Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

El incendio de la actual Biblioteca de Alejandría: la tragedia de Google Books
“En algún lugar de Google hay una base de datos que contiene 25 millones de libros, y nadie puede leerlos”.
 
Por James Somers
 
Originalmente publicado como “Torching the Modern-Day Library of Alexandria”. The Atlantic, abril 2017 (https://www.theatlantic.com/technology/archive/2017/04/the-tragedy-of-google-books/523320/). Traducido por Alberto Loza Nehmad.
 
 
Con un solo clic habrías tenido acceso al texto completo de casi todos los libros que se han publicado en todos los tiempos. Tendrías que pagar por los libros que aún se hallan a la venta, pero casi todo lo demás – una colección destinada a crecer hasta ser más grande que los fondos de la Biblioteca del Congreso de EE.UU., de Harvard, la Universidad de Michigan y de cualquiera de las grandes bibliotecas nacionales de Europa—habría estado disponible, gratis, en terminales que iban a estar colocadas en toda biblioteca local que lo solicitase.
 
En la terminal, serías capaz de buscar decenas de millones de libros y leer cualquier página de cualquier libro que encontraras. Habrías sido capaz de resaltar pasajes, hacer anotaciones y compartirlas; por primera vez, habrías sido capaz de identificar una idea en alguna parte dentro de la vastedad del registro impreso, y enviarla a otra persona directamente mediante un vínculo. Los libros habrían sido tan instantáneamente disponibles, buscables, copiables y pegables —tan vivos en el mundo digital— como las páginas web.
 
Sería la realización de un largo sueño. “La biblioteca universal de la que se ha hablado por milenios”, ha dicho Richard Ovenden, director las Bibliotecas Bodleianas de Oxford. “En el Renacimiento era posible pensar que podrías ser capaz de reunir, en un solo cuarto o en sola institución, la totalidad del conocimiento publicado”. En la primavera de 2011, parecía que la hubieran reunido en una terminal de computadora lo suficientemente pequeña para caber en un escritorio.
“Este es un acontecimiento crucial y puede servir como catalizador para la reinvención de la educación, la investigación y la vida intelectual”, escribió entonces un entusiasmado observador.
 
El 22 de marzo de ese año, sin embargo, el acuerdo legal que habría desbloqueado un caudal de libros de siglos, y que habría regado el país con terminales de acceso a una biblioteca universal fue rechazado bajo la Ley 23 (e)(2) de las Leyes Federales para Procedimientos Civiles, por la Corte Distrital de EE.UU. para el Distrito Sur de Nueva York.
 
Se ha dicho que cuando ardió la biblioteca de Alejandría ocurrió una “catástrofe internacional”. Cuando el más significativo proyecto de las humanidades de nuestro tiempo fue desmantelado en un tribunal, los investigadores, archiveros y bibliotecarios involucrados en su ruina dieron un suspiro de alivio, porque creyeron, entonces, que por poco habían evitado un desastre.
 
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Los intentos secretos de Google de escanear todos los libros del mundo, llamado en código “Proyecto Océano”, comenzaron en serio en 2002, cuando Larry Page y Marissa Mayer se sentaron juntos en una oficina, con un libro de 300 páginas y un metrónomo. Page quería saber cuánto tomaría escanear más de cien millones de libros, así que comenzó con el que tenía al frente. Usando el metrónomo para mantener un ritmo constante, él y Mayer hojearon el libro de tapa a tapa. Les tomó 40 minutos.
 
Page siempre había querido digitalizar libros. Años atrás, en 1996, el proyecto estudiantil que finalmente se convirtió en Google —un rastreador que ingería documentos y los ordenaba según relevancia ante la consulta de un usuario— fue concebido, en realidad, como parte de un intento de “desarrollar tecnologías capaces de construir una biblioteca digital única, integrada y digital”. La idea era que en el futuro, una vez que todos los libros estuvieran digitalizados, fueras capaz de mapear las citas entre ellos, ver cuáles libros eran los más citados, y usar esos datos para dar mejores resultados de búsqueda a los usuarios de la biblioteca. Pero los libros aún vivían en su mayor parte en papel. Page y su socio de investigaciones, Sergey Brin, desarrollaron la idea de un “concurso de popularidad en base a citaciones” usando páginas de la Red Mundial (World Wide Web).
 
Hacia 2002, a Page le pareció que el tiempo era propicio como para retornar a los libros. Con el número de 40 minutos en mente, se acercó a la Universidad de Michigan, su alma máter y líder mundial en escaneo de libros, para ver en qué andaba la tecnología de punta en cuanto a digitalización en masa. Michigan le dijo a Page que al paso actual, digitalizar su colección entera – 7 millones de volúmenes—les iba a tomar cerca de mil años. Page, quien para entonces ya había pensado en el problema, replicó que pensaba que Google podría hacerlo en seis.
 
Page le ofreció un trato a la biblioteca: préstennos todos sus libros, dijo, y nosotros se los escaneamos. Ustedes terminarán con una copia digital de todos los volúmenes de su colección, y Google terminará teniendo acceso a uno de los más grandes tesoros de datos inexplotados que quedan en el mundo. Brin describió de esta manera las ansias de Google por los libros de bibliotecas: “Hay miles de años de conocimiento humano, y probablemente el conocimiento de más alta calidad esté capturado en libros”. ¿Y qué pasaría si pudieses alimentar todo el conocimiento capturado en papel en un motor de búsqueda?
 
Hacia 2004, Google había comenzado a escanear. En poco más de una década, después de hacer tratos con Michigan, Harvard, Stanford, Oxford, la Biblioteca Pública de Nueva York y docenas de otros sistemas de bibliotecas, la compañía, sobrepasando las predicciones de Page, había escaneado cerca de 25 millones de libros. Les costó un estimado de US$ 400 millones. Era una hazaña, no solo de la tecnología sino de la logística.
 
Cada día de semana, tráileres llenos de libros llegaban a centros de escaneo designados por Google. El centro que ingería la biblioteca de Stanford estaba en el campus Mountain View de Google, en un edificio de oficinas adaptado para ello. Los libros eran descargados de los camiones a carros de mano, de ésos que uno encuentra en las bibliotecas, para ser llevados hacia los operadores humanos sentados en alguna de unas cuantas docenas de estaciones de escaneo brillantemente iluminadas, dispuestas en filas separadas por corredores de seis a ocho pies.
 
Las estaciones –que, más que escanear, fotografiaban los libros—habían sido construidas totalmente por Google, de las planchas de metal hacia adelante. Cada una podía digitalizar libros a una tasa de 1,000 páginas por hora. El libro estaba puesto en una cuna motorizada especialmente diseñada que ajustaba el lomo, asegurándolo en su sitio. Encima había un despliegue de luces y al menos mil dólares en aparatos de óptica, incluidas cuatro cámaras, dos apuntadas hacia cada mitad del libro, y un LIDAR (sensor láser para medir distancias) que proyectaba una cuadrícula tridimensional sobre el libro para capturar la curvatura del papel. El operador humano volvía las páginas a mano —ninguna máquina podría ser tan rápida y suave— y disparaba las cámaras presionando un pedal, como si tocara un extraño piano.
 
Lo que hacía el sistema muy eficiente es que gran parte del trabajo se lo dejara al software. Más que asegurarse que cada página estuviera perfectamente encuadrada, y plana, antes de tomar una foto, lo cual era una fuente mayor de retrasos en los sistemas tradicionales de escaneo, el sistema ingresaba las toscas imágenes de páginas curvadas en algoritmos “aplanadores”, los cuales usaban los datos de LIDAR además de una matemática ingeniosa para enderezar artificialmente el texto y ponerlo en líneas rectas.
 
En su punto más alto, el proyecto involucró a cerca de 50 ingenieros de software a tiempo completo. Ellos desarrollaron un software óptico de reconocimiento de caracteres para convertir las imágenes crudas en texto; programaron las rutinas para aplanar imágenes, corregir color y ajustar el contraste, para hacer las imágenes más fáciles de procesar; desarrollaron algoritmos para detectar ilustraciones y diagramas en los libros, para extraer los números de las páginas, convertir las notas a pie de página en citaciones verdaderas y, por las investigaciones anteriores de Brin y Page, para ordenar los libros por relevancia. “Los libros no son parte de una red”, ha dicho Dan Clancey, quien fue el director de ingeniería del proyecto durante su apogeo. “Hay un enorme desafío de investigación para entender las relaciones entre los libros”.
 
En una época en la que el resto de Google estaba obsesionado con hacer que las aplicaciones fueran más “sociales” —Google Plus fue lanzada en 2011— Google Books era visto por quienes trabajaban en él como uno de esos proyectos de la vieja era, como el mismo Google Search, que cumplía con la misión de la compañía de “organizar la información del mundo y hacerla universalmente accesible y útil”.
 
Fue el primer proyecto que Google llamó “un lanzamiento a la luna”. Antes del auto que se maneja solo y del Proyecto Loon —el esfuerzo para suministrar Internet en África vía globos de gran altitud—la idea de digitalizar libros fue lo que impresionó al mundo exterior como un deslumbrante sueño. Inclusive algunos en Google pensaban que el proyecto era un despilfarro. “Ciertamente había muchos aquí que, mientras desarrollábamos Google Book Search, se preguntaban, ¿por qué estamos gastando tanto dinero en este proyecto?”, me dijo Clancy. “Una vez que Google comenzó a ser un poco más consciente de cómo estaba gastando el dinero, la cosa era como, alto, ¿tienes $40 millones al año, $50 millones al año como costos de escaneo? ¿Nos va a costar $300 a 400 millones antes de acabar? ¿Qué estás pensando? Pero Larry y Sergey apoyaban en grande”.
 
En agosto de 2010, Google publicó un gran aviso que anunciaba que había 129’864,880 libros en el mundo. La compañía decía que los iba a escanear todos.
 
Por supuesto, las cosas no salieron así. Este particular lanzamiento a la luna cayó cerca de cien millones de libros menos de la luna. Lo que sucedió fue complicado, pero cómo comenzó fue simple: Google hizo lo mismo que cuando uno pide perdón antes que permiso, y el perdón no llegó. Después de oír que Google estaba sacando millones de libros de las bibliotecas, escaneándolos y devolviéndolos como si nada hubiese pasado, los autores y editores entablaron una demanda contra la compañía, alegando, como, los autores lo dijeron de manera simple en su queja inicial, una “infracción masiva de derechos de autor”.
 
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Cuando Google empezó a escanear, en realidad no se disponía a construir una biblioteca digital en la que se pudiese leer libros por entero; esa idea vendría después. Su meta original era tan solo dejarte buscar en los libros. Para los libros con derechos de autor, todo lo que se vería serían “recortes” [snippets], tan solo unas pocas oraciones de contexto alrededor de tus términos de búsqueda. Google asemejaba su servicio al de un catálogo de fichas.
 
Google pensaba que crear un catálogo de fichas estaba protegido por el “uso justo”, la misma doctrina de la ley de derechos de autor que le deja a un investigador extraer un párrafo del trabajo de otro con el fin de hablar sobre él. “Una parte clave de la línea entre lo que es y no es el uso justo es la transformación”, ha dicho el abogado de Google, David Drummond. “Sí, estamos haciendo una copia cuando digitalizamos. Pero, con toda seguridad, la capacidad de encontrar algo porque un término aparece en un libro, no es lo mismo que leer el libro. Por eso Google Books es un producto diferente del libro mismo”.
 
Era importante para Drummond tener la razón. Los pagos por daños legales por “infracción deliberada” de un derecho de autor puede ascender hasta a $150,000 dólares por cada obra trasgredida. La responsabilidad potencial de Google por copiar decenas de millones de libros podría haber llegado al billón y medio de dólares. “Google tenía alguna razón para temer que estaba apostando la firma entera con su defensa del uso justo”, escribió en 2011 Pamela Samuelson, profesora de derecho en UC Berkeley. Los dueños de los derechos se abalanzaron.
 
Tenían buenas razones para hacerlo. En lugar de pedirle permiso a alguien, Google había saqueado las bibliotecas. Esto parecía obviamente malo: si tú querías copiar un libro, tenías que obtener el derecho a copiarlo, tenías que tener el bendito copyright. Dejarle a Google salirse con la suya después de copiar en masa todos los libros de Estados Unidos les pareció un precedente peligroso, un precedente que podía hacer que sus derechos de autor no valiesen nada. Un grupo de presión llamado Authors Guild (gremio de autores) y varios autores mismos entablaron una demanda colectiva contra Google en nombre de cualquiera que en Estados Unidos tuviese un interés de derechos de autoría de un libro (un grupo de editores abrió juicio por su lado pero poco después se unieron a la demanda colectiva de Authors Guild).
 
Hay, en realidad, una larga historia de compañías de tecnología que infringen los derechos de propiedad intelectual cuando inventan nuevas maneras de distribuir contenidos. A inicios del siglo 20, los fabricantes de los rollos de las pianolas ignoraron los derechos que tenían las partituras impresas y fueron enjuiciados por los editores de música. Lo mismo pasó con los fabricantes de discos de vinilo y los primeros distribuidores comerciales de radio. En los años de 1960, los operadores de cable retransmitieron señales de TV emitidas sin primero obtener permiso y se vieron envueltos en un costoso litigio. Los estudios de cine demandaron a los fabricantes de videograbadoras. Las casas editoras musicales demandaron a Kazaz y Napster.
 
Como ha señalado Tim Wu en una reseña legal de 2003, lo que usualmente termina sucediendo con esas batallas —lo que sucedió con los rollos de pianola, los discos, la radio y el cable—, no es que quienes poseen los derechos de propiedad aplasten la nueva tecnología; más bien, llegan a un trato y comienzan a hacer dinero con ella. A menudo, esto toma la forma de una “licencia forzosa” en la cual, por ejemplo, se les requiere a los músicos que autoricen su obra al fabricante de rollos, pero a cambio, el fabricante de rollos para pianola tiene que pagar una tasa fija, digamos, dos centavos por canción, por cada rollo que fabrican. Los músicos obtienen una nueva corriente de ingresos, y el público consigue oír sus canciones favoritas en la pianola. “La historia ha mostrado que el tiempo y las fuerzas del mercado a menudo ofrecen un equilibrio al balancear los intereses”, escribe Wu.
 
Pero, inclusive cuando, típicamente, alguien termina adelantándose, cada nuevo ciclo comienza con dueños de derechos temerosos de ser desplazados por la nueva tecnología. Cuando salió la videograbadora, los ejecutivos del cine atacaron: “Le digo que la videograbadora es para el productor y público cinematográfico estadounidense lo que el estrangulador de Boston era para la mujer que se quedaba sola en Boston”, testificó ante el Congreso Jack Valenti, entonces presidente de la MPAA. Los estudios más grandes demandaron a Sony, arguyendo que con su videograbadora la compañía estaba intentando construir todo un negocio basado en el robo de la propiedad intelectual. Pero el caso Sony Corp. of America v. Universal City Studios, Inc., se hizo famoso por sostener que, mientras un aparato copiador fuera capaz de “sustanciales usos no ilegales" — tales como alguien que ve películas en casa— sus fabricantes no podían ser tenidos como responsables por infracciones al derecho de propiedad intelectual.
 
El caso Sony obligó a la industria del cine a aceptar la existencia de las videograbadoras. No mucho después, en la industria comenzaron a ver al aparato como una oportunidad, “La videocámara resultó ser una de las invenciones más lucrativas, para los productores de películas así como para los fabricantes de equipos electrónicos, desde la invención de los proyectores”, dijo un comentarista en 2000.
 
A los autores y editores que demandaron a Google solo les tomó un par de años darse cuenta de que había suficiente terreno intermedio como para hacer felices a todos. Esto era especialmente cierto cuando uno se fijaba en el catálogo de obras agotadas, más que en los libros aún en venta en las librerías. Una vez hecha la distinción, era posible ver todo el proyecto bajo una luz diferente. Google Books podía resultar siendo, para las obras agotadas, lo que la videograbadora había sido para las películas que estaban fuera del circuito comercial.
 
Si eso era cierto, realmente nadie querría impedir a Google escanear los libros ya agotados: todos querrían alentarla a ello. En realidad, todos quisieran que Google fuera más allá de mostrar tan solo recortes, y que en realidad vendiera esos libros como descargas digitales. Los libros agotados, casi por definición, eran un peso muerto comercial. Si Google, mediante la digitalización masiva, podía crearles un nuevo mercado, lograría una verdadera victoria para autores y editores. “Nos dimos cuenta de que había la oportunidad de hacer algo extraordinario para los lectores y los académicos de este país”, dijo entonces Richard Sarnoff, quien a la sazón era Director de la Asociación Americana de Editores. “Nos dimos cuenta de podíamos echar a andar la lista de libros agotados de esta industria para dos cosas: descubrimiento y consumo”.
 
Pero una vez con esa meta en mente, el juicio mismo —que trataba de si Google podía seguir escaneando y mostrando recortes— empezó a parecer poca cosa. Supongamos que Authors Guild ganara: era improbable que ellos recuperaran algo más que el mínimo legal en daños; ¿y qué bien haría el detener a Google de ofrecer recortes de libros viejos? Al contrario, esos recortes podrían impulsar la demanda. Y supongamos que Google ganara: los autores y editores no recibirían nada, y todo lo que los lectores conseguirían de los libros fuera de venta serían recortes, no el acceso a textos completos.
 
Los demandantes, en otras palabras, se habían metido en una situación muy inusual. No querían perder el juicio que habían entablado, pero tampoco querían ganarlo.
 
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El problema básico con los libros fuera de venta es que no está claro quién es dueño de la mayoría de ellos. Un autor podría haber firmado un acuerdo editorial con su editor hace 50 años; ese contrato estipulaba que los derechos revertían al autor después de que se agotara la venta del libro, pero requería que el autor enviara una nota a ese efecto, y probablemente no decía nada acerca de los derechos digitales; y todo estaba registrado en papeles que ahora nadie tiene a la mano.
 
Se ha estimado que cerca de la mitad de los libros publicados entre 1923 y 1963 están realmente en el dominio público: sucede simplemente que nadie sabe cuál mitad. Los derechos de propiedad intelectual, entonces, tenían que ser renovados, y a menudo el poseedor de los derechos no se molestaba en llenar los formularios; si lo hacía, los papeles podrían haberse perdido. El costo de averiguar quién posee los derechos de un libro determinado puede terminar siendo mayor que el valor de mercado del libro mismo. “Tener gente que vaya e investigue cada uno de estos títulos”, me dijo Sarnoff, “no solo es un labor de Sísifo, es una tarea económicamente imposible”. La mayoría de los libros que ya no están a la venta, están, por tanto, bloqueados, si no es por los derechos de propiedad, sí por los inconvenientes.
 
El momento clave para un acuerdo en Authors Guild Versus Google fue el darse cuenta de que este caso ofrecía una manera de eludir el problema por completo. Authors Guild era una demanda colectiva, y el colectivo que demandaba incluía a todo aquel que poseyera el derecho de propiedad estadounidense de uno o más libros. En una demanda colectiva, los demandantes nombrados litigan en nombre del colectivo entero (aunque quien quiera optar por salir, puede hacerlo).
 
Así, un acuerdo en el caso de Authors Guild podía vincular teóricamente a todos y cada uno de los autores y editores con un libro en una biblioteca estadounidense. En particular, se podía elaborar un acuerdo en el que los dueños de los derechos, como colectivo, acordaran liberar de cualquier reclamo a Google por escanear y mostrar sus libros, a cambio de un porcentaje de los ingresos por las ventas de esos libros.
 
“Si tienes un problema de tipo institucional—dijo Jeff Cunard, socio de Debevoise & Plimpton, firma que representaba a los editores en este caso—, puedes tratar el asunto mediante un mecanismo de acuerdo de demanda colectiva, el cual libera todas las demandas previas y desarrolla una solución a medida que se avanza. Y pienso que lo genial aquí vino de quienes vieron esto como una manera de tratar el problema de los libros fuera de venta y de sacarlos de las polvorientas esquinas en las que habían quedado relegados”.
 
Era casi como trabajar al hachazo. Si podías incluir al colectivo en el acuerdo, y si podías convencer al juez de que lo aprobara —un paso requerido por ley, porque te conviene asegurarte que los representantes del colectivo estén actuando según los intereses del colectivo—, entonces podrías, de un solo golpe, cortar el nudo gordiano de los derechos dudosos de los libros viejos. Con el acuerdo de la demanda colectiva, los autores y editores que se mantuvieron dentro del colectivo podrían en efector estar diciéndole a Google, “procede”.
 
Naturalmente, tendrían que conseguir algo a cambio. Y esa era la parte ingeniosa. En el corazón mismo del acuerdo de pagos había un régimen colectivo de licencias para los libros que no se encontraban a la venta. Los autores y editores podrían optar por sacar sus libros del acuerdo en cualquier momento. Para quienes no lo quisiesen. Google tendría amplia discreción para mostrarlos y venderlos, pero a cambio, 63 por ciento de los ingresos estarían en depósito, en un período de garantía, con una nueva entidad llamada Registro de Derechos de Libros (BRR). El trabajo del Registro sería distribuir fondos a los dueños de los derechos a medida que ellos se presentaran a reclamar por sus obras: en los casos ambiguos, parte del dinero sería usada para averiguar quién poseía realmente los derechos.
 
“La edición de libros no es la industria más saludable del mundo, y los autores individuales no hacen ningún dinero con los libros que ya no están en las librerías”, me dijo Cunard. “No es tampoco que ellos podrían hacer millones de millones de dólares” con Google Books y con el Registro, “pero a ellos al menos se les habría pagado algo. Y, la mayoría de los autores realmente quieren que sus libros se lean”.
 
Lo que se vino a conocer como el Acuerdo Enmendado de Pagos de Google Books Search llegó a 165 páginas y a más de una docena de apéndices. Tomó dos años y medio finiquitar los detalles. Sarnoff describió las negociaciones como un “ajedrez en cuatro dimensiones” entre autores, editores, bibliotecas y Google. “Todos los involucrados, y me refiero a todos y cada uno, de todas las partes en este asunto, pensaron que si podíamos aprobar esto, sería el logro individual más importante que habrían alcanzado en sus carreras”. Al final, el acuerdo dejó a Google en la estacada con cerca de $125 millones, incluido un pago de una sola vez por $45 millones para los dueños de derechos de los libros que había escaneado, algo de $60 por libro, junto con $15.5 millones en costas legales para los editores, $30 millones para los autores y $34.5 millones para crear el Registro.
 
Pero también estableció los términos para cómo los libros que ya no están en venta, nuevamente liberados, serían desplegados y vendidos. Bajo el acuerdo, Google sería capaz de ofrecer en vista previa hasta 20 por ciento de determinado libro, para persuadir a los lectores de que compren, y sería capaz de ofrecer ejemplares para ser descargados y puestos a la venta, con sus precios determinados por un algoritmo o por el poseedor de los derechos, en canastas de precios que inicialmente variaban entre $1.99 y $29.99. Todos los libros fuera de la venta serían empaquetados como una “base de datos de suscripción institucional” que sería vendida a universidades, donde los estudiantes y profesores podrían buscar y leer la colección entera gratis. Y en la sección 4.8(a), el acuerdo describe en una seca jerga legal el “servicio de acceso público” que sería desplegado en terminales de bibliotecas públicas de todo el país.
 
Finiquitar los detalles había tomado años de litigios y luego años de negociación, pero ahora, en 2011, había un plan, un plan que parecía funcionar igualmente bien para todos en la mesa. Como Samuelson, la profesora de derecho de Berkeley dijo en un artículo de entonces, “El acuerdo de pagos propuesto lucía así como una situación en la que todos ganaban: las bibliotecas tendrían acceso a millones de libros, Google sería capaz de recuperar sus inversiones en Google Books Search, y los autores y editores tendrían una nueva corriente de ingresos por libros que habían estado rindiendo cero ganancias. Y sería innecesaria cualquier legislación para producir este resultado”.
 
En esto, escribió ella, existía “quizá el más aventurero pago extrajudicial por demanda colectiva jamás intentado”. Pero para su manera de pensar, esa era la misma razón por la que iría a fallar.
 
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La publicación del Acuerdo Enmendado de Pagos del caso Authors Guild fue noticia de primera plana. Literalmente era un gran trato, un trato que involucraría el reacomodo de toda una industria. Autores, editores, rivales de Google, investigadores del derecho, bibliotecarios, el gobierno de EE.UU. y el público interesado prestaron atención a cada cambio en el caso. Cuando el juez que llevaba el caso, Denny Chin, hizo un llamado a que se enviara comentarios sobre el  propuesto, los comentarios llegaron a montones.
 
Quienes habían estado a la mesa dándole forma al acuerdo habían esperado alguna resistencia, pero no el “desfile de horribilidades”, como lo describió Sarnoff, que finalmente vieron. Las objeciones vinieron en muchos sabores, pero todas comenzaban con la sensación de que el acuerdo le daba a Google, y a Google solamente, un poder asombroso. “¿Queremos que la biblioteca más grande que haya existido esté en las manos de una corporación gigante, que podría cobrar casi lo que quisiera por el acceso a ella?”, dijo Robert Darnton, entonces director de la biblioteca de Harvard.
 
Inicialmente Darnton había apoyado el proyecto de escaneo de Google, pero el acuerdo lo preocupó. El escenario que él y muchos otros temían era que con la base de datos de Google pudiera suceder lo mismo que le había sucedido al mercado de revistas académicas. El precio podría ser justo al comienzo, pero una vez que bibliotecas y universidades se hicieran dependientes de la suscripción, el precio no dejaría de elevarse hasta que comenzara a rivalizar con las usureras tasas que las revistas estaban cobrando, donde, por ejemplo, hacia 2011 una suscripción anual al Journal of Comparative Neurology podía costar hasta $25,910 dólares.
 
Aunque académicos y entusiastas de las bibliotecas como Darnton estaban ilusionados con la perspectiva de abrir acceso a los libros fuera de venta, vieron el acuerdo como una suerte de trato con el Diablo. Sí, el acuerdo crearía la más grande biblioteca de todos los tiempos, pero a costa de crear quizá también la más grande librería, administrada por lo que veían como un monopolista poderoso. En su opinión, tenía que haber una mejor manera de desbloquear esos libros. “En realidad, la mayor parte de los elementos del acuerdo de Google Books Search parecían estar de acuerdo con el interés público, salvo por el hecho de que el acuerdo restringe los beneficios del trato solo para Google”, escribió la profesora de derecho de Berkeley Pamela Samuelson.
 
Ciertamente, los competidores de Google se sintieron incómodos con el trato. Microsoft, predeciblemente, sostuvo que éste ayudaría a reafirmar la posición de Google como el motor de búsqueda dominante en el mundo, haciéndolo el único que podía legalmente aprovechar los libros agotados. Al usar estos libros en los resultados de las búsquedas largas de los usuarios, Google tendría una injusta ventaja sobre sus competidores. La respuesta de Google a esta objeción fue simplemente que cualquiera, si quería, podía escanear libros y mostrarlos en motores de búsqueda, y que hacerlo era un uso justo (a comienzos de este año, una corte del Segundo Circuito determinó finalmente que el escaneo y el despliegue de recortes de libros de parte de Google era, de hecho, uso justo).
 
“Había la hipótesis de que había esta enorme ventaja competitiva”, me dijo Clancy, en relación con el acceso de Google al corpus de libros. Pero dijo que los datos nunca terminaron siendo parte nuclear de ningún proyecto de Google, simplemente porque la cantidad de información en la web misma empequeñecía todo lo que se podía conseguir en los libros. “No necesitas ir a un libro para saber cuándo nació Woodrow Wilson”, dijo. Los datos de los libros eran de ayuda, e interesantes para los investigadores, pero, “el grado hasta el cual los negativistas caracterizaron esto como la motivación estratégica de todo el proyecto: eso era absurdo”.
 
Amazon, por su parte, se preocupaba de que el acuerdo le permitiera a Google establecer una librería que nadie más podría establecer. Quien quisiese vender libros agotados, sostenían, tendría que resolver los derechos de autoría libro por libro, lo que era casi imposible, mientras el acuerdo de la demanda colectiva le daba a Google una licencia para todos los libros a la vez.
 
Esta objeción llamó la atención del Departamento de Justicia, en particular de la división antimonopolios, la que comenzó a investigar el acuerdo. En una declaración presentada a la corte, el Departamento de Justicia sostenía que el acuerdo le daría a Google un monopolio de facto sobre los libros agotados. Eso porque, para que los competidores de Google obtuviesen los mismos derechos, para los mismos libros, ellos tendrían que pasar exactamente por el mismo extraño proceso: escanearlos en masa, ser demandados en una acción colectiva e intentar llegar a un acuerdo. “Aun así hubiese razón para pensar que la historia pudiese repetirse de esta improbable manera  —escribió el Departamento de Justicia—, alentar las violaciones deliberadas del derecho de autor y futuros litigios no sería una política sensata”.
 
La mejor defensa de Google era que el punto central de la ley antimonopolios era proteger a los consumidores y, como dijo uno de sus abogados, “Desde el punto de vista de los consumidores, una manera de obtener algo es incuestionablemente mejor que ninguna manera de conseguirlo”. Los libros agotados habían sido totalmente inaccesibles en línea; ahora habría una manera de comprarlos. ¿Cómo podía eso dañar a los consumidores? Una persona cercanamente involucrada en el acuerdo me dijo, “Cada uno de los editores iba a la División Antimonopolios y decía, pero miren, Amazon tiene 80 por ciento del mercado de e-books. Google tiene cero o 1 por ciento. Esto está permitiendo que alguien más compita en el espacio de los libros digitales contra Amazon. Y ustedes deberían estar considerando esto como pro-competitivo, no anticompetitivo. Lo cual me parecía también algo muy sensato. Pero era como si ellos estuvieran hablándole a una pared. Y la reacción fue vergonzosa”.
 
El Departamento de Justicia se mantuvo firme. De alguna manera, las partes del acuerdo no tenían una buena salida: sin importar cuán “no-exclusivo” intentaran hacer el trato, este era en realidad un trato que solo Google podía conseguir, porque Google era el único demandado. Hacer que un acuerdo final en la demanda colectiva titulada Authors Guild versus Google incluyese no solo a Google sino, por ejemplo, a todas las compañías que querían convertirse en un vendedor de libros digitales, sería estirar el mecanismo de la demanda colectiva más allá de su punto de quiebre.
 
Este era un tema al que siempre retornaba el Departamento de Justicia. El acuerdo ya era un estirón, sostenía: el caso original había consistido en si Google podía mostrar recortes de los libros que había escaneado, y ahora tenías un acuerdo de pagos que iba más allá de esa cuestión, para crear un elaborado mercado en línea, un mercado que dependía de la liberación indefinida de sus derechos, de parte de autores y editores, quienes podrían ser difíciles de encontrar, particularmente para los libros agotados hace tiempo. “Es un intento—escribieron—de usar el mecanismo de demandas colectivas para implementar arreglos de negocios anticipados que van más allá de la disputa que está ante la corte en este litigio”.
 
Las objeciones del Departamento de Justicia dejaron el acuerdo ante un dilema: enfoca el acuerdo en Google y serás acusado de ser anticompetitivo; intenta abrirte y serás acusado de estirar la ley que gobierna las demandas colectivas.
 
Los abogados que habían elaborado el acuerdo intentaron ensartar la aguja. El Departamento de Justicia lo reconoció. “Los Estados Unidos reconocen que las partes en el Acuerdo Enmendado de Pagos están buscando usar el mecanismo de demandas colectivas para superar los desafíos legales y estructurales que supone el surgimiento de un mercado de libros digitales robusto y diverso”, escribió. “A pesar de esta valiosa meta, los Estados Unidos han concluido con reluctancia que el uso del mecanismo de demandas colectivas en la manera propuesta por el Acuerdo Enmendado de Pagos es apostar demasiado”.
 
Su argumento era persuasivo, pero el hecho de que el acuerdo fuera ambicioso no significaba que fuera ilegal: solamente que no tenía precedentes. Años después, otro acuerdo en una demanda colectiva, que aceptaba que cualquier demandante optara excluirse del colectivo, y con “arreglos de negocios a futuro” muy similares al tipo establecido por el acuerdo de Google, fue aprobado por otra corte distrital. Ese caso incluía la explotación a futuro de los derechos de publicidad de los jugadores retirados de la Liga Nacional de Football; el acuerdo hacía que esos derechos estuviesen disponibles para una entidad que pudiese adquirir las licencias respectivas para después distribuir los ingresos. “Lo que fue interesante de esto – dice Cunard, quien también estuvo envuelto en ese litigio—, fue que ninguno de sus oponentes jamás se remitió a la decisión del juez Chin o a ninguna de las objeciones a ella con respecto a que ese acuerdo fuera ‘más allá del alcance de lo solicitado’. Si ese caso se hubiese resuelto hacía diez años —dijo Cunard—, habría sido un precedente muy importante y sustantivo”, y habría mellado significadamente el argumento de “apostar demasiado” contra el acuerdo de Authors Guild. “Esto demuestra que la ley es algo muy fluido”, dijo. “Alguien tiene que ser el primero”.
 
Al final, la intervención del Departamento de Justicia probablemente significó el final del acuerdo de pagos. Nadie está muy seguro de porqué el Departamento de Justicia decidió asumir una posición en lugar de mantenerse neutral. Dan Clancy, el jefe de ingeniería de Google encargado del Proyecto, quien había contribuido a diseñar el plan de pagos, piensa que fue un tipo especial de oponente (no la competencia de Google sino las “entidades amigas” que piensas que podrían estar a favor, como los entusiastas de las bibliotecas, autores académicos y otros) el que al final convenció al Departamento. “No sé cómo el acuerdo de pagos habría surgido si esos negativistas no hubiesen sido tan “expresivos”, me dijo. “Me resulta claro que si las bibliotecas y los Bob Darnton y las Pam Samuelson del mundo no hubieran sido tan activos, el Departamento de Justicia jamás se habría involucrado, porque solo habrían sido Amazon y Microsoft quejándose de Google, lo que es, como decir, cuéntame algo nuevo”.
 
Cualquiera haya sido su motivación, el Departamento de Justicia salió triunfante. En su decisión, al concluir que el acuerdo no era “justo, adecuado y razonable” bajo las reglas que gobiernan las demandas colectivas, el juez Denny Chin recitó las objeciones del Departamento, y sugirió que para corregirlas, se tendría que cambiar el acuerdo para que fuese un acuerdo de incorporación voluntaria (es decir, solo pertenece al colectivo demandante quien opte por pertenecer a él) – algo que lo convertiría en inefectivo—o intentar lograr lo mismo mediante el Congreso.
 
“Aunque la digitalización de libros y la creación de una biblioteca digital universal beneficiaría a muchos – escribió Chin en su decisión—el Acuerdo Enmendado simplemente sería ir demasiado lejos”.
 
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Al final de la “audiencia por justicia”, donde la gente habló en favor y en contra del acuerdo, el juez Chin preguntó, como si fuera por curiosidad, cuántas objeciones había habido y cuántas personas habían optado por salir del colectivo. Las respuestas fueron más de 500 y más de 6,800.
 
Las personas razonables podrían estar en desacuerdo con la legalidad del acuerdo; había argumentos fuertes en ambos lados, y de ninguna manera les era obvio a los observadores a qué lado iría a apoyar el juez Chin. Lo que pareció voltear la marea contra el acuerdo fue la reacción del mismo colectivo. “En mis más de veinticinco años de práctica legal en demandas colectivas, nunca he visto que se reaccionara ante un acuerdo de esta manera, con tantos oponentes”, dijo Michael Boni, quien fue el negociador principal por el lado del colectivo de autores en este caso. Esa fuerte reacción fue lo que probablemente llevó a la intervención del Departamento de Justicia; ella puso a la opinión pública en contra del acuerdo; y puede haber llevado al juez Chin a buscar maneras de matarlo. Después de todo, la cuestión delante de él era de si el acuerdo era justo para los miembros del colectivo. Cuantos más miembros del colectivo optaran por salir, y cuanto más molestos parecieran estar, más razones había para pensar que el acuerdo no representaba sus intereses.
 
Lo irónico es que tantas personas se opusieran al acuerdo de maneras que sugerían que ellas fundamentalmente creían en lo que Google intentaba hacer. Una de las principales objeciones de Pamela Samuelson era que Google iba a ser capaz de vender libros como el suyo, mientras ella pensaba que esos libros deberían estar disponibles gratis: el hecho de que ella, como cualquier otro autor, bajo los términos del acuerdo pudiera poner el precio de sus libros en cero no era suficiente consuelo, porque las “obras huérfanas” con autores inhallables todavía serían vendidas a un precio”. Mirando hacia atrás, este parece el clásico caso de lo perfecto como enemigo de lo bueno: por supuesto que hacer que los libros estuviesen disponibles para todos sería mejor que mantenerlos bloqueados, inclusive si el precio de hacer esto fuera ofrecer a la venta las obras huérfanas. En su artículo, al concluir que el acuerdo iba demasiado lejos, Samuelson misma llegó a escribir, “Sería una tragedia no intentar hacer que esta visión dé fruto, ahora que es tan evidente que la visión es realizable”.
 
Muchos de los oponentes realmente pensaban que podía haber otra manera de llegar al mismo resultado sin ninguna de las fealdades de un acuerdo de demanda colectiva. Un refrán a lo largo de las audiencias fue que liberar los derechos de los libros fuera de la venta, para su digitalización masiva, era más apropiadamente “un asunto del Congreso”. Cuando falló el acuerdo, ellos señalaron las propuestas de la Oficina de Derechos de Autor que recomendaban una ley que parecía de varias maneras inspirada en el acuerdo, e intentos similares en los países nórdicos para desbloquear los libros agotados, como evidencia de que el Congreso podía tener éxito donde el acuerdo había fracasado.
 
Por supuesto, casi una década después, nada parecido ha sucedido. “No avanza”, me dijo Cunard acerca de la propuesta de la Oficina de Derechos de Autor, “y no va a avanzar mucho ahora”. Muchas de las personas con las que hablé, y que estaban a favor del acuerdo, dijeron que los oponentes simplemente no eran prácticos: no parecían entender cómo funcionan las cosas en este mundo. “Pensaban que si no fuera por nosotros y esta demanda, había otro futuro en el que ellos podrían desbloquear todos estos libros, porque el Congreso iría a aprobar una ley o algo así. Y ese futuro… tan pronto como salió el acuerdo con Authors Guild, a nadie le importa una mierda todo esto”, me dijo Clancy.
 
Ciertamente parece improbable que alguien vaya a gastar su capital político —especialmente ahora—intentando cambiar el régimen de licencias de los libros, y mucho menos el de los libros viejos. “Esto no es lo suficientemente importante para que el Congreso adapte la ley de derechos intelectuales”, dijo Clancy. “Esto no va a hacer que alguien salga elegido. No va a crear un montón de empleos”. No es una coincidencia que una demanda colectiva contra Google resultara siendo quizá la única salida posible para este tipo de reforma: Google era el único con una iniciativa, y el dinero, para que esto sucediera. “Si quieres mirar todo esto de manera cruda”, me dijo Allan Adler, consejero interno de las editorial, “un actor corporativo con un gran bolsillo iba a pagar la cuenta por algo que todos querían ver”. Google volcó recursos en el Proyecto, no solo para escanear los libros sino para excavar, buscando y digitalizando viejos registros de derechos de autor, para negociar con autores y editoriales, para pagar la cuenta de un Registro de Derechos de Libros. Años después, la Oficina de Derechos de Autor no ha llegado a ningún lugar con una propuesta que recorre gran parte del mismo terreno, pero cuyos componentes individuales, todos y cada uno, tendrían que ser financiados con partidas presupuestales aprobadas por el Congreso.
 
Le pregunté a Bob Darnton, quien dirigió la biblioteca de Harvard durante el litigio con Google Books, y quien se expresó contra el acuerdo, si se arrepentía del resultado de todo. “Si es que me arrepiento de algo, es que los intentos de superar a Google estén tan limitados por la ley de derechos intelectuales”, dijo. Él ha estado trabajando en otro Proyecto para escanear libros de bibliotecas; el escaneo ha estado limitado a libros en el dominio público. “Estoy a favor de los derechos de autor, no me malinterpretes, pero, realmente, dejar libros fuera del dominio público por más de un siglo, mantener la mayor parte de la literatura estadounidense detrás de la barrera de la ley de derechos de autor, pienso que es una locura”, dijo.
 
La primera ley de derechos de autor en Estados Unidos, aprobada en 1790, fue llamada Una Ley para el Fomento del Aprendizaje. Los términos de los derechos de autor duraban catorce años, con la opción de renovarlos por otros catorce, pero solo si el autor estaba vivo al final del primer período. La idea era alcanzar una “negociación pragmática” entre autores y público lector. Los autores tendrían un monopolio limitado sobre su obra de modo que pudieran vivir de ella; pero su obra iría rápidamente al dominio público.
 
Los términos de los derechos de autor han sido radicalmente extendidos en este país, en gran medida para mantener el paso con Europa, donde el estándar ha sido, por largo tiempo, que los derechos duren la vida del autor más 50 años. Pero la idea europea, “está basada en el derecho natural, en contraste con el derecho positive”, dijo Lateef Mtima, investigadora de la ley de autoría de la Escuela de Derecho en la Universidad Howard. “Todo su proceso de pensamiento viene de Francia y Hugo y tipos que, como sabes, eran de los que decían, ‘mi obra es mi enfant’” —dijo—, ‘Y el Estado no tiene ningún derecho en absoluto para meterse con ella’. Un punto de vista del tipo Lockeano”. Ahora que el mundo se ha aplanado, las leyes de derecho de autor han convergido, no vaya a ser que un país esté en desventaja al liberar sus productos intelectuales para la explotación de otros. Y así, la idea estadounidense de usar los derechos de autor principalmente como un vehículo (por la constitución) “para promover el Progreso de la Ciencia y las Artes útiles”, no para proteger a los autores, se ha erosionado hasta el punto de hoy, que hemos bloqueado casi todos los libros publicados después de 1923.
 
“La mayor tragedia es que aún estamos exactamente donde estábamos en el tema de las obras huérfanas. Esos libros están detenidos empolvándose y decayendo en bibliotecas físicas y, con muy limitadas excepciones – dijo Mtima—, nadie puede usarlos. Es así que todos han perdido y nadie ha ganado”.
 
Después de que fracasara el acuerdo, Clancy me dijo que en Google, “apenas quedaba aire en el globo”. A pesar de finalmente haber ganado Authors Guild v. Google, y habiendo los tribunales declarado que mostrar recortes de libros con derechos de autor constituía un uso justo, la compañía no hizo sino cerrar sus operaciones de escaneo.
 
Es extraña para mí, la idea de que en algún lugar de Google haya una base de datos que contiene 25 millones de libros y que a nadie se le permita leerlos. Es como esa escena al final de la primera película de Indiana Jones en la que vuelven a colocar el Arca de la Alianza en algún lugar, perdida en el caos de un vasto almacén. Está ahí. Los libros están ahí. La gente ha estado intentando construir una biblioteca como esta durante siglos: hacerlo, han dicho, sería como erigir uno de los más grandes artefactos humanísticos de todas las épocas: y sucede que hemos hecho el trabajo para hacerla realidad y estábamos por darla al mundo, pero ahora, más bien, son 50 o 60 petabytes en disco, y las únicas personas que pueden verla son media docena de ingenieros del proyecto, que sucede que tienen acceso porque son los responsables de mantenerla bloqueada.
 
Le pregunté a alguien que solía tener ese trabajo, ¿qué sería necesario para que esos libros fuesen completamente visibles para todos? Quería saber cuán difícil habría sido desbloquearlos. ¿Qué hay entre nosotros y una biblioteca pública digital de 25 millones de volúmenes?
 
Te meterías en muchísimos problemas, dijeron, pero todo lo que tendrías que hacer, más o menos, es escribir una sola palabra de búsqueda en la base de datos. Cambiarías algunos pocos controles de off a on. Tomaría unos pocos minutos para que el comando se propagase.
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