Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

La hoguera de las humanidades
Los historiadores están perdiendo su audiencia, y buscar una nueva tendencia no la recuperará

Por Samuel Moyn.

Publicado originalmente como “Bonfire of the Humanities”. The Nation, febrero 9, 2015 (http://www.thenation.com/article/195553/bonfire-humanities). Traducido por Alberto Loza Nehmad.
Reseña de los libros:

Lynn Hunt , Writing History in the Global Era
Jo Guldi and David Armitage. The History Manifesto
historymanifesto.cambridge.org
Hayden White. The Practical Past
Editado por Ed Dimendberg.


La historia tiene una historia, y los historiadores rara vez se cansan de discutir acerca de ella. No obstante, durante los últimos siglos, los historiadores han mantenido una difícil tregua bajo el supuesto de que la búsqueda de “hechos” siempre debería tener precedencia sobre la más conflictiva dificultad de interpretarlos.  Según Arnaldo Momigliano, el gran investigador de la historia de la antigüedad en el siglo 20, fueron los anticuarios del Renacimiento quienes, aunque no escribían historia, inadvertidamente hicieron posible la moderna profesión histórica al repudiar las grandes teorías con el fin de dejar establecido el valioso hecho. Los anticuarios coleccionaban restos del pasado clásico y, comprensiblemente, necesitaban dar fe de la confiabilidad de sus artefactos en una época cuando el origen de muchas reliquias era equivocadamente atribuido, o cuando estas eran simplemente falsas. Momigliano citó al catedrático de Oxford del siglo 19, Mark Pattison, quien llegó hasta a afirmar —de manera aprobatoria— que para los anticuarios, “pensar no era su profesión”. Este puede seguir siendo el susurrado credo requerido para ser admitido en el gremio.

Más cautelosos que los antropólogos, críticos literarios o científicos políticos, de marcos mentales especulativos, los historiadores generalmente han estado de lo más complacidos por su habilidad de simplemente decir la verdad: como si esta fuese un secreto a ser develado mediante el hallazgo de datos, más que un acertijo por ser resuelto mediante la interpretación. En una ocasión, Anthony Grafton le rindió homenaje a Momigliano con el título de “el hombre que salvó a la historia”, y parece justo decir que este último expresaba el consenso de una profesión que hace de los hechos algo sagrado, y de las teorías, algo secundario.

Inclusive cuando los historiadores empezaron a pensar un poco, lo hicieron con cautela. Si los anticuarios meramente pavimentaron el camino para la historia moderna, para seguir procediendo se requería hacer algo más que mostrar la difícilmente obtenida verdad. Momigliano informó que a nuestros antepasados intelectuales del período moderno temprano, les tomó un tiempo sospechar que ellos podrían alguna vez mejorar a los historiadores clásicos de Grecia y Roma, gracias a los nuevos hechos que los anticuarios habían obtenido con tantas dificultades. Los verdaderos anticuarios simplemente ocultaban sus bienes y, como Momigliano vívidamente escribió, temblaban de “horror ante la invasión de los santos precintos de la historia por una pandilla fanática de filósofos que viajaban muy a la ligera”. Sin embargo, sus herederos, como Edward Gibbon, autor del estupendo libro Declinación y caída del Imperio Romano, se dieron cuenta de que los narradores de historias tendrían que hacer subir a bordo a la especulación o “filosofía”, para acorralar a los hechos dentro de un esquema intelectual que les diera sentido. Los hechos solos eran ciegos, así como la teoría, por sí sola, estaba vacía. No obstante, Momigliano, compartiendo la aprobación de Pattison acerca de los orígenes anticuarios de la historia, reconoció casi con remordimiento  la necesidad de pensar, como si los resultados fueran a resultar un destartalado edificio construido sobre el lecho de piedra de los hechos que constituía el verdadero trabajo que tenían que dejar en claro. Las teorías podían ser retiradas, y las historias, ser renovadas a medida que cambiaba la moda, pero perdurarían los hechos sobre los cuales el edificio estaba construido. La “ética” de la profesión, aseveró Momigliano, reposaba sobre la capacidad de los historiadores de seguir fieles a ellos.

En los primeros días de la Ilustración de Gibbon, la mayoría de los esquemas en los que se basaban los historiadores eran teorías acerca de los orígenes y el progreso de la sociedad; en los dos siglos que siguieron, los historiadores han estado dispuestos  a que sus hechos se junten con una amplia gama de pretendientes, desde el nacionalismo hasta el marxismo y el posmodernismo. La disciplina ha pasado por tantos “giros” autodenominadas teóricos que, francamente, es difícil mantenerse al tanto. Debido a que, paradójicamente, la mayoría de historiadores ha mirado a la teoría con sospecha —como una necesidad lamentable, en el mejor de los casos, para darles un respiro a los hechos— a menudo ellos han sido ávidos observadores de las tendencias predominantes. Precisamente debido a que son tan vacilantes, oportunistas y superficiales en su actitud ante la especulación, los historiadores parecen cambiar de teorías populares a menudo, tratándolas no como fundamentos sobre los cuales construir, sino como trajes de estación con los cuales vestir los hechos que tan asiduamente han reunido.

***

Actualmente, los historiadores se preocupan de que han perdido público, y su angustia ha hecho que la búsqueda de la siguiente tendencia parezca especialmente apremiante. Al inicio de su nuevo libro, Writing History in the Global Era [Escribir la historia en la Era Global], Lynn Hunt observa que “la historia está en crisis” porque ya no puede responder a “la acuciante pregunta” de por qué ella es importante. David Armitage y Jo Guldi, en su History Manifesto, concurren: ante la actual “hoguera de las humanidades” y la desastrosa pérdida de interés por un tema donde la cultura solía invertir mucho (y en clases adonde los estudiantes solían asistir en tropel), definir una nueva vocación profesional, es un asunto crítico. La historia, tan frecuentemente vista como un “lujo” o una “satisfacción”, necesita encontrar cómo “mantener despierta a la gente por la noche”, como ha dicho Simon Schama. En realidad, el problema es peor: los estudiantes, actualmente, tienen interminables diversiones para las horas de madrugada; el problema para los historiadores es mantener despiertos a los estudiantes durante el día.

En las últimas décadas, Hunt ha tenido el ojo más confiable para identificar las nuevas tendencias en la profesión histórica norteamericana, y lo que ella considera importante siempre resulta siendo más que la suma de sus entusiasmos del momento. No te podrán gustar las iniciativas en las que ella es más entusiasta; podrás querer hacer volar por los aires una de sus causas en boga — como hice en estas páginas cuando ella inventó la historia de los derechos humanos—, solo para encontrarte siguiéndola por el resto de tu vida [“On the Genealogy of Morals”, 16 de abril, 2007]. Lo que no puedes discutir es que ella tiene un sentido sobrenatural para las últimas novedades que anuncian a gritos los historiadores para estudiar las cosas viejas.

Como algunos pocos pioneros de la moda, Hunt, quien recientemente se retiró de UCLA, se formó en la década de 1970 durante la creciente marea de la historia social, cuando lo que más interesaba era aprender acerca de los hombres comunes y corrientes — y, de manera más importante, acerca de las mujeres— perdidos para la enorme condescendencia de la posteridad. Habiéndose enfocado por siglos en los reyes (finalmente, los presidentes) y sus guerras así como en los diplomáticos y sus negociaciones,  los historiadores se dieron cuenta de que en gran medida habían ignorado las fuerzas sociales que pulsaban desde abajo, y anhelaban identificarse con la gente olvidada que había sido eliminada de la historia simplemente por no pertenecer a la elite.  A menudo, los historiadores sociales tenían simpatías por la izquierda y, siguiendo la estrella del luminoso libro de E. P. Thompson, The Making of the English Working Class (1963) [La formación de la clase obrera en Inglaterra], querían que la historia social hiciera la crónica del surgimiento de la conciencia política de la gente trabajadora (y, después, de otros grupos oprimidos o marginados) que merecían justicia. Puesto que estaban interesados en la forma de la sociedad y no solo en sus clases sociales, los historiadores sociales se basaron en un entonces novedoso cuerpo de pensamiento. No fue solamente una política de izquierda, sino el marxismo como una teoría de la sociedad lo que prosperó bajo el reinado de la historia social; a su vez, la entera tradición de tal manera de pensar, desde la Ilustración a Emile Durkheim y Max Weber, se hizo canónica.

Hunt dejó todo esto en los años ochenta, y corrió hacia lo que ella conocidamente denominó “la nueva historia cultural”. Los mundos se llenaron de significado, como lo descubrieron los historiadores sociales renegados, y las representaciones del poder que la gente crea, los rituales que practican así como las maneras en las que interpretan sus mundos, le dieron entonces el mate a la información básica acerca del orden social. No era suficiente entender la estructura de clases en la época de la Revolución Francesa, sostenía Hunt en su libro clave Politics, Culture, and Class in the French Revolution (1984) [Política, cultura y clase en la Revolución Francesa]; uno también necesitaba entender el mundo de los símbolos políticos y de la “cultura política” que hacía significativa la acción social; especialmente dado que las clases resultaron no ser tan importantes como creían los marxistas. Intercambiando al marxismo por la antropología y la teoría posmoderna, la nueva historia cultural era, entre otras cosas, una protesta contra la tabulación de la gente según categorías estáticas como “los trabajadores” o “el campesinado”, y su descubrimiento coincidió con el fracaso de los esfuerzos políticos para conseguir mayor igualdad social.

Entonces Hunt cambió nuevamente  de opinión. Aún no se había secado la tinta de The Family Romance of the French Revolution (1992) —una aplicación creativa del originalmente individualizado psicoanálisis de Freud, a un evento colectivo, el cual sigue siendo su libro más interesante— cuando ella declaró que la “teoría” había ido demasiado lejos. Esta parecía ser —se quejaba Hunt— poco más que una receta para decir cualquier cosa que uno deseara. “Los posmodernistas a menudo ponen la palabra ‘realidad’ entre comillas para problematizar el ‘ahí’ que está ahí”, Hunt y varios colegas escribieron en Telling the Truth About History (1994) [Decir la verdad acerca de la historia]. Pero esta afirmación no era ella misma realista (el tema de la teoría es que ninguna “realidad” se interpreta a sí misma), y el veredicto de Hunt difícilmente probaba la inutilidad de los marcos de interpretación más amplios, excepto para quienes los tratan en primer lugar como secundarios. Asustada por las precipitadas modas que parecían amenazar con el caos, Hunt tomó la causa de los hechos. Declaró al giro cultural como una vasta equivocación, y al posmodernismo como un tejido de errores. Desde cualquier cielo o infierno donde residan ahora, los anticuarios sonreían.

***

Pero si los hechos ofrecen un refugio permanente a los historiadores, las modas continúan tentándolos. Veinte años después, Hunt de nuevo está escrutando las últimas tendencias, y las opiniones que ofrece acerca de ellas en Writing History in the Global Era (Escribir la historia en la Era Global), no deberían ser tomadas con ligereza. Comienza reexaminando el desplazamiento desde la historia social a la historia cultural. Como ella lo confiesa, un gran problema buscar “significado” en el pasado es que esto era tan vago que llegaba a ser inútil, inclusive cuando mostraba que una de las fallas de la historia social era su incesante enfoque sobre procesos anónimos y supuestamente objetivos. Sin embargo, la historia cultural demostró ser otro callejón sin salida. Hunt lo explica con una metáfora diferente: “Lo que comenzó siendo una crítica penetrante de los paradigmas dominantes, terminó pareciendo menos un ariete y más el sonido del chuponeo de un inodoro”. Como dice Hunt, la clara necesidad aún dos décadas atrás era la de un nuevo “paradigma” para que los historiadores lo aplicaran a sus hechos. ¿Pero qué es eso?

Mientras la historia cultural a menudo enfatizaba lo pequeño y lo local, continúa Hunt, la actual ola de interés en la “globalización” favorece lo extenso. Esta obtiene su nombre de un proceso exaltado por Thomas Friedman y excoriado por Naomi Klein, y Hunt muestra que los historiadores casi no han sido inmunes a descubrir súbitamente el mundo que yace más allá de sus anteriores contraídos reductos nacionales o regionales. Ella también muestra que el mismo término “globalización” ha experimentado un crescendo en las pasadas dos décadas, con libros y artículos que manan de las editoriales ofreciendo historias globales sobre un maremágnum de temas. Se nos ha obsequiado con historias globales del bacalao, los comics y el algodón, y un editor ofrece una serie dedicada a versiones globales de alimentos como higos, entrañas, panqueques y pizza. La historia del siglo 19 del historiador alemán Jürgen Osterhammel, La transformación del mundo, muestra cómo era la vida cuando tomaba ochenta días viajar alrededor del globo, anticipando nuestra era del movimiento supersónico de gente y la transmisión instantánea de bytes. Inclusive Hunt recientemente ha entrado a la escena, editando un libro acerca de la Revolución Francesa desde una perspectiva global.

Los proponentes de la historia globalizadora persuasivamente han sostenido que la historia había permanecido “eurocéntrica”, pero Hunt acertadamente pregunta si la moda contemporánea de escribir historia sobre grandes áreas hace algo más que expandir drásticamente el lienzo para la descripción histórica. “¿Es la globalización un nuevo paradigma para la explicación histórica que reemplaza los paradigmas criticados por las teorías culturales?”, pregunta. Puede agrandar la escala del estudio al enfocarse en el comercio de larga distancia, los vastos imperios o las guerras que cruzan fronteras, pero tal perspectiva solamente podría dibujar montañas más grandes con hechos que están a la vista, sin explicar qué significan o por qué son importantes.

Lo que la historia global enfáticamente no prueba es que las autoridades clásicas para interpretar el pasado se hayan vuelto obsoletas, especialmente desde que Karl Marx mismo describió el fenómeno ahora llamado globalización. El punto de partida de Hunt es diferente. Sostiene que debido a que ella y sus colegas historiadores culturales dañaron tan irreparablemente las teorías sociales que comandaban la historia desde el tiempo de Gibbon hasta el nuestro, las opciones para hacer historia ahora pueden solo tomar una o dos formas. Una es hacerlo sin ningún “paradigma” reinante, lo que según Hunt la historia cultural nunca hizo —más allá de un compromiso general para recapturar el significado, sin ningún acuerdo sobre cómo interpretarlo. La otra es inventar un nuevo paradigma. El temor de Hunt es que la globalización, puesto que pone en relieve procesos anónimos alguna vez preferidos por los historiadores sociales, terminará prefiriendo la suerte de esquemas en los que estos historiadores se basaron. La globalización podría, esto es, convertir en obsoletas las ideas de la revolución cultural que Hunt originalmente auspició, sin hacer nada al mismo tiempo para conducir a los historiadores más allá de los límites que ella piensa son intrínsecos a un enfoque global.

Hay que reconocérselo, Hunt deja en claro que su necesidad para una nueva dispensación difícilmente es universal dentro de la profesión. Es convencional agrupar a Hunt con sus colegas generacionales Joan Scott y William Sewell, dado que los tres salieron en grupo de la historia social, y que los tres regularmente han explicado sus giros a lo largo de los años (Sewell es autor del mejor libro en el horizonte historiográfico, Logics of History: Social Theory and Social Transformation (2005) [La lógica de la historia: historia social y transformación social]. Pero como observa Hunt, Scott se ha sostenido hasta el final con el posmodernismo —aparentemente creyéndolo más defendible de lo que Hunt piensa— mientras Sewell ha “retrocedido” hacia el marxismo. Hunt no está satisfecha con ninguna opción: “¿Deben los historiadores escoger entre un retorno a los paradigmas previos o ningún paradigma?”, se pregunta.

Para que Hunt haga esta pregunta, sus dos premisas mellizas —que la historia cultural devastó por demás la teoría social, al tiempo que no generaba ninguna verdadera visión interpretativa propia del mundo—, deben soportar mucho peso. Quizá demasiado: Sewell no piensa que la primera sea verdadera, mientras Scott tendría que refrenar su entusiasmo ante la segunda.

Y si vamos al caso, uno se podría preguntar si la fuente del problema es la montaña rusa de los enfoques y sus interminables vueltas, lo cual produce la exigencia por una nueva teoría nueva.

Valientemente, Hunt avanza con determinación para formar su propio paradigma, en el que resulta el capítulo más interesante de su libro. Concluye que los historiadores necesitan un nuevo enfoque sobre la sociedad o, más precisamente, una teoría de la relación mutua entre el ser individual y la sociedad en su conjunto. Ni la historia social ni la cultural, que sumergieron al individuo en un sistema mayor de fuerzas o significados —a menudo hasta el punto de hacer del individuo algo insignificante—podrían con posibilidad ajustarse al caso, dice Hunt. Pero hay buenas noticias: “Ideas acerca de la conexión entre la sociedad y el ser individual están emergiendo ahora desde una improbable conjunción de fuerzas”. Su meta es expresar lo que ellas son, como fuentes de un nuevo paradigma.

Dos de las fuentes de Hunt son la neurociencia evolutiva y la psicología cognitiva, con las cuales jugó en su anterior trabajo. Su entusiasmo por ellas parece extraño, dado que las leyes de los procesos biológicos difícilmente son menos anónimas y deterministas que el giro globalizante que borra el protagonismo humano. Importar teorías noveleras de otros campos esotéricos y apoyarse en trabajos de ciencia popular no parece ser una receta para el éxito. ¿Recuerdan la camada de historiadores de fines del siglo 19 y de comienzos del 20 que pusieron sus apuestas en el racismo científico? Nadie los recuerda, salvo como advertencias, porque su trabajo no vale nada.

Lo que se pone aún más confuso es que Hunt injerta esta tendencia en un retorno a la envejecida tradición de la teoría social, la cual ella explícitamente admite es simplemente una versión más amplia de los enfoques que la historia cultural supuestamente derribó. La idea de que “lo social es el terreno del significado” —en la última fórmula de Hunt— fue central para la tradición del pensamiento, desde el sabio napolitano Giambattista Vico, hasta Durkheim, Marx y Weber. Puede ser que los historiadores sociales entendieron malamente esta tradición en sus esfuerzos por pensar acerca de la sociedad en términos de amplias categorías de gentes, así como los historiadores culturales revirtieron el error al celebrar el “significado” como un objeto separado. Pero en su propuesto retorno a lo social, Hunt está esencialmente admitiendo que progresamos, no solo cuando buscamos un nuevo paradigma, sino cuando componemos las equivocaciones pasadas. Una de los mayores es el pensar (guiado por la tendencia) que los historiadores tienen que escoger entre estudiar la sociedad y estudiar la cultura, inclusive si esa falsa opción alguna vez tuvo sentido para Hunt y su generación.

Por esta razón, el libro de Hunt a momentos se lee como si tuviéramos que vivir la propia historia de la vida intelectual de su autora para seguir su empresa de formar un nuevo paradigma. Pudiera ser, sin embargo, que toda esta conversación sobre “paradigmas” fuera engañosa: una distracción del hecho de que la relación entre el ser individual y la cultura ha sido la preocupación constante de la teoría social desde su origen, y de que al interior de esa tradición hay un enorme rango de opciones que explorar y mejorar. Hunt repudia la posición posmoderna común de que el ser individual es un producto histórico, como si el solo proponer un compromiso entre los derechos de la sociedad y del individuo fuera específico o suficiente. Inclusive cuando se trata de sus propias florituras neurocientíficas de moda, Hunt las conecta con un más antiguo pensador francés, Maurice Merleau-Ponty, y su más amplia noción de que las individualidades están corporizadas. Pero como Marcel Gauchet, un francés contemporáneo  en quien ella se basa bastante, Merleau-Ponty es solamente una figura dentro de un rico fondo de recursos del pensamiento social.

Hunt propone pero nunca resuelve cuál podría ser el dilema clave para los historiadores de hoy. El surgimiento de la historia global inevitablemente le hace a uno preguntarse si las categorías, comenzando con la de “sociedad” que los occidentales han diseñado para estudiarse a sí mismos, son aplicables a pueblos de todos los tiempos y climas. Hunt repudia a los comentadores extremistas que insisten en que las categorías occidentales solo pueden explicar las cosas occidentales. No está claro que esto supere la dificultad.

***

Mientras que Hunt quiere considerar la moda de la globalización, Armitage y Guldi están interesados en mayores escalas temporales y no solamente en espacios geográficos expandidos. Armitage, un colega mío de Harvard en quien confío, nunca ha estado él mismo por encima de andar buscando modas; ya ha ayudado a definir el estudio de la historia del Atlántico, la del Pacífico y la historia internacional. Ahora, tiene un par de nuevos temas —historia del largo plazo e historia dirigida al presente— y en el esfuerzo de exponerlos se le ha unido Guldi, un joven geniecillo que es experto en datos masivos.

Su entusiasta argumento dice así: en las décadas recientes, los historiadores han dejado de lado su énfasis en lo que el historiador francés Fernand Braudel llamaba la longue durée. En su celebrada historia del litoral del Mar Mediterráneo, publicada en 1949, Braudel insistía en la realidad superior de los ritmos de vida de largo plazo. Las fuerzas imponentes de la demografía y el medio, asumía Braudel, hacían de los individuos —inclusive los reyes— mero “polvo”. Armitage y Guldi ofrecen una serie de razones de por qué, contrariamente al inspirador ejemplo de Braudel, los historiadores prefirieron el corto plazo. Quizá la principal fue la historia cultural: el “significado” parecía inevitablemente atado a un tiempo y un lugar específicos en un modo que las grandes historias, que cubrían vastos periodos, siempre menospreciarían. Pero también hubo otras razones, como las presiones para encontrar nuevos temas en la competencia por el campo profesional. Los resultados, creen Armitage y Guldi, fueron profundos, a medida que la escala temporal promedio de los libros de historia fue comprimida vertiginosamente.

Sin embargo, el recuperar nuestra sensibilidad hacia lo que esta pareja de autores llama, de manera algo misteriosa, “vibraciones de un tiempo más profundo”, no es solamente un intento de retornar a los frescos y remotos estudios de eras pasadas a lo Braudel. La razón real para ascender a las alturas olímpicas y a la mirada de gran amplitud que ellas permiten, dicen Armitage y Guldi, es sumergirse en los asuntos políticos de la ciudad. ¿Cómo es —preguntan ellos—, que desde los tiempos clásicos la historia desempeñó el papel de magistra vitae —maestra de la vida— especialmente para la guía de los actores políticos, pero que ahora haya sido rudamente desplazada por otros campos, y especialmente por un deprimente (y, a menudo, desastroso) pensamiento económico? La historia solía ser, si no exactamente filosofía, por lo menos “filosofía enseñando mediante ejemplos”, como Tucídides originalmente dijo, y como el vizconde Bolingbroke en la Era Moderna temprana repitió en sus Cartas sobre el estudio y uso de la historia (1735).

En este llamamiento en pro de la relevancia, Armitage va contra la famosa crítica de su mentor, el catedrático de la Universidad de Cambridge, Quentin Skinner: si se va a desarrollar algún pensamiento, debe ser hecho “por nosotros mismos”, sin la ayuda de la perspectiva histórica. Mientras Skinner expresaba el convencional punto de vista anticuario de que el rol de escribir historia consiste en desconectar el presente de pasados muy diferentes, Armitage y Guldi insisten en el valor operativo del trabajo histórico, y ciertamente para las causas públicas más elevadas. Después de hacer la crónica del corto plazo, los dos se vuelven a las exigentes razones políticas para abandonarlo con el fin de que el largo plazo pese sobre el presente, con la ayuda de las nuevas herramientas digitales. Los historiadores necesitan, dicen ellos, sumergirse en los vastos archivos digitales de información buscable que ahora existen, comparada con lo cual su vieja búsqueda de documentos de archivo luce estrecha y pintoresca.

Aun cuando tienen algunas cosas sabias y penetrantes que decir acerca de los nuevos servicios que permiten los datos masivos, Armitage y Guldi dejan en claro que su recomendación no es que todo historiador se pase al largo plazo. En su defensa, citan a nadie menos que Lynn Hunt. Los acertijos locales vinculados a un tiempo siempre quedarán para ser confrontados; pero para Armitage y Guldi, la edificante nueva cosa nueva es que los datos computarizados y el poder computacional permiten un conjunto de soluciones rápidas a desafíos que a Braudel y sus semejantes les tomaba una década descifrar. Y estos, sostienen, podrían a su vez permitir a los historiadores un retorno a la escena pública, ya sea que esta consista en debates acerca de la gobernabilidad internacional o la reforma agraria global.

***

Armitage y Guldi son cuidadosos en distinguir su noción del largo plazo de otros llamados a hacer historia “profunda” y “grande”. Dado su cientificismo, Hunt tiene una debilidad por los llamamientos hacia lo profundo, debilidad que está asociada con otro investigador de Harvard, Daniel Smail, autor de On Deep History and the Brain (2008)[Sobre la historia profunda y el cerebro]. Smail se rehúsa a restringir la historia de la humanidad a los últimos pocos milenios y su registro documental, cuando la arqueología y especialmente la biología proveen herramientas para extender la historia mucho más atrás. Para los acólitos de la “gran” historia, como el investigador australiano David Christian, la historia “profunda” que se inicia tan tarde —con los seres humanos— es de por sí muy poco ambiciosa. Esta es una discusión que ha resonado más allá de la torre de marfil. Bill Gates ha estado agitando para que las escuelas secundarias enseñen una historia que comience con el Bing Bang. “Simplemente me encantó”, dijo Gates al New York Time acerca de su experiencia de correr en su máquina estacionaria mientras veía a Christian explicar el concepto de la gran historia en un video. “Fue muy clarificador para mí. Yo pienso, ¡Dios, todos deberían ver esto!”.

Dios nos libre. Aparte del hecho de que el cientificismo de Gates sacrifica la perspectiva crítica que los humanistas han aprendido a mantener desde su desastroso flirteo, en el siglo 19, con la biología y otras ciencias naturales, el problema con las expansiones masivas de la línea temporal, aún hasta la totalidad de la historia humana, es simple: fuerza a los historiadores a convertirse en científicos, convirtiendo efectivamente su disciplina en lo que ya es el trabajo de otros. Los grandes historiadores de Gates ya existen: son llamados físicos. En cualquier caso, esto no es lo que Armitage y Guldi parecen querer. Ellos insisten, con razón, en que se supone que una indagación humanística como la histórica, debe ofrecer una alternativa frente a “los modelos de las leyes naturales de los antropólogos evolucionistas, economistas y otros árbitros de nuestra sociedad”. Más que eso, la expansión excesiva sacrifica la idea de que el drama de la historia humana tiene que ver con el destino de nuestros propósitos y, por tanto, con aquello que nos debería preocupar más, inclusive cuando ellos afectan al mundo no humano.

Con todo, en su comparativamente modesto llamado por líneas de largo plazo para confrontar los problemas candentes (incluyendo una tierra literalmente candente), Armitage y Guldi no tienen ninguna respuesta para lo que siempre ha sido la pregunta realmente difícil: ¿Cómo interpretas los hechos a lo largo de una escala temporal minúscula o enorme? Así como el globo ofrece un espacio más extenso, una línea temporal extendida meramente permite un esquema temporal más largo. Pensar acerca de lo que sucede en las soleadas tierras altas  más allá de los confinamientos de lo local y de lo atado a un tiempo, necesitas una teoría. Los datos —incluyendo los datos masivos del largo plazo— nunca son autointerpretativos. Y la orientación hacia el pasado en aras del futuro tampoco es solamente un problema para el cual la solución  sea tener más información; es, en última instancia, un problema filosófico que solo la especulación puede resolver. Este fue el punto central de la teoría social desde Vico hasta Marx: integrar los hechos necesarios con una visión del devenir humano, el cual nunca careció de una dimensión ética y política. Puede decirse que es esto, más que nada, lo que la gente necesita actualmente, no solamente una proclividad por el largo plazo.

Armitage y Guldi no tienen ningún uso para Marx excepto para inspirar su título, y para permitirles comenzar su libro invocando el espectro del largo plazo y terminarlo exigiendo que los historiadores del mundo se unan. A diferencia de Hunt, ellos no consideran la recientemente obtenida amplitud cronológica —como el más extenso espacio de la globalización— como algo que tenga que ser llenado por una u otra teoría que permitirá que los datos nuevos o grandes (viejos o pequeños) sean interpretados de maneras atrayentes. Y si lo consideran, este no es el enfoque de su llamado a la ambición.

Aun nuestros más resueltos creadores de modas, entonces, no ven el muro entre historia y filosofía como la frontera final a romper, en parte porque esta fue la primera frontera erigida para definir la disciplina por anticuarios enamorados de sus hechos. Armitage y Guldi inteligentemente afirman que los “giros críticos” ocultan “viejos patrones de pensamiento que se han arraigado”. De estos, el más durable no es el afecto por el corto plazo, sino el rehusarse a arriesgar la certeza de los hechos en aras de una fusión de historia y filosofía.

***

En 1966, Hayden White publicó “The Burden of History”, su aún vigorizante ataque contra sus colegas de profesión. “La historia es, quizá, la disciplina conservadora por excelencia”, escribió White, dando puñetazos, tal vez más que nada, contra la ética factológica tan central en el oficio moderno. Las consecuencias, según White, eran graves: “Ahora que la historia se ha hecho crecientemente profesionalizada y especializada, el historiador común y corriente, envuelto en la búsqueda de un documento elusivo que lo establecerá como la autoridad en un campo estrechamente definido, ha tenido poco tiempo para informarse de los últimos desarrollos en los más remotos campos del arte y la ciencia”.

Momigliano escribió una notoria polémica contra White (ex profesor mío), precisamente por denigrar la recuperación de la verdad factual, la cual él pensaba era central para la historia. Pero si Momigliano convirtió esa recuperación en un imperativo castigador del superego de la historia, White quería sustituir a la historia por una diferente “ética”: una que crearía espacio para la teoría, o inclusive que insistiría en ver más allá del contraste entre teoría e historia, en servicio del presente. Con casi noventa años de edad y aún por delante de su tiempo, White está de vuelta este año con su propio vivaz y nuevo libro, The Practical Past.

Debido a que el pasado necesita sernos práctico —no hay razón para preocuparnos de esto excepto en cuanto es útil para el presente—, White comienza su libro poniendo nuevamente la “ética” profesional de Momigliano en su lugar:

El antiguo, retóricamente estructurado modo de la escritura histórica, abiertamente promovía el estudio y la contemplación del pasado como propedéutico para una vida en la esfera pública, como un terreno alternativo a la teología y la metafísica (para no mencionar como una alternativa al tipo de conocimiento que uno podría derivar de la experiencia de lo que Aristóteles llamaba la “banausica” vida del comercio y el intercambio), para el descubrimiento o la invención de principios con los cuales responder a la pregunta central de la ética: “¿qué debería hacer yo?”, o para ponerlo en los términos de Lenin: “¿qué hacer?”.

Parece que, de maneras indirectas, todos nuestros actuales seguidores de tendencias historiográficas finalmente están de acuerdo con White, ante lo que ellos consideran como una gran crisis para la escritura de la historia en el momento presente. Sin embargo, una cosa es hacer un llamado a la especulación en aras de la relevancia, y otra efectuar un nuevo matrimonio entre la historia y la filosofía. Para la siguiente generación, una cosa está clara: pensar tendrá que convertirse en nuestra profesión.

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