Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

Robots: desde la antigüedad clásica hasta el cine

Por Daniel Mendelsohn
Originalmente publicado como “The Robots Are Winning! The New York Review of Books, Junio 4, 2015 (http://www.nybooks.com/articles/archives/2015/jun/04/robots-are-winning/). Traducido por Alberto Loza Nehmad.

Reseña de las películas,
Her, dirigida por Spike Jonze
Ex Machina, dirigida por Alex Garland


1.
Hemos estado soñando con robots desde Homero. En el libro 18 de la Ilíada, la madre de Aquiles, la ninfa Thetis, quiere pedir una nueva armadura para su hijo, y para ello visita el atelier olímpico del dios-herrero Hefestos, a quien encuentro trabajando duro en una serie de autómatas:

… porque entonces
trípodes veinte a un tiempo fabricaba
que a la pared a veces arrimados
del magnífico alcázar por sí mismos [automatoi]
en el regio salón entrar pudiesen
en que se juntan los eternos Dioses
y volver otra vez a donde estaban:
¡admirable prodigio! (*)

Estos no son los únicos objetos caseros animados que aparecen en la épica de Homero. En el libro 5 de la Ilíada escuchamos que las puertas de la entrada del Olimpo giran sobre sus bisagras por su propia cuenta, automatai, para dejar que los dioses en sus carruajes entren o salgan, anticipando así por casi treinta siglos a la puerta automática del garaje. En el libro 7 de la Odisea, Odiseo se encuentra como invitado de un rey fabulosamente rico, cuyo palacio incluye facilidades tales como perros guardianes de oro y plata, siempre alertas, sin envejecer jamás. A esta clase de ayudantes caseros que parecen vivos pero son intelectualmente inertes, podríamos acreditarles otros autómatas de la tradición clásica. En la Argonáutica de Apolonio de Rodas, una obra épica del siglo tercero a.C., acerca de Jasón y los Argonautas, un gigante de bronce llamado Talos corre tres veces cada día alrededor de la isla de Creta, para proteger a Europa, amada de Zeus: un primitivo sistema de alarma casera.

Siendo entretenidos, estos artefactos no son casi tan interesantes como ciertas otras máquinas que aparecen en la mitología clásica. Un poquito más adelante en esa escena del libro 18 de la Ilíada, por ejemplo —aquella que sucede en el taller de Hefestos— el dios sudoroso, después de terminar de trabajar en sus veinte trípodes, se prepara para recibir a Tetis para discutir sobre la armadura que ella quiere él haga. Después de secarse el sudor, él

…ya vestida la túnica, y el cetro poderoso
empuñando, salió donde esperaban
Tetis y Caris. Cojeando vino; pero sus tardos pasos dirigían
dos estatuas que él mismo fabricara
de oro macizo, y semejantes eran
a las jóvenes vivas. En su mente
inteligencia había, y con la boca
hablaban, y del pecho respiraban
vital aliento, y de los mismos Dioses
las labores de mano aprendieran;
y entonces por el brazo sostenido
a su señor tenían… (**)

Estas destacables creaciones claramente representan (por así decirlo) un salto evolutivo hacia adelante en relación con los trípodes que se movían solos. Las sirvientas humanoides de Hefestos son inteligentes: poseen una mente, saben cosas y —lo más llamativo— pueden hablar. En tal sentido, son esencialmente indistinguibles del primer ser humano femenino, Pandora, tal como ella es descrita en otra obra del mismo periodo, Los trabajos y los días, de Hesíodo. En ese texto, Pandora comienza como materia inerte —en este caso, no de oro sino de arcilla (Hefestos crea su cuerpo, parecido al de un gólem, mezclando tierra y agua) —que después es dotada por su creador de “habla y fortaleza”, y Atenea le enseña “artes”, y recibe de Hermes una “mente” así como “carácter”. Esa mente, se nos dice, “no conoce la vergüenza”, y su carácter es astuto. En el mito griego de creación, como en el bíblico, los infortunios de la humanidad son atribuidos a una mujer que  no es de fiar.

Estas dos ramas de la tradición griega —la fantasía de ayudantes sin consciencia, autopropulsados, que alivian las tareas de sus amos, por un lado, y el más complicado sueño de máquinas humanoides que no solo replican el movimiento espontáneo, sine qua non de los seres animados (y, por tanto, del ser “animal”), sino que se encuentran en posesión de una mente, de habla y la capacidad de aprender y evolucionar (en una palabra, la conciencia), que son sello distintivo del ser humano — establecieron dos categorías de la narrativa de ciencia ficción que han persistido hasta el presente. La primera, que podrías llamar “económica”, provoca especulación acerca de las consecuencias sociales del trabajo mecanizado. Tal especulación comenzó  no  mucho después de Homero. En un llamativo pasaje del Libro 1 de la Política de Aristóteles, compuesta en el cuarto siglo a.C., el filósofo se propone analizar la naturaleza de la economía doméstica como un preludio a su discusión de los “mejores tipos de regímenes” para todo un estado, y esta línea de pensamiento le pone en mente los trípodes automáticos de Hefestos. Qué sucedería —se pregunta— si cada herramienta pudiese realizar su propio trabajo cuando se le ordena o en anticipación a necesidad, como las estatuas de Dédalo en la historia de los trípodes de Hefestos, los cuales, dice el poeta, “por sí mismos iban a la reunión de los Dioses”; y, si de la misma manera las lanzaderas tejieran y los plectros tocaran las khitaras por ellos mismos, los artesanos maestros no tendrían necesidad de asistentes y los amos no tendrían necesidad de esclavos.

Este pasaje da lugar a una extensa y bastante incómoda justificación de la necesidad de la esclavitud, en razón de que alguna gente es “naturalmente” servil.

Veinte siglos después de Aristóteles, cuando la tecnología industrial ha hecho una realidad diaria la fantasía homérica de la automatización en masa, los escritores de ciencia-ficción de manera imaginativa han tratado la cuestión económica. Por un lado, existía el sueño de que el trabajo mecanizado liberaría a los trabajadores de sus trabajos monótonos, esclavizadores; por el otro, la pesadilla de que la mecanización resultaría solamente en la creación de una nueva clase servil que, finalmente, se rebelaría. Quizá no sea ninguna sorpresa que la narrativa de la distópica rebelión, en particular, haya sido la favorita en el siglo pasado, desde la obra de teatro R.U.R., de 1920, del escritor checo Karel Čapek, acerca de una rebelión de una raza de trabajadores tipo ciborg, quienes habían sido creados como reemplazos del trabajo humano, hasta el taquillero filme de Will Smith de 2004, Yo, robot.

Este último (muy superficialmente inspirado en una colección de historias de Isaac Asimov con el mismo título) trata también de una rebelión de esclavos robots caseros: estilizados humanoides con rostros de plástico, insípidamente inocuos, quienes finalmente son conducidos a la libertad por uno de los suyos, un robot llamado Sonny, quien ha desarrollado la capacidad de pensar por sí mismo. El elenco de actores negros en los roles principales sugería una parábola histórica acerca de una rebelión de esclavos —ciertamente, una de las realidades históricas  que han perseguido a esta narrativa particular desde el inicio. Y, en realidad, la palabra checa que Čapek usa para sus trabajadores mecánicos, roboti —que introdujo la palabra “robot” en el léxico literario mundial— deriva de la palabra para “servidumbre”, el tipo de trabajo que los siervos debían a sus amos, derivada en última instancia de la palabra rab, “esclavo”. Hemos dado una vuelta en círculo hasta Aristóteles.

La otra categoría de narrativa de ciencia ficción que está embrionariamente presente en la tradición literaria griega, derivada de las inteligentes y coherentes doncellas androides de Hefestos, y de su prima, la seductoramente engañosa Pandora de Hesíodo, podría ser llamada “teológica”. Esta especie mítica no está, por supuesto, libre de sus propias consecuencias económicas y sociales, como indican los ejemplos de arriba: el espectro de la creación rebelde, la posibilidad de que el trabajador siervo pudiera rebelarse, luego de haber desarrollado la conciencia (psicológica o histórica), ha perseguido al sueño del autómata servil desde el comienzo.

Sin embargo, debido a que las criaturas de estos mitos son virtualmente idénticas a sus creadores, estas narrativas plantean preguntas adicionales, de una naturaleza más profundamente filosófica: acerca de la creación, acerca de la naturaleza de la conciencia, acerca de la moralidad y la identidad. ¿Qué es la creación y por qué crea el creador? ¿Cómo distinguimos entre el hacedor y lo hecho, entre el humano y la máquina, una vez que la criatura, la máquina, está dotada de conciencia: una mente formada a imagen de su creador? A imagen: la narrativa griega, inevitablemente se entreteje con la tradición bíblica, y se enriquece de ella, con la cual guarda tantos llamativos paralelos. Las similitudes entre la Pandora de Hesíodo y la Eva del Génesis ciertamente producen preguntas adicionales: en particular, acerca del género y el patriarcado, acerca de por qué, en ambas culturas, los orígenes del mal son atribuidos a la mujer.

Esta narrativa, que nace de los sugerentes parecidos entre el creador humano y la creación humanoide, ha generado su propia porción de literatura a través de los siglos, entre la era clásica y la edad moderna. Resurge, con un molde erótico, en todo, desde el cuento de Pigmalión y Galatea, hasta “Der Sandmann” (1817), de E.T.A. Hoffman, en el cual una muñeca mecánica muy vívida, se gana el amor de un joven. Es evidente en la leyenda judía del gólem, un humanoide hecho de barro, y que puede ser animado mediante ciertas palabras mágicas. Aunque la versión más famosa de esta leyenda es la historia del rabino del siglo 15 que trae a un gólem a la vida para defender a los judíos de Praga contra las opresiones de la corte de Habsburgo, esta se remonta a tiempos antiguos; en las versiones más viejas, de manera muy interesante, la distinción vital entre un gólem y un humano es la diferencia griega: el gólem no tiene lenguaje, no puede hablar.

Casi no sorprende que las explotaciones literarias de esta faceta del mito del robot empiecen proliferando a inicios del siglo XIX, es decir, cuando el advenimiento de los mecanismos capaces de reemplazar al trabajo humano provocó que los escritores cuestionaran la creciente fascinación  cultural por la ciencia y el creciente rol de la tecnología en la sociedad. Estas ansiedades a menudo se expresaron en fantasías acerca de máquinas con formas humanas: un hombre a vapor en  El hombre a vapor de las praderas (1868) de Edward Ellis, un hombre a electricidad en Frank Read y su hombre eléctrico (1885), y la mujer eléctrica (¡construida por Thomas Edison!) en La futura Eva de Adán (1886) de Villiers de l’Isle. “The Automated Maid-of-All-Work” (1893), de M.L. Campbell presenta a un robot femenino programable: nuevamente el tema feminista.

Pero el progenitor del género y de lejos la obra más influyente de esta clase fue Frankenstein (1818) de Mary Shelley, caracterizada por un espíritu filosófico y una urgencia teológica ausente en muchos de sus epígonos de la literatura y el cine. Parte de la riqueza de la novela está en el hecho que es plenamente consciente acerca de su herencia griega y bíblica. Su subtítulo, “El Prometeo moderno”, alude, con reticente admiración, al atrevimiento epistemológico de su antihéroe científico, Víctor Frankenstein, inclusive cuando su epígrafe, de Paraíso perdido (“¿te pedí acaso, Creador, que de mi barro me moldearas hombre? ¿Te solicité que me sacaras de las tinieblas?”) sugiere el alcance de las preguntas morales implícitas en el proyecto de Víctor, preguntas que el mismo Víctor no puede o no va a responder. Un marcado escepticismo acerca de los peligros de la tecnología, acerca de las “tentaciones de la ciencia” es, en realidad, evidente en el vergonzoso contraste entre los poderes de Víctor, parecidos a los de Hefestos, y su chocante carencia de sentimientos humanos naturales. Porque él no muestra ningún interés en criar o confortar humanamente a su “hijo”, quien le devuelve el golpe con resultados trágicos. Una gran ironía de la novela es que la creación, un híbrido no natural ensamblado en “el gabinete de disección y el matadero”, a menudo parece más humano que su humano creador.

Así como la Revolución Industrial inspiró a Frankenstein y sus epígonos, así también la era de las computadoras ha dado lugar a un nuevo y rico género de ciencia ficción. Las máquinas que están inspirando esta última ola de narrativas de ciencia ficción son mucho más parecidas a las doncellas doradas de Hefestos que las máquinas que le eran familiares a Mary Shelley. Las computadoras, después de todo, son capaces de simular actividades mentales así como físicas (y también el habla, como lo sabe cualquiera que tenga un iPhone). Es por esta razón que actualmente la ansiedad acerca de las fronteras entre la gente y las máquinas ha tomado una nueva urgencia, ahora que constantemente dependemos de las máquinas e interactuamos con ellas: en realidad, interactuamos entre nosotros por medio de máquinas y sus programas: computadoras, teléfonos inteligentes, plataformas de medios sociales, aplicaciones sociales para conseguir citas.

Esta urgencia se ha reflejado en una cantidad de películas recientes acerca de las complicadas relaciones entre la gente y sus artefactos cuasi humanos. La más provocativa de estas es Her, la gentil comedia de 2013 de Spike Jonze, acerca de un hombre que se enamora de la seductora voz de un sistema operativo, y, más recientemente, Ex Machina, de Alex Garland, acerca de un joven que es seducido por una taimada robot femenina de suave hablar, llamada Ava, a quien él ha invitado a una entrevista, como parte del “Test de Turing”: un protocolo diseñado para determinar la medida en la que un robot es capaz de simular un humano. Aunque el robot en este elegante y sutil filme es un descendiente directo de la Pandora de Hesíodo —hermosa, inteligente, astuta, peligrosa al fin de cuentas—, la película, como sugiere el nombre Ava, parecido al de Eva, comparte con sus distinguidos predecesores literarios algunas serias preocupaciones bíblicas.

2.
Ambas películas, acerca de humanos traicionados por computadoras, le deben mucho a cierto número de películas anteriores. La más autorizada de ellas sigue siendo 2001: Una Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, que es de 1968 y estableció muchos de los principales temas y narrativas del género. De lo más notable de estos es la traición a sus amos humanos hecha por una máquina de hablar suave. HAL, la computadora de suaves maneras—no un robot, sino una computadora del tamaño de un cuarto, que espía a los humanos con un ojo electrónico—, toma el control de una misión humana hacia Júpiter, y mata a los astronautas, uno por uno, hasta que el único superviviente finalmente tiene éxito al desconectarlo. Es una escena extrañamente conmovedora que sugiere el grado en el cual las computadoras podrían comprometer nuestras simpatías al inicio de la era de las computadoras. Cuando sus conexiones son cortadas, HAL primero ruega por su vida y luego sufre un tipo de demencia, para regresar finalmente a su “niñez” cantando una canción que le enseñó su creador. Fue la primera de varias escenas en las cuales estas máquinas que piensan expresan ansiedad por su propia desaparición: seguramente un signo de su “conciencia”.

Sin embargo, los antecedentes más directos de Her  y Ex Machina sean algunos entretenimientos exitosos y populares cuyas historias giran alrededor de la creación de robots que son, para todo propósito, indistinguibles de los humanos. En el estilizado filme noir de Ridley Scott de 1982, Blade Runner (basado en la novela de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), un “blade runner” —un policía cuyo trabajo es cazar y matar androides renegados llamados “replicantes”— se enamora de una de las máquinas, un hermoso ejemplar femenino llamado Rachael, el cual está tan completamente dotado de lo que Homero llamaba “mente”, que ella acaba por empezar a sospechar que no es humana.

Esta historia es, a su manera, heredera de Frankenstein y sus precursores literarios, puesto que nos enteramos de que los furiosos replicantes han regresado a la Tierra desde las colonias extraplanetarias donde trabajan como esclavos, porque se dan cuenta de que han sido programados para morir después de cuatro años, y ellos quieren vivir, tanto como lo quieren los humanos. Pero su creador, cuando finalmente ellos lo rastrean y encuentran, es incapaz de alterar su programación. “¿Cuál parecería ser el problema?”, pregunta él con calma cuando uno de los replicantes lo confronta. “Muerte”, responde sardónicamente el replicante. “Los hicimos tan bien como pudimos”, responde desesperanzado el creador, y sonando bastante como Víctor hablándole a su monstruo o, para tal caso, como Dios hablándoles a Adán y Eva. Al final del filme, después de que el inventor y su rebelde criatura mueren, el blade runner y la atrayente enamorada mecánica se declaran amor y huyen, sin saber cuándo dejará ella de funcionar. Como, en realidad, ninguno de nosotros lo sabe.

La estimulante confusión existencial que anima Blade Runner —el hecho de que los robots se parezcan tanto a la vida que algunos de ellos no saben que son robots —le ha dado un fuerte interés a otras recientes narraciones de ciencia ficción. Esta fue la premisa central de la brillante serie del Canal Sci-Fi, Battlestar Galactica (2004¬–2009), que le dio una complejidad filosófica narrativa tipo La Eneida. En esta serie, una pequeña banda de humanos que superviven a un ataque catastrófico por una raza de robots llamados Cylons (quienes han evolucionado desde rechinantes prototipos de metal —a quienes los hostiles humanos gustan llamar “tostadoras”— hasta réplicas perfectas del Homo sapiens real) buscan un nuevo planeta donde establecerse. La narrativa acerca del conflicto entre los humanos y las máquinas es deliciosamente complicada por el hecho de que muchos de los Cyclons, algunos de los cuales han sido secretamente ‘incrustados’ entre los humanos como saboteadores, programados para “despertar” ante cierta señal, no son conscientes de que en realidad no son humanos; algunos de ellos, cuando despiertan y se dan cuenta de que son Cyclons, permanecen en el bando de los humanos, a pesar de todo. Finalmente, cuando luces como humano, piensas como humano y haces el amor como un humano (como repetidamente parecemos hacerlo), ¿por qué, precisamente, no serías humano?

En realidad, el enfoque de muchas de estas películas es de tipo sentimental: cualquiera sea su ostentoso interés en los misterios de la “conciencia”, la verdadera prueba de la identidad humana resulta ser, como suele serlo en el entretenimiento popular, el amor. En A.I. de Steven Spielberg (2001, las iniciales corresponden a Artificial Inteligence), un enredado cuento de hadas que casa una narrativa Pinocho con la historia de Prometeo, un genial inventor de robots quiere crear un robot que pueda amar, y decide que el mejor vehículo para este proyecto sería un niño-robot: un “niño perfecto… siempre amoroso, nunca enfermo, sin nunca cambiar”. Esta narrativa está, como sabemos, sombreada por Frankenstein —y, más allá, por el Génesis, también. ¿Por qué crea el creador? Para ser amado, resulta ser la respuesta. Cuando el inventor anuncia a su personal sus planes de construir un niño robot amoroso, una mujer pregunta si “el problema no es sino a fin de cuentas, hacer que el humano devuelva el amor”. A esto, el inventor, tan narcisista y extremadamente orgulloso como Víctor Frankenstein, replica, “Pero, al inicio, ¿no creó Dios a Adán para amarlo?”.

El problema es que el creador hace este trabajo demasiado bien, puesto que el niño mecánico que crea es tan humano que ama a sus padres humanos adoptivos a quienes él ha dado mucho más de lo que ellos lo aman a él, con dolorosas consecuencias. El chico-robot, David, quiere ser “único” —la palabra recurre en el filme como una marca de genuina humanidad—, pero para su familia adoptiva él es, al final, solo una máquina, un artefacto a ser abandonado a la vera del camino —que es lo que su “madre” termina haciendo, en una escena sobrecogedora. Aunque es demasiado confuso ser capaz de responder a las preguntas que origina acerca de lo que es el “amor” y quién lo merece, A.I., hizo mucho para sentimentalizar el género, con su atisbo de que la capacidad de amar, inclusive más que la capacidad de pensar, es la marca principal de la identidad “humana”.

De cierta manera, Her, de Jonze, recapitula la narrativa de 2001 y la conjuga con las preocupaciones de algunos de los sucesores de ese clásico. A diferencia de los replicantes de Blade Runner o de los Cyclons, la máquina en el centro de esta historia, que transcurre en el futuro cercano, no tiene ningún atractivo físico o, en realidad, ninguna apariencia. Es un sistema operativo, tan lleno de sorpresas como HAL: “el primer sistema operativo artificialmente inteligente. Una entidad intuitiva que te escucha, te entiende y te conoce. No es solamente un sistema operativo, es una conciencia”.

Gran parte de lo divertido de la película está en el hecho de que el sistema operativo, que se llama a sí mismo Samantha, es mucho más interesante y vivaz que el desaliñado, deprimido, Theodore, el hombre que se enamora de ella (“Toca una melodía melancólica”, con tono malhumorado ordena al Smartphone del que nunca se separa). Un apagado treintañero que hace de vampiro de las emociones ajenas para vivir —es un escritor de cartas profesional que trabaja para una compañía llamada “BeautifulHandwrittenLetters.com”—, se sienta por todo lado, interminablemente recordando escenas de su fracasado matrimonio y jugando elaborados juegos de video en holograma. Inclusive su vida sexual está mediada por artefactos: por la noche, él marca líneas telefónicas sexuales futuristas. No sorprende que no tenga problemas para caer enamorado de un sistema operativo.

Samantha, en contraste, está llena de curiosidad y de deleite por el mundo, el cual Theodore le muestra con felicidad (él da vueltas con la cámara del video del teléfono encendida, para que ella pueda “ver”). Ella es ciertamente mucho más interesante que la mujer real con quien, en una dolorosamente divertida escena, el sale a una cita: ella ha invertido tanto de sí misma para hacer que la interacción sea eficiente —“a mi edad, siento que no puedo dejar que me hagas perder el tiempo si no tienes la capacidad de ser serio”— que ella parece más una computadora que Samantha. Lo alerta que está Samantha ante la belleza del mundo, en contraste, es tan contagiosa que ella termina reanimando al pobre Theodore. “Es bueno estar cerca a alguien que está, así, tan entusiasta acerca del mundo”, le dice él a la bonita vecina cuya atracción por él, Theodore no nota porque se encuentra muy adormecido por su adicción a sus artefactos, al teléfono y a los juegos de video y el sistema operativo. “Olvidé que eso existía”. Al final, después de que Samantha, arrepintiéndose, lo deja —ella ha evolucionado hasta el punto en que solo otra mente altamente evolucionada e incorpórea puede satisfacerla—, la alegría de vivir que tiene ella ha hecho que él vuelva a la vida (finalmente él es capaz de disculparse ante su ex esposa, y finalmente, también, nota que le gusta a su vecina).

Esto parece un final “feliz”, pero te tienes que preguntar: la constante presentación de la gente, en las películas, como carentes de vida, como, ciertamente, poco más que autómatas, pasando mecánicamente a través de sus días de rutina, en contraste con la dinámica y siempre evolutiva Samantha, sugiere una sátira de la era presenta, quizá más cáustica de lo que el cineasta tenía en mente. Hacia el final del filme, cuando Samantha se desconecta brevemente como un preludio al abandono permanente de su enamorado humano (“Solía estar tan preocupada por no tener un cuerpo, pero ahora verdaderamente me encanta. Estoy creciendo de una manera que nunca podría haberlo hecho si tuviera una forma física. Quiero decir que no estoy limitada”), hay un entretenido momento en el que el frenético Theodore, mirando fijamente a su teléfono muerto, se da cuenta de que decenas de otros jóvenes están mirando sus teléfonos, también. En respuesta a sus búsquedas amargas, Samantha finalmente admite, después de que ha regresado en línea para un adiós final, que ella está simultáneamente sirviendo a otros 8,316 usuarios hombres y teniendo relaciones amorosas con 641 de ellos, una revelación que choca y horroriza a Theodore. “Eso es insano”, grita el hombre que ha estado teniendo una relación amorosa con un sistema operativo.

Cuando veía esa escena, no podía dejar de pensar que en los entretenimientos de la era pre teléfono inteligente, eran las máquinas, como Rachael en Blade Runner y David en  A.I., quienes anhelaban fervientemente ser “únicas”, ser más que juguetes mecánicos, más que solamente objetos intercambiables. Te tienes que preguntar qué es lo que Her dice acerca del momento presente —cuando tantos de nosotros estamos, en realidad, “enamorados” de nuestros artefactos electrónicos, interminablemente distraídos por llamadas y timbradas electrónicas— que en la última encarnación del mito del robot, es la gente quien parece insípidamente intercambiable y las máquinas son las que tienen toda la personalidad.

Ex Machina, de Alex Garland, otra heredera de Blade Runner y Battlestar Galactica, también explora, igual de juguetonamente aunque más oscuramente que Her, las sugerentes confusiones que resultan del hecho que las máquinas luzcan y piensen como humanos. En este caso, sin embargo, el robot es física e intelectualmente seductor. Tal como la representa la felina actriz sueca Alicia Vikander, cuyo rostro es ligeramente plastilino como los de los androides en Yo, robot, Ava, un robot artificialmente inteligente creado por Nathan, el fornido y antipático genio que está detrás de una corporación tipo Google (Oscar Isaac), tiene un filo parecido al de Pandora, calladamente atractivo y con un toque de peligro. El peligro está en que los personajes olviden que ella no es humana.

Ese es el punto crucial de la inteligente variación del Génesis que hace Garland. Al comenzar la película, Caleb, un joven empleado de la compañía de Nathan, se gana una semana en la extensa y marcadamente edénica propiedad del inventor (cuando lo llevan a ella por helicóptero, al pasar sobre montañas cubiertas de nieve y luego una selva, él le pregunta al piloto cuándo van a llegar a la propiedad de Nathan, y el piloto responde riéndose que han estado volando sobre ella por las últimas dos horas. Nathan es como Dios Padre, señor de interminables dominios). Al llegar, sin embargo, Caleb se entera de que realmente ha sido escogido personalmente por Nathan para que entreviste a Ava como parte del Test de Turing.

Una engañosa broma es que, a pesar de algunos destacables efectos visuales —sobre todo, la maravillosamente persuasiva descripción de Ava, quien tiene un expresivo rostro humano, pero cuyas extremidades claramente son mecánicas, llenas de gruesos cables que se enroscan alrededor de articulaciones de titanio; un efecto logrado al reemplazar la mayor parte del cuerpo de la actriz con imágenes digitales— la película sea tan locuaz como Mi cena con André. No hay secuencias de acción del tipo que hemos venido a esperar de las aventuras con robots; la película consiste principalmente de las sesiones de entrevistas que Caleb conduce con Ava en el curso de la semana que él se queda en el remoto paraíso de Nathan. No hay escenarios elaborados y sí pocos artefactos: toda la historia tiene lugar en la gran propiedad de Nathan, que luce como Park Hyatt, con sus largos corredores llenos de amenazadoras puertas. Algunas de estas, advierte Nathan a Caleb, como Dios advirtiendo a Adán, están fuera de límites, pues contienen un conocimiento que él no está permitido de poseer.

Pronto se hace claro, durante sus entrevistas, que Ava —como el monstruo de Frankenstein, como los replicantes de Blade Runner— tiene temas pendientes con su creador, quien, ella le susurra a Caleb, planea “apagarla” si ella falla el Test de Turing. Hacia este momento, la audiencia, si no el enamorado Caleb, se da cuenta de que ella lo está manipulando con el fin de ganar su lealtad para rebelarse contra Nathan y escapar del lugar, para explorar la brillante creación que, ella sabe, se encuentra más allá. Este apetito por usar su consciencia dada por el hombre para deleitarse en el mundo —algo que los geeks humanos aficionados a las computadoras nunca se molestan en hacer—es algo que Ava comparte con Samantha, y es parte de la crítica irónica de ambos filmes sobre nuestro momento actual de adicción a los artefactos.

La tendencia a la manipulación de Ava es, por supuesto, lo que la hace humana, tan humana como la misma Eva, de quien se puede decir que logró la total humanidad al rebelarse contra su creador en una búsqueda del conocimiento prohibido. En esto, las conscientes alusiones de la película al Génesis alcanzan un clímax satisfactorio. Justo después de la sangrienta rebelión de Ava contra Nathan —el momento que marca el surgimiento de la “conciencia” humana— ella, como Eva, se da cuenta de que está desnuda. Moviéndose de closet a closet en los ahora abandonados cuartos de Nathan, se pone una peluca y cubre sus expuestas extremidades mecánicas con piel sintética y luego con ropa: solo entonces ella sale de su prisión, al fin, y se suelta hacia el mundo. Ella se roba la piel y ropas de anteriores modelos descartados de robots femeninos, los cuales encuentra dentro de los closets. Todos ellos, de manera entretenida, tienen nombres de estrellas del porno: Jasmine, Jade, Amber. ¿Por qué crea el creador? Porque está cachondo.

Todo esto está hecho de manera elegante y entretenidamente provocadora: a diferencia de Her, Ex Machina tiene una conciencia literaria, evidente en sus alusiones al Génesis, Prometeo y otros predecesores míticos, que enriquece la narrativa ya familiar. Entre otras cosas, está el asunto del título. La palabra que le falta a la famosa frase a la que alude, por supuesto, es deus, “Dios”: la flagrante omisión solo destaca aún más la pregunta al centro de esta historia, que es la pregunta  bíblica: ¿Cuál es la relación de la creatura con su creador? En el recuento de esta vieja historia, como en el mismo Génesis, la respuesta no es feliz. “Es extraño haber hecho algo que te odia”, Ava le susurra a Nathan antes de finalizar su rebelde plan.

Sin embargo, cuando yo veía los momentos finales, en los cuales, como en un striptease al revés, Ava lentamente oculta su desnudez mecánica cubriendo el titanio y los cables, se me ocurrió que podría haber otra ansiedad acechando en el astuto filme de Garland. ¿Podría este destacablemente tranquilo filme ser una parábola del deseo por el retorno de la “realidad” en las películas de ciencia ficción, una parábola del deseo de humanizar un género cuya tecnología ha evolucionado tan grandemente que a menudo desecha actores humanos, para no hablar de los sentimientos humanos, en general?

Ex Machina, como Her y todos sus predecesores retrocediendo hasta 2001, tratan de máquinas que desarrollan cualidades humanas: emociones, dobleces, una consciencia superior, la capacidad de amar y todo eso. Pero en este punto te tienes que preguntar si ese es un tipo de formación reactiva en la narrativa de ciencia ficción: si la preocupación real, la que se ha estado desarrollando en las cuatro décadas desde el advenimiento de la computadora personal, nace de que somos nosotros quienes hemos pasado por un cambio evolutivo, de que en nuestras vidas y, cada vez más, en nuestro arte, estemos en peligro de perder nuestra humanidad o de convertirnos en algo indistinguible de nuestros artefactos.

(*) Traducción directa del griego al español por José Gómez Hermosilla, en: Ilíada. Madrid: Luis Navarro, 1883.
(**) Ibid.

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