáticamente, a la Iglesia Ortodoxa rusa— en los últimos años de los 70 y los primeros del 90. Desde que era joven había estado estableciendo reglas para él mismo y denunciándose si no vivía de acuerdo a ellas, y la cristalización de su transición de autor mundano, hedonista, materialista, tal como lo veía él, a autor moral, santamente ejemplar, con un nuevo conjunto de reglas cristianas, fueron sus memorias de 1882, Una confesión.
 
Fue de acuerdo a estas reglas que Tolstoy tomó la muerte de su hijo como una bendición. En Una confesión presenta una versión de su pasado: perseguía la fama, el dinero y el placer, mató hombres en la guerra, se casó, tuvo hijos, y en el momento que estaba en lo más alto de sus capacidades y tenía todo lo que un hombre podría parecer querer, perdió el interés por la vida y tuvo que tomar medidas para evitar la tentación del suicidio. Inició una búsqueda intelectual del significado, pero encontró el significado más bien en la fe cristiana del narod, el hombre común del campo, quien aceptaba cualquier cosa que le sucediera, como la voluntad de Dios:
 
Esta gente acepta la enfermedad y el pesar sin preguntar ni resistirse, sino calmadamente, con plena certeza de que esto tenía que pasar y no podría ser de otro modo, que todo era para bien... esta gente vive, sufre y se acerca a la muerte con espíritu tranquilo, las más de las veces con alegría... una muerte difícil y quejosa es de lo más raro entre la gente común.
 
No tenemos a los campesinos rusos del siglo XIX a la mano para constatar esto con ellos, pero Tolstoy sí. Pasó gran parte de su vida en cercana proximidad a los campesinos rusos, primero con un dueño de esclavos y amante señorial con la conciencia abrumada, y luego, después de la emancipación, en varias relaciones abrumadoras de la conciencia: amo-sirviente, terrateniente-aparcero, oyente-cuentista, favorecedor-beneficiario, idealizador-idealizado. Podría parecer bien ubicado para decir qué pensaba realmente el narod. Pero en Una confesión idealiza demasiado.  No es creíble decir que la actitud del narod ante la muerte y la enfermedad, inclusive si él la describe adecuadamente, estaba basada enteramente en la fe, y que el fatalismo no jugaba ningún rol. No hay una conexión más implícita entre la aceptación de la enfermedad y la fe en Dios, que la que hay entre la aceptación de la enfermedad y el no tener el dinero para pagar un doctor.
 
Sofía Andreyevna registró un comentario de Boris Chicherin, profesor de filosofía de la Universidad de Moscú y viejo amigo de Tolstoy, quien dijo que había dos hombres en él: “un escritor de genio y un filósofo mediocre que impresiona a la gente hablando en paradojas y contradicciones”. Nikolai Strakhov, el crítico y pensador que Tolstoy usó como su interlocutor en el diálogo epistolar que llevó a la escritura de Una confesión, dijo algo similar, aunque lo puso con más tacto. “Estás intentando”, le dijo a Tolstoy, “contener tus ideas en las fórmulas del conocimiento general. Estoy convencido de que los resultados que recibirás, serán cien veces más empobrecidos que el contenido de tus poéticas meditaciones”. En su conmovedor ensayo sobre la correspondencia Tolstoy-Strakhov en la Colección de Aniversario de Cambridge University Press, Irina Paperno muestra que Tolstoy se resintió por las sugerencias de Strakhov de que estaba reinventando la rueda de la filosofía moral, y retrocedió ante las instancias de Strakhov, quien lo urgía a terminar Anna Karenina, entonces publicada en una serie. Tolstoy le dijo que la novela era “aburrida, vulgar”. Tolstoy quería que Strakhov escribiera sus propias confesiones: un resumen preciso, sin ambigüedades de su vida hasta la fecha, que pudiera ir a la par que el suyo. “Escribe la historia de tu vida; aún quiero hacer lo mismo. Pero necesitamos hacer esto de modo que causemos repugnancia por nuestras vidas entre todos nuestros lectores”, escribió. Strakhov se retorcía y evadía, diciendo que no tenía ninguna vida, que no comprendía su vida, y que dado que ésta ya le causaba repugnancia, no veía por qué él debería repugnar a otros con ella.
 
Strakhov no parecía estar listo para convertirse al tolstoyismo, pero eso es lo que sucedió, no porque siguiera los argumentos de Tolstoy o estuviera persuadido por sus enseñanzas, sino porque lo conoció personalmente. Se convirtió en tolstoyano debido a lo que Tolstoy era, no debido a lo que Tolstoy hacía. “Todo lo que escribe Tolstoy concerniente a su interpretación abstracta del cristianismo está muy pobremente escrito”, le dijo a otro correspondiente suyo.
 
pero sus sentimientos, los que es enteramente incapaz de expresar pero de los cuales tengo conocimiento directo a través de su expresión facial, su tono de voz, sus conversaciones, están imbuidos de belleza excepcional. Hay tanto y de todo en él, pero estoy impresionado, y siempre estaré impresionado, por su naturaleza, las características cristianas de su naturaleza.
 
El pensamiento de Tolstoy nunca dejó de evolucionar, pero cuando los tratados religiosos, políticos y sobre el camino de la vida, brotaron de su pluma, y sus cuentos se hicieron didácticos, rusos y extranjeros empezaron a tratarlo como a un guía y maestro, y a crear los preceptos que vinieron a ser conocidos como tolstoyanos. El carácter de oposición de su pensamiento hacia los grandes polos de autoridad —el ejército (se convirtió en pacifista), la aristocracia (siguió al escritor estadounidense Henry George en creer en la propiedad común de la tierra) y la Iglesia Ortodoxa (que lo excomulgó)— incrementó su estatura en tiempos revolucionarios, como incrementó la hostilidad del gobierno hacia él y el hecho de que estuviera lo suficientemente comprometido con la realidad como para arrojar tiempo y dinero en esfuerzos pragmáticos para ayudar a gente en problemas. Estableció cocinas de campo para alimentar a las víctimas de la hambruna; ayudó a miembros de una secta cristiana, los Dukhobors, a emigrar a Canadá.
 
Los peregrinos tolstoyanos se volcaban hacia Yasnaya Polyana desde todo el mundo para sentarse a los pies del maestro, aunque Tolstoy nunca logró convertir o alterar mucho la visión del mundo de su propia esposa. Ella inicialmente se burló de los intentos de aliviar la hambruna, como un intento de hacerse más famoso. Resentía el caro apoyo a los Dukhoboros, a los que veía quitándole el dinero a los hijos de ella. Años después de la muerte de Tolstoy, Sofía Andreyevna echó una mirada a la congregación de su propia iglesia local y concluyó: “Esta gran masa de campesinos es aún extraña para mí, inclusive aunque haya vivido con ellos por casi 52 años. Hay algo salvaje e incomprensible en ellos”.
 
En un considerado aunque escéptico ensayo acerca de la evolución de la espiritualidad de Tolstoy, Gary Hamburg señala su insistencia en la primacía del amor cristiano y los seis pecados que la persona buena debe evitar: embriaguez, pereza, lujuria, codicia, amor del poder y fornicación. Hamburg describe la decisión de Tolstoy de desechar la ira y el orgullo de la lista de pecados mortales, y de hacer de la fornicación la más grave ofensa, como “curiosas desviaciones de la tradición cristiana oriental”.
 
Sugiere que el carácter de la persona que convirtió a Strakhov a su sistema de creencias, estaba mucho menos reconstruida que el sistema de creencias mismo. “Quizá, como aristócrata ruso de carácter imperioso, Tolstoy prefería no confrontar su propio orgullo”, escribe. “Aunque insistiera en llevar ropas campesinas, hacer trabajo manual y aprender de la sabiduría campesina, retuvo hasta el fin muchas características de señor impetuoso. La importancia que le asignaba a evitar la fornicación, reflejaba su profunda fascinación y perplejidad ante las mujeres, para no mencionar la profunda vergüenza de su propia sensualidad”.
 
La fama mundial de Tolstoy a su muerte es inconmensurable según las escalas con que esas cosas son normalmente medidas. Fue como si Picasso, después de pintar Guernica, hubiera mutado en Gandhi sin perder nada de su reputación artística. Se elevaba como un oponente tan físicamente enorme del sistema establecido ruso, que hizo difícil que éste y los extranjeros vieran a los agentes reales de la perdición arrastrándose hacia ellos. En su ensayo sobre la imagen de Tolstoy durante la revolución rusa, Michael Denner señala que en 1917 —siete años después de que muriera— The New York Times culpaba al pacifismo de Tolstoy por el colapso del frente ruso en Galicia. Nadie sabía quiénes eran los bolcheviques, todos sabían de Tolstoy. Muchos comentaristas extranjeros visualizaban a los bolcheviques como vegetarianos santos, severamente gentiles, con barbas largas, blusones y pantalones bombachos.
 
William Nickell describe el mismo drama de la muerte como el primer gran evento mediático ruso. El cuarto en la casa del administración de la estación de Astapovo, donde el agonizante Tolstoy estaba alojado, era el ojo de una tormenta noticiosa. Una horda de reporteros abriéndose paso a codazos entre multitudes de mirones enviaba sus despachos en miles de telegramas a cientos de periódicos, algunos de los cuales cedían la mitad de su espacio editorial a una especie de protoblog congelado. “Por favor borren que Tolstoy comió dos huevos, incorrecto: solo bebió té con leche”, decía un telegrama. Las cámaras estaban ahí, y el cinematógrafo. Uno puede ver a Tolstoy en YouTube. El moderno corolario esencial de una histeria mediática, el análisis autoflagelatorio de los medios sobre sus propias acciones, era desenfrenado, con los reporteros masoquistamente saboreando la ironía de que estaban intentando coger y vender un trozo del gran antimaterialista. “¡Somos un fraude!”, se lamentaba Sergei Yablonobsky, corresponsal de El Telégrafo de Voronezh. “Con cuerpos falsos, almas falsas”.
 
El resultado del escrutinio público sobre la muerte de Tolstoy fue que todos aquellos más cercanos a él al final, inclusive quienes se dejaron caer de casualidad, salieron con sus propias versiones de los eventos. Seis doctores mantuvieron diferentes historias médicas de sus últimos días. Espías del gobierno enviaron informes secretos de vuelta a San Petersburgo. Antes de que Tolstoy huyera de Yasnaya Polyana, él era una de ocho personas que supuestamente mantenían diarios privados en ese lugar. Dushan Makovitsky, el médico personal de Tolstoy, era médico y diarista. Inclusive cuando, durante la huida de Tolstoy hacia la libertad,  él dejaba su lado por un momento, rusos cualesquiera estaban disponibles para monitorear cada palabra del escritor para la posteridad, como si el país entero fuera la casa de un enorme Hermano Mayor con cámaras que cubriera cada metro cuadrado. “En Kozelsk, [Makovitsky] fue a ver el horario de la parada del tren y retornó para encontrar a Tolstoy hablando con una estudiante en la plataforma”, escribe Nickell. “La joven mujer con quien habló después, escribió una versión de su conversación, que fue debidamente impresa en los periódicos de Moscú”.
 
De la descripción de Nickell trasunta que los rusos creyeron que algo había muerto para siempre en Astapovo. Era la vanidad, quizá, de Tolstoy al creer que por ser él un pensador original más que un sintetizador de ideas previas, o creer que porque él, en sus palabras, había “descubierto la ley de Cristo como algo nuevo”, el resto de Rusia podría y debía descubrirlo también. Muchos creían en él, no solo como un gran artista sino como el último gurú cristiano. Inclusive antes de que sucediera, Alexander Blok parecía estar anticipando la muerte de Tolstoy como el fin de una era de ideas, una era en la que, para bien o para mal, una idea podía caer sobre un pueblo pequeño, la estepa o una pradera, como la brasa de una explosión lejana, y envolverlos en un infierno de entusiasmo. “Mientras Tolstoy esté vivo y siguiendo los surcos detrás de un arado, detrás de su caballo blanco, la mañana será aún fresca y estará cubierta de rocío, libre de amenazas, los vampiros dormirán y... gracias, Dios”, escribió Blok cuando Tolstoy tenía 80 años. “Aquí viene Tolstoy; en realidad, es el sol que sale. Pero si el sol se pone, Tolstoy muere, el último genio nos deja; ¿qué entonces?”. 
 
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