Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

Monte-Chino y Cinco esquinas, la 19ª novela de Vargas Llosa
Por Russell Crandall
 
Originalmente publicada como “Mario Vargas Llosa and His Authoritarians” en The American Interest (http://www.the-american-interest.com/2016/12/09/mario-vargas-llosa-and-his-authoritarians/). Traducido por Alberto Loza Nehmad.
 
Reseña de la novela de Mario Vargas Llosa. Cinco esquinas. Alfaguara, 2016, 300 pp.
 
El mundo literario era un hervidero este último octubre cuando el Premio Nobel de Literatura fue otorgado a Bob Dylan por “haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción norteamericana”. El novelista peruano Mario Vargas Llosa, uno de quienes antecedió a Dylan, se encontraba en Berlín días después de la selección promoviendo la publicación de la edición alemana de su nueva novela de política y crimen, Cinco esquinas.
 
Vargas Llosa dijo ante el público reunido en Berlín que él estaba sorprendido por la más reciente selección del Nobel. “Creo que Bob Dylan es un magnífico cantante, pero no un gran escritor. Pienso que el Nobel de Literatura debe ser para escritores, no para cantantes”. Uno se pregunta si Vargas Llosa no se da cuenta de que Dylan es un letrista tanto como un vocalista. Entonces, nuevamente, su reacción por el premio puede haber tenido que ver más con el desdén que tiene Vargas Llosa por el entretenimiento de masas. Apenas días antes de que aceptara su propio Nobel en Estocolmo, en diciembre de 2010, expresó un grande y particular desprecio por una industria del entretenimiento que, en su estimación, no alimentaba el arte sino a una cultura de la “banalización, frivolidad y superficialidad”.
 
Vargas Llosa estaba acertado en eso —tanto como estaba errado acerca de Dylan. Pero sus comentarios —los de un laureado Nobel sobre otro— no echarán sombras sobre los logros de Vargas Llosa con Cinco esquinas. Esta 19ª novela  de Vargas Llosa comprueba aquella observación de que hay verdades acerca de la naturaleza social y política humana que son mejor dichas en ficción. Lo que Joseph Conrad logró en Nostromo (1904) al describir las costumbres en regiones latinoamericanas del entonces aún no llamado Tercer Mundo, Vargas Llosa lo iguala al describir el Perú de la década de 1990 bajo el dictador (pero democráticamente elegido) presidente Alberto Fujimori y su rasputinseco consejero palaciego Vladimiro Montesinos. Con Cinco esquinas, Vargas Llosa nos regresa a la política limeña y a las fisuras clasistas peruanas con una maestría que impresionaría inclusive a la cohorte de escritores del boom latinoamericano de los 60 y 70, que incluía a Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez. Como último miembro viviente de ese grupo, Vargas Llosa no decepciona, aun cuando tengamos que pacientemente esperar la traducción inglesa.
 
Tuve el escandalosamente agradable privilegio de pasar el semestre pasado en la majestuosa y colonial ciudad de Arequipa, en el sur del Perú. Acurrucada bajo una trifecta de volcanes que arañan el cielo a más de 5,400 metros de altura, Arequipa es conocida como la “Ciudad Blanca”, no por las majestuosas montañas andinas nevadas que la rodean, sino por el tipo de piedra de construcción, volcánica (llamada sillar por la gente local), usada para la arquitectura colonial de la ciudad. Sucede también que Arequipa es donde Vargas Llosa, hijo único, nació en 1936. Sin embargo, después del año de edad, pasó su niñez, primero con su madre en Bolivia, luego en la norteña ciudad del desierto de Piura, y, hacia los once años de edad, en Lima (inicialmente creía que su padre había muerto, cuando en realidad papá había abandonado a la familia poco después de que Mario naciera).
 
Arequipa es, quizá, la parte del Perú más parecida a Texas. Aquí, los arequipeños, desafiantemente independientes, te dirán que preferirían morirse antes que vivir en Lima, la caótica, fría, húmeda y neblinosa capital costera con 11 millones de habitantes. Cada vez que estoy aquí, con una camada de estudiantes de Davidson College, enseño un seminario sobre novela política latinoamericana que hace mucho uso de títulos de Vargas Llosa como La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, La fiesta del Chivo, La guerra del fin del mundo, El sueño del celta, así como El pez en el agua, sus agridulces pero inteligentes memorias escritas después de ser derrotado (él había sido el candidato fijo), en las elecciones presidenciales peruanas de 1990, por un hasta entonces anónimo neófito de la política llamado Alberto Fujimori. El trasfondo de las memorias y la realidad que reflejaban consisten de más o menos media docena de años de tumultos y angustias peruanos.
 
Conocida por la posteridad como la Década Perdida, la de 1980 fue una época horrífica para las hiperinflacionarias economías latinoamericanas, una época en la que millones de ciudadanos, ya desesperados, fueron arrojados a una miseria aún mayor. Quizá ningún país ejemplificó más la Armagedón económica  que el Perú; y ningún año podría competir en términos de ignominia con 1987, el peor en la historia moderna de este país. Además de una ardiente sequía, el sector industrial fue reducido a un “puñado de fabricantes de cemento, ganchos para el pelo e Inca Kola, más o menos”, describió la formidable corresponsal Alma Guillermoprieto. El país se balanceaba al borde de la extinción. El desempleo se elevaba por encima del 50 por ciento y la pobreza era de alrededor del 40, con la pobreza extrema que golpeaba a un cuarto de la población. La inflación se encontraba cerca del 8,000 por ciento anual; el PNB de ese año fue un enorme 15 por ciento negativo.
 
Como si el país necesitara de otra amenaza cancerosa, la perniciosa insurgencia guerrillera maoísta, Sendero Luminoso, dirigida por el filósofo académico arequipeño (de provincias) Abimael Guzmán, expandió su dominio en el vasto sector rural andino. La perspectiva de que la creciente insurgencia provincial de Guzmán pudiera finalmente tomar Lima no era para nada imposible. Los fondos de guerra de Sendero Luminoso estaban llenos de dinero procedente de la producción de cocaína, la principal exportación del país.
 
El presidente del Perú de entonces era Alan García, el brillante orador a quien la prensa adicta llamaba el “el Kennedy de Latinoamérica” por su juventud (35 años cuando asumió el cargo). En un capricho de locura económica, García respondió a la crisis del país con otra metida de pata: en 1987 nacionalizó los bancos.
 
Para Vargas Llosa, quien para entonces había pasado tres décadas en Europa enseñando, traduciendo y escribiendo numerosas novelas, la incompetente demagogia de García fue demasiado. Poco después, Vargas Llosa dio un discurso —el primero— que fue recibido favorablemente por muchos peruanos y que llevó a que se convirtiese en uno de los candidatos presidenciales en las elecciones de 1990. Para Vargas Llosa, el “Perú de mi infancia era un país pobre y atrasado”, pero entonces, bajo el gobierno de García se había convertido en “pobrísimo y, en muchas regiones, miserable, un país que retrocedía a formas inhumanas de existencia”.
 
¿Pero quién era este novelista, básicamente un expatriado, que se atrevía a afirmar que él podía salvar el país? ¿Se le había acabado la imaginación literaria a Vargas Llosa? Para entender la decisión de Vargas Llosa de entrar a la justa política armado solo de un teclado, es importante retroceder varias décadas hasta una biografía literal, que en este caso nos lleva a la personalmente reveladora y políticamente intemporal El pez en el agua.
 
Antes de que Vargas Llosa llegase a arremeter con su lanza a dictadores latinoamericanos como Fujimori o Juan Perón de Argentina, él había dirigido su cólera contra su imperioso padre. Ernesto Vargas Llosa retornó a la vida de Mario cuando este tenía 10 años. Después de que Ernesto reestableciera vida de hogar con su esposa, en Piura, Mario pasó los siguientes diez años alimentando un odio visceral hacia su padre. Desde la perspectiva de Ernesto, su hijo era digno de ridículo y desdén por sus maneras librescas, “excéntricas, bohemias”. La única cosa peor —y esto podría significar el rechazo a Mario— sería que Mario fuera gay (no lo es).
 
Con la familia viviendo entonces en un barrio de clase media de Lima, Ernesto envió a Mario, entonces de 14 años, a un colegio militar, el Colegio Militar Leoncio Prado. Aunque estuvo solo dos años ahí, el colegio militar, con todas las clases sociales y raciales del Perú, fue una verdadera escuela de vida para Vargas Llosa. También es el escenario de su precoz primera novela, La ciudad y los perros (la traducción inglesa es ese título dolorosamente torpe The Time of the Hero). Publicado en 1963, el libro fue tan candente que el ejército ceremoniosamente quemó cientos de ejemplares en el mismo colegio Leoncio Prado, una pataleta caprichosa que no resultó ser de poca ayuda para la publicidad de este floreciente novelista.
 
La adolescencia post Leoncio Prado de Vargas Llosa incluyó temporadas como reportero cachorro para un diario limeño donde cubría notas sobre los marginales de la ciudad: prostitutas, borrachos y sangrientos asesinatos por pasión o por dinero; todo esto, años después, aparecería en su ficción. Antes de que hubiera alcanzado la edad de veinte, estaba escribiendo para las revistas literarias de Lima. Y empezó a salir, para casarse luego, con su “Tía” Julia (lo que después se convertiría también en una novela, la escandalosa La tía Julia y el escribidor), la cuñada de su tío, quien entonces estaba comenzando la treintena.
 
Con el Perú bajo la dictadura de Manuel Odría —ocho años brutales que los peruanos llaman el “Ochenio de Odría”— y ya estudiante de la universidad pública de San Marcos, Vargas Llosa se sumergió en la caldera de la política subversiva, e inclusive armada, que cautivó a tantos jóvenes de las clases medias y altas latinoamericanas, o lo que el historiador Enrique Krauze llamó la guerrilla universitaria. En el caso de Mario, los reclutadores estudiantiles del Partido Comunista lo alimentaron, a él y a un par de amigos, con una “dieta de Marx, Engels y Lenin”, y lo invitaron a unirse a la causa. Y mientras él optaba por ser un simpatizante más que un militante, tuvo de todas maneras que escoger un seudónimo: se convirtió en el Camarada Alberto. Con todo, sus simpatías comunistas nunca pudieron competir con sus insaciables ambiciones de convertirse en un gran escritor, y esto, él lo sabía, requería que dejara su tierra nativa por Europa.
 
Entonces entendí una de las expresiones más dramáticas del subdesarrollo. Prácticamente no había manera de que un intelectual de un país como el Perú pudiera trabajar, ganarse la vida, publicar, en cierta forma vivir como intelectual, sin adoptar los gestos revolucionarios, rendir pleitesía a la ideología socialista y demostrar, en sus acciones públicas —sus escritos y su actuación cívica—, que formaba parte de la izquierda. Para llegar a dirigir una publicación, progresar en el escalafón universitario, obtener las becas, las bolsas de viajes, las invitaciones pagadas, le era preciso demostrar que estaba identificado con los mitos y símbolos del establecimiento revolucionario y socialista. Quien no seguía la invisible consigna se condenaba al páramo: la marginación y frustración profesional. 
 
Vargas Llosa simplemente  no podía comprometer sus ideas y palabras, no podía convertirse en lo que acerbamente llamó “El intelectual barato”, sin dejar de ser él  mismo.
 
En algún momento de su estada en Europa Vargas Llosa dejó de creer en el comunismo. Una buena parte de esto se debió a su frustración con la vida intelectual de Lima y, luego, al muy público rompimiento de otros intelectuales latinoamericanos y occidentales debido a la persecución del poeta cubano Heberto Padilla. Aunque había sido un entusiasta partidario de la revolución izquierdista de Castro, la cual había impresionado al mundo en 1959, Vargas llosa se vio consternado y despertado por lo que le sucedió a Padilla, un hombre que había “satirizado moderadamente” al líder cubano en alguna de sus obras. Pocos años después, Padilla fue arrojado a prisión y obligado a leer una declaración fabricada, un relato de sus “demenciales” actos de traición “contra la moral del verdadero intelectual”, y lo que es peor, “contra la propia revolución”.
 
Para Vargas Llosa, que Padilla creyese en la revolución y que pretendiera que su arte ayudara a enmendar sus equivocaciones era una prueba categórica de que el régimen de Castro estaba bordeando la tiranía. “Obligar a unos compañeros, con métodos que repugnan a la dignidad humana, a acusarse de traiciones imaginarias y a firmar cartas donde hasta la sintaxis parece policial, es la negación de lo que me hizo abrazar desde el primer día la causa de la Revolución cubana: su decisión de luchar por la justicia sin perder el respeto a los individuos”. García Márquez, por contraste, justificó las accione de La Habana como medidas necesarias ante el incesante imperialismo norteamericano. Para Gabo, la revolución de Castro era tan indispensable que “no importaba si colgaban a todos los escritores”.
 
Una flagrante omisión en las memorias de Vargas Llosa de 1994 es cómo y por qué, después de romper con la izquierda literaria global y ortodoxa por razón de Castro, en una década él se había convertido en un igualmente ortodoxo defensor del neoliberalismo Thatcheriano, inclusive haciéndole eco al simplista pero intuitivo “Camino de la servidumbre” de Friedrich Hayek, tesis que resonaba en los círculos intelectuales conservadores de Gran Bretaña y Estados Unidos. Ahora, el estatismo económico de Alan García (para Hayek habían sido los nazis) era la amenaza existencial. Y el tónico, predicaba Vargas Llosa, era un hiperlibertarianismo empaquetado como “liberalismo radical”: el libre mercado con una carita feliz. Como Vargas Llosa explicaba, su programa de gobierno —Movimiento Libertad— era un enfoque prudente para desmantelar “privilegios, el rentismo, el proteccionismo, los monopolios y el estatismo para abrir el Perú al mundo y crear una sociedad en la que todos tuvieran acceso al mercado y vivieran protegidos por la ley”. En pocas palabras, sus radicales capitalistas demócratas “modernizarían la cultura política peruana, oponiéndose al colectivismo socialista y al capitalismo mercantilista al proponer políticas liberales”. ¿Era consciente Vargas Llosa de que había abandonado una utopía —el marxismo— por otra similar a aquellas postuladas por Ayn Rand, Charles Koch, o la página editorial del Wall Street Journal?
 
La ingenua ambición de Vargas Llosa era librar a su país de los flagelos del terrorismo, la hiperinflación e inclusive el racismo, que lo tenían al borde de convertirlo en un estado fallido, o de caer  bajo el hechizo de un Sendero Luminoso al estilo Khmer Rojo. Las “caóticas y emocionantes” elecciones de 1990 estaban como mandadas hacer para una conferencia académica sobre las pasiones, vanidades y absurdidades de la política latinoamericana. Vargas Llosa fue obligado a aguantar toda suerte de caprichos e indignidades políticas y personales. Thomas Mallon certeramente describió algunas de ellas:
 
…mentiras acerca de sus finanzas, amenazas contra su vida y ataques contra la supuesta depravación de sus libros: [Su novela erótica] Elogio de la madrastra era leída, un capítulo por día, en el horario estelar de la televisión estatal. Delgado y elegante, el candidato-autor parecía más patricio de lo que realmente era, y no pudo evitar rehusar, muy a lo Kennedy, el que sus partidarios lo cargaran en hombros, [en palabras de Vargas Llosa], “ridícula costumbre imitada de los toreros”.
 
Otra fue el veneno de la oposición contra Vargas Llosa por su supuesto ateísmo. Él recordaba cómo un anuncio en la televisión les preguntaba a los televidentes, “Peruano, ¿quieres un presidente ateo?” mientras “aparecía una cara semimonstruosa —la mía—, que parecía encarnación y preludio de todas las iniquidades” (el parecido entre el Perú en 1990 y los Estados Unidos en 2016 es una poderosa y deprimente evidencia que sustenta la tesis de la  “latinoamericanización” o la “República Bananerización” de la política estadounidense).
 
Disfrutando de una sólida ventaja por casi toda la campaña, Vargas Llosa se dio contra la sierra circular electoral que era Alberto Fujimori apenas semanas antes de la primera ronda electoral. Un desconocido en la política que había sido rector de la Universidad Agraria, Fujimori astutamente explotó una peculiaridad legal electoral que le permitía a un candidato a senador ser simultáneamente candidato presidencial. Lo que a Fujimori le sobraba, sin embargo, era unas agallas que le permitieron llevar adelante una incansable campaña a pesar de tener apenas algunos centavos para ello. La clase media alta se burlaba sin piedad del Chino —término genérico para los asiáticos en el Perú— así como de su para nada intencionalmente extraño eslogan de Honestidad, Tecnología y Trabajo. La debilidad de este ataque estaba en que, aunque la mayoría de electores eran étnica o culturalmente mestizos o indígenas (y no de la minoritaria comunidad asiática inmigrante), ellos sentían rechazo por el ataque racista dirigido al Chino, y así desarrollaron un afecto hacia él.
 
Es más, el visceral prejuicio y racismo de las élites adineradas acudieron a apoyar al movimiento de Vargas Llosa; el candidato mismo estaba inquieto por este apoyo. Para la primera vuelta del 8 de abril, el partido gobernante de García se había alineado con el Chino, haciendo que la embrionaria campaña indigente de Fujimori dejara de serlo. Vargas Llosa derrotó a Fujimori en la primera vuelta —28 a 25 por ciento—, pero el resultado de la segunda vuelta estaba ya efectivamente asegurado, dado cómo la miríada de otros partidos invariablemente apoyarían a Fujimori. Solo las ominosas advertencias de amigos y consejeros, de que su renuncia podría encender un golpe militar, disuadió a Vargas Llosa de saltarse la segunda vuelta. El 10 de junio de 1990, como se esperaba, Fujimori ganó con una ventaja de casi 24 por ciento sobre el novelista político.
 
Y así terminó la efímera y humillante incursión del novelista peruano en la política. Tambaleante después de esta golpeada campaña, Vargas Llosa encontró refugio en los libros, la escritura, y volviendo al Viejo Mundo que ahora se había convertido en casi su mundo entero. Siendo como es Vargas Llosa, la mayoría asumió que el candente gambito electoral terminaría en una novela. Lo que emergió fueron sus mencionadas memorias, El pez en el agua, un libro que le puede enseñar a un incipiente estudiante de política mucho más visceralmente que cualquier libro básico de texto de ciencia política:
 
Ya metido en la candela política, en esas reuniones tripartitas, hice un descubrimiento deprimente. La política real, no aquella que se lee y escribe, se piensa y se imagina —la única que yo conocía—, sino la que se vive y practica día a día, tiene poco que ver con las ideas, los valores y la imaginación, con las visiones teleológicas —la sociedad ideal que quisiéramos construir— y, para decirlo con crudeza, con la generosidad, la solidaridad y el idealismo. Descubrí que la política peruana está hecha casi exclusivamente de maniobras, intrigas, conspiraciones, pactos, paranoias, traiciones, mucho cálculo, no poco cinismo y toda clase de malabares. Porque al político profesional, sea de centro, de izquierda o de derecha, lo que en verdad lo moviliza, excita y mantiene en actividad es el poder, llegar a él, quedarse en él o volver a ocuparlo cuanto antes. Hay excepciones, desde luego, pero son eso: excepciones. Muchos políticos empiezan animados por sentimientos altruistas —cambiar la sociedad, conseguir la justicia, impulsar el desarrollo, moralizar la vida pública—, pero, en esa práctica menuda pedestre que es la política diaria, esos hermosos objetivos van dejando se serlo, se vuelven meros tópicos de discursos y declaraciones—de esa persona pública que adquieren y que termina por volverlos casi indiferenciables…".
 
Vargas Llosa admite que no sería exacto decir que él quiere al Perú. En realidad, “abomino de él con frecuencia”. En su apreciación, su vocación no fue ser un nacionalista peruano como tantas figuras  políticas nacionales del siglo XX decidieron serlo, sino un “cosmopolita y un apátrida que siempre detestó el nacionalismo”. En realidad, Vargas Llosa había dejado el Perú para perseguir el sueño de ganarse la vida como escritor, y básicamente nunca vivió en el Perú de nuevo sino solo para ser candidato a presidente. Para Mario, los “tortuosos rencores y complejos” representaban la “psicología de los peruanos” que su padre Ernesto tan furiosamente manifestaba. Pero para suficientes peruanos, lo voluntariamente extranjero de Vargas Llosa más que contrabalanceaba  lo extranjero asiático de Fujimori.
 
Vladimiro Lenin Ilich Montesinos Torres nació en 1946, también en Arequipa. Nombrar a un niño de esa manera significa, o que los padre eran comunistas devotos, o que tenían un muy extraño sentido del humor. En cualquier caso, en 1965, cuando aún no cumplía los veinte años de edad, Montesinos se graduó como cadete militar en la Escuela de las Américas del ejército de EE.UU. en la zona del Canal de Panamá. Al año siguiente se graduó en la Escuela Militar, cercana a Lima. Montesinos se convirtió en un oficial de rango medio del ejército en los setenta, pero en 1977 fue sentenciado a 12 meses de prisión después de ser hallado culpable de, irónicamente, vender información de inteligencia a fuentes norteamericanas, quizá la CIA, información acerca de la venta de armas soviéticas al Perú. Después de dejar prisión, Montesinos empezó una nueva profesión en Lima —y aquí es cuando empieza a ser llamado “Doctor”—, como abogado de narcos, con capos de las mafias colombianas como sus primeros adinerados clientes.
 
Cuando el “matemático desconocido” Fujimori lanzó sus dados en la campaña presidencial de 1990, llegó a conocer a un oscuro abogado que le ayudó con un delicado tema de fraude tributario. Las historias cuentan que Montesinos también ayudó a Fujimori a arreglar su más acuciante problema de campaña: usando un dudoso certificado de nacimiento, para probar que Fujimori había nacido en el Perú, no en Japón, haciendo posible que candidateara. Aparentemente, Fujimori tenía un verdadero problema “de nacimiento”.
 
Después de asumir el puesto en 1990, Fujimori llevó a Montesinos a su círculo político íntimo, convirtiéndolo en el jefe efectivo de la inteligencia del ejército. Montesinos fue instrumental en el exitoso esfuerzo de usar un incesante trabajo de inteligencia para cazar al liderazgo de Sendero Luminoso, incluido Guzmán, a quien cogieron, no en una remota aldea indígena en los Andes, sino en un barrio de clase media de Lima. Lo que Montesinos tejía entonces era una “vasta red” de operaciones ilícitas, sobornos, tráfico de armas y narcotráfico, lo que le permitió amasar más de US$ 250 millones en bancos suizos, norteamericanos y en las Islas Caimán.
 
Eliminada la amenaza existencial que significaba Sendero Luminoso, Montesinos desató la fuerza de las agencias de espionaje del estado contra los adversarios mediáticos y políticos de Fujimori. Una de las movidas conocidas de Montesinos –y muy bien descrita en Cinco esquinas, era sobornar a todos los que “pudieran ser útiles al presidente”. Una cosa que asombró después a los peruanos era cuán poco dinero le bastaba a Montesinos para comprar políticos y medios. Hacia 2000, lo poco de la prensa libre que aún quedaba había apodado “Monte-Chino” al fenómeno Presidente/Rasputín (cuando escuché por primera vez este término pensé que se referían a una red italiana). Montesinos no solamente controlaba el aparato de inteligencia del estado para su propio enriquecimiento y la conveniencia política de su jefe, sino también los medios, el ejército y los tribunales.
 
 Reveladoramente, en la novela el Doctor instruye a una de las reporteras comprometidas de los diarios chicha —la incontrolable joven reportera apodada la Retaquita— cómo hacer su trabajo ahora que trabajaba para él: “Te diré a quién investigar, a quién defender y, sobre todo, a quién joder. Joder a esos que quieren joder al Perú”. Y eso es exactamente lo que ella hace. En un momento, un congresista poco cooperativo repentinamente resulta implicado, mediante una denuncia impresa de la Retaquita, en una violación y un escándalo homosexual.
 
En 2000, emergió información de inteligencia sobre que Montesinos estaba detrás del ilegal intento de Fujimori de quedarse un tercer periodo más, y la conspiración Monte-Chino comenzó a destejerse. Hacia septiembre de 2001, Fujimori convocó a nuevas elecciones que él no cuestionaría y se comprometió a deshacer la red de inteligencia. Montesinos había desaparecido ese octubre, cuando el régimen de Fujimori implosionaba bajo feroces ataques  locales e internacionales.
 
Los súbitos anuncios de Fujimori vinieron a consecuencia de los sensacionales “vladivideos” filtrados que mostraban al Doctor sobornando a miembros del Congreso para que abandonaran la oposición y se unieran a la coalición congresal de Fujimori. En las siguientes semanas y meses, emergieron cientos de vladivideos que mostraban a Montesinos y sus asociados sobornando a un amplio rango de peruanos. Fujimori recibió la renuncia de Montesinos pero lo aplaudió por sus servicios al Perú. El asediado presidente también anunció la disolución de la agencia de inteligencia del ejército. Días después, Montesinos desapareció para aparecer luego, ¿dónde más?, en Panamá, solicitando asilo político; el escándalo finalmente también precipitó la renuncia de Fujimori, como ciudadano y desde su ancestral hogar, Japón, por fax.
 
Aunque sería grosero dar a conocer la trama, Cinco esquinas es en parte una novela en clave, puesto que el Doctor es inequívocamente Montesinos. Con todo, la novela se refiere a Fujimori —quien es casi invisible en el libro, lo cual quizá revele la idea de Vargas Llosa de que su Rasputín es el verdadero jugador y terror de esta farsa— con su nombre verdadero. Dado que él se encontraba seguramente a salvo en Europa para cuando Monte-Chino hizo metástasis, tendremos la curiosidad de saber cuánto de estas descripciones reflejan el propio sentido de la historia verdadera que tiene Vargas Llosa, en contraste con algo más alegórico. No obstante, por todo lo que sabemos acerca de Monte-Chino a partir de varios casos judiciales, Vargas Llosa podría, en todo caso, haber rebajado la corrupción y paranoia de esto malvado par.
 
Así como con la política, Cinco esquinas sobresale al retratar las enormes brechas sociales y económicas entre las ásperas clases medias y obreras y la clase acomodada limeña, con su tropa de sirvientes, choferes, sus fines de semana de compras y promiscuos paseos sexuales a sus departamentos (que también tienen porteros y mucamas) de la avenida Brickwell en Miami. Cuando comencé a sentirme superior a estos materialistas snobs de clase alta peruanos, tenía solamente que dar una mirada por mi departamento en Arequipa y ver a la empleada doméstica lavar mis platos y mi ropa. Los beneficios de una sociedad de salarios bajos para una sociedad de salarios altos es lo que hace la vida tan fácil para esos limeños privilegiados de enclaves elegantes como Miraflores y San Isidro o, para este servidor, en el barrio arequipeño de Yanahuara, de clase alta, amurallado con sillar. Cinco esquinas está también repleta de gráficas escenas sexuales, muchas homoeróticas, que sin duda serán recibidas más entusiastamente por lectores de Brooklyn, Londres y Madrid que aquí, en la profundamente católico romana Arequipa. Pero quizá esta sea meramente otra manera en la que Vargas Llosa intenta mover su país un poco más hacia la modernidad y el cosmopolitismo que yace en el corazón de su propio ser: y por el cual el pueblo peruano lo rechazó en las urnas electorales.
 
Michael Greenberg escribió antes, este mismo año, que la ficción de Vargas Llosa trata del “fanatismo, la desesperación social, el poder y el sexo”. Y de todos estos, podría terminar siendo su incesante y eterna descripción de la política lo que asegure que la literatura de Vargas Llosa seguirá siendo relevante por décadas o quizá siglos. Con toda probabilidad, su mejor novela política, La fiesta del Chivo, hace la crónica de la larga dictadura de tres décadas del autócrata de la República Dominicana, Rafael Trujillo, y al hacerlo, le da al lector la escalofriante sensación del poder físico y psicológico del “terror estatal cuando se encarna en un solo hombre”. Publicada en 2000, uno puede ver cómo el inimitable retrato de las patologías y maquinaciones de Trujillo en La fiesta del Chivo, podía ser una tenuemente velada alegoría de la anterior ascensión de la dictadura de Monte-Chino.
 
Cuando el Comité del Nobel le otorgó el premio 2010 a Vargas Llosa, citaba su “cartografía de las estructuras del poder y sus incisivas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”. Cinco esquinas no es sino la siguiente iteración de la habilidad sin paralelo de Vargas Llosa para examinar estas dolencias eternas de la condición humana mediante la literatura. Vale la pena recordar que, como Vargas Llosa explicó anteriormente, la buena literatura siempre termina mostrándole a quienes la leen “las limitaciones del poder, de todo poder, para satisfacer profundamente las aspiraciones y los anhelos de los seres humanos”. Dados estos antecedentes de no inclinarse ante la autoridad, probablemente sería prudente para nosotros no ignorar los reproches de Vargas Llosa al poder de la actual industria del entretenimiento. Pero quizá deberíamos también preguntarnos cómo hace Vargas Llosa para reconciliar su admirable temor a la bastardización del arte de Hollywood con su libertarianismo radical.
 
Vargas Llosa abre su fantástica aunque profundamente deprimente novela de 1963, Conversación en La Catedral, ambientada en el miserable oncenio de Leguía, con la memorable línea, “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Él nunca realmente respondió a la pregunta. Ahora que ha eviscerado al Doctor en Cinco esquinas, quizá él dataría la jodedera en la década de 1990. Pero cuando un novelista de ochenta años de edad es capaz de escribir una candente novela acerca del régimen dictatorial que llegó al poder después de que inesperada pero decisivamente derrotara al mismo novelista en elecciones presidenciales, sospechamos que no tendremos una respuesta definitiva a la pregunta, al menos no por ahora. Lo que más bien tenemos, con la llegada de Cinco esquinas es, en efecto, un ejemplo del arte imitando a la vida que imita al arte.
 
Dadas las varias novelas de Vargas Llosa que confrontan la ambición política y la decadencia moral, no es una sorpresa que él haya buscado este ángulo excepcionalmente personal para acercarse al poder político. La pregunta de verdad es qué vendrá ahora, en la 20ª novela; por cierto, no le faltará materia prima sobre el tema. Quizá sea sobre la Venezuela de Hugo Chávez o la Rusia de Putin. Si es, Dios no lo quiera, sobre Estados Unidos, no deberíamos sorprendernos para nada dado lo que sabemos acerca de las locuras de grandeza del candidato ganador y sobre su servil séquito de intelectuales baratos y propagandistas de prensa chicha que harían sonrojar a Monte-Chino.
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