Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

La política de la post-verdad (desde la literatura)
Por Adam Kirsch
 
Originalmente publicado como “Lie to Me: Fiction in the Post-Truth Era”. The New York Times, 15 de enero de 2017. (https://www.nytimes.com/2017/01/15/books/lie-to-me-fiction-in-the-post-truth-era.html?_r=0). Traducido por Alberto Loza Nehmad.
 
Los novelistas norteamericanos se han quejado por largo tiempo de la capacidad que tiene la vida real para superar a la ficción. En su emblemático ensayo de 1961, Escribiendo la ficción americana, Philip Roth observaba que “la realidad continuamente está superando nuestros talentos y, la cultura, casi diariamente arroja personajes que son la envidia de cualquier novelista”. El personaje que menciona Roth es Charles Van Doren, quien obtuvo su fama por un escándalo en un concurso de preguntas y respuestas; pero si se pone a Van Doren junto a Donald J. Trump, se podrá medir el cambio en la naturaleza de la credibilidad a lo largo del pasado medio siglo.
 
Van Doren cayó en desgracia cuando se reveló que se le habían dado las respuestas a las preguntas de un concurso de televisión, Twenty-One, programa que los televidentes pensaban era real y no actuado. Actualmente, todo un floreciente género de televisión es llamado “reality”, aunque nadie que lo mire piense que es genuinamente verdadero: esto es, no planeado y no editado. La artificialidad es lo que hace disfrutable la televisión de los “reality”, pese a que esos mismos programas, si fueran publicitados como ficción, aparecerían banales, repetitivos y nada dramáticos. La realidad es el ingrediente que convierte a una mala ficción en una ficción fascinante.
 
Esta dinámica está en el origen de la novela. Las primeras novelas inglesas, desde Moll Flanders (1722) a Clarissa (1748), fueron publicadas anónimamente, con títulos que sugerían que se trataba de historias verdaderas. Tomó generaciones establecer las convenciones de la ficción lo suficiente como para permitirles a los lectores encontrar placer en novelas que eran explícitamente no verdaderas. La suspensión de la incredulidad que supone la ficción es una etapa tardía en la evolución del gusto, y podría resultar todo esto solo haya sido algo temporal.
 
El ascenso del género de las memorias en las décadas pasadas no significa que los lectores estén listos para abandonar las técnicas de la ficción; no obstante, como los lectores de hace tres siglos, ellos quieren la libertad de la ficción junto con las consecuencias que traen los hechos verdaderos.
 
El autor David Shields diagnosticó este deseo en su manifiesto de 2010, Hambre de realidad: “Encuentro casi imposible leer una novela contemporánea que se presente a sí misma, sin sentirse incómoda, como simplemente una novela”. Muchos escritores de ficción comparten esta intuición, aunque responden a ella de diferentes maneras.
 
Una de ellas es hacer que la novela se sienta incómoda en su propio pellejo, por medio de convertir su imitación de la realidad en una exageración, en un espejo distorsionador. Desde 9/11, ¿se siente apocalíptica nuestra realidad? Entonces imaginen Manhattan siendo destruida por zombis (Zone One, de Colson Ehitehead), una inundación (Odds Against Tomorrow, de Nathaniel Rich), guerra civil y banqueros extranjeros (Super Sad Love Story, de Gary Shteyngart). Puesto que sabemos que esas cosas “nunca podrían suceder”, ellas marcan la historia como ficción; porque sabemos que cosas similares han sucedido y sucederán, ellas se convierten en ficciones verídicas.
 
Un enfoque alternativo es hacer la ficción lo más cercana posible al hecho, reduciendo su alcance al único tema sobre el cual cada escritor es una autoridad indiscutible: él o ella. 10:04, de Ben Lerner, Taipei, de Tao Lin, y How Should a Person Be?, de Sheila Heti, todas  buscan convencernos de que estamos leyendo algo sobre la vida real del escritor. Estos escritores están metidos en un proyecto sofisticado, en el cual la línea entre la verdad y la ficción se hace cada vez más difícil de discernir.
 
Pero este juego tiene un respaldo incorporado: clasifica a un libro como “ficción”, y se le perdona todo. Nunca se puede acusar a una ficción de ser una mentira.
 
El problema es que, cada vez más, la gente parece querer que se le mienta. Esta es la otra cara de “hambre por la verdad”, puesto que una mentira, como las falsas memorias, es una ficción que no admite su ficcionalidad. Esa es la razón de por qué la mentira es tan seductora: permite que el mentiroso y su audiencia cooperen en cambiar la naturaleza de la realidad misma, de modo que pueda parecer casi mágica. “Pensamiento mágico” es usado como un insulto, pero es quizá el tipo primordial de pensamiento por excelencia. El problema para la gente moderna es que ya no podemos hacer esta magia de manera ingenua, con una fe indudable en la realidad de nuestras invenciones. Ahora nos mentimos pero con una consciencia culpable. Cuando las memorias son denunciadas como que “realmente” no sucedieron, queremos que nos devuelvan el dinero.
 
La ficción tiene una solución para este dilema, que nos permite suspender la incredulidad de la manera que Coleridge dijo era esencial para la literatura. Pero la solución postmoderna es aún más poderosa: es la simple desvergüenza que nos permite reconocer una mentira como tal, pero que aún nos permite tratarla como si fuese una realidad. Los programas llamados “reality” son un ejemplo trivial de esta técnica, pero cuando se trata de la política, el mismo proceso puede tener resultados mortales. Los protocolos de los ancianos de Sion fue publicado, como Moll Flanders, sin ningún nombre de autor en la portada; también afirmaba ser la descripción de acontecimientos reales; en este caso, una reunión en la que los judíos se confabulaban para apropiarse del mundo y destruir la civilización. Quizá algunos de sus lectores, cuando apareció por primera vez alrededor de 1903 —e incluso en la actualidad— sinceramente creyeron que era un documento verdadero.
 
Sin embargo, Protocolos es aún más poderoso cuando es respaldado por gente que sabe que es una falsedad, porque ese acto lo convierte en una irrelevancia. La gente que puede convertir una mentira en una verdad tiene el poder de darle forma a la realidad; ellos son los poetas de lo real. Y la audiencia que les otorga su voluntaria suspensión de la incredulidad es co-conspiradora en esta extraña transformación, del mismo modo en que los lectores de novelas conspiran para su propia encantación. El lazo entre los demagogos y su audiencia está cementado por la estimulante conciencia de su compartida culpabilidad.
 
El problema con nuestra política de la “post-verdad” es que una gran proporción de la población se ha movido más allá de lo verdadero y lo falso. Ellos se entusiasman precisamente con la falsedad de una declaración, porque esta muestra que quien habla tiene el poder de cambiarle la forma a la realidad, en línea con las propias fantasías que tiene esa población de sentirse bajo ataque por ser moralmente superior. Llamar mentirosos a los novelistas es ingenuo, porque equivoca sus intenciones; en primer lugar, ellos nunca quisieron que se le crea. Lo mismo es verdad para los demagogos.
 
Desde su inicio, la novela ha puesto a prueba la distinción entre la verdad, la ficción y la mentira; ahora, el colapso de esas distinciones nos ha dado la era de Trump. Estamos entrando a un período en el cual la misma idea de literatura puede llegar a parecer un lujo, una distracción ante la lucha política. Sin embargo, lo opuesto es verdad: sin importar cuán irrelevante los cabezas duras piensen que es la literatura, esta prueba por sí misma ser un instrumento sensible, un principal indicador de cambios que se manifestarán en la sociedad y la cultura. Ahora como siempre, la imaginación es nuestra mejor guía para lo que la realidad tiene preparado para nosotros.
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