Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
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Bibliomanía: la extraña historia de la compra compulsiva de libros
Por Lorraine Berry
Publicado originalmente como “Bibliomania: the strange story of compulsive book buying”, The Guardian, 26 de enero de 2017 (https://www.theguardian.com/books/2017/jan/26/bibliomania-the-strange-history-of-compulsive-book-buying). Traducido por Alberto Loza Nehmad.
 
Cuando era muchacha, sentía una suerte de orgullo perverso por mi disposición a privarme de una comida o de dos con el fin de poder comprar libros. Bastante pronto, con la ubiquidad de los promotores de tarjetas de crédito en el campus, pude comprar libros y comidas. Yo justificaba mi creciente deuda como necesaria para mi educación, y bromeaba con mis amigos diciendo que mientras otros gastaban su dinero en autos y ropas caras, todo lo de valor que yo tenía estaba en mis estantes.
 
Me doy cuenta ahora de que mis “bromas” eran, en realidad, formas de llamar la atención sobre algo que me enorgullecía. Amaba los libros, siempre lo había hecho, pero también sentía cierto arrogante placer de tener tantos. Es cuando también empezó mi primera pila de libros “para leer”: todos esos volúmenes que había comprado con la intención de leerlos. Y, aunque años después, la economía de la adultez me obligó a dejar de comprar cada vez que entraba a una librería, mi trabajo como reseñadora significa ahora que cada semana llega a mi puerta un promedio de cinco nuevos títulos. Mi pila de libros “para leer” llega al techo, y aunque no estoy endeudándome, el placer visceral que obtengo de estar rodeada de libros sigue siendo el mismo.
 
En el siglo 19, el coleccionar libros se hizo común entre los caballeros de la elite, mayormente en Inglaterra, y se hizo una obsesión que uno de los participantes llamó “bibliomanía”. Thomas Frognall Dibdin, un clérigo y bibliógrafo inglés, escribió Bibliomania, or Book Madness: A Bibliographical Romance, el cual era una sátira gentil de aquellos que él veía afligidos por esta “neurosis”. Dibdin medicalizó la condición, llegando hasta a ofrecer una lista de síntomas manifestados en los tipos particulares de libros que la gente buscaba obsesivamente: “Primeras ediciones, ediciones originales, libros impresos con letra gótica; ediciones grand papier; libros con sus pliegos intactos que no han sido refilados por las herramientas de los encuadernadores; ejemplares ilustrados; ejemplares únicos encuadernados en cuero de cabra o forros de seda; y ejemplares en pergamino”.
 
Sin embargo, el mismo Dibdin estaba obsesionado por el aspecto físico de los libros, y en sus descripciones le ponía una intensa atención a los detalles de las encuadernaciones e impresiones (más que al contenido), que revelaba su propio amor por ellos. En una carta publicada en una revista de 1815, él imploraba a los suscriptores que potenciaran sus suscripciones para ayudar a completar un conjunto de volúmenes llamado “El Decamerón Bibliográfico”: más hermoso de lo que podrían imaginar. “Yo debo rehusar prometer lo que no es probable que se realice, o rehusar  incurrir en la censura de la vanidad o la presunción de afirmar que los materiales ya coleccionados, en esta etapa de la obra, son más numerosos, más hermosos y más fieles que todos los que, en mi conocimiento, han estado bajo los ojos del público”.
 
 
Aunque Dibdin estaba haciendo que se crearan nuevos materiales para satisfacer el hambre de quienes buscaban libros, los remates de los ítems existentes significaban precios exorbitantes. El final sangriento de muchos nobles franceses en la revolución trajo un flujo de libros de colección al mercado, cuando las bibliotecas privadas fueron vaciadas póstumamente. En 1812, el remate de la biblioteca de John Ker, tercer duque de Roxburghe, representó un punto crítico, según Michael Robinson, quien enseña en la Universidad de Massachusetts-Dartmouth.  En su próximo libro, Ornamental Gentleman, Robinson dice que el interés en el remate Roxburghe fue despertado por la publicidad, así como por la escasez de libros debida a los tiempos de guerra. Muchos ingleses ricos —y un representante de Napoleón— se presentaron al remate, que duró 42 días e incluyó una tremenda selección de incunables (libros impresos antes de 1500). Una edición de Bocaccio se vendió por ₤2,260 (cerca de $190,000 en dólares actuales), el precio por unidad más alto pagado por un libro hasta ese momento. El mismo Dibdin fue testigo del remate, y recordaba el evento como lleno de “valor, matanzas, devastación y frenesí”.
 
Sin embargo, la búsqueda obsesiva de libros no tuvo lugar separada de la cultura en general. Estudios recientes han revelado tensiones entre una emergente Inglaterra republicana y estos bibliómanos. Inclusive Thomas De Quincey, autor de las memorias de su adicción, Confessions of an English Opium Eater, describió como irracionales a los adictos literarios que él había observado en el remate de Roxburghe, y como gobernados por el “capricho” y “sentimientos”, más que por la razón. De Quincey usa el término pretium affectionus, para describir cómo se decidían lo precios, transformando al coleccionista de libros en un dandi gobernado por sus emociones.
 
Aunque puede ser demasiado temprano para hablar de una subcultura “gay”, Robinson escribe de la “extraña rareza de la representación estereotípica de los bibliófilos del siglo 19”. Los hombres que coleccionaban libros a menudo eran retratados como afeminados. En 1834, la revista literaria inglesa Atheneum publicó un ataque anónimo sugiriendo que uno de los prominentes miembros del club de Dibdin era homosexual.
 
El lenguaje de Dibdin, el cual ha sido observado por su sensualidad, está lleno de doble sentidos y descripciones del coleccionar libros en un lenguaje sexualizado; aquí, algunos diálogos característicos de su Decamerón bibliográfico:
 
“¿Nos puede dar gusto con un sorbo de esta crema?
“Felizmente, está en mi poder el poder gratificarlo con una muy buena probada de ella”.
 
Como Robinson me dijo, “El discurso burlonamente heroico de Dibdin acerca de libros y coleccionistas contiene un lenguaje que es difícil de leer sino como ambigüedades sexuales. Lo sexy de esta cosa es muy sorprendente, en realidad, hasta el punto en que realmente no puede ser llamado ambigüedades. Estas facetas de la subcultura sugieren la posibilidad de que los hombres que ahora podríamos identificar como gay o queer, estaban atraídos por la colección de libros”.
 
Una de las preocupaciones de inicios del siglo 19 acerca de coleccionar libros era el temor de que al retener estos, los compradores estaban negando a sus compatriotas el patrimonio que les correspondía. La imagen del rico diletante era la del conspicuo consumidor de libros que nunca leería la pila de “libros para leer”, y que mantenía por tanto los libros fuera del dominio común intelectual. El coleccionista a menudo era retratado como si tuviera una enfermedad antisocial que le impedía contribuir al bien común compartiendo sus riquezas impresas. Pero el origen de muchas antologías literarias está en las bibliotecas de estos coleccionistas privados, quienes estaban estableciendo, a su propia manera, una herencia literaria nacional.
 
Cuando los exploradores de la era colonial se hacían de los tesoros arqueológicos u obras de arte de otros países, los coleccionistas de arte eran sin duda culpables de similares robos culturales. Pero una búsqueda de la literatura académica sobre la bibliomanía no pudo fundamentar tales acusaciones. Por otro lado, encontré una curiosa reseña de un libro, de 1855, que discutía la “dominación árabe” de España antes de la Reconquista. En la reseña se ofrece una crítica de la bibliomanía musulmana: al tiempo que alaba la preservación de la cultura occidental por los moros durante el periodo peyorativamente conocido como la edad del oscurantismo, “pocas de sus obras, sin embargo, son de valor para el estudioso moderno”. En un lenguaje totalmente orientalista, los coleccionistas de libros del mundo islámico son desechados con los mismos términos usados por anteriores críticos de los coleccionistas ingleses: “No podemos simpatizar con sus extasiados impulsos de pasión, o descubrir mucho mérito en sus exageradamente sensuales imágenes y descripciones, y sus eufemismos afectados y palabreros.”. Aparentemente estaba bien para los árabes haber salvado a Aristóteles y los matemáticos, pero su decisión de preservar libros que contenían un lenguaje apasionado ponía incómodos a los victorianos.
 
Hacia el fin del siglo, como se evidencia por un artículo de 1906 del Museo Metropolitano de Arte, el coleccionar libros ya no era tenido a menos. Se requería habilidades para separar el oro de lo inservible; coleccionar libros era ahora “todo una ciencia” y se les decía a los lectores que ellos, también, podrían lograr un hallazgo puesto que poseían un “juicio agudo, un gusto sin máculas, una paciencia inextinguible y desprecio por el ridículo”. Como señala el autor, se necesita un conocimiento especial para saber que Franklin Evans, or The Inebriate, un libro que muchos arrojarían lejos, fue en realidad “la primera obra publicada de Walt Whitman, y que es raro y valioso”. La bibliomanía ahora era digna de presunción.
 
Escogí mi escuela de posgrado basada en la colección de su biblioteca: Cornell, en Ithaca, New York, fue cofundada por el historiador y bibliómano Andrew Dickson White, quien pasó su vida viajando por el mundo y coleccionando libros, y donó más de 34,000 tomos raros para establecer la biblioteca de Cornell. En eso, su bibliomanía fue útil para una causa común, a pesar de los temores de críticos previos: hasta hoy, los investigadores  viajan a Ithaca para usar lo que alguna vez fue admirado privadamente en los estantes de White. La primera vez que me senté en esa biblioteca, sosteniendo un libro publicado antes de 1500, me sentí de manera similar a como me he sentido junto a los océanos: minúscula y en la proporción adecuada con el mundo. Manipular libros de hace siglos es un emotivo recordatorio de que, no solo la gente ha amado los libros desde que estos han existido, sino que continuarán haciéndolo en el futuro. Quizá actualmente la bibliomanía no sea sentida como una conducta irracional, ahora que los libros se han hecho menos venerados y las bibliotecas, más escasas. Más bien, como fue para otros antes que para nosotros, es un cuidadoso acto de preservación para quienes vengan después.
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